Tótem, aguante, televisión: el fin del
deporte
A fines
de 2000, El Aguante, programa argentino de Torneos
y Competencias, cubrió el clásico final del
campeonato uruguayo y entrevistó, dentro de la barra
brava
de Nacional, a cierto sexagenario que confesó haber defendido,
varias décadas atrás y a pesar de su fanatismo
bolso, a Peñarol, e incluso haber averiado con goles el
arco del bolsillo. El ex futbolista, reconvertido en hincha,
renegaba de su pasado y, con furia de converso, aborrecía
su propia vida, negando incluso la meta básica de los
deportistas que son o aspiran a ser profesionales, ésa
de mejorar su estándar de vida y triunfar, no importa
defendiendo qué colores. Su pretérito desempeño
con lo pies ya no era siquiera locuras de juventud sino estigma
que, pasados los años y ante cámaras, lo ponía
al borde del llanto. Un yo pecador que (según confesión de parte) había
hecho algo "horrendo", algo que él mismo "no
se podría perdonar nunca en la vida". Los costurones
de la herida, de la infamia de haber infligido un golcito ocasional
al equipo de los amores (en
divisiones menores),
acaso no pudieran borrarse siquiera con la semanal penitencia
de quedar al borde del síncope bolso, desgañitándose
en la tribuna; todo ese aliento incondicional hace incandescente
la brecha que se abrió entre deportista (y deporte) e hincha, aunque ambos participen
de la misma biografía.
El deporte, avatar lenificado de la guerra pero también
modelo de la vida ciudadana, se vio sustituido por el culto,
por el desplazarse (y
reconocerse a sí mismo) a través del aliento, del grano
estrangulado de la voz, por un "estar ahí",
no importa el resultado en el césped. Así como
el juego ya no es tal, y se transforma en una actitud, en una
impronta ética, vitanda, del mismo modo se borraron aquellas
primeras y frangollantes identificaciones de clase en favor del
partidismo menos segmentable (sociológicamente
hablando)
del aliento, del corazón hecho un vapor que se adhiere
a la casaquilla. Igual que, desde hace décadas, los pudientes
rugen con Peñarol y los desarrapados afonizan en la hinchada
de River, en un mismo movimiento el espacio sacro del campo de
juego se hizo vacuidad, hojarasca verde, mera heráldica
de la retirada del deporte y, en su lugar, advino una cultura urbana que ya no
reconoce competencias.
En
rigor, este buen señor arrepentido no debe recordar que
eso que le cambió la vida y lo hizo abominar de sí
mismo es un movimiento envolvente, posterior a su memorabilia
de balompedista, ya que fue en la década de 1970 en Argentina,
y durante la siguiente en Uruguay, que las hinchadas pasaron
a reconocerse a sí mismas a partir de la agresión,
y a corear con afán identitario "soy bostero (gallina, manya, bolso
-término despectivo que pretendió mejorar al bolsillo,
que ya no venía cosido sino pintado en la camiseta de
Nacional)".
La afrenta pasaba a asumirse como tótem benefactor de
la tribu (la
vencida gallina, el bolsillo fetiche, residuo de aquello que venía adherido
a la blusa, la bosta que asperjaba el bajo fondo, el excremento
como vianda)
y a ser adoptada como grito de guerra.
Por un lado, había saltado definitivamente el tapón
eufemístico de los deportócratas; por otro, se
extinguía el deporte, al menos eso que veintidós
individuos de pantalón corto disputaban con una pelota;
el protagonismo era asumido por la horda que se apiñaba,
en el estadio, en los tablones; los jugadores habían desaparecido
tras pantallas de televisión. Al respecto,
cabe recordar que el penitente supra accedió a las cámaras
recién en su investidura de hincha, porque en sus épocas
de atleta reinaba una épica que era más bien un
murmullo, la de la radiotelefonía, donde los héroes eran un amasijo
de nombres ya que, antes de la televisación en directo, quienes asistían
a los partidos eran apenas fracción minúscula de
los pretendidos conocedores de fútbol; los relatos
deportivos, o las fotos de prensa, amplificaban las
leyendas, convirtiendo a los futbolistas en héroes de mitologías
pordioseras o grandilocuentes. El relato radial convenía
una gesta -la del juego- a los millones que no lo atestiguaban
desde las gradas y hacía de jugadores como Abbadie, Corbatta,
Santamaría o Sanfilippo figuras menos vistas que imaginadas.
Aquellos que llegaban al estadio eran los testigos de ese chimento,
los que a su turno estarían a cargo de repetir, siempre
magnificando, lo que sucedía en un caldeado campo de juego.
Ya como testigos, ya como escuchas, el estadio era una especie
de templo que daba lugar a una ceremonia abigarrada pero secreta,
un cuchicheo que desaguaba en el mito.
Lo
trastornó todo la televisión, sin embargo, y se
podría tomar el mundial México 1986, conocido por
muchos argentinos como "de la mano de Dios", como
mojón que fija el desplazamiento. Entonces, Steven Spielberg
sustituyó la ceremonia inaugural por un mediometraje;
las reglas mudaron hacia el fair play (limpieza de juego, limpieza de imagen) y ya las cámaras no
dejaban lugar a equívocos: fue con la mano que Maradona
le ganó a los ingleses.
En ese mundial, también, los mexicanos exportaron para
el mundo futbolístico una práctica que incorporaron
de las ligas de béisbol de Estados Unidos: la ola. El
calor del partido se había retirado de esa cancha vacía
y derivaba hacia la tribuna, ungida en la estrella del espectáculo;
los jugadores, patrocinados por multinacionales, pasaron a
cortejar las cámaras, mostrando camisetas por debajo de
la que defienden, coreografiando sus goles para el receptor,
publicitando su comerciable individualidad, que se escinde de
las reglas solidarias del team que los reducían
a un número más dentro de once (en vez de a este colorinche carismático
y satelizado).
Así como están proyectados hacia fuera del estadio
(en las salas
de millones de hogares y receptores, participando de las sobremesas
o las papas chips, pensándose a sí mismos, más
allá de la jugada, en otra toma insuperable, en el mejor
ángulo que aparecerá, fatalmente, en cámara
lenta),
por contrapartida, dentro de la cancha verde, no hay nadie. "Estar
pintado", en la jerga del Río de la Plata, implica
una participación meramente decorativa; desde que se globalizó
el fútbol, a través
del satélite, los jugadores
se tiñen, decoran o afeitan: están "sacados"
hacia la cámara, hacia el telespectador(9).
No en vano, las barras bravas del Río de la Plata
transcurren de espaldas al partido, saltando, corriendo; se hacen
sentir, pero no están ahí para mirar, porque nada
queda para ver. En el vacío en que quedó la cancha
(término
que en Argentina incluye las graderías) se instaló la hinchada,
que tribaliza el juego inscribiendo la anatomía en los
colores que alienta, ya pintándose el cuerpo, ya investida
en las mismas camisetas que debería utilizar el espectral
equipo que, alguna vez, estuvo entre el verde y dos metas y que
ahora es menos parecido a once humanos que a un holograma, a
los figurines de un videojuego (de
fútbol) o
a un tótem traslúcido(10).
Dado
que, fagocitado por el telespectáculo, el fútbol
había cancelado el sentido de la victoria
o la derrota dentro de un emporio de torneos y partidos que había
hecho de la revancha algo perpetuo, el espectáculo encontró
una prótesis compensatoria,
que además de devolver densidad al evento, y brindarle
banda sonora, redefine al hincha, haciéndolo parte de
la tribu.
Cuanto más profesionalizados deportistas y eventos, más
comparece el aguante como exaltación de sentimiento desinteresado:
a diferencia del viejo espectador (que machacaba el trasero en las graderías,
y del telespectador, que se encastilla en su sofá, que
disfrutan las jugadas y se descargan festejando un gol o insultando
el arbitraje),
el
hincha tiene una misión, que es la de tener o proveer
aguante: salta, corea, alienta, insulta a los adversarios, reta
a la barra rival para combatir fuera del estadio, o diputa centímetros
de la ciudad para
consagrar su sentimiento en paredes y muros. Se atribuye protagonismo,
pero su gloria no necesariamente coincide con el resultado deportivo;
más aún, en ocasiones le va en contra.
Si, para la crónica deportiva, el campeonato que ganó
Racing en 2001 marca el regreso a la victoria de un "grande"
que llevaba siete lustros suscrito al perdedero, para la hinchada
es exhibicionismo cuántico de la pasión: 35 años
de aliento en la derrota(11). Se trata de un flashing del
sentimiento; a diferencia del público, la barra brava
ni siquiera mira el partido: es ciega al match como es
ciego el amor (y como el amor, necesita ser gritado,
coreado, compartido; en definitiva, proclamado). Ni bien reconoce el descalabro
que ha provocado, Edipo, se arranca los ojos; nuestro amigo
el bolso sexagenario ya no mirará el juego que amó.
Su purificación la buscará en el turbión
ronco de la barra brava, arrebatándose en el hervidero
de orillas lanzadas al agujero negro en que quedó reconvertido
el centro. Ciego y autolacerado, Edipo se convierte en figura
arquetípica del sufridero; pero Edipo era figura
trágica,
que desaparecía de la escena. Aquí, por el contrario,
rige el desvelamiento de la aflicción, la obscenidad del melodrama,
género que suplantó
a aquella épica nacional que coagulaba en el deporte.
La
pasión manda
Si
bien le brinda mayor capacidad de exposición y, por lo
tanto, vuelve más tactable el sentimiento (y es por eso uno de
los eventos más acariciados por el aguante), sería
imprecisión considerar la derrota algo deseado; el aguante,
por sobre todo, es un alevoso streap tease de la resistencia
y por lo tanto el revés, sea deportivo, sea bélico,
no es más que un percance. Aguantar es transcurrir por
barrios o provincias
tras los colores que han teñido definitivamente el soplo,
baleándose con barras rivales, faenándose en escaramuzas
o patoteando a los que se internan por el territorio propio,
aunque estos no sean más que peatones desprevenidos (esto implica una embestida,
de todos modos, contra la integridad de la adhesión y
amenazaría la reconversión de calles, barrios o
villas miserias en espacio
público,
tabú para barrabravas cuyos tótems, contrariamente
a lo que hubiera pensado Freud, están lejos de la prohibición
del incesto).
"Batallar", por ejemplo, para infinidad de montevideanos poco privilegiados,
es una forma de vida, consistente en salir en busca del vino
o el desayuno, evadiendo el arnés del laburo, cuyo balance
es apenas menos instantáneo que las evaluaciones del I
Ching: "hoy gané/hoy perdí, mañana
se verá".
¿Pero
dónde, entonces, el nexo del aguante como actitud política,
como acto de reivindicación ciudadana por el cual gremios
y asociaciones civiles asaltan las plazas, es decir, las ágoras
y cabildos (rebautizándolas
como "del aguante"), con este enconado resistir, que es
un culto, alimentado por sustancias, saltos y cantos de posesos,
que es asimismo la búsqueda de un éxtasis? Según
el aguantar de la barra brava, que no puede quedarse quieta y
se avecina a la bacante, a la manía (al punto que no sabe de exclusiones
de género y que, parejamente pintadas,
o camiseteadas, las mujeres se pelean en las plateas
de las damas(12)), quien no salta y celebra
es un "amargo", por ejemplo el plateísta que
observa arrellanado y obediente: ¿por dónde, por
tanto, el parentesco con una institución tan poco dionisíaca
como las Madres y Abuelas de mayo? Si gallinas, manyas, quemeros,
bolsos, leprosos o bosteros clamorean, partido a partido, su
enemistad con la polis y su brazo sometedor -la policía-,
autoexaltándose como criminales(13) y minimizando a los rivales
bajo el rubro "vigilante"(14), ¿cómo recuperar
esta agitación de posesos en actitud política?
Por
irresistible o tentador que resulte acusar a la globalización de esfumar
distancias entre patria y bandolerismo(15), en rigor es incluso más
difícil excluir, como hipótesis vinculante, al
imperio del melodrama. Al respecto, baste recordar que, entremés
primero, metódico festín del cáncer después,
Evita, es decir,
la pasión de Evita, le dio un espesor emocional al peronismo y que, por
más amargas que se las vea -o precisamente cuanto más
desafectas a la satiriasis o el raterismo- las Madres y Abuelas,
tomadoras atávicas de la Plaza hoy conocida como "del
Aguante", son la heráldica misma de la pasión:
su legitimidad proviene del sufrimiento, consagrado en un pañuelo
blanco(16), y con ella
se hacen voz política. Del mismo modo que desapareció
el dirimir arbitrado del deporte, en el foro ciudadano, en tiempos
de escasez ideológica, el dolor, reconvertido en ideología
-o el sentimiento hecho narrativa maestra-, devino argumento
excluyente: se tiene razón si duele; la pasión
manda(17).
Dentro
de la lógica del aguante, ya sea cívica, ya pelotera,
lo pasional deviene enunciación privilegiada, trance y
reclamo ético. Así, a cambio de amor y sufridero
megafónico, de ese estar siempre ahí y no borrarse,
entre otras cosas, el futbolista se ve obligado a proveer dinero para que la
hinchada, además de comprar el vino
y demás estimulantes, lo apoye durante el partido.
Si
es protagonista del espectáculo y autoasumido sostén
moral del equipo, es impensable para el barrabrava pagar entrada:
si la directiva no las provee(18), interpelando al prójimo a través
de un pansentimentalismo, de su "vivir en el sentimiento"
(y no de
la solidaridad),
limosneará hasta que haya monedas que se la paguen. Totalizados
detrás de los colores, estos saltarines extáticos
reclaman, como las hieródulas, favores por su trance:
sirven al templo y de él viven.
Por
contrapartida, Madres y Abuelas, totalizadas en su pasión
de genitoras desposeídas del fruto, exigirán en
nombre de esa prole difunta que, por una suerte de arrebato mediúmnico,
habla en ellas(19). En una argumentación,
ese trance es coartada áurea para descalificar y reducir
a escombro moral al adversario, y en adversario puede convertirse
quien no participe del júbilo por un acto de violencia. Más
aún, su pasión las vuelve inimputables (en tanto, quien exponga
disenso se transforma, en el mejor de los casos, en avatar del
amargo):
si el barrabrava está más allá del trabajo, de las reglas
vulgares de la economía y del requisito de abonar
entrada, los actos o declaraciones de una Madre, a su turno,
están más allá de pedidos de aclaración(20). Un rasgo
no menor del aguante es ser blasón de la supervivencia
(en la más
cristiana de sus acepciones: testimonio, mudo o charlatán,
de un padecimiento).
(sigue)
Notas:
(9) Ver Amir
Hamed, "Metamorfosis del balompié", Brecha nº658
Año 12 ( Montevideo: 16 de Mayo de 1997).
(10) De cuán incorpóreos se han vuelto cancha y
deportistas es recordatorio el partido final del Clausura, que
a fines de 2001 daba a Racing la oportunidad, disputando un partido
de visitante, de volver a ganar un torneo argentino tras siete
lustros; dado que las entradas se agotaron en la cancha de Vélez,
se instaló una pantalla gigante en el Presidente Perón,
estadio de Racing, para que decenas de miles de hinchas pudieran
ceremoniar su adhesión en el templo.
(11) Ver nota 10.
(12) Esto es frecuente en los estadios de Buenos Aires y, en
rigor, estas peleas no son unisex ni están confinadas
a la platea. También las damas pelean en las tribunas,
y arremeten contra los hombres. Consígnese, de paso, cierta
anécdota, que muestra cómo esto es una actitud
que trasciende las graderías. En 1988, en un pub de Rosario,
a Fernando Gamboa, entonces zaguero de Newell's Old Boys, se
le ocurre cortejar a una muchacha y le informa su condición
de futbolista. Al detallar los colores que lo han contratado,
ella, recíproca, lo abofetea y explica que jamás
saldrá con un leproso.
(13) Baste como ejemplo uno de los cantos de la hinchada de River,
que va presentándose y enumerando sus virtudes: "el
que no es chorro es criminal/ el más cobarde mató
a su madre/y el más valiente, ´pa que vamo´a
contar/ Cuide señora su gallinero, porque esta noche vamo'a
afanar").
(14) Así, para limitarse a una muestra, este añejo
cantito de la barra gallina que dice "no somos como Boca
que son vigilantes/a River yo lo sigo porque yo lo quiero/no
somos tira tiros como los bosteros/Porque tenemos huevos vamos
a todos lados/ Siempre de la cabeza, todos descontrolados".
O este, que explicita el término "tiratiros":
"Los bosteros son así, son todos putos y vigilantes/
cuando tienen que aguantar, salen corriendo por todas partes/
Es mi ilusión volver a verte, y en cualquier cancha correrte/
sos un botón sos un cagón, sos como el Rojo, sos
como el Ciclón/Ay che bostero, yo no te entiendo, vos
ves a River y salís corriendo/Ay che bostero, yo no me
olvido, que vos a River le tiraste tiros". De todas maneras,
esta sintaxis es enteramente transitiva. Por ejemplo, la barra
de Boca canta "Quiero jugar contra River/y matarles el tercero/quiero
correrlos de nuevo/de la Boca al gallinero/River vos sos un cagón/porque
no tenés aguante/los pibes están en cana/porque
vos sos vigilante".
(15) Alabarces
y Rodríguez (op.cit.) han señalado como hecho simbólico
el regalo, por parte de América TV, de una bandera gigante
"con los colores argentinos, el logotipo del canal impreso
en su parte inferior, y una leyenda que rezaba Argentina es pasión
(siendo el lema del canal América es pasión)"
como gesto que pretendía apaciguar localías y tribalismos.
"La bandera símbolo por excelencia de la patria,
metonimia de la Nación, señalaba la unidad nacional
al tiempo que se transformaba en territorio de los sponsors.
Mientras tanto, amparados por la cobertura momentánea,
decenas de rateros amenazaban a los espectadores que se hallaban
debajo de ella para que les entregaran sus pertenencias. Así
-concluyen-, entre la sponsorización del patriotismo y
la delincuencia, circulan nuestros argumentos nacionales".
(16) Aquí,
lo irresistible es recordar que, hasta la década del cuarenta,
en Uruguay ni siquiera se gritaban
los goles y los partidarios de Nacional, para festejar, agitaban
pañuelos blancos.
(17) Por ejemplo,
la senadora uruguaya Marina Arismendi, hija del desaparecido
secretario general del Partido Comunista del Uruguay, en tiempos
de elecciones reconvierte lo que otrora fuera -dentro de su discurso-
lucha de clases por un pánico dolor ante los niños
pobres,
las madres que van a pedir leche a centros de asistencia etc.
(18) Generalmente,
las barras bravas tienen connivencia con las directivas, que
les dan las entradas. Ocasionalmente, esta relación se
rompe, y quedan expuestos a conseguir por sí mismos pasaporte
al santuario.
(19) Se recordará
la tenaz oposición de las Madres a que Charly García
realizara un simulacro, durante un recital, de los desaparecidos
siendo arrojados al Plata. Ese momento, que hubiera sido tolerado,
e incluso celebrado, si expuesto en una película, debía ser prohibido
en un evento. Porque sufrían, las madres tenían
razón: la ciudadanía argentina, y las demás
que padecieron el Plan Cóndor, no podía "vivir"
ese momento de la historia argentina. De haberse realizado lo
que proponía García, en muchos hubieran podido
"hacer carne" lo que, por definición de la gramática
imperante del melodrama, es patrimonio de los parientes.
(20) Aquí
basta recordar a Hebe de Bonafini, reduciendo con el convencional
"lacayo del imperio", variante política del
bostero o leproso, a Horacio Verbitsky cuando éste criticara
el festejo público de la Madre por el atentado terrorista del
11 de setiembre de 2001, en Washington y Nueva York.
* Publicado
originalmente en Revista Iberoamericana Enero/Marzo 2003
VOL. LXIX (pp
15 a 29).
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