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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CERVANTES SAAVEDRA, MIGUEL DE - GARCÍA MÁRQUEZ, GABRIEL - COLOCARSE - ARTE - ARTISTA -

Del artista como patito feo*

Amir Hamed

En arte es necesario "colocarse" (como el que inhala hash -o el que canta y debe aprender a empotrar el aire para colocar la voz- así cualquier creador)


Repásese un polígrafo como Cervantes. No deja de resultar sorprendente que quien encontrara la plenitud del castellano en el Quijote no fuera capaz de repetirlo, ni siquiera en su solo párrafo del Persiles y Segismunda. Escrútese un poco más su obra previa, la soporífera Galatea, las novelitas alegres pero descartables, los entremeses livianos como canapés y, salvo la rutinaria firma en todos esos títulos, ningún rasgo puede hacer sospechar que el escriba de esas pequeñeces pueda transformarse en autor de esa felicidad, de ese sabrosísimo mamotreto por el que discurren y son aporreados Quijote y Sancho.

Dicho de otro modo, si se le resta a Cervantes su Quijote, queda una firma no mucho más conmovedora que la de Vélez de Guevara. Por supuesto, se puede aducir al respecto que, así como Cide Hamete reclama que el ingenioso Quijote nació y murió para él, Cervantes nació, vivió y se extinguió para escribir las aventuras de su ingenioso hidalgo y que el resto poco debería importar. Pero de todas formas, queda todavía la curiosidad de saber cómo fue posible que escriba por décadas tan menor se volviera el máximo exponente de su lengua para luego abandonarse al bodrio.

Más aún, el de Cervantes no es caso aislado. Es frecuente descubrir que ése al que conocimos por un trabajo de plenitud dedicó sus comienzos al chamboneo, que tal vez produjo cinco películas, sonatas o libros paupérrimos hasta que, de golpe, nos deslumbró con un título. En la mayoría de los casos no es dable proyectar, en el trabajo primerizo y balbuciente, la iluminación que habrá de sucederlo. A veces, puede el autor ser favorecido por cierta coyuntura, así Romeo y Julieta, que refulge dentro de la obra primeriza de Shakespeare en medio de tedios indesmentibles (como Los trabajos de amor perdidos o varios de los "dramas históricos"): a un joven Shakespeare le era dable encontrar la felicidad de una obra teenager pero todavía no el registro pleno que reiterara en sus grandes obras. En ocasiones, sucede que un autor primerizo da con una veta deslumbrante pero luego ya no sabe cómo seguir y se entrampa en tanteos, cada uno peor que el precedente.

Estas contrariedades acaso tengan una respuesta. En arte es necesario "colocarse" (como el que inhala hash -o el que canta y debe aprender a empotrar el aire para colocar la voz- así cualquier creador). Se trata de un ejercicio que por lo general requiere de multitud de años y tropiezos -llamados obras- hasta que la voz se administra con dicha y vigor. Pero esto ocurre sin previo aviso, por mera acumulación (paradojalmente, sólo en el arte se aplicaría la normativa marxista -indemostrable en otros campos- por la cual el incremento cuantitativo produce saltos cualitativos) y se da la metamorfosis: hay un cisne donde había un patito feo.

Pero la mutación es transitoria, al menos si el cisne recién venido no descubre que no basta con lucir un vozarrón sino que cada obra exige un modo particular de colocarse. En el Quijote, Cervantes dispuso las máscaras imprescindibles que salvaguardaron de la irrisión a su parodia, respetando la estatura que iban ganando sus personajes en medio de un género que estaba siendo parido por el libro. Esa voz, entretejida a la del parodiado, fue clausurada en el muy pulmonar pero tiránico Persiles, que confinó a sus personajes a la mera cartulina de un diseño ambiciosísimo.

Pero Cervantes al menos arriesgó tratando de cambiar lo que ya había hecho, algo que, por ejemplo -para citar autor más reciente pero casi tan aclamado- evitó Gabriel García Márquez. Revísese la obra del colombiano: comparada con Cien años de soledad, lo previo no es más eufónico que un parpido. Según sabemos, el autor encontró de golpe -y tras lustros de intentos fallidos- las primeras líneas que le abrieron la novela y con eso un regalo de felicidad. Otros libros le reiteraron esa gracia, con la condición de que todos comenzaran exactamente igual. Cuando decidió olvidar la formulita de iniciar novelas, el patito feo recuperó su trono y escribió libros tan poco dichosos como los primeros.


* Publicado originalmente en Insomnia

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