Repásese un polígrafo como Cervantes.
No deja de resultar sorprendente que quien encontrara la plenitud
del castellano en el Quijote no fuera
capaz de repetirlo, ni siquiera en su solo párrafo del
Persiles y Segismunda. Escrútese un poco más su
obra previa, la soporífera Galatea, las novelitas alegres
pero descartables, los entremeses livianos como canapés
y, salvo la rutinaria firma en todos esos títulos, ningún
rasgo puede hacer sospechar que el escriba de esas pequeñeces
pueda transformarse en autor
de esa felicidad, de ese sabrosísimo mamotreto por el que
discurren y son aporreados Quijote y Sancho.
Dicho de otro modo, si se
le resta a Cervantes su Quijote, queda
una firma no mucho más conmovedora que la de Vélez
de Guevara. Por supuesto, se puede aducir al respecto que, así
como Cide Hamete reclama que el ingenioso Quijote nació
y murió para él, Cervantes nació, vivió
y se extinguió para escribir las aventuras de su ingenioso
hidalgo y que el resto poco debería importar. Pero de todas
formas, queda todavía la curiosidad de saber cómo
fue posible que escriba por décadas tan menor se volviera
el máximo exponente de su lengua para luego abandonarse
al bodrio.
Más aún,
el de Cervantes no es caso aislado. Es frecuente descubrir que
ése al que conocimos por un trabajo de plenitud dedicó
sus comienzos al chamboneo, que tal vez produjo cinco películas,
sonatas o libros paupérrimos hasta que, de golpe, nos
deslumbró con un título. En la mayoría de
los casos no es dable proyectar, en el trabajo primerizo y balbuciente,
la iluminación que habrá de sucederlo. A veces,
puede el autor ser favorecido por cierta coyuntura, así
Romeo y Julieta, que refulge dentro de la obra primeriza
de Shakespeare en medio de tedios indesmentibles (como Los trabajos de amor perdidos
o varios de los "dramas históricos"): a un joven Shakespeare le
era dable encontrar la felicidad de una obra teenager
pero todavía no el registro pleno que reiterara en sus
grandes obras. En ocasiones, sucede que un autor primerizo da
con una veta deslumbrante pero luego ya no sabe cómo seguir
y se entrampa en tanteos, cada uno peor que el precedente.
Estas contrariedades acaso
tengan una respuesta. En arte
es necesario "colocarse" (como
el que inhala hash -o el que canta y debe aprender a empotrar
el aire para colocar la voz- así cualquier creador). Se trata de un ejercicio que por
lo general requiere de multitud de años y tropiezos -llamados
obras- hasta que la voz
se administra con dicha y vigor. Pero esto ocurre sin previo aviso,
por mera acumulación (paradojalmente,
sólo en el arte
se aplicaría la normativa marxista -indemostrable en otros
campos- por la cual el incremento cuantitativo produce saltos
cualitativos) y
se da la metamorfosis: hay un cisne donde
había un patito feo.
Pero la mutación
es transitoria, al menos si el cisne recién venido no descubre
que no basta con lucir un vozarrón sino que cada obra exige
un modo particular de colocarse. En el Quijote, Cervantes dispuso
las máscaras imprescindibles que salvaguardaron de la irrisión
a su parodia, respetando la estatura que iban ganando sus personajes
en medio de un género
que estaba siendo parido por el libro.
Esa voz, entretejida a la del parodiado, fue clausurada en el
muy pulmonar pero tiránico Persiles, que confinó
a sus personajes a la mera cartulina de un diseño ambiciosísimo.
Pero Cervantes al menos
arriesgó tratando de cambiar lo que ya había hecho,
algo que, por ejemplo -para citar autor más reciente pero
casi tan aclamado- evitó Gabriel García Márquez.
Revísese la obra del colombiano: comparada con Cien
años de soledad, lo previo no es más eufónico
que un parpido. Según sabemos, el autor encontró
de golpe -y tras lustros de intentos fallidos- las primeras líneas
que le abrieron la novela y con eso un regalo de felicidad. Otros
libros le reiteraron esa gracia, con la condición de que
todos comenzaran exactamente igual. Cuando decidió olvidar
la formulita de iniciar novelas, el patito feo recuperó
su trono y escribió libros tan poco dichosos como los
primeros.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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