Existen
aquellos que, como Darío o Neruda, más que escribir parecen estar exhalando.
No importa la complejidad del encabalgamiento, la contundencia
melódica o la sorpresa en el verso. Por sobre todo, son
bestias solares.
Pachorrientos como leones en la tibieza del mediodía o
el silbido del viento contra la roca. Tal vez por eso se conjugan
en la oda; son celebratorios de sí mismos, estricta soberanía.
Se abandonan a la estrofa sin plantearse un porqué. Apenas
responden al llamado fisiológico y a la sobra de energía
que impulsa a darle un poco de carrera a los músculos.
En definitiva, para ellos la inspiración es recibir todo
ese aire que les va entrando por alguna parte y expelerlo. Como
la oda invita al coro, son los lectores los obligados a seguirlo y asimilar,
cada uno en su medida, ese resuello demoledor. Claro que, si no
lo liberara, esa inspiración les traería una embolia.
Están
otros, como Herrera o Vallejo, acezantes. Aunque la melodía
pueda dárseles -como en el caso de Herrera-, casi como a nadie,
son arrítmicos. Ahí el fuelle espasmódico
de Herrera, el aire sibilante de un andino quebradizo. Están
en ellos el síncope y la síncopa. Los bofes son
estrechos, la inspiración es abrumadora, expiran en cada
hemistiquio. Se escucha el jadeo. Están apunados, semiahogados
de antemano. Esa fatiga, sin embargo, es la delicia. Una cansera
cómplice, en la que va entrando quien lee, como aquella
que sigue a la fiesta, y nos retiramos abrazados, rumiando el
gozo, también, del colchón que nos espera para apaciguarnos.
Por supuesto, esa dicha, también, es la del cese, de saber
que en algún momento los ritmos vitales van a estar, tan,
tan bajos, que ni siquiera serán. En ellos, lo vacilante
de la respiración, de por sí, interroga: inhalar
no es un acto que se dé por descontado; es una labor
(también una fatalidad). Entre la
inspiración y el aliento hay una máquina asmática.
El ahogo, entonces, se hace plenitud, reafirmación de
funcionamiento, de vida, pero también de lo otro, de la
placidez del cese que se anuncia en la quejumbre del fuelle.
Están, como funámbulos, sostenidos en su propio
aliento. No son coreables; a la inversa, enhebrados en la fatiga,
casi queremos prestarles nuestro aire para que no se interrumpan
o se vengan al suelo. Neruda o
Darío, poetas de pompa, nos dejan como pompas
-siempre a punto de reventar. Los otros nos desinflan, con el
aire extraviado en cada poro. Un pellejo erizado
(así quedamos).
*Publicado
originalmente en Insomnia
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