Tras la segunda
guerra mundial, la mayoría de los conflictos violentos
que ha vivido el planeta no son internacionales sino intestinos,
siendo sus actores grupos polarizados por brechas
religiosas y étnicas dentro de fronteras. Pero, si
bien en la última década del siglo XX Naciones
Unidas reconoció que las tensiones intercomunitarias
e interétnicas son una seria amenaza para la paz en aquella
región en la que se sucedan -y que la preocupación
al respecto trasciende al país en el que residen las comunidades
implicadas- hay escasa conciencia de que estos conflictos son
derivados del hecho de que muchos pueblos hayan quedado "por
fuera" del pacto internacional. De hecho, por más
que la ONU fue creada
bajo el lema "Nosotros los Pueblos", lo cierto es que
en el último medio siglo innumerables pueblos han carecido
de voz y representación dentro de la comunidad internacional,
y esto se debe, en gran medida, a que la membresía de la
ONU se basó en la
representación de estados-naciones.
La novedad del estado-nación
Para comenzar a atacar
el problema es preciso recordar que los estados-naciones son una
conformación jurídica derivada del nacionalismo,
ideología que, a su turno, cobrara forma en el siglo XVIII,
en Occidente. Recién a fines de esa centuria comenzó
a considerarse que la civilización estaba determinada por
la nacionalidad y que, por este principio, cada individuo debía
ser educado en su lengua materna y no en otras de diferentes civilizaciones
o épocas (como el griego
y el latín).
Las primeras manifestaciones decisivas de esta ideología,
en lo político, fueron la revolución de las colonias
que firmaron la constitución de Estados
Unidos de América y la Revolución Francesa.
Tras ser agente activo de la emancipación del resto de
las colonias americanas a inicios del siglo siguiente, el nacionalismo
penetró la parte central de Europa, primero, y luego la
oriental. En la primera mitad del siglo XX, alimentó levantamientos
y luchas anticoloniales a lo largo y ancho de África
y Asia. En el contexto de la política mundial, el nacionalismo
implicó la identificación del estado
y la nación con el pueblo (o
cuando menos la voluntad de determinar el tamaño del estado
según principios etnográficos).
Pero, a pesar de que, en busca de legitimación, este modelo
ha pretendido homologar prácticas previas (es decir, emparentarse con modos de organización
política que lo precedieron), lo cierto es que el nacionalismo
ni siquiera fue importante para la administración política
de Occidente en el primer milenio y medio de la era cristiana.
Tras la caída del imperio romano, el ideal de gobierno
era el estado terrenal universal, basado en la república
o comunidad cristiana. Antes de la edad de los nacionalismos,
las lealtades políticas eran determinadas por formas de
organización distintas de la nacionalidad, fueran éstas
la ciudad-estado, el feudo y su señor, el reino dinástico,
grupos religiosos o sectas. Durante la Edad Media, por ejemplo,
la civilización era determinada por la religión:
las distintas nacionalidades, y sus respectivas lenguas, remitían
a una civilización de pertenencia, sea el Cristianismo
o el Islam, y a lenguas de civilización,
como el latín, el griego, el árabe o el farsi. Incluso
en el Clasicismo, la cultura (entendida como modelo de civilización) francesa fue aceptada a lo largo
y ancho de Europa como válida para todas las nacionalidades.
La máquina
de excluir pueblos
Los proyectos nacionales,
ya desde sus primeras manifestaciones en América -tanto
la "sajona" como la "latina"-
se convirtieron en máquinas
de exclusión. Los criollos modelaron nación y estado
de acuerdo a lenguas y culturas europeas. Dentro de las premisas
de este orden jurídico-político, la lealtad y devoción
del individuo hacia el estado-nación trasciende cualquier
otro tipo de intereses individuales o grupales. Así, ya
en sus primeras inflexiones americanas, las culturas dominantes
procuraron la uniformidad en todos los aspectos de la vida, incluyendo
vestimenta, religión, lenguaje o música, despreciando
y combatiendo lo diferente. Cuando los grupos hegemónicos
no consiguieron sus propósitos de establecer una sociedad
uniforme mediante la persuasión y la propaganda, la impusieron
por la fuerza.
Fue a partir de políticas
sistemáticas de exclusión y exterminio de los pueblos
indígenas que se fijaron las fronteras definitivas
de los estados americanos. Las tensiones sociales generadas por
el modelo se actualizan hasta el presente con las reivindicaciones
de pueblos indígenas en todo el continente americano (para citar apenas algunos ejemplos, los movimientos
de los mapuche en Chile, de los indígenas de Bolivia, Ecuador
o Guatemala, defendiendo su diferencia cultural y mejores condiciones
de vida, o del pueblo Lakota en Estados
Unidos, reclamando su derecho a la autodeterminación). Más aún, la tensión
dentro de este paradigma es verificable incluso en otros aspectos
de una sociedad integradora: así, dejando de lado la marginación
absoluta que ha hecho de sus pueblos originarios, reducidos en
reservaciones, un país multiétnico como Estados
Unidos, cuyo lema es la integración de diferencias
(e pluribus unum, es
decir, "de muchos, uno")
hasta el día de hoy presiona a sus minorías para
que se "fundan" con la cultura hegemónica y hagan
suyos el patriotismo estadounidense y sus ambiciones
globales.
De la purga a la
descolonización
El modelo de estado-nación
se impuso no sin trauma y genocidio en Europa. Con la retirada
de los distintos imperios transeuropeos, desde el Austro-Húngaro
hasta el Otomano, distintas nacionalidades reivindicaron su derecho
a la autodeterminación e independencia. Esto, entre otras
cosas, llevó a movimientos independentistas en Irlanda
o Cerdeña, revitalización del separatismo vasco
y catalán y a la violenta fragmentación de los Balcanes
que prendió la mecha para la primera guerra mundial (y
que todavía en nuestros días, tras la retirada del
imperio soviético, se reactivó con la guerra
de la ex Yugoslavia y de
los kosovares en Albania).
La violencia del proceso sería
catalizada a un punto hasta entonces no imaginable en Europa durante
la segunda guerra mundial,
con el genocidio de judíos y gitanos. Se puede afirmar
que son estos últimos los "indios americanos del nacionalismo
europeo".
Tras la segunda guerra
mundial, la retirada de las metrópolis dividió África
y Asia a través del proceso conocido como "descolonización",
con fronteras muchas veces arbitrarias y delimitadas por las potencias
en fuga. El arquetipo del estado-nación estaba suficientemente
afianzado y los territorios de estos continentes debieron, de
improviso, adaptarse a este modelo impuesto por la modernidad
occidental. La ruptura de sus estructuras sociales tradicionales,
la imposición de la organización del estado, desembocó
en la infinidad de conflictos étnicos
y religiosos que en África
han volatilizado países (por
citar apenas algunos, Somalia, Sudán, Rwanda). En Asia, con sólo recordar
algunos conflictos, como los movimientos separatistas en Indonesia
o en Sri Lanka, el pie de guerra
permanente en que se encuentran potencias nucleares como India (con
varios presidentes asesinados por conflictos de minorías) y Pakistán, la disolución
del Kurdistán en cuatro repúblicas donde los kurdos
son minoría, o las tensiones cada vez más explosivas
entre Myanmar y Tailandia, se hace evidente que la imposición
del modelo ha comportado, por sobre todo, violencia.
La lógica
de las minorías
El estado-nación,
como paradigma político, implica la generación sistemática
de minorías, que son aquellas comunidades marginadas política,
económica o culturalmente del modelo hegemónico.
Los estados-nación son primordialmente monoétnicos
(es decir, privilegian la
cultura de una etnia).
Estas minorías, en muchos casos, no son estadísticamente
minoritarias; a veces los más populosos, como en Bosnia,
son los relegados. Por otra parte, también los estados
que han intentado prescindir, al menos a nivel superficial, de
la ideología nacional, como por ejemplo el caso de la Unión
Soviética (que suscribió
a una ideología trasnacional, como el socialismo)
no han hecho más que "tapar" temporalmente la
tensión étnica derivada de la violencia
con que se impuso el modelo.
Comunidad versus
territorio
Una lengua, un territorio,
una cultura. Esta homologación, que está en la base
del estado-nación y en la raíz de buena parte de
la violencia de los últimos dos siglos, merece ser repensada.
Acaso las nuevas tecnologías, en la actualidad, estén
propiciando un nuevo tipo de entendimiento. Tal el caso de las
comunidades virtuales, organizadas a través de foros, chats
y grupos de discusión de Internet.
El mundo virtual, que se encuentra de por sí "desterritorializado"
propicia la coparticipación de individuos que habitan diversos
rincones del planeta, de múltiples lenguas y culturas.
Acaso en un futuro no demasiado lejano sea ése el "lugar"
o "lengua de civilización" donde muchos de los
actuales conflictos encuentren resolución.
*Publicado
en La Guía del Mundo
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