Mucho
antes de la crisis terminal del bloque socialista (el llamado "socialismo
real")
y de la euforia capitalista del fin del siglo, las visiones utópicas
plantearon las esperanzas y los sueños del optimismo filosófico
y tecnológico, pero sus contracaras negativas plantearon
también las dificultades, las nuevas pesadillas, y cuestionaron
la idea de progreso lineal e indefinido común a liberales
y socialistas
El relato que Thomas More dio a publicidad en 1516 -su presunta
visita a una isla paradisíaca llamada Utopía- terminó
dando el nombre a toda una problemática que desde el siglo
XIX, con el socialismo y hasta nuestros días, se constituyó
en cuestión clave de la política, de la imaginación,
del destino de las sociedades occidentales. More tuvo la sagacidad
de denominar "u-topía" (ninguna parte, en griego), el destino
de su supuesta visita, con lo cual puso al descubierto su intención
política; presentar lo que él valoraba como bueno,
y que, por no existir, se resignificaba como una crítica
a la realidad entonces existente.
La sociedad perfecta de Platón
El pensamiento utópico no es nuevo ni en la literatura ni en la política.
Ya Platón hizo con La República (s. IV A.C.) la presentación
de una sociedad que él definía como perfecta. No
será la única expresión utópica en
el mundo griego. Pero al lado de tales construcciones, afirmativas,
serias, ya en el mundo griego podemos observar un tipo de contra-utopía:
Aristófanes legará algunos relatos burlones que
no hacen sino parodiar las utopías de su época.
En el siglo VI D.C., el irlandés Brendan nos legará
el relato de su viaje a una sociedad
perfecta que resultará el paraíso, con "catedrales
de cristal". Tales relatos aparecerán más
o menos intermitentemente, en todas las épocas.
En el Renacimiento, amén de la ya citada Utopía
surgirán muchas otras que son, en rigor, proyectos políticos,
religiosos, sociales, como Ciudad del sol, de Tommasso
Campanella, escrita a principios del s. XVII o La nueva Atlántida
de Francis Bacon, de 1624. También en este período
aparece una contra-utopía, la que echa por tierra con
todos los preceptos; el Aristófanes del Renacimiento será
François Rabelais, con su Abadía de Thelema,
con telemitas que viven sin relojes, sin obligaciones, sin leyes.
Utopía deseable e indeseable
El pensamiento utópico clásico ha tenido dos características
dominantes: 1) la definición
de la utopía como algo
deseable, como objetivo digno de alcanzar -o de acercarse a él
tanto como sea posible- y 2) el mundo allí
descrito es un mundo perfecto, sin mácula, regido por
una extraordinaria fronda de leyes justísimas, que lo
convierte en un mundo de altísima regimentación,
regulado hasta en sus menores detalles, y por ello carente de
las más mínimas nociones o expresiones de libertad.
"Hay
cincuenta y cuatro ciudades en la isla (de Utopía), todas grandes y bien
construidas; las costumbres, leyes y modos de vida son iguales
en todas ella. Las ciudades de Utopía son
tan parecidas en cuanto a disposición y aspecto como lo
permite el terreno.
Si alguien abandona la ciudad y se le encuentra fuera de ella,
sin la autorización necesaria para viajar, es tratado
con gran severidad, castigado como fugitivo y enviado a su casa
con la humillación consiguiente. Si llegara a reincidir
en la misma falta, sería condenado a la esclavitud.
La esclavitud es en Utopía el castigo que merece todo
crimen, aun los mayores; porque además de no ser menos
terrible que la muerte para los condenados a ella, también
creen los utópicos que mantenerlos en un estado de servidumbre
es más beneficioso para el Estado (...)".
Los pasajes transcritos dan la idea de la finalidad del proyecto
de Moro en particular y también del plan utópico
en general: altamente racionalista, funcionalista, pero divorciado
de toda noción de libertad o autonomía individuales.
Hay sin embargo, excepciones; utopías en donde el espíritu
de control y geometría no ha entrado y que se presentan
como cantos a la vida no regimentada, como, por ejemplo: Noticias
de ninguna parte (que
es el nombre con que se conoce la obra de William Morris, de
1891, aunque bien pudiera titularse Noticias de aquí
y ahora, puesto que en inglés ambos títulos
se escriben con la misma sucesión de letras, sólo
que silabeadas de otro modo: News of no where; News
of now, here.)
De todos modos, antiindividualistas o individualistas, archirregimentadas
o libertarias, podemos calificar a todas estas manifestaciones
como utopías positivas.
La literatura utópica, como género, se cruza con el de ficción
científica o ciencia-ficción. Y el ejemplo
tal vez más representativo de este cruzamiento es Herbert
G. Wells con Una utopía moderna (1905) u Hombres como dioses (1923).
Sin embargo, en sus expresiones más puras se los puede
distinguir: por ejemplo, Julio Verne, uno de los precursores
de la ciencia ficción -dedicado a la construcción
literaria tomando por base el desarrollo científico- y
el utopista Edward Bellamy en su 2000 -que se apoya en el desarrollo
científico para construir todo un modelo de sociedad.
Las utopías peligrosas
A partir de 1920 -con excepciones anteriores- el pensamiento
utópico sufre una inflexión reveladora y se ramifica,
por así decirlo, con el surgimiento de descripciones utópicas
que, a diferencia de las anteriores, describen una utopía
consumada, pero que en lugar de constituir un universo deseable,
se nos presenta como una pesadilla invivible.
El ruso Eugeny Zamyatin, con su Nosotros, los otros, nos
describe un mundo totalmente socialista, dentro de mil años,
con una transparencia en los comportamientos que permite el control
permanente. Las casas, por ejemplo, tienen paredes de vidrio,
el poder se asienta en "El Benefactor" que se vale
de guardianes que funcionan como ángeles de la guarda;
no existe la intimidad, la correspondencia es pública,
es decir está controlada por los ángeles; el día
de las elecciones es denominado "El día de la unanimidad"
y el objetivo supremo es que los humanos lleguen a ser "tan
perfectos como las máquinas".
En el siglo XX, el caudal de este tipo de utopías se ha
hecho muy significativo y han recibido el nombre de utopías
negativas. Nikolai Berdiaev, otro pensador ruso, resume con acierto
el motivo: "Las utopías son hoy mucho más
realizables que en el pasado. Y nos encontramos enfrentados a
un problema incomparablemente más angustioso: ¿cómo
podemos impedir su consumación?".
A esa inquietud responden Kallocain (1928) de Karin Boye (título polisémico construido
en sueco, que podría traducirse como Frigocaína
o Frigo-Caín), El mundo feliz (1931) de Aldous Huxley, o 1984
(1948) de George
Orwell.
Las utopías positivas, ciertamente, no han desaparecido.
En el mismo año 1948 en que el inglés Orwell presentaba
la pesadillesca visión del Ingsoc (socialismo inglés), aparecía
Walden dos, del estadounidense Burrhus Skinner, una alabanza
suprema del conductismo y los condicionamientos positivos para
la erección de un mundo verdaderamente feliz.
Skinner describía un mundo sin conflictos, sumamente agradable,
básicamente conseguido mediante condicionamientos impresos
en los humanos desde su más tierna edad. Skinner refleja
como pocos el momento de gloria sin límites, sin resistencias,
que su país, convertido en centro planetario, ejercía
en ese momento, a poco del colapso de los centros industriales
enemigos durante la reciente guerra -el Eje nipoalemán-
y de la fractura decisiva de los centros industriales amigos
-el Reino Unido, Francia, Holanda.
Es interesante advertir en la utopía skinneriana, con
muy distintos fundamentos doctrinarios respecto de otras más
clásicas, el rasgo de la más radical manipulación
de los "afortunados humanos" que la habitan.
La noción de utopía plantea así diversas
cuestiones problemáticas.
¿Aliada
o enemiga?
Existe una contradicción: la utopía ha funcionado
como aliento, proyecto, aspiración para modificar y mejorar
situaciones sociales realmente injustas e inaceptables. Prácticamente
todas las descripciones utópicas tienen un fuerte tono
crítico, a menudo acertado e incisivo, respecto del mundo
vigente.
Al mismo tiempo, la aspiración de cambio, para bien de
la humanidad, parece haberse traicionado en su misma realización.
Es que la utopía con su ímpetu prefigurador del
porvenir no hace sino embretarlo. Por eso es tan fácil
rastrear rasgos archiautoritarios en las realizaciones utópicas
o en sus intentos. Charles Fourier, en muchos aspectos original
y regocijante en su diseño utópico, resulta en
cambio, estricto hasta la exasperación: sus falansterios
-la construcción habitacional clave para su utopía-
no podían tener sino 810 humanos, 405 hombres y 405 mujeres.
Análogamente, Etienne Cabet definió en Icaria,
su tierra de promisión, hasta el diseño de los
canteros que decorarían su utopía, con lo cual,
los diversos intentos de plasmar en realidad tales sueños
terminaron en trifulcas, a menudo vinculadas a las diferencias
con el diseño original.
Es por eso que, a menudo, quienes deciden implantar tales "sueños"
en la realidad prefieren contar con "gente sencilla"
pero muy laboriosa, con jóvenes y niños aún
moldeables, con muchos "Zorbas" y ningún "Sócrates".
El mundo sin utopía
La actitud utópica dista mucho de constituir la única
configuración problemática. El pensamiento no utópico
encierra también sus trampas. La utopía constituye
un elemento alternativo a la realidad. Y como tal, es un elemento
dinamizador, otorga márgenes de creatividad. Cuando el
pensamiento y la acción política no da lugar a
lo utópico, lo que resta es la pura positividad, lo fáctico,
lo dado. Tal es la característica, por ejemplo, del mundo
empresario. Un mundo que es totalmente real. Pero un mundo de
realidad pura, un mundo sin alternativa, un mundo único,
es también la antesala de la más absoluta tiranía.
El pensamiento conservador no necesita nada "fuera de la
realidad", porque ésta lo satisface tal cual es.
Esta diferencia es sustancial: en tanto el actor cargado de utopía
puede confrontar su acción con su valer y ello puede introducir
una contradicción en su universo de conocimientos y sentimientos.
El actor que carece de toda carga utópica no necesita
pasar por la contradicción entre sus postulados y la realidad
que construye; su mundo puede ser elaborado ad infinitum
sin el menor sentido crítico.
*Publicado
en La Guía del Mundo 1999-2000
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