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            "Patibulario adorno al que no pudo ni quiso escapar Don
            Severino, y que si de una parte le habrá dignificado de
            seguro el rostro, de otra le habrá ensombrecido la imaginación,
            pues de sobra se sabe que el parentesco que va de los Bosques
            a las Barbas, de los bárbaros a las bromas de la sombra"
 
            Eliseo Diego 
              El teléfono me lo 
                había dado Scorza, al que quise ver para preguntarle cómo 
                conseguir trabajo en París, y quiso verme creyendo que 
                ya lo tenía, que era otro, un periodista, y que iba a entrevsitarlo, 
                a él, por cuenta de Panorama. A Julio 
                Cortázar tenía que verlo por otras razones, 
                entre otras porque me parecía haberlo ya conocido dos años 
                antes, en un taller de mecánica bogotano. 
              Me citó a las diez 
                de la mañana de un mardi gras, me sirvió 
                medio vaso de whisky, me ofreció cigarrillos y el chance 
                de conocerlo durante hora y pico. Hablamos de Martí, de 
                Lezama Lima y de jazz. 
                Le pregunté por su trompeta y 
                si se reunía con amigos para tocar. Dijo que tocaba demasiado 
                mal como para ponerse a hacer música en compañía. 
                Que se lo dejaba a los que sí saben. 
              Si cuento esta historia 
                es porque no hace mucho leí que le contestó más 
                o menos lo mismo a un periodista argentino. Ya es demasiado raro. 
                Y no vengan con que la vida de Balzac por un lado y la obra 
                por otro, o con la bifurcación Zeitblom/Leverkühn, 
                la que Cortázar, en El Perseguidor, resilba de memoria 
                según el motivo Bruno/Charlie, porque es él que 
                me enseñó que el que mejor puede tocar el jazz es 
                tal vez el que más olvida que puede tocar mal. No sé 
                si me explico. La competencia no tiene nada que ver. 
            De manera que no es
            lo que me dijo Cabrera Infante, que hay que creerle como al barón
            de Münchausen, cuando dice que a Lezama le controlaban las
            llamadas (de paso, el cuento
            de un hombre que vomita conejos en un ascensor: ¿les parece
            más verosímil que la fábula del barón
            que vuela sobre una bala de cañón?). Sino eso, el argumento de
            la autoridad invencible de los virtuosos, y en el campo de batalla
            de la composición instantánea, adonde, por naturaleza,
            los expertos son la caballería que está siempre
            a punto de llegar, eso me hace creer que malgasté la oportunidad
            de reconocer al que llamé Gran Mecánico. 
              Porque el otro, el que toma 
                a la ligera la ingenuidad de Lezama y que nunca pasaría, 
                digamos, del virtuosismo de Keith Jarrett a la naïveté 
                de Albert Ayler, el que no cree en la gracia chancera, en la ceguera 
                intermitente que no excluye el tanteo laborioso sino que lo corona, 
                ése lo vi en el mardi gras de 1977, en pleno carnaval. 
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