Introducción
i.
Se considera aquí la metáfora desde tres puntos de vista
sucesivos y ligeramente diferentes entre sí -como acontecimiento,
como texto, y como 'apertura de mundo'.
La búsqueda se organiza teniendo como referencia la clásica
distinción entre lenguaje en tanto objeto -en tanto 'lengua'-,
y lenguaje en tanto acontecimiento, o evento.
Se tienen en cuenta también algunas consecuencias de esa
distinción en el momento de considerar la forma y el rendimiento
de lo que tradicionalmente consideramos "metáfora",
sacando partido de su oposición fundante respecto de lo
que en Ser y Tiempo Heidegger llama 'habladuría'
('Gerede').
ii.
El problema guarda relación
con la enseñanza de la lengua
y la literatura.
Pues algo fundamental de todo discurso y todo texto -no solamente
literario- es su apelar a una reconstrucción referencial.
Pero esa reconstrucción no es una operación explicativa,
sino que es un evento integral que comprende en él y transforma
en él a quien interpreta. En consecuencia, la enseñanza
del lenguaje no puede subsumirse en la explicación,
que opera sobre la base de diversas tecnologías que buscan
una previa objetivación material del 'significante'. En
cambio, tendrá que ver con la mostración y la compasión.
Ambos, actos necesariamente compartidos.
Mientras que se 'explica' un objeto del que se conocen sus 'partes'
y su 'estructura', del que se formulan sus relaciones internas
y de funcionamiento como relaciones de causalidad, y de cuya
entidad externa al sujeto se tiene certeza, en el sentido
cartesiano, cuando la enseñanza del lenguaje asume el
rumbo del análisis explicativo -ya sea de textos literarios,
de textos o discursos de cualquier otro tipo, o de modelos oracionales-,
se pierde de vista la dimensión fundamental en la que
el lenguaje opera. Ésta se opaca en objetos formales lingüísticos
necesariamente artificiales. Artificiales cuando se piensa en
el sentido no como un archivo, sino como una dirección
o proyecto.
El lugar de la teoría lingüística debe integrar
y a la vez dejar paso a un uso autoconsciente del lenguaje
en el aula y fuera de ella, lo cual requiere de una reflexión
que, en último término, no es 'lingüística',
sino filosófica.
No es lingüística en el sentido de que lo lingüístico
se entiende en nuestra tradición como constitución
de un campo y de un objeto específico del saber, reflexión
objetivadora del lenguaje como ente externo cognoscible, mientras
que la enseñanza implica un lanzarse de y en los problemas
que no se resuelven en la semántica, sino que se abren
en la opcionalidad intrínseca a lo pragmático.
La semántica no puede entenderse como el campo de resolución
de los problemas del sentido, pues la pregunta por el sentido
deberá informar previamente cualquier posibilidad de categorización
del campo semántico y de las formas que para éste
se postulen.
Y mucho menos aún pueden la morfología o la sintaxis
reclamar para sí constituirse en el ámbito determinante
de los problemas planteados en niveles que integran planos fenoménicos
de amplitud y complejidad mayor. No se trata de eliminar toda
atención a la forma del lenguaje, sino de evitar dar un
solo paso en su comprensión que no sea integrador de todas
sus dimensiones.
iii.
Es clave para este trabajo la
idea interpretativa de 'círculo hermenéutico',
posibilitado por una 'precomprensión' o "estructura
de prioridad" del mundo. Esta relación con el mundo
constitutiva y originaria del ser del hombre constituye al Dasein.
Como comenta Vattimo,
"la imposibilidad de salir de la precomprensión
que tenemos ya siempre del mundo y de los significados [...] constituye
nuestra posibilidad misma de encontrar el mundo. El conocimiento
no es un ir del sujeto hacia un "objeto" simplemente
presente o, viceversa, la interiorización de un objeto
(originariamente separado) por parte de un sujeto originariamente
vacío. El conocimiento es más bien la articulación
de una comprensión originaria en la cual las cosas están
ya descubiertas. Esta articulación se llama interpretación".
(Vattimo, 1998: 34)
A partir de esa mirada se ponen
de manifiesto las consecuencias de la escisión, característica
del pensamiento moderno, entre sujeto y objeto.
Frente a ello, la educación viva en el lenguaje tendrá
que ver con la actualización de la vida metafórica
-en su dimensión estética y de conocimiento-, y
con la superación de aquella escisión objetivista
que cree ver en la lengua
un sistema de valores puros definidos por su relación mutua
-al modo estructuralista-, o una estructura innata y universal
a descubrir o refrendar por la biología -al modo chomskiano-,
excluyendo la intencionalidad, y el juego translingüístico
de la percepción.
La enseñanza del lenguaje debiera, en nuestra opinión,
sustituir su actual orientación -al menos en cuanto plasmada
en los planes de estudio vigentes en los diferentes centros de
formación de profesores-, y dedicar menos esfuerzo y tiempo
a una reconstrucción de las innumerables teorías
del lenguaje-objeto, para ceder el lugar a una concepción
integral pragmática, y que priorice la reflexión
filosófica sobre el lenguaje como forma de ejercicio del
lenguaje mismo enfocado hacia sí.
De lo contrario, la literatura
y la teoría del lenguaje se devalúan en técnicas,
y en alienación teorética, y en lugar de contribuir
a la libertad de abrir el mundo por parte del estudiante, se debaten
en la imposible resolución de problemas propios con paradigmas
epistemológicos cientificistas, que lo son de un campo
de entidades ajeno.
Las comillas del título indican que el lenguaje no puede
explicarse finalmente en ningún nivel formal, sino solamente
'usarse con'. El lenguaje es 'un dirigirse a nosotros', en ese
sentido, para que en el acontecimiento de la respuesta se 'abra'
el mundo -en el sentido de descubrir y de colonizar.
Esto no ocurre cuando la que enmascara las operaciones es únicamente
la mente intelectual. Se escamotea la conciencia de estar apropiándose,
se pierde el paso al detenerse en la clasificación sin
ulterioridades de la superficie, opaca ya sin remisión,
de la 'lengua'.
Debe suplantarse en la enseñanza de la lengua la estéril
objetivación de las formas para retornar al diálogo,
que abre e ilumina por única vez. Según la expresión
de Heidegger, el ser es "copertenencia de llamada y escucha". Este diálogo
entre hombre y mundo está, en el lenguaje, vivo en el acontecimiento
temporal de la metáfora.
iv.
Atender a una tradición
diversa de la hermenéutica, la pragmaticista, sirve aquí
al recordar que enseñar, y también enseñar
el lenguaje, es enseñar al otro a encontrar en lo que
experimenta una posibilidad de semejanzas del mundo que sea verdadero
para ambos que participen en el transcurrir de la enseñanza.
Pero ese transcurrir no es el pasaje de algo del que enseña
al que aprende tanto como la sucesión de descubrimientos
del que aprende como acuerdos discutibles consigo mismo a través
del espejo del que enseña.
Estudiante y profesor constituyen en eso una pequeña 'comunidad
de expertos', y puede darse cuenta del acto de la enseñanza
también como la típica actividad de investigación
conjunta de la verdad a través de la semiotización
experiencial de un mundo en que se recibe y se arroja en común,
de acuerdo a unas fuerzas que no son sólo lingüísticas,
sino algo que aparece y se impone en la observación y
la experiencia.
Así, diremos que el adulto 'muestra' o 'enseña'
el lenguaje al niño, no se lo 'da', y diremos que el conocimiento
del lenguaje, que equivale en todo lo sustancial al conocimiento
de la poesía, consiste por ello en obtener el poder para
'ver con ojos nuevos'. En esto, aprender a apreciar la poesía
y aprender a aprender y a enseñar, consiste en apropiarse
de una misma y única dimensión del ser: transformar
en propio lo que estaba como ajeno. Es más parecido en
ello a recordar, y a escuchar un llamado que solo se integra en
una respuesta.
A- Metáfora,
sistema y acontecimiento
1
Lo que llamamos
existencia objetiva se funda en el nombrar por parte de otro.
La propia existencia, en el nombrar por parte de uno mismo.
El lenguaje metafórico
es puente entre ambos porque no es lenguaje como reactualizar
acuerdos ya controlados por la comunidad -la 'habladuría',
el habla habitual cuyas formas y frases ya están resueltas
y muertas en el sistema de la 'lengua'-, sino hacer algo con el
lenguaje, que es sólo de quien habla, de quien escucha.
2
La metáfora se da siempre como acto predicativo. Y se
da en un acto predicativo que, por la relación que guardan
sus términos desde el punto de vista del sentido ('sistemático'), es imposible o absurda. Desde el punto
de vista semiótico, diremos que las cualidades (iconicidad)
del predicado no pueden hallarse en el sujeto (indexicalidad) al que se le atribuyen, creando
una tensión en la habitualidad del Símbolo Dicente,
cuya naturaleza simbólica consiste precisamente en unir
cualidades e índices de modo convencional. (Peirce, 1998: 275-278) El texto y la oración,
en su aspecto semiótico, no son sino una forma de álgebra,
diagramas que muestran qué relación, como asociación
de cualidades y existencia, esperamos que el otro acepte.
Al decir remitimos al otro hacia allí para saber si está
dispuesto a "ver" lo mismo que nosotros.
La razón por la cual la metáfora tiene que llevar
a una operación que se hace a partir del lenguaje, pero
más allá de él, está en algo que
pertenece no exclusivamente al lenguaje metafórico, sino
a todo lenguaje sin excepción. Pues si el lenguaje es
un diagrama, entonces él mismo no puede informarnos nunca
acerca de aquello que nosotros debemos descubrir por nosotros
mismos, 'viendo' más allá de las palabras.
3
De modo que lo que el lenguaje hace cada vez es proponer un micropacto
de sentido. El símbolo dicente o sentencia -oración
completa en sentido pragmático- es una proposición
de habitualidad. La metáfora es sin embargo, desde el
punto de vista semiótico, la ruptura del símbolo
(y por ello del hábito), la manifestación de
un conflicto interno del símbolo.
4
En la metáfora el
icono emerje por debajo
del símbolo, del cual siempre forma parte elocuentemente
silenciosa, para llamar la atención sobre la insuficiencia
de ese símbolo, ésta vez, para nombrar con transparencia.
Es preciso entonces volverse hacia el ícono y tratar de
ampliar el propio mundo para dejar entrar eso nuevo y nunca dicho,
pues las palabras son experiencia, y sin experiencia de eso no
podríamos tener palabras para eso.
5
Por ello, cuando Peirce dice que una metáfora es un hipoicono
que muestra determinadas tríadas de cualidades en un objeto,
al mostrar tríadas de cualidades en el signo ["carácter representativo"], está diciendo esto
mismo: que tenemos un símbolo (por
definición consabido, ya viejo en sus términos
y en su potencial asociativo y sintáctico) y que queremos (intencionalidad, no lingüística) que quien interprete use ese
modelo de asociación de cualidades para que descubra cualidades
análogas predicadas en un nuevo objeto a descubrir. Ahora,
desde el interior del lenguaje, ese descubrir consiste precisamente
en usar de nuevo ese juego predicativo, del símbolo viejo,
trasladándolo para bautizar el objeto nuevo.
Pero desde el punto de vista no interior al lenguaje, esa acción
de aplicar una predicación vieja en un acontecimiento
nuevo requiere de fenómenos no lingüísticos
y que no pueden ser reducidos al lenguaje. No pueden ser reducidos
a explicaciones formales del lenguaje.
Sin ellos, sin esos fenómenos translingüísticos,
no tendremos esperanza de entender nada de lo que decimos equivocadamente
que lingüísticamente con el lenguaje ocurre.
6
Sin alguna noción
clara de 'realismo' , sin una esfera universal de ser no confiscable
por una subjetividad, sin realidad entendida como lo que se resiste
a cualquier posible capricho 'subjetivo', 'interior' o frívolamente
'expresivo', no hay metáfora posible, pues no hay modo
de saber si estamos dispuestos (integral,
no 'racionalmente', con los sentidos y con todo, no con el 'lenguaje')
a aceptar o no
el acuerdo que se nos propone.
La metáfora no es un hecho de los acuerdos del lenguaje
-aunque ellos jueguen su papel-, sino un acontecimiento en que
se muestra el existir; acontecimiento que se vale de una sobreexigencia
a los viejos acuerdos del lenguaje, rompiéndolos para
crear otros nuevos a partir de sus huellas.
7
La metáfora es entonces un hecho cuya significación,
igual que la de cualquier otro lenguaje, no puede saberse sino
en su uso, según la clásica fórmula de Wittgenstein.
Esta afirmación enlaza secretamente a Wittgenstein con
un autor de una tradición algo diferente a la suya, pues
para Davidson la metáfora sólo puede pensarse correctamente
como un hecho del uso.
8
Pero... la metáfora
¿es sólo comprensible como un hecho del uso? Pues
parece en principio que, si lo fuera -si se integrase por ende
a los demás hechos del uso del lenguaje-, no habría
ninguna posibilidad de que después de tanto tiempo desde
Aristóteles el lenguaje ordinario supiera reconocer tan
fácilmente el significado de la noción 'metáfora'
como algo diferente de la noción de 'habla' común
y corriente.
Para definir la metáfora en términos semánticos
tendríamos que reducirla a un tipo específico de
combinaciones predicativas en donde el sujeto y el predicado
son semánticamente inconvenientes uno al otro exclusivamente
desde el punto de vista de lo que está establecido como
sentido en los diccionarios y en los diagramas lingüísticos
habituales.
Surgiría, por ende, la necesidad de encontrar una peculiaridad
lingüística de lo metafórico: encontrar que
la metáfora debe encerrar en su construcción, en
su forma como lenguaje, la garantía de que no será
interpretada en sentido directo.
Pero lo anterior no puede hacerse, aunque se ha intentado muchas
veces. Es decir, sigue en pie después de muchos años
de lingüística 'científica' objetivista, el
hecho de que la imposibilidad de tomar la construcción
metafórica en sentido literal denotativo o directo no
parece poder garantizarse por recursos exclusivamente formales.
9
El problema de la distinción que el lenguaje ordinario
hace con tanta facilidad entre metáfora y lenguaje no
metafórico, que mencionábamos más arriba,
queda resuelto cuando comprendemos que es posible admitir una
diferencia de grado en los diferentes usos del lenguaje, reconociendo
más y menos poder creativo, de apertura, de las expresiones
efectivamente usadas, sin por ello tener que fundar arbitrariamente
esa diferencia en una diferencia lingüística que,
después de los repetidos intentos fracasados de los estudios
'semánticos' se ha revelado como severamente problemática.
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