1
Vivimos
en un universo frío, la calidez seductora, la pasión
de un mundo encantado, es sustituida por el éxtasis de
las imágenes, por la pornografía de la información, por la frialdad
obscena de un mundo desencantado. El desafío de la diferencia,
que constituye al sujeto especularmente, siempre a partir
de un otro que nos seduce o al que seducimos,
desaparece en nuestro universo cool, donde el solitario
voyeurista narcisista ocupa el lugar del antiguo seductor
apasionado.
Seducir es, para Jean Baudrillard, abolir la realidad
y sustituirla por la ilusión en el juego de las apariencias,
en cambio, lo hiperreal representa la saturación
imagística de nuestra cultura occidental, la estetización de la experiencia
donde la realidad retrocede frente a sus imágenes, que se reproducen
al infinito sin dejar espacio para ilusión alguna.
Un ejemplo. Imaginemos a un ilusionista que, en lugar de hacer
aparecer o desaparecer conejos de su galera, se limita a vomitarlos
continuamente
(algo parecido a lo que le sucede al infortunado personaje del
cuento "Carta a una señorita en París"
de Julio
Cortázar), los conejos continúan
apareciendo incontroladamente hasta inundar el escenario, haciendo
desaparecer al mago y a su bella ayudante, invadiendo luego la
sala y sepultando al público en una enorme masa blanca
y peluda. El espacio de la ilusión desaparece
en la fractalidad metastásica
de los conejos, no es posible ya pronunciar la mágica frase
"nada por aquí, nada por allá"...
Mágica
forma
de desaparición por exceso, no es el juego de la ilusión
lo que nos atrae, nos sentimos fascinados por esta excrecencia
que clausura lo real no por sustracción sino por saturación.
Este exceso neobarroco, esta excrecencia
de signos, resulta ser una tragicómica modalidad de desaparición,
arribamos al grado cero de lo real, una realidad neutralizada
por la saturación de imágenes, una simulación
desencantada en un horizonte que se constituye más allá
del sentido.
Corrosión de la ilusión a fuerza de representación, las imágenes
en primer plano carecen de profundidad, la mirada recorre fascinada
la superficie de lo real en un vértigo hacia el vacío. La comunicación
y la información inundan todo nuestro espacio psicológico,
hipersaturación que corroe los intersticios del secreto,
hasta el inconciente se estructura como un discurso (Lacan dixit). Finalmente, cuando
todo los signos parlotean sus secretos a viva voz (reality shows, talk
shows, etc.), la transparencia de las redes se transforma en
un exceso inútil, hipertelia comunicacional que vuelve imposible
todo diálogo, sustituyéndolo por flujos constantes de información
que se entremezclan en un revoltijo indiferenciado, el medio es el
pastiche. En este universo desestructurado no podemos pedirle
mucho al sujeto.
Partamos de una afirmación apresurada. El sujeto
mediático
es, por naturaleza, obsceno. Su voluptuosidad fractal lo convierte en un monstruo transparente, todo
debe ser mostrado, revelado, develado. Esta artificialidad del
zoom y del primer plano pone fin al enigma y al secreto
para pasar al artificio barroco de la
obscenidad,
una vomitiva extroversión de toda interioridad, un proceso
paralelo de pegajosa introversión de toda exterioridad.
Esta ausencia de una distancia mínima conduce a la abolición
de toda escena, la obsesión de transparencia comunicacional
convierte al sujeto en un devorador de imágenes,
siendo, a la vez, sólo un punto indiferenciado en el universo
maquínico
de los mass
media,
fractalidad de un sujeto que queda reducido a una retina, superficie
efímera de inscripción de destellos fugaces.
Hagamos un sencillo experimento. Detengamos, sólo
por un momento, nuestra mirada
ante la infinidad de imágenes que nos ofrecen las "revistas
para adultos", ¿cuántas nos seducen por su
secreto, cuántas nos fascinan por su sobredeterminación
obscena? Ahora bien, esta obscenidad no se reduce a estos divertimentos,
es algo así como la característica por excelencia
de la cultura del espectáculo o, aún mejor, del
hiperespectáculo.
Vivimos la lógica de lo hiper: hipertelia, hipertrofia, hiperreal.
Lo excesivo, como estética de la visión, conforma las obscenas
figuras del barroco en un espectáculo que clausura
la mirada en el éxtasis de la comunicación
y de la información. Frenesí de la imagen, frenesí
de lo real, cuando el Canal 40 se publicitaba con el eslogan "la
realidad en televisión", asumía felizmente,
como un hecho consumado, la disolución de la barrera escénica
que en algún momento pudo separar lo real de la pantalla.
No importan ahora sus maquiavélicos fines propagandísticos,
lo interesante es la indistinción, la contaminación,
la pureza transparente de la imagen.
Esta desmesura, exceso barroco que maximiza la representación
hasta convertirla en una especie de ectoplásmica sustancia,
clausura la posibilidad de su puesta en escena y su consiguiente
encanto, estamos dentro, fantasmas en la máquina. El televidente
no es más que ésto, una máquina de visión
indiferente e indiferenciada, como las propias imágenes
a las que está conectado. Del lado del sujeto, todas las
retinas se parecen, del lado del objeto imagístico, no
hay un detrás de la pantalla.
Parafraseando a Jean Baudrillard diríamos que este sujeto
mediático, fascinado por la promiscuidad de imágenes que lo envuelven
-en una telemática orgía semiótica-, es pasiva
y reiteradamente penetrado por una hueste de íconos perversos.
Por momentos, Baudrillard parece ser un delirante miembro de la
escuela de Frankfurt, sus consideraciones acerca del sujeto fractal
(al que yo
llamo sujeto mediático) son terroríficamente puritanas,
aunque no por ello dejan de ser divertidas.
"Todo lo que es sólido se disuelve en el aire",
la obscenidad solidifica la realidad hasta el éxtasis,
hasta disolverla en el aire a ritmo de vértigo. Es el fin
del juego de las apariencias con lo real, el punto muerto de la
ilusión. No existe ya nada que "desviar de su verdad" -según
la clásica definición de seducción-, todo
ha desaparecido por un exceso de verdad y transparencia, es justamente
en este punto donde la metafísica de la seducción
de Jean Baudrillard se tambalea y la radicalidad de su pensamiento
flaquea.
Este fiel devoto de la seducción no termina de entender
del todo el asunto. Cuando analiza los efectos de obscenidad de
la cultura occidental, todo parece estar embuído de un
demoníaco
carácter
pecaminoso y decadente. Paradójicamente, este pasaje de
lo moderno a lo posmoderno, expresado en una lógica neobarroca
y obscena -una fractalidad porno de lo real después de la
orgía de representación-, lo conducen a
lamentarse incansablemente por la ausencia de ilusión y
encanto, en lugar de estallar en una nihilista
carcajada nietszcheana. Con su apuesta por la seducción,
Baudrillard resulta ser, más que un pensador posmoderno,
un anacrónico moralista premoderno.
Esta metafísica subyacente al pensamiento de Baudrillard
tiene reminiscencias heideggerianas, es algo así como la
historia del olvido de la se(r)ducción. Esta historia,
considerada por el filósofo como una historia de decadencia y
modernidad, puede resumirse
en tres fases, una fase ritual, luego una estética y, finalmente
una fase política de la seducción, que expresan
el triste destino involutivo y decadente de la simulación.
La primera fase de su historia revela un estado bruto de la seducción,
ésta es ritual, agonística, animal, este estado
primitivo, edénico, hace palpitar intensamente el melancólico
corazón de Baudrillard. Le sigue una fase más civilizada,
desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII comienza a darse una
suerte de secularización de la seducción, ésta
se manifiesta en los modelos cortesanos y románticos, la
figura del seductor entra en escena. Esta escenificación
-más o menos melodramática- del juego de las apariencias
va haciendo desaparecer, poco a poco, la magia
del ritual,
sustituyéndola por una estética de la ilusión
cada vez más banal y previsible.
Esta estetización de la seducción alcanzó
su clímax en nuestro fin de siglo, pero ya desde el siglo
XIX hasta el presente la seducción no ha hecho más
que extenderse a todas las esferas perdiendo su mítica
intensidad primitiva, su reproducción fractal, metastásica,
ha corroído el aura de la que antes gozaba, esta fase
política -parafraseando a Benjamin- está íntimamente
vinculada a una pieza clave de la máquina analítica
baudrillardiana, la noción de transpolítica, esto
es, las estrategias banales de un universo carente de seducción.
Uno podría estar tentado a afirmar que "la seducción
ya no está entre nosotros" y Baudrillard podría
responder melancólicamente "la seducción
siempre está en otra parte". En fin, podríamos
radicalizar sin demasiadas dificultades el planteo baudrillardiano
y oponer un inmanente nihilismo obsceno frente a la metafísica
de la seducción que él ingenuamente nos propone.
* Publicado
originalmente en El Huevo (Revista cultural de México)
|
|