Nadie habrá dejado
de observar que tenemos un problema de identidad.
Los uruguayos debemos demostrar constantemente que poseemos una
clara, definitiva y valiosísima personalidad cultural.
No pongamos como ejemplo a los norteamericanos y sus desprejuiciadas
acometidas fílmicas sobre relatos bíblicos o mitológicos,
que suelen ser poco recomendados por la crítica. Pero podemos
detenernos en Pier
Paolo Pasolini y sus visitas a los cuentos de las Mil y
Una Noches, por ejemplo. Se trata del abordaje de una fuente
que no pertenece a su tradición cultural. Hay acuerdo erudito
acerca del acierto artístico de su labor creativa en ese
caso en particular.
Ahora imaginemos a un realizador
uruguayo que intente hacer otro tanto. Será ipso facto
tachado de acultural, ridículo, desarraigado, megalómano
y tarado. Los uruguayos debemos limitarnos a tratar temas dentro
de los siguientes límites: dentro del territorio nacional;
posterior al siglo XVIII (salvo si Artigas
es el protagonista);
o en el extranjero, pero con un protagonista uruguayo con problemas
para conseguir yerba.
Esta prohibición
suele acompañarse de afirmaciones por las cuales se nos
obliga a creer que si mostramos nuestra aldea mostramos el mundo.
El corro lanza suspiros y exclamaciones aprobatorias, todos ríen
educadamente y el anormal que realizó la barbaridad de
no hablar de su aldea esconde la cabeza entre las solapas del
gamulán y se refugia en Copenhague o por ahí. ¿Y
si se habla del mundo, no se muestra la aldea?, susurra. Callate,
por favor.
Hace poco se estrenó en Montevideo
una tragedia griega, que, según sus responsables, está
adaptada a nuestra realidad contemporánea. Para realizar
esa adaptación se suprimieron, por ejemplo, los nombres
de los dioses griegos. Se eliminaron unas cuantas cosas más,
de tal modo que la obra dura unos cuarenta minutos. No deja de
ser interesante que para ser más nosotros debamos hacer
menos a los otros.
Esta censura protectora de nuestra identidad
no parece muy diferente que cualquier otra censura, y al cabo
logra lo que toda censura: empobrecernos.
Si vamos al cine, o a la música, a la literatura
o a la danza, a la pintura o a cualquier otro arte,
nos encontraremos con alertas similares. Cuidado con lo que se
dice. Al parecer debemos construir nuestra identidad
según ciertas normas limitativas, por las cuales debemos
alimentarnos de nuestra propia tradición. En arquitectura
existe un discurso similar, con la contra de que en ese campo
no tenemos casi tradición. A partir de esa evidencia, si
visitamos otros artes podremos darnos cuenta de que tampoco en
ellos tenemos una tradición autónoma, aunque sí
cierta dicción que creemos nuestra. No alcanza con poner
personajes campestres de nombres ridículos para ser nosotros.
Toda censura proviene del miedo. La
excesiva defensa de una supuesta identidad proviene de la inseguridad
en la propia consistencia de la personalidad. Si me pongo de pie
y hablo desde aquí, guste o no guste lo que digo, lo estoy
diciendo desde aquí, es decir, digo algo que forma parte
de nuestra cultura. Si está mal, será porque tiene
fallas estructurales, pero de ninguna manera porque no cumple
ciertos requisitos que un grupo de gurúes ha dictaminado
como adecuados a la identidad del
país. Que Zeus me fulmine si no tengo razón.
* Publicado
orginalmente en Insomnia, Nº 33
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