El caso del programa de Marcelo Tinelli es una muestra de sentido
común nada despreciable. Exportó, al mundo de la
imagen, la ideología
de los barrios rioplatenses,
afectos, desde el fondo de sus tiempos, a la guarangada y a la
joda. El resultado, entre otras cosas, fue que, insensiblemente,
la pantalla chica se vio expuesta a lo soez, al chiste verde y
a la delicia barriera, bastante olvidada del "deber
ser culto" -es decir, letrado- que solía ser el
parámetro de los comunicadores.
Inocente de toda corrección política, y abandonado
al lunfardo, Tinelli alargó los carnavales,
que ahora duran todo el año gracias a un talentoso equipo
de actores y productores, y escenificó el folklore platense
(el ciudadano, no el loor
a gauderios embalsamados).
Dentro de las restricciones expresivas de la televisión,
consiguió un programa por completo original, que comporta
una impensada, y casi atolondrada, revolución cultural.
Quienes insistan en horrorizarse con Tinelli -en nombre de las
buenas costumbres o de la fobia al prosaísmo- deberían
recordar que Dante, Petrarca
y Boccaccio produjeron, en los
estertores del medioevo, un golpe mucho más radical, cuando
incorporaron el habla a la escritura,
se olvidaron del latín para escribir
en romance, y así inventaron el italiano.
En El Decamerón de Boccaccio, siete mujeres jóvenes
y tres muchachos, todos ellos refinados y cultos, huyen de la
peste que era dueña de Florencia, y se refugian en el campo
durante una quincena. Diez de esos días los dedican a contar
un centenar de cuentos, que empiezan amenazados por la peste y
progresivamente caerán en un terremoto de carcajadas y
guarrerías. El tema de muy buena parte de ellos es desenfadadamente
erótico, y era
ése un territorio que llegaba con el italiano, y que Dante
primero, y Petrarca a continuación, desposeyeron de toda
carne, homologando lírica
con amor y "espiritualidad",
pero que en El Decamerón se aferró al peso
gravitacional de la prosa.
El placer de contar una historia, en este libro,
es equivalente al goce de la gimnasia amatoria, y las
fiebres de amor suelen resolverse sin contradicciones, en
la cama, y en el cuento.
Y de todo tiene esta prosa, menos de frívolo.
En Boccaccio -revolución para su era y lección
para la actualidad- el desenlace risueño poco tiene de
utópico. La dicha implica una declaración de orfandad,
una resignación verdaderamente agónica. Los diez
jóvenes refugiados de la plaga y de la ciénaga
moral, en vez de condenarse al ritornello de que el mundo es
vanidad de vanidades, aprenden, con sus historias, que era imperativo
combatir a la fortuna y que cada quien debía responsabilizarse
por sus propios actos. Y si todo alrededor es peste, es preferible
vivir sin agrura.
Es que estamos, en buena medida, gratis
en este mundo, y el amor
es un intercambio (menos que
de deudas, responsabilidades o inasibles fetichizaciones dantesco-petrarquescas)
de regalos.
Un intercambio desinteresado pero bien regimentado. Porque así
como los personajes deben hacerse cargo de sus propios engaños
-y defender los goces obtenidos con la vida en algunos casos-
ese goce del chiste, y a menudo de lo chusco, sólo pasó
a la escritura merced a la disciplina
inquebrantable del escritor.
Boccaccio, con paciencia de arquitecto,
erigió el escenario de la prosa italiana (que era virtualmente inexistente) para que sus voces dieran, acorraladas
por la peste, y con acerada elegancia, cien pastillas de amor.
* Publicado
originalmente en Insomnia. |
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