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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LITERATURA - ERÓTICA - LITERATURA ERÓTICA - EL DECAMERÓN - BOCCACCIO, GIOVANNI - HUMOR RIOPLATENSE -

Amor o pastillas (II)*

Amir Hamed
Quienes insistan en horrorizarse con Tinelli -en nombre de las buenas costumbres o de la fobia al prosaísmo- deberían recordar que Dante, Petrarca y Boccaccio produjeron, en los estertores del medioevo, un golpe mucho más radical, cuando incorporaron el habla a la escritura, se olvidaron del latín para escribir en romance, y así inventaron el italiano

El caso del programa de Marcelo Tinelli es una muestra de sentido común nada despreciable. Exportó, al mundo de la imagen, la ideología de los barrios rioplatenses, afectos, desde el fondo de sus tiempos, a la guarangada y a la joda. El resultado, entre otras cosas, fue que, insensiblemente, la pantalla chica se vio expuesta a lo soez, al chiste verde y a la delicia barriera, bastante olvidada del "deber ser culto" -es decir, letrado- que solía ser el parámetro de los comunicadores.

Inocente de toda corrección política, y abandonado al lunfardo, Tinelli alargó los carnavales, que ahora duran todo el año gracias a un talentoso equipo de actores y productores, y escenificó el folklore platense
(el ciudadano, no el loor a gauderios embalsamados). Dentro de las restricciones expresivas de la televisión, consiguió un programa por completo original, que comporta una impensada, y casi atolondrada, revolución cultural.

Quienes insistan en horrorizarse con Tinelli -en nombre de las buenas costumbres o de la fobia al prosaísmo- deberían recordar que Dante, Petrarca y Boccaccio produjeron, en los estertores del medioevo, un golpe mucho más radical, cuando incorporaron el habla a la escritura, se olvidaron del latín para escribir en romance, y así inventaron el italiano.

En El Decamerón de Boccaccio, siete mujeres jóvenes y tres muchachos, todos ellos refinados y cultos, huyen de la peste que era dueña de Florencia, y se refugian en el campo durante una quincena. Diez de esos días los dedican a contar un centenar de cuentos, que empiezan amenazados por la peste y progresivamente caerán en un terremoto de carcajadas y guarrerías. El tema de muy buena parte de ellos es desenfadadamente erótico, y era ése un territorio que llegaba con el italiano, y que Dante primero, y Petrarca a continuación, desposeyeron de toda carne, homologando lírica con amor y "espiritualidad", pero que en El Decamerón se aferró al peso gravitacional de la prosa.

El placer de contar una historia, en este libro, es equivalente al goce de la gimnasia amatoria, y las fiebres de amor suelen resolverse sin contradicciones, en la cama, y en el cuento.
Y de todo tiene esta prosa, menos de frívolo.

En Boccaccio -revolución para su era y lección para la actualidad- el desenlace risueño poco tiene de utópico. La dicha implica una declaración de orfandad, una resignación verdaderamente agónica. Los diez jóvenes refugiados de la plaga y de la ciénaga moral, en vez de condenarse al ritornello de que el mundo es vanidad de vanidades, aprenden, con sus historias, que era imperativo combatir a la fortuna y que cada quien debía responsabilizarse por sus propios actos. Y si todo alrededor es peste, es preferible vivir sin agrura.

Es que estamos, en buena medida, gratis en este mundo, y el amor es un intercambio
(menos que de deudas, responsabilidades o inasibles fetichizaciones dantesco-petrarquescas) de regalos.

Un intercambio desinteresado pero bien regimentado. Porque así como los personajes deben hacerse cargo de sus propios engaños -y defender los goces obtenidos con la vida en algunos casos- ese goce del chiste, y a menudo de lo chusco, sólo pasó a la escritura merced a la disciplina inquebrantable del escritor.

Boccaccio, con paciencia de arquitecto, erigió el escenario de la prosa italiana
(que era virtualmente inexistente) para que sus voces dieran, acorraladas por la peste, y con acerada elegancia, cien pastillas de amor.

* Publicado originalmente en Insomnia.

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