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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



EL DESTRIPADOR (THE RIPPER), JACK - CARROLL, LEWIS- IMAGINACIÓN VICTORIANA - MIEDO -

Victorianas (II): el misterio de la niña y el destripador(I)*

Amir Hamed
Centenariamente, desde Bram Stoker, se sabe que esos seres que erizan los espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente a la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente, porque son criaturas aterradas.


No es de extrañar que un londinense de suburbios como Mick Jagger cante a voz en cuello, hasta el dia de hoy, que cada pecador es un santo y cada policía un criminal. Porque todavía parece impensable que un nativo de Londres carezca -tanto como nosotros- de una imaginación victoriana. Esa imaginería que nos enseñó a sentir, con vigor de adultos, las cruentas delicias del miedo.

A diferencia de las atrocidades de los cuentos de hadas, donde la infaltable derrota de los ogros cauteriza el sueño de los niños, la ensoñación de la Inglaterra victoriana todavía produce insomnios. Y a estas alturas, cumplidos los centenarios de Drácula y de Lewis Carroll, queda claro que todavía nos acosa la atormentada penumbra de aquella otra Londres finisecular que, con el gas de sus faroles titilando entre la niebla y los vapores tóxicos, nos dio los más fuertes estimulantes para morirnos de miedo.

Esa ciudad mortecina, cuya población no llegaba al millón de habitantes, donde en ciertos barrios del este se agolpaba ebria la chusma y taconeaban con esmero las prostitutas, fue el escenario del horror por excelencia, y el trono que reclamó, desde su sombra fascinadora, el señor de todos los miedos, el vampiro. Aquella imaginación puritana, casi sin saberlo, lo fue construyendo paso a paso, y lo fue fortificando porque nunca comprendió la verdadera raíz del repeluzno del nosferatu.

Centenariamente, desde Bram Stoker, se sabe que esos seres que erizan los espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente a la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente, porque son criaturas aterradas. Su verdadera meta es llegarse a los mortales a inocular su miedo, con la secreta esperanza de que alguno, en vez de sucumbir ante su mirada ansiosa, pueda vacunarlos contra su propio pánico.

Tampoco un héroe de aquellas noches como Sherlock Holmes, con sus asombrosos poderes deductivos, logró dar con el secreto, porque en Holmes encarnaba el principio goyesco de que los sueños de la razón tienen como parto endriagos y todo a su alrededor era crímenes y pavorosos villanos. Los monstruos eran tan abundantes porque, justo antes que Drácula, gracias a las virtudes del progreso más industrioso y rampante, acababa de nacer la esquizofrenia. Y la esquizofrenia, como luego Jagger y el rock and roll, había llegado para quedarse.

En 1886, Stevenson hacía público El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde, y en 1891 Wilde exponía el Retrato de Dorian Gray. Justo entre estos dos casos, en 1888 y desangrando a ciertas damas por el cuello, llegaba la gran coartada forense que daba el detalle que faltaba para que surgiera, con su sombría plenitud de rasgos, el vampiro. Se trataba de un héroe quirúrgico de entonces -el primero de los asesinos en serie- que hubiera permanecido anónimo si alguien no hubiera escrito a Scotland Yard haciéndose llamar Jack el Destripador.

Cada día se discute más sobre el Destripador, ese esmerado homicida sin rostro, e incluso Sherlock lo combatió en más de una versión para la pantalla hasta que en cierta oportunidad, bastante memorable, se reveló que Holmes, esquizofrénico como su edad, era el verdadero Jack the Ripper.

Pero todas las soluciones han parecido vanas hasta el momento; todo son conjeturas, porque aquella penumbra desconocía las huellas dactilares y no había llegado la cadena de ADN, y El Destripador mantuvo su tenaz incógnito hasta que hace bien poco, en una investigación muy sesuda, el señor Richard Wallace pareció dar, finalmente, con la identidad de aquel homicida y protovampiro.

El culpable, según Wallace, fue un matemático despiadado, un ajedrecista contumaz, un fotógrafo acusado por sus propios biógrafos (y por otra máquina victoriana, el psicoanálisis) de pedófilo, un perverso prestidigitador de paradojas y anagramas que alcanzó celebridad gracias a un par de libros -uno de ellos en verdad escalofriante. Este individuo, que fue diácono y se disfrazó de piadoso, además se ocultaba bajo un falso nombre: Lewis Carroll.

Es sabido que Carroll fue inmoderadamente afecto a los acertijos, y El Destripador, hasta el día de hoy, es un acertijo que decenas de miles de profesionales y aficionados tratan de resolver. La tesis de Wallace está a punto de hacerle ganar los derechos para una película, pero desde ya se puede afirmar una cosa. Sin discutir el acierto o el error de la tesis
(a fin de cuentas Jack era apenas un tosco vampiro en ciernes, un exhibicionista de las vísceras de sus víctimas, y por otra parte cualquier espíritu juguetón pudo construirse un pseudo-nombre escribiendo cartas a la policía y arrogándose los crímenes de otro más afecto al anonimato), tal vez la clave de ese espeluzno u obra maestra de Carroll, Alicia a través del espejo, consista en que, muy veladamente y gracias al coraje de una niña de siete años, contiene una fórmula para liberar, de una vez y para siempre, a los vampiros de su propio miedo.

(Continuará)

(sigue)

 

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 10

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