«En un tiempo muy distinto del nuestro, y
por hombres cuyo poder de acción sobre las cosas era insignificante
comparado con el que nosotros poseemos, fueron instituidas nuestras
Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento
sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que
éstos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos aseguran
respecto de cambios próximos y profundos en la antigua industria de
lo Bello. En todas las artes hay una parte física que no puede ser
tratada como antaño, que no puede sustraerse a la acometividad del
conocimiento y la fuerza modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni
el tiempo son, desde hace veinte años, lo que han venido siendo
desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan grandes
transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la
inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera
maravillosa la noción misma del
arte.»
Paul Valéry, Pièces sur l'art («La conquéte de l'ubiquité»).
PRÓLOGO
Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista
estaba ésta en sus comienzos. Marx orientaba su empeño de modo que
cobrase valor de pronóstico. Se remontó hasta las relaciones
fundamentales de dicha producción y las expuso de tal guisa que
resultara de ellas lo que en el futuro pudiera esperarse del
capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una
explotación crecientemente agudizada de los proletarios, sino además
el establecimiento de condiciones que posibilitan su propia
abolición.
La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más
lentamente que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio
siglo para hacer vigente en todos los campos de la
cultura el cambio
de las condiciones de producción. En qué forma sucedió, es algo que
sólo hoy puede indicarse. Pero de esas indicaciones debemos requerir
determinados pronósticos. Poco corresponderán a tales requisitos las
tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del poder;
mucho menos todavía algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del
arte
bajo las actuales condiciones de producción. Su dialéctica no es
menos perceptible en la superestructura que en la economía. Por eso
sería un error menospreciar su valor combativo. Dichas tesis dejan
de lado una serie de conceptos heredados (como creación y
genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y
por el momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del
material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que
seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del
arte se
distinguen de los usuales en que resultan inútiles por
completo para
los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la
formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
1
La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de
reproducción. Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por
los hombres. Los alumnos han hecho copias como ejercicio artístico,
los maestros las hacen para difundir las obras, y finalmente copian
también terceros ansiosos de ganancias. Frente a todo ello, la
reproducción técnica de la obra de
arte es algo nuevo que se impone
en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de
otros, pero con una intensidad creciente. Los griegos sólo conocían dos
procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces,
terracotas y monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron
reproducir en masa. Todas las restantes eran irrepetibles y no se
prestaban a reproducción técnica alguna. La xilografía hizo que por
primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo
antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la
escritura. Son conocidas las modificaciones enormes que en la
literatura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad
técnica de la escritura. Pero a pesar de su importancia, no
representan más que un caso especial del fenómeno que aquí
consideramos a escala de Historia Universal.
En el curso de la Edad
Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte,
así como la litografía a comienzos del siglo diecinueve.
Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado
fundamentalmente nuevo. El procedimiento, mucho más preciso, que
distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su
incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una
plancha de cobre, dio por primera vez al
arte gráfico no sólo la
posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el
mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas.
La litografía capacitó al dibujo para acompañar, ilustrándola, la
vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la imprenta. Pero en
estos comienzos fue aventajado por la
fotografía pocos decenios
después de que se inventara la impresión litográfica. En el proceso
de la reproducción plástica, la mano se descarga por primera vez de
las incumbencias artísticas más importantes que en adelante van a
concernir únicamente al ojo que mira por el objetivo. El ojo es más
rápido captando que la mano dibujando; por eso se ha apresurado
tantísimo el proceso de la reproducción plástica que ya puede ir a
paso con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de
cine fija las imágenes con la misma velocidad con la que el actor
habla. En la litografía se escondía virtualmente el periódico
ilustrado y en la fotografía el
cine sonoro. La reproducción técnica
del sonido fue empresa acometida a finales del siglo XX. Todos
estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el agua,
el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para
servimos, desde lejos y por medio de una manipulación casi
imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series
de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del
mismo modo nos abandonan». Hacia 1900 la reproducción técnica había
alcanzado un estándar en el que no sólo comenzaba a convertir en
tema propio la totalidad de las obras de
arte heredadas (sometiendo
además su función a modificaciones hondísimas), sino que también
conquistaba un puesto específico entre los procedimientos
artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de ese estándar que referir dos manifestaciones distintas, la reproducción
de la obra artística y el
cine, al
arte en su figura tradicional.
2
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora
de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se
encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se
realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su
perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en
su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales
cambios de propietario. No podemos seguir el rastro de las primeras
más que por medio de análisis físicos o químicos impracticables
sobre una reproducción; el de los segundos es tema de una tradición
cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su
autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce
favorecerán que se fije si es auténtico; correspondientemente, la
comprobación de que un determinado manuscrito medieval procede de un
archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su autenticidad. El
ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad
técnica —y desde luego que no sólo a la técnica—. De cara a la
reproducción manual, que normalmente es catalogada como
falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras
que no ocurre lo mismo de cara a la reproducción técnica. La razón es
doble: en primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más
independiente que la manual respecto del original. En la
fotografía,
por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles
únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de
seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el
ojo humano. 0 con ayuda de ciertos procedimientos, como la
ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin
más a la óptica humana. Además, puede poner la copia del original en
situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir
al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de
fotografía o en
la de disco gramofónico. La catedral deja su emplazamiento para
encontrar acogida en el estudio de un aficionado al
arte; la obra
coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede
escucharse en una habitación.
Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de
una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero
en cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno
valga esto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale
también, por ejemplo, para un paisaje que en el
cine transcurre ante
el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de
arte
una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado
tan vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una
cosa es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse
en ella desde su duración material hasta su testificación histórica.
Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa
al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la
testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que
se tambalea de tal suerte es su propia autoridad.
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos
decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de
arte lo
que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sintomático; su
significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una
formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo
reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las
reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia
irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle
salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada
destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo
transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de
la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en
estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días. Su
agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste no es
imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella,
sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del
valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es
sobre todo perceptible en las grandes películas históricas. Es éste
un terreno en el que constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare, Rembrandt,
Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la mitología y
todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las
religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los
héroes
se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas» nos estaba
invitando, sin saberlo, a una liquidación general.
3
Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto
con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y
manera de su percepción sensorial. Dichos modo y manera en que esa
percepción se organiza, el medio en el que acontecen, están
condicionados no sólo natural, sino también históricamente. El
tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual surgieron la
industria artística del Bajo Imperio y el Génesis de Viena, trajo
consigo además de un arte distinto del antiguo una percepción
también distinta. Los eruditos de la escuela vienesa, Riegel y
Wickhoff, hostiles al peso de la tradición clásica que sepultó aquel
arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de sacar de él
conclusiones acerca de la organización de la percepción en el tiempo
en que tuvo vigencia. Por sobresalientes que fueran sus
conocimientos, su limitación estuvo en que nuestros investigadores
se contentaron con indicar la signatura formal propia de la
percepción en la época del Bajo Imperio. No intentaron (quizás ni
siquiera podían esperarlo) poner de manifiesto las transformaciones
sociales que hallaron expresión en esos cambios de la sensibilidad.
En la actualidad son más favorables las condiciones para un atisbo
correspondiente. Y si las modificaciones en el medio de la
percepción son susceptibles de que nosotros, sus coetáneos, las
entendamos como desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de
relieve sus condicionamientos sociales.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos
propuesto para temas históricos, en el concepto de un aura de
objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación
irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar
en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en
el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa,
eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de
esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos
sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos
circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de
las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente
las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada
como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo
su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la
necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las
cercanías, en la imagen, más bien en la
copia, en la reproducción. Y
la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados y
los noticiarios, se distingue inequívocamente de la
imagen. En ésta,
la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra de
manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la
posible repetición.
Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su
aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual
en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la
reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota así en el
ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un
aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la
realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de
alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la
contemplación.
4
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento
en el contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo
muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de
Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los
griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los
clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a
unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho
con otro término: su aura. La índole original del ensamblamiento de
la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión
en el culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron
al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de
decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra
de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras:
el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual
en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación
estará todo lo mediada que se quiera, pero incluso en las formas más
profanas del servicio a la
belleza resulta perceptible en cuanto
ritual secularizado. Este servicio profano, que se formó en el
Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al
transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que lo
alcanzara, reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al
irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario, a
saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del socialismo), el
arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien
años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de «l'art pour
l'art», esto es, con una teología del
arte. De ella procedió
ulteriormente ni más ni menos que una teología negativa en figura de
la idea de un arte «puro» que rechaza no sólo cualquier función
social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa
posición.)
Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una
cavilación que tiene que habérselas con la obra de
arte en la época
de su reproducción técnica. Esos hechos preparan un atisbo decisivo
en nuestro tema: por primera vez en la Historia Universal, la
reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su
existencia parasitaria en un ritual. La obra de
arte reproducida se
convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra
artística dispuesta para ser reproducida. De la placa fotográfica,
por ejemplo, son posibles muchas copias; preguntarse por la copia
auténtica no tendría sentido alguno. Pero en el mismo instante en
que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística,
se trastorna la función íntegra del
arte. En lugar de su
fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis
distinta, a saber, en la política.
5
La recepción de las obras de
arte sucede bajo diversos acentos entre
los cuales hay dos que destacan por su polaridad. Uno de esos
acentos reside en el valor cultual, el otro en el valor exhibitivo
de la obra artística. La producción artística comienza con hechuras
que están al servicio del culto. Presumimos que es más importante
que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. El alce
que el hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de su cueva
es un instrumento mágico. Claro que lo exhibe ante sus congéneres;
pero está sobre todo destinado a los espíritus. Hoy nos parece que
el valor cultual empuja a la obra de
arte a mantenerse oculta:
ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a los sacerdotes en
la «cella». Ciertas imágenes de Vírgenes permanecen casi todo el año
encubiertas, y determinadas esculturas de catedrales medievales no
son visibles para el espectador que pisa el santo suelo.
A medida
que las ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual,
aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos. La capacidad exhibitiva de un retrato de medio cuerpo, que puede enviarse de aquí
para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, cuyo puesto
fijo es el interior del templo. Y si quizás la capacidad exhibitiva
de una misa no es de por sí menor que la de una sinfonía, la
sinfonía ha surgido en un tiempo en el que su exhibición prometía
ser mayor que la de una misa.
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en
grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de
arte,
que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se toma, como en
los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de su
naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la
preponderancia absoluta de su valor cultual, fue en primera línea un
instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo
como obra artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por entero nuevas
entre las cuales la artística —la que nos es consciente— se destaca
como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto accesoria. Por
lo menos es seguro que actualmente la
fotografía y además el
cine
proporcionan las aplicaciones más útiles de ese conocimiento.
6
En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la
línea al valor cultual. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una
última trinchera que es el rostro humano. En modo alguno es casual
que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un puesto
central. El valor cultual de la imagen tiene su último refugio en el
culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. En
las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la
expresión de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza
melancólica e incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la
fotografía, se opone entonces, superándolo, el valor exhibitivo al
cultual. Atget es sumamente importante por haber localizado este
proceso al retener hacia 1900 las calles de París vacías
de gente. Con mucha razón se ha dicho de él que las fotografió como
si fuesen el lugar del crimen. Porque también éste está vacío y se
le fotografía a causa de los indicios. Con Atget comienzan las
placas fotográficas a convertirse en pruebas en el proceso
histórico. Y así es como se forma su secreta significación
histórica. Exigen una recepción en un sentido determinado. La
contemplación de vuelos propios no resulta muy adecuada. Puesto que
inquietan hasta tal punto a quien las mira, que para ir hacia ellas
siente tener que buscar un determinado camino. Simultáneamente los
periódicos ilustrados empiezan a presentarle señales indicadoras.
Acertadas o erróneas, da lo mismo. Por primera vez son en esos
periódicos obligados los pie de
fotografía. Y claro está que
éstos tienen un carácter muy distinto al del título de un cuadro. El que mira una revista ilustrada recibe de los pie de
imagen directivas que en el cine se harán más precisas e
imperiosas, ya que la comprensión de cada imagen aparece prescrita
por la serie de todas las imágenes precedentes.
7
Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que
al correr el siglo diecinueve mantuvieron la
fotografía y la pintura
en cuanto al valor artístico de sus productos. Pero no pondremos en
cuestión su importancia, sino que más bien podríamos subrayarla. De
hecho esa disputa era expresión de un trastorno en la Historia
Universal del que ninguno de los dos contendientes era consciente.
La época de su reproductibilidad técnica desligó al
arte de su
fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para
siempre. Se produjo entonces una modificación en la función
artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. E incluso se
le ha escapado durante tiempo al siglo veinte, que es el que ha
vivido el desarrollo del cine.
En vano se aplicó de pronto mucha agudeza para decidir si la
fotografía es un
arte (sin plantearse la cuestión previa sobre si la
invención de la primera no modificaba por entero el carácter del
segundo). Enseguida se encargaron los teóricos del
cine de hacer el
correspondiente y precipitado planteamiento. Pero las dificultades
que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron juego de
niños comparadas con las que aguardaban a esta última en el
cine. De
ahí esa ciega vehemencia que caracteriza los comienzos de la teoría
cinematográfica. Abel Gance, por ejemplo, compara el
cine con los
jeroglíficos: «Henos aquí, en consecuencia de un prodigioso
retroceso, otra vez en el nivel de expresión de los egipcios... El
lenguaje de las imágenes no está todavía a punto, porque nosotros no
estamos aún hechos para ellas. No hay por ahora suficiente respeto,
suficiente culto por lo que expresan». También Séverin-Mars escribe:
«¿Qué otro arte tuvo un sueño más altivo... a la vez más poético y
más real? Considerado desde este punto de vista representaría el
cine un medio incomparable de expresión, y en su atmósfera debieran
moverse únicamente personas del más noble pensamiento y en los
momentos más perfectos y misteriosos de su carrera». Por su parte,
Alexandre Arnoux concluye una fantasía sobre el
cine mudo con tamaña
pregunta: «Todos los términos audaces que acabamos de emplear, ¿no
definen al fin y al cabo la oración?». Resulta muy instructivo ver
cómo, obligados por su empeño en ensamblar el
cine en el
arte, esos
teóricos ponen en su interpretación, y por cierto sin reparo de
ningún tipo, elementos cultuales. Y sin embargo, cuando se
publicaron estas especulaciones ya existían obras como La opinión
pública y La quimera del oro. Lo cual no impide a Abel Gance aducir
la comparación con los jeroglíficos y a Séverin-Mars hablar del
cine
como podría hablarse de las pinturas de Fra Angélico. Es
significativo que autores especialmente reaccionarios busquen hoy la
importancia del cine en la misma dirección, si no en lo sacral, sí
desde luego en lo sobrenatural. Con motivo de la realización de
Reinhardt del Sueño de una noche de verano afirma Werfel que no cabe
duda de que la copia estéril del mundo exterior con sus calles, interiores, estaciones, restaurantes, autos y playas
es lo que hasta ahora ha obstruido el camino para que el
cine
ascienda al reino del arte. «El cine no ha captado todavía su
verdadero sentido, sus posibilidades reales... Estas consisten en su
capacidad singularísima para expresar, con medios naturales y con
una fuerza de convicción incomparable, lo quimérico, lo maravilloso,
lo sobrenatural».
8
En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en persona al
público su ejecución artística; por el contrario, la del actor de
cine es presentada por medio de todo un mecanismo. Esto último tiene
dos consecuencias. El mecanismo que pone ante el público la
ejecución del actor cinematográfico no está atenido a respetarla en
su totalidad. Bajo la guía del cámara va tomando posiciones a su
respecto. Esta serie de posiciones, que el montador compone con el
material que se le entrega, constituye la película montada por
completo. La cual abarca un cierto número de momentos dinámicos que
en cuanto tales tienen que serle conocidos a la cámara (para no
hablar de enfoques especiales o de grandes planos). La actuación del
actor está sometida por tanto a una serie de tests ópticos. Y ésta
es la primera consecuencia de que su trabajo se exhiba por medio de
un mecanismo. La segunda consecuencia estriba en que este actor,
puesto que no es él mismo quien presenta a los espectadores su
ejecución, se ve mermado en la posibilidad, reservada al actor de
teatro, de acomodar su actuación al público durante la función. El
espectador se encuentra pues en la actitud del experto que emite un
dictamen sin que para ello le estorbe ningún tipo de contacto
personal con el artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto
que se compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test. Y no
es ésta una actitud a la que puedan someterse valores cultuales.
9
Al cine le importa menos que el actor represente ante el público. un
personaje; lo que le importa es que se represente a sí mismo ante el
mecanismo. Pirandello ha sido uno de los primeros en dar con este
cambio que los tests imponen al actor. Las advertencias que hace a
este respecto en su novela Se rueda quedan perjudicadas, pero sólo
un poco, al limitarse a destacar el lado negativo del asunto. Menos
aún les daña que se refieran únicamente al cine mudo. Puesto que el
cine sonoro no ha introducido en este orden ninguna alteración
fundamental. Sigue siendo decisivo representar para un aparato —o en
el caso del cine sonoro para dos. «El actor de cine», escribe
Pirandello, «se siente como en el exilio. Exiliado no sólo de la
escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar percibe el
vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma
de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad,
de su vida, de su voz y de los ruidos que produce al moverse,
transformándose entonces en una imagen muda que tiembla en la
pantalla un instante y que desaparece enseguida quedamente... La
pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero él tiene
que contentarse con representar ante la máquina». He aquí un estado
de cosas que podríamos caracterizar así: por primera vez —y esto es
obra del cine— llega el hombre a la situación de tener que actuar
con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura
está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia. La que rodea a
Macbeth en escena es inseparable de la que, para un público vivo,
ronda al actor que lo representa. Lo peculiar del rodaje en el
estudio cinematográfico consiste en que los aparatos ocupan el lugar
del público. Y así tiene que desaparecer el aura del actor y con
ella la del personaje que representa.
No es sorprendente que en su análisis del cine un dramaturgo como
Pirandello toque instintivamente el fondo de la crisis que vemos
sobrecoge al teatro. La escena teatral es de hecho la contrapartida
más resuelta respecto de una obra de arte captada íntegramente por
la reproducción técnica y que incluso, como el cine, procede de
ella. Así lo confirma toda consideración mínimamente intrínseca.
Espectadores peritos, como Arnheim en 1932, se han percatado hace
tiempo de que en el cine «casi siempre se logren los mayores efectos
si se actúa lo menos posible... El último progreso consiste en que
se trata al actor como a un accesorio escogido
característicamente... al cual se coloca en un lugar adecuado». Pero
hay otra cosa que tiene con esto estrecha conexión. El
artista que
actúa en escena se transpone en un papel. Lo cual se le niega
frecuentemente al actor de cine. Su ejecución no es unitaria, sino
que se compone de muchas ejecuciones. Junto a miramientos
ocasionales por el precio del alquiler de los estudios, por la
disponibilidad de los colegas, por el decorado, etc., son
necesidades elementales de la maquinaria las que desmenuzan la
actuación del artista en una serie de episodios montables. Se trata
sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga a realizar en
muchas tomas, distribuidas a veces en el estudio en horas diversas,
la exposición de un proceso que en la pantalla aparece como un veloz
decurso unitario. Para no hablar de montajes mucho más palpables. El
salto desde una ventana puede rodarse en forma de salto desde el
andamiaje en los estudios y, si se da el caso, la fuga subsiguiente
se tomará semanas más tarde en exteriores. Por lo demás es fácil
construir casos muchísimo más paradójicos. Tras una llamada a la
puerta se exige del actor que se estremezca. Quizás ese sobresalto
no ha salido tal y como se desea. El director puede entonces
recurrir a la estratagema siguiente: cuando el actor se encuentre
ocasionalmente otra vez en el estudio le disparan, sin que él lo
sepa, un tiro por la espalda. Se filma su susto en ese instante y se
monta luego en la película. Nada pone más drásticamente de relieve que
el arte se ha escapado del reino del halo de lo bello, único en el
que se pensó por largo tiempo que podía alcanzar florecimiento.
10
El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es, tal y como lo describe Pirandello, de la misma índole
que el que siente el hombre ante su aparición en el espejo. Pero es
que ahora esa imagen del espejo puede despegarse de él, se ha hecho
transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el público. Ni un
solo instante abandona al actor de cine la consciencia de ello.
Mientras está frente a la cámara sabe que en última instancia es con
el público con quien tiene que habérselas: con el público de
consumidores que forman el mercado. Este mercado, al que va no sólo
con su fuerza de trabajo, sino con su piel, con sus entrañas todas,
le resulta, en el mismo instante en que determina su actuación para
él, tan poco asible como lo es para cualquier artículo que se hace
en una fábrica. ¿No tendrá parte esta circunstancia en la congoja,
en esa angustia que, según Pirandello, sobrecoge al actor ante el
aparato? A la atrofia del aura el cine responde con una construcción
artificial de la personality fuera de los estudios; el culto a las
«estrellas», fomentado por el capital cinematográfico, conserva
aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya
tiempo, a la magia averiada de su carácter de mercancía. Mientras
sea el capital quien de en él el tono, no podrá adjudicársele al
cine actual otro mérito revolucionario que el de apoyar una crítica
revolucionaria de las concepciones que hemos heredado sobre el
arte. Claro
que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine apoyar
además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales,
incluso del orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de
gravedad de la presente investigación (ni lo es tampoco de la
producción cinematográfica de Europa occidental).
Es propio de la técnica del cine, igual que de la del deporte, que
cada quisque asista a sus exhibiciones como un medio especialista.
Bastaría con haber escuchado discutir los resultados de una carrera
ciclista a un grupo de repartidores de periódicos, recostados sobre
sus bicicletas, para entender semejante estado de la cuestión. Los
editores de periódicos no han organizado en balde concursos de
carreras entre sus jóvenes repartidores. Y por cierto que despiertan
gran interés en los participantes. El vencedor tiene la posibilidad
de ascender de repartidor de diarios a corredor de carreras. Los
noticiarios, por ejemplo, abren para todos la perspectiva de
ascender de transeúntes a comparsas en la pantalla. De este modo,
puede en ciertos casos hasta verse incluido en una obra de arte
—recordemos Tres canciones sobre Lenin de Wertoff o Borinage de
Ivens. Cualquier hombre aspirará hoy a participar en un rodaje. Nada
ilustrará mejor esta aspiración que una cala en la situación
histórica de la
literatura actual.
Durante siglos las cosas estaban así en la
literatura: a un escaso
número de escritores se enfrentaba un número de lectores mil veces
mayor. Pero a fines del siglo pasado se introdujo un cambio. Con la
creciente expansión de la prensa, que proporcionaba al público
lector nuevos órganos políticos, religiosos, científicos,
profesionales y locales, una parte cada vez mayor de esos lectores
pasó, de pronto ocasionalmente, del lado de los que escriben. La
cosa empezó al abrirles su buzón la prensa diaria; hoy ocurre que
apenas hay un europeo en curso de trabajo que no haya encontrado
alguna vez ocasión de publicar una experiencia laboral, una queja,
un reportaje o algo parecido. La distinción entre autor y público
está por tanto a punto de perder su carácter sistemático. Se
convierte en funcional y discurre de distinta manera en distintas
circunstancias. El lector está siempre dispuesto a pasar a ser un
escritor. En cuanto perito (que para bien o para mal en perito tiene
que acabar en un proceso laboral sumamente especializado, si bien su
peritaje lo será sólo de una función mínima), alcanza acceso al
estado de autor. En la Unión Soviética es el trabajo mismo el que
toma la palabra. Y su exposición verbal constituye una parte de la
capacidad que es requisito para su ejercicio. La competencia
literaria ya no se funda en una educación especializada, sino
politécnica. Se hace así patrimonio común.
Todo ello puede transponerse sin más al cine, donde ciertas
remociones, que en la literatura han reclamado siglos, se realizan
en el curso de un decenio. En la praxis cinematográfica —sobre todo
en la rusa— se ha consumado ya esa remoción esporádicamente. Una
parte de los actores que encontramos en el cine ruso no son actores
en nuestro sentido, sino gentes que desempeñan su propio papel,
sobre todo en su actividad laboral. En Europa occidental la
explotación capitalista del cine prohibe atender la legítima
aspiración del hombre actual a ser reproducido. En tales
circunstancias la industria cinematográfica tiene gran interés en
aguijonear esa participación de las masas por medio de
representaciones ilusorias y especulaciones ambivalentes.
11
El rodaje de una película, y especialmente de una película sonora,
ofrece aspectos que eran antes completamente inconcebibles.
Representa un proceso en el que es imposible ordenar una sola
perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de iluminación,
cuadro de ayudantes, etc.), que de suyo no pertenece a la escena
filmada, interfiera en el campo visual del espectador (a no ser que
la disposición de su pupila coincida con la de la cámara). Esta
circunstancia hace, más que cualquier otra, que las semejanzas, que
en cierto modo se dan entre una escena en el estudio cinematográfico
y en las tablas, resulten superficiales y de poca monta. El teatro
conoce por principio el emplazamiento desde el que no se descubre
sin más ni más que lo que sucede es ilusión. En el rodaje de una
escena cinematográfica no existe ese emplazamiento. La naturaleza de
su ilusión es de segundo grado; es un resultado del montaje. Lo cual
significa: en el estudio de cine el mecanismo ha penetrado tan
hondamente en la realidad que el aspecto puro de ésta, libre de todo
cuerpo extraño, es decir técnico, no es más que el resultado de un
procedimiento especial, a saber el de la toma por medio de un
aparato fotográfico dispuesto a este propósito y su montaje con
otras tomas de igual índole. Despojada de todo aparato, la realidad
es en este caso sobremanera artificial, y en el país de la técnica
la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor
imposible.
Este estado de la cuestión, tan diferente del propio del teatro, es
susceptible de una confrontación muy instructiva como la que se da en
la pintura. Es preciso que nos preguntemos ahora por la relación que
hay entre el operador y el pintor. Nos permitiremos una construcción
auxiliar apoyada en el concepto de operador usual en cirugía. El
cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el
mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las
manos, es distinta de la del cirujano que realiza una intervención.
El mago mantiene la distancia natural entre él mismo y su paciente.
Dicho más exactamente: la aminora sólo un poco por virtud de la
imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho por virtud de su
autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la distancia
para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo
un poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus
órganos. En una palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en
el médico de cabecera) el cirujano renuncia en el instante decisivo
a colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más
bien se adentra en él operativamente. Mago y cirujano se comportan
uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero observa
en su trabajo una distancia natural para con su dato, el cámara, por
el contrario, se adentra hondo en la textura de los datos. Las
imágenes que consiguen ambos son enormemente diversas. La del pintor
es total y la del cámara múltiple, troceada en partes que se juntan
según una ley nueva. La representación cinematográfica de la
realidad es para el hombre actual incomparablemente más importante,
puesto que garantiza, por razón de su intensa compenetración con el
aparato, un aspecto de la realidad despojado de todo aparato que ese
hombre está en derecho de exigir de la obra de arte.
12
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la
relación de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un
Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo
frente a
un Chaplin. Este comportamiento progresivo se caracteriza porque el
gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente
con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un
indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la
importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público
la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin
criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo. En el
público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde
luego que la circunstancia decisiva, es ésta: las reacciones de cada
uno, cuya suma constituye la reacción masiva del público, jamás han
estado como en el cine tan condicionadas de antemano por su
inmediata, inminente masificación. Y en cuanto se manifiestan, se
controlan. La comparación con la pintura sigue siendo provechosa. Un
cuadro ha tenido siempre la aspiración eminente a ser contemplado
por uno o por pocos. La contemplación simultánea de cuadros por
parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX,
es un síntoma temprano de la crisis de la pintura, que en modo
alguno desató solamente la fotografía, sino que con relativa
independencia de ésta fue provocada por la pretensión por parte de
la obra de arte de llegar a las masas.
Ocurre que la pintura no está en situación de ofrecer objeto a una
recepción simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en cambio
la arquitectura, como la estuvo antaño el epos y lo está hoy el
cine. De suyo no hay por qué sacar de este hecho conclusiones sobre
el papel social de la pintura, aunque sí pese sobre ella como
perjuicio grave cuando, por circunstancias especiales y en contra de
su naturaleza, ha de confrontarse con las masas de una manera
inmediata. En las iglesias y monasterios de la Edad Media, y en las
cortes principescas hasta casi finales del siglo dieciocho, la
recepción colectiva de pinturas no tuvo lugar simultáneamente, sino
por mediación de múltiples grados jerárquicos. Al suceder de otro
modo, cobra expresión el especial conflicto en que la pintura se ha
enredado a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen. Por
mucho que se ha intentado presentarla a las masas en museos y en
exposiciones, no se ha dado con el camino para que esas masas puedan
organizar y controlar su recepción. Y así el mismo público que es
retrógrado frente al surrealismo, reaccionará progresivamente ante
una película cómica.
13
El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se
presenta ante el aparato, sino además por como con ayuda de éste se
representa el mundo en torno. Una ojeada a la psicología del
rendimiento nos ilustrará sobre la capacidad del aparato para hacer
tests. Otra ojeada al psicoanálisis nos ilustrará sobre lo mismo
bajo otro aspecto. El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo
con métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría
freudiana. Un lapsus en la conversación pasaba hace cincuenta años
más o menos desapercibido. Resultaba excepcional que de repente
abriese perspectivas profundas en esa conversación que parecía antes
discurrir superficialmente. Pero todo ha cambiado desde la
Psicopatología de la vida cotidiana. Esta ha aislado cosas (y las ha
hecho analizables), que antes nadaban inadvertidas en la ancha
corriente de lo percibido. Tanto en el mundo óptico, como en el
acústico, el cine ha traído consigo una profundización similar de
nuestra apercepción. Pero esta situación tiene un reverso: las
ejecuciones que expone el cine son pasibles de análisis mucho más
exacto y más rico en puntos de vista que el que se llevaría a cabo
sobre las que se representan en la pintura o en la escena.
El cine
indica la situación de manera incomparablemente más precisa, y esto
es lo que constituye su mayor susceptibilidad de análisis frente a
la pintura; respecto de la escena, dicha capacidad está condicionada
porque en el cine hay también más elementos susceptibles de ser
aislados. Tal circunstancia tiende a favorecer —y de ahí su capital
importancia— la interpenetración recíproca de ciencia y arte. En
realidad, apenas puede señalarse si un comportamiento limpiamente
dispuesto dentro de una situación determinada (como un músculo en un
cuerpo) atrae más por su valor artístico o por la utilidad
científica que rendiría. Una de las funciones revolucionarias del
cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización
científica de la fotografía y su utilización artística son
idénticas. Antes iban generalmente cada una por su lado.
Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando detalles
escondidos de nuestros enseres más corrientes, explorando entornos
triviales bajo la guía genial del objetivo, el cine aumenta por un
lado los atisbos en el curso irresistible por el que se rige nuestra
existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de acción
insospechado, enorme. Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas,
nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos
aprisionaban sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita
de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora
emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con
el primer plano se ensancha el espacio y bajo el retardador se
alarga el movimiento. En una ampliación no sólo se trata de aclarar
lo que de otra manera no se vería claro, sino que más bien aparecen
en ella formaciones estructurales del todo nuevas. Y tampoco el
retardador se limita a aportar temas conocidos del movimiento, sino
que en éstos descubre otros enteramente desconocidos que «en
absoluto operan como lentificaciones de movimientos más rápidos,
sino propiamente en cuanto movimientos deslizantes, flotantes,
supraterrenales». Así es como resulta perceptible que la naturaleza
que habla a la cámara no es la misma que la que habla al ojo. Es
sobre todo distinta porque en lugar de un espacio que trama el
hombre con su consciencia presenta otro tramado inconscientemente.
Es corriente que pueda alguien darse cuenta, aunque no sea más que a
grandes rasgos, de la manera de andar de las gentes, pero desde
luego que nada sabe de su actitud en esa fracción de segundo en que
comienzan a alargar el paso. Nos resulta más o menos familiar el
gesto que hacemos al coger el encendedor o la cuchara, pero apenas
si sabemos algo de lo que ocurre entre la mano y el metal, cuanto
menos de sus oscilaciones según los diversos estados de ánimo en que
nos encontremos Y aquí es donde interviene la cámara con sus medios
auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y su capacidad
aislante, sus dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus
ampliaciones y disminuciones. Por su virtud experimentamos el
inconsciente óptico igual que por medio del psicoanálisis nos
enteramos del inconsciente pulsional.
14
Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes
del arte provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de
su satisfacción plena. La historia de toda forma artística pasa por
tiempos críticos en los que tiende a urgir efectos que se darían sin
esfuerzo alguno en un tenor técnico modificado, esto es, en una
forma artística nueva. Y así las extravagancias y crudezas del arte,
que se producen sobre todo en los llamados tiempos decadentes,
provienen en realidad de su centro virtual histórico más rico.
Últimamente el dadaísmo ha rebosado de semejantes barbaridades. Sólo
ahora entendemos su impulso: el dadaísmo intentaba, con los medios
de la pintura (o de la literatura respectivamente), producir los
efectos que el público busca hoy en el cine.
Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de esas que
abren caminos, se dispara por encima de su propia meta. Así lo hace
el dadaísmo en la medida en que sacrifica valores del mercado, tan
propios del cine, en favor de intenciones más importantes de las
que, tal y como aquí las describimos, no es desde luego consciente.
Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad mercantil de
sus obras de arte que a su inutilidad como objetos de inmersión
contemplativa. Y en buena parte procuraron alcanzar esa inutilidad
por medio de una degradación sistemática de su material. Sus poemas
son «ensaladas de palabras» que contienen giros obscenos y todo
detritus verbal imaginable. E igual pasa con sus cuadros, sobre los
que montaban botones o billetes de tren o de metro o de tranvía. Lo
que consiguen de esta manera es una destrucción sin miramientos del
aura de sus creaciones. Con los medios de producción imprimen en
ellas el estigma de las reproducciones. Ante un cuadro de Arp o un
poema de August Stramm. es imposible emplear un tiempo en recogerse
y formar un juicio, tal y como lo haríamos ante un cuadro de Derain
o un poema de Rilke. Para una burguesía degenerada el recogimiento
se convirtió en una escuela de conducta asocial, y a él se le
enfrenta ahora la distracción como una variedad de comportamiento
social. Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las
manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción
muy vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una
exigencia, provocar escándalo público.
De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente, la
obra de arte pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario.
Había adquirido una calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda
del cine, cuyo elemento de distracción es táctil en primera línea,
es decir que consiste en un cambio de escenarios y de enfoques que
se adentran en el espectador como un choque. Comparemos el lienzo
(pantalla) sobre el que se desarrolla la película con el lienzo en
el que se encuentra una pintura. Este último invita a la
contemplación; ante él podemos abandonamos al fluir de nuestras
asociaciones de ideas. Y en cambio no podremos hacerlo ante un plano
cinematográfico. Apenas lo hemos registrado con los ojos y ya ha
cambiado. No es posible fijarlo. Duhamel, que odia el cine y no ha
entendido nada de su importancia, pero sí lo bastante de su
estructura, anota esta circunstancia del modo siguiente: «Ya no
puedo pensar lo que quiero. Las imágenes movedizas sustituyen a mis
pensamientos». De hecho, el curso de las asociaciones en la mente de
quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el
cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto de choque del cine
que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una
presencia de espíritu más intensa. Por virtud de su estructura
técnica el cine ha liberado al efecto físico de choque del embalaje
por así decirlo moral en que lo retuvo el dadaísmo.
15
La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a
nacer, todo comportamiento consabido frente a las obras artísticas.
La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento masivo del
número de participantes ha modificado la índole de su participación.
Que el observador no se llame a engaño porque dicha participación
aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada. No han faltado
los que, guiados por su pasión, se han atenido precisamente a este
lado superficial del asunto. Duhamel es, entre ellos, el que se ha
expresado de modo más radical. Lo que agradece al cine es esa
participación peculiar que despierta en las masas. Le llama
«pasatiempo para parias, disipación para letrados, para criaturas
miserables aturdidas por sus trajines y preocupaciones..., un
espectáculo que no reclama esfuerzo alguno, que no supone
continuidad en las ideas, que no plantea ninguna pregunta que no
aborda con seriedad ningún problema, que no enciende ninguna pasión,
que no alumbra ninguna luz en el fondo de los corazones, que no
excita ninguna otra esperanza a no ser la esperanza ridícula de
convertirse un día en «star» en Los Angeles». Ya vemos que en el
fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación,
pero el arte reclama recogimiento. Es un lugar común. Pero debemos
preguntarnos si da lugar o no para hacer una investigación acerca
del cine.
Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se
contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien
se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en
esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a un pintor
chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la masa
dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de manera
especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene desde
siempre ofreciendo el prototipo de una obra de arte, cuya recepción
sucede en la disipación y por parte de una colectividad. Las leyes
de dicha recepción son sobremanera instructivas.
Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia
primera. Muchas formas artísticas han surgido y han desaparecido. La
tragedia nace con los griegos para apagarse con ellos y revivir
después sólo en cuanto a sus reglas. El epos, cuyo origen está en la
juventud de los pueblos, caduca en Europa al terminar el
Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación de la Edad
Media y no hay nada que garantice su duración ininterrumpida. Pero
la necesidad que tiene el hombre de alojamiento si que es estable.
El arte de la edificación no se ha interrumpido jamás. Su historia
es más larga que la de cualquier otro arte, y su eficacia al
presentizarse es importante para todo intento de dar cuenta de la
relación de las masas para con la obra artística. Las edificaciones
pueden ser recibidas de dos maneras, por el uso y por la
contemplación. O mejor dicho: táctil y ópticamente. De tal recepción
no habrá concepto posible si nos la representamos según la actitud
recogida que, por ejemplo, es corriente en turistas ante edificios
famosos. A saber: del lado táctil no existe correspondencia alguna
con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil
no sucede tanto por la vía de la atención como por la de la
costumbre. En cuanto a la arquitectura, esta última determina en
gran medida incluso la recepción óptica. La cual tiene lugar, de
suyo, mucho menos en una atención tensa que en una advertencia
ocasional. Pero en determinadas circunstancias esta recepción
formada en la arquitectura tiene valor canónico. Porque las tareas
que en tiempos de cambio se le imponen al aparato perceptivo del
hombre no pueden resolverse por la vía meramente óptica, esto es por
la de la contemplación. Poco a poco quedan vencidas por la costumbre
(bajo la guía de la recepción táctil).
También el disperso puede acostumbrarse. Más aún: sólo cuando
resolverlas se le ha vuelto una costumbre, probará poder hacerse en
la dispersión con ciertas tareas. Por medio de la dispersión, tal y
como el arte la depara, se controlará bajo cuerda hasta qué punto
tienen solución las tareas nuevas de la apercepción. Y como, por lo
demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a
dichas tareas, el arte abordará la más difícil e importante
movilizando a las masas. Así lo hace actualmente en el cine. La
recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia
creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de
modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine
su instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa forma
receptiva por su efecto de choque. No sólo reprime el valor cultual
porque pone al público en situación de experto, sino además porque
dicha actitud no incluye en las salas) de proyección atención
alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se
dispersa.
Epílogo
La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento
también creciente de las masas son dos caras de uno y el mismo
suceso. El fascismo intenta organizar las masas recientemente
proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que dichas
masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en que las
masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus
derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las
condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen
precisamente en la conservación de dichas condiciones. En
consecuencia, desemboca en un esteticismo de la vida política. A la
violación de las masas, que el fascismo impone por la fuerza en el
culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo
puesto al servicio de la fabricación de valores cultuales.
Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo
punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace
posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala,
conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así
es como se formula el estado de la cuestión desde la política. Desde
la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra hace
posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo presente,
conservando a la vez las condiciones de la propiedad.
Claro que la
apoteosis de la guerra en el fascismo no se sirve de estos
argumentos. A pesar de lo cual es instructivo echarles una ojeada.
En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de Etiopía se
llega a decir: «Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los
futuristas en contra de que se considere a la guerra antiestética...
Por ello mismo afirmamos: la guerra es bella, porque, gracias a las
máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los lanzallamas y a las
tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada.
La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del
cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas
florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La
guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los
cañonazos, los altos el fuego, los perfumes y olores de la
descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas
como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas
geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas
incendiadas y muchas otras... ¡Poetas y artistas futuristas...
acordaos de estos principios fundamentales de una estética de la
guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva poesía,, por
unas artes plásticas nuevas!».
Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el
dialéctico adopte su planteamiento de la cuestión. La estética de la
guerra actual se le presenta de la manera siguiente: mientras que el
orden de la propiedad impide el aprovechamiento natural de las
fuerzas productivas, el crecimiento de los medios técnicos, de los
ritmos, de la fuentes de energía, urge un aprovechamiento
antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones,
proporciona la prueba de que la sociedad no estaba todavía lo
bastante madura para hacer de la técnica su órgano, y de que la
técnica tampoco estaba suficientemente elaborada para dominar las
fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está
determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los
poderosos medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en
el proceso productivo (con otras palabras: por el paro laboral y la
falta de mercados de consumo). La guerra imperialista es un
levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las
exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural.
En lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de
sus trincheras; en lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos,
esparce bombas incendiarias sobre las ciudades; y la guerra de gases
ha encontrado un medio nuevo para acabar con el aura.
«Fíat ars, pereat mundus», dice el fascismo, y espera de la guerra,
tal y como lo confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la
percepción sensorial modificada por la técnica. Resulta patente que
esto es la realización acabada del «arte pour l'art». La humanidad,
que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses
olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su
autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia
destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el
esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le
contesta con la politización del arte.
(*) Fuente: Walter Benjamin, La obra del arte en la época de la
reproductibilidad técnica, Madrid, Taurus, 1991.
* Publicado en <http://www.temakel.com/texfilbenjaminor.htm>
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