Juan Luis Cebrián, Antonio Gala, Almudena Grandes, Javier Marías,
Muñoz Molina, Rosa Montero, Maruja Torres, Elvira Lindo.
Lo
mejor de la novela española actual es
que combina calidad literaria y éxito de ventas.
Francisco Rico.-
El País, 12 de junio de 1988.
Martín Rees a Dennis Sciama:
¿Te has enterado? Stephen se lo está cargando todo.
Stephen Hawking.
A life in science
Viking,
New York, 1991.
(Nota previa a la
publicación de este trabajo en julio de 2012.- He encontrado las
siguientes notas en un disco de 31/2 de los primeros tiempos de
La Fiera Literaria de papel. He buscado y he comprobado que no
se publicó. Es más, por lo que se ve al final, ni siquiera lo
terminé. No estoy en onda para terminarlo ahora, pero, por otra
parte, pienso que el trabajo realizado no merece quedar inédito.
Para hacer ver lo que quiere hacer ver, que constituye uno los fines
de nuestros trabajos, sirve, y no poco, lo que sigue.)
La pregunta que quiero plantear en este ensayo es la siguiente: ¿es
necesario ser retrasado mental para triunfar en España como
novelista? Entre los cientos de pruebas que podría aportar de la
evidencia de que así es, voy a ofrecer una selección. Proceden todas
de los Cuadernos de Crítica del Centro de Documentación de la Novela
Española y de su boletín mensual La Fiera Literaria, donde
aún no se han publicado las conclusiones de los críticos del Círculo
de Fuencarral sobre otros autores como Pérez Reverte, Juan Manuel de
Prada, Espido Freire, Eduardo Mendoza, Lucía Etxeberría, Ruíz Zafón,
Javier Cercas, Juan Marsé, etc. Cuando lo hagan, este ensayo tendrá
una segunda parte.
De los autores mencionados y de los contemplados en estas páginas ya
se ha demostrado en las citadas publicaciones que carecen de estilo;
que su lenguaje es paupérrimo, dándose el caso de que, en numerosas
ocasiones, confunden el significado de las palabras, atropellando en
otras las más elementales normas de las sintaxis; que ignoran que
novelar es algo más que ponerse a contar cosas; que no están en
posesión de una cosmovisión ni de una poética personal, ni siquiera epocal; que se mueven dentro de un costumbrismo obsoleto; que, en la
exposición de su débil conato de
pensamiento, ignoran las leyes de
la lógica y, muchas veces, del buen gusto; que escriben, en fin,
para satisfacer a las mentalidades más romas y no muestran otro
interés que el de tocar unos temas –todos se ve que están en el
error de creer que el tema, el argumento, la peripecia, etc. son los
ingredientes principales de una novela– “que vendan”, e ignoran o
parecen ignorar las calidades intelectuales y estéticas que el
género novelístico alcanzó en la primera mitad y un poco más del
siglo XX.
Todo esto ha quedado demostrado. En este opúsculo voy a
ampliar lo referente a la endeblez del
pensamiento de estos autores,
a los que el marketing desaforado, que emplea con sus obras
la industria cultural, ha llevado a la fama y a que vendan desorbitadas
cantidades de ejemplares. Una endeblez que muchas veces supera, como
se verá, la inmadurez: los ejemplos que he seleccionado y que, en la
mayoría de los casos, comentaré, no lo son de muestras de
pensamiento inmaduro, sino de franco retraso mental.
Comienzo por el contenido de la primera ficha que seleccioné con
vistas a este libro:
1.- En la página 362 de Malena es un nombre de tango, de Almudena
Grandes, nos encontramos con un respetable trasero y sus
circunstancias, que la autora describe así: “Aprecié la calidad de
su carne, su espalda inmensa, lisa, un trapecio perfecto, y las
huellas circulares de los riñones como dos hoyos casi colmados,
sobre un culo perfecto, el mejor, el más hermoso de todos los culos
que he visto nunca, redondo y rotundo y carnoso y plano y duro y
firme y elástico y claro y suave y amasable y mordible y engullible
y deglutible como ningún otro culo haya existido jamás”.
Es sujeto
caro a la autora, que ya lo había tocado en la página 9 de su
exitosa novela –más de treinta ediciones, críticas unánimemente
elogiosas– Las edades de Lulú, donde se enfrentaba a un hombre
desnudo y en la poco airosa postura que señala: “Un hombre, un
hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas
sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. /
La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí
misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo,
autónomo, tan distinto del que sugieren esos anos mezquinos,
fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e
irreparable”. Dejando al margen la
estupidez de las descripciones,
que a todas luces quieren parecer “modernas”, asombra pensar en la
cantidad de culos que ha tenido que contemplar esta mujer para
permitirse sentencias tan rotundas. Pero, en este punto, prefiero
transcribir el comentario que hizo en su día La Fiera Literaria, más
indulgente y menos mordaz que el que yo haría: “Como se ve, Almudena
Grandes es, además de un óptima escritora, una experta en culos,
que, como ha dicho el teniente coronel Tejero, es lo más grande que
se puede ser en este mundo, después de ser español. Es también culiadicta y fetichista de culos. No quisiera tener yo mi nalgar en
las proximidades de su dentadura, en el momento en que a Almudena le
diese el volunto de engullir glúteos y deglutirlos./ No cabe duda de
que, para captar las muecas de un ano, no solamente hay que ser muy
observadora, hay que haber observado atentamente muchos culos. Ante
semejantes portentosas cualidades, no sabe uno qué parte
descubrirse, ni si exclamar chapeau! o caleçon!”
2.- Al respetable y excepcional trasero, con el que hemos trabado
conocimiento en el punto anterior, empiezan a propinarle azotes. La
dramática circunstancia hace que emerja con fuerza la poetisa que
Almudena Grandes lleva dentro y escriba: [Los azotes en el culo se
hacían cada vez más violentos] “y estallaban en mis oídos con el
bíblico estrépito de las murallas de Jericó”. La gilipollez de
expresiones como ésta no ha sido señalada por ningún crítico
literario ni fue advertida por los miembros del jurado que otorgaron
a esta novela de costumbrismo sexual casposo el premio “La sonrisa
vertical” de literatura erótica: Camilo José Cela, Luis García
Berlanga, Rafael Conte, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay y Beatriz de
Moura, que demostraron tener tanto gusto de
viejos verdes como nulo
conocimiento del erotismo.
3.- “Su culo –sigue en clave lírica Almudena– temblaba como los
muslos de una virgen añosa en su noche de bodas”. Ante estúpidas
generalizaciones o afirmaciones sin fundamento como ésta, a que tan
aficionados son los fabricantes de best sellers, sobre todo Muñoz
Molina, como veremos, uno no tiene más remedio que preguntarse por
cuántas vírgenes añosas habrá sorprendido Almudena Grandes en su
noche de bodas para saber que les tiemblan los muslos. Expertos en
vírgenes añosas me han asegurado que lo que les tiembla es el
mondongo.
4.- El del sexo es uno de los campos más frecuentados por los más
vendidos. Aunque volveré sobre Almudena Grandes, cuyo venero de
patochadas es inagotable, quiero fijarme ahora en Javier Marías,
para quien no caprichosamente han pedido el Nobel cerebros tan
poderosos como Eduardo Mendoza, Guillermo Cabrera Infante, Rafael
Conte, Miguel García Posada y el propio Javier Marías. Lo que sigue
puede encontrarse en la página 145 y siguiente de su novela Todas las
almas:
“Tengo la polla dentro de su boca, pensé al tenerla.
“Que tenga la polla en la boca de Muriel es incomprensible.
“Ahora no bebe ni fuma ni dice nada, porque tiene mi polla en la
boca y está distraída, y sólo eso cabe. Yo tampoco hablo, pero no
estoy distraído, sino que estoy pensando.
“Con ella no echo en falta lo que siempre hecho en falta cuando me
acuesto con Clare: que la polla tenga ojo.
“Tengo la polla en su boca o ella tiene su boca en ella, puesto que
ha sido su boca la que ha venido a encontrarla”.
Algún exaltado ha sentenciado que quien escribe esto es un capullo,
pero bueno, tampoco hay que exagerar ni oponerse a la libertad de
expresión. Téngase en cuenta además que un grupo de sesenta
especialistas españoles, entre los que se encontraban sabios como
Fernando Savater, José María Castellet, Rafael Conte, Ramón de
España, Miguel García Posada, J.A. Masoliver Ródenas, Santos Sanz
Villanueva, Darío Villanueva, Robert Saladrigas, Luis Suñén, Andrés
Trapiello, Jorge Herralde, Esther Tusquets, José María Guelbenzu,
Javier Marías, Vicente Molina Foix, Rosa Montero, Maruja Torres,
Luis Goytisolo, Antonio Muñoz Molina, y Pere Gimferrer, declararon
esta novela la mejor publicada entre 1975 y 1991, después de que
otros y varios de éstos le otorgaran el Premio de la Crítica de 1993
y la Real Academia Española, el Fastenrath de 1995. Todo el libro
está escrito, y tal vez ello explique muchas cosas, como el último
párrafo entrecomillado, que es todo un homenaje a la sintaxis y a la
lucidez en la expresión. ¿Y qué decir de la clarividencia de un
observador, que se da cuenta de que tiene algo en la boca cuando lo
tiene, aunque en el fondo le resulte incomprensible? Si el mejor
crítico de España, García Posada, ha declarado el endecasílabo de
Luis García Montero que reza: “Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi”,
el verso emblemático de la poesía española del siglo XX, yo reclamo
el mismo honor, en el campo de la prosa, para la frase de Marías:
“Tengo la polla en su boca, pensé al tenerla”.
5.- Vuelvo a Almudena Grandes para comentar una ingeniosa
ocurrencia suya que por sí sola la acreditaría como protagonista
principal de este libro, si no estuvieran los otros. Se puede
encontrar en su novela Malena es un nombre de tango, que, para los
miembros del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, pasó a
llamarse “Almudena es un nombre de chotis”.
Resulta que llega a casa de Malena su hermana melliza Reina para
darle el parte sexual de la jornada. Y le informa que Germán y
ella hace tiempo que no follan; que ella le pidió que la follara y
él le respondió que ya no le interesaba follar. Malena, en un
arrebato de solidaridad fraterna, mordiéndose la lengua hasta
necesitar varios punto de sutura, pregunta indignada con los signos
de interrogación mal puestos comme d´habitude: “¿Qué le pasa, que
ahora, en lugar de polla, tiene entre las piernas una prueba
irrebatible de la existencia de Dios?” Apuesto el brazo que no perdí
en Lepanto a que la gran escritora creyó, al escribir eso, que
estaba siendo muy atrevida, aguda, original, avanzada y
sorprendente. Ignorante sin embargo, estoy seguro, de que con las
pruebas irrebatibles de la existencia de
Dios se ha jodido en la
historia a mucha gente. Lee eso Franz Brentano y se retira a un
convento.
6.- Todas las “bestselleradas” son dadas a este tipo de ocurrencias,
especialmente en el ámbito de su imaginario sexual. A la heroína –a
todas luces ella misma, siempre entre evocaciones de lo que pudo
haber sido y no fue– del libro de Maruja Torres, Un calor tan
cercano, la llaman para decirle que su madre ha muerto. Ella duda
entre si asistir o no al sepelio de la autora de sus días. Se decide
por el “no”, pretextando que “la muerte me da siempre ganas de
joder”. Como Almudena Grandes, es seguro que pensó que, con
semejante declaración, iba a impresionar al lector. A mí, por lo
menos, no, pues conozco muchos casos de personas que sufren
semejantes efectos cuasi sinestésicos. El más cercano, el de una
charcutera de Lavapiés, a la que le ocurre lo mismo, pero en
dirección contraria: apenas le pellizcan una teta, se pone a entonar
un responso.
7.- Aunque normalmente dice tonterías, Maruja Torres, si se pone, es
muy aguda. Especialmente cuando ejerce la crítica social de gauche.
En El País del 27 de mayo de 1999, publicó un artículo titulado
“Narices”, en el que decía, con toda razón, que, con lo que estaba
pasando en la antigua Yugoslavia, en el África negra y en América
Central, “dos llamados médicos norteamericanos hayan dedicado parte
de su tiempo y del dinero ajeno a estudiar si es cierto que, cuando
mentimos, nos crece la nariz”. Y, para dar ejemplo de lo que tiene
que hacer una buena ciudadana en circunstancias de guerra y
calamidades varias, el resto del artículo, más de medio, lo dedicaba
a informar de que a ella, cuando mentía en los lances de amor,
diciendo, por ejemplo, “te querré siempre”, le crecían los labios
exteriores. Y de que a los múltiples varones con los que había
cohabitado –sin duda, sin dejar de tener presente durante el festín
Kosovo, Tanzania y Guatemala–, cuando fingían pasión para llevársela
a la cama, les crecía el miembro. Hay crecimientos y crecimientos, y
los que afectan a Maruja Torres son los correctamente humanitarios y
progresistas.
8.- Y, ya que estamos con agudas ocurrencias, veamos una de Javier
Marías en el libro de casi cuatrocientas páginas –Negra espalda del
tiempo–, que escribió para exaltar otro suyo, que se desarrolla en
Oxford y que ya he mencionado. Dice que a los profesores de Oxford a
quienes no citó, se sintieron “molestos y ofendidos”, porque “lo
peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo”. Una gran
verdad, tengo que admitirlo. En los tiempos en que trabajé como
bombero tuve ocasión de comprobar, muchas veces, que el gran pesar
de los supervivientes de una catástrofe era no figurar en la lista de
fallecidos en la que tuvieron la posibilidad de figurar.
9.- Pero sigamos con las genialidades de tema sexual, que son las
que más se llevan. Quien se autobestsellereda con la aventuras de
Manolito Gafotas (llamar Manolito Gafotas al heroino de cuentos
infantiles ya estaba anticuado en tiempos de Elena Fortún), Elvira
Lindo, llamada, según cuenta en sus crónicas, Viruca Lindurri por
sus amigas Bicoca del Fresno, Isabel Sartorius, etc., asiduas como
ella del gimnasio donde, según también la interesada ha escrito (El
País, 11 de marzo de 2001), “se reúne el cogollito del Barrio de
Salamanca”, es muy dada a las confidencias sobre los temas más
íntimos, convencida, se advierte, de que cuanto a ella le ocurre le
interesa a todo el mundo. El 15 de abril del citado año, informaba
al orbe de que a ella no le gustan los hombres que la tienen
pequeña, sino los que, como Francisco Rabal, “la tienen grande y
partida en dos”. Para demostrar que no ha desaprovechado el tiempo
en el curso de pollas comparadas añade que ella sabe que Bardem la
tiene más grande que Banderas, por lo que prefiere al primero. Pese
a todo, da a entender que hasta el presente ha sido fiel a “su
santo”, como llama a su marido, el conocido académico Muñoz Molina,
personaje importante de esta historia, una docena de veces en cada
artículo. Sobre la base de una típica moral posmoderna contaba el 1
de julio, en clave de humor pueblerino y anticuado, que estando
tomando un gintonic con un tal Joaquín Oristrel, que debía de ser de
su agrado, cómo se contuvo. No se pusieron a joder en seguida, como
por lo visto es preceptivo en los ambientes vanguardistas que ella
frecuenta, sino que se abstuvieron –aquí el rasgo de humor– “con una
fidelidad hacia nuestras parejas rayana en la santidad”. La
continencia en la vida cotidiana de esta santa, que con virtuosa
sencillez informaba al pueblo español (15 de agosto) que suele
leer la prensa mientras hace de su persona, y el mariscal de campo se
ducha a dos metros escasos, la obliga a “hacerse pajas mentales” (15
de abril), cuando yace en el lecho marital junto a su santo (más que
santo, manso, diría un Cela de ésos malversados). En estos casos, Lindurri suele informar de la buena marca del colchón y de las
almohadas, como en otras ocasiones hace con sus braguitas, sus
compresas, sus chales... Como aquella ropa Benarroch que llevaba el día que
–supremo gesto de sinceridad– confesó a sus lectores haber padecido
un ataque de almorranas durante una representación de Parsifal. Hubo
de salir corriendo dolorida hacia su domicilio donde, merced a la
aplicación por su santo de una crema, sintió un
alivio tan grande que gritó: “¡Gracias, Hemoal!”. Pero no sólo
presume de ropa y de chismitos, también de sí misma, dando a
entender que está muy buena, por lo que “sus criados”, cuando hablan
con ella, le miran las tetas (20 de agosto). Muy propio
todo de una de las más importantes intelectuales del grupo PRISA (Promotora
de Informaciones Sociedad Anónima),
que en memorable ocasión (11 de febrero de 2001) confesó que
prefiere ir de compras a
leer.
10.- Pero ni una línea más sin traer a estas páginas, que
inmortalizarán al cogollito de la novela española hodierna, a la niña
de mis ojos, Rosita Montero, quizá Rosa de Pitiminí en el gimnasio
al que acuda. Ella se lo merece todo, dada su continua y benéfica
influencia en los asuntos mundiales. Recuérdenlo: apenas escribió
–primera línea de una columna memorable– “Estoy harta de oír hablar
de Eliancito”, el presidente Clinton reunió en el despacho oval a
los de la mesa redonda y entre todos modificaron la política usaca
en el Caribe. Voy a comentar in exténsibus continenti praeclaro et
in incarnatione coñóvimus el primer capítulo de su extraordinaria
novela La hija del caníbal, mediante una selección de lo que será en
su día el exhaustivo ensayo de Mary Luz Bodineau “El padre de la
caníbal”. ¡Qué bien lanzada estuvo la magna obra por Espasa!...
¡Aquella rosa miles de veces florecida en las grandes superficies,
que eclipsó durante meses a la del PSOE.
11.- El primer párrafo de la novela de Rosa Montero, La hija del
caníbal (en adelante, Caníbal), después de unas confusas líneas de
filosofía troglovital, concluye con estas líneas: “Cuando aquel día
mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica
trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación
del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa
de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta
color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el
aeropuerto de Barajas”. Bueno, dejando de lado que lo que se
descubre no es la curación sino el remedio que conduce a ella, hay
que comprender que cada uno cambia su vida donde y como puede. Lo
importante es señalar que la alusión a la analítica trascendental
kantiana que, hasta el presente, no le ha cambiado la vida a nadie,
constituye lo que en el Centro de Documentación de la Novela
Española llamamos un pinito cultureta para uso de retrasados
mentales, algo que siempre resulta chocante, cuando no ridículo. En
este caso, viene a ser además un claro homenaje de la autora a su
maestra, Almudena Grandes, tal aficionada ella a demostrar su
sapiencia.
En el segundo párrafo, nuevo toque almudentarra: “Ramón era mi
marido: llevábamos un año casados y nueve años viviendo juntos”.
Queda patente su progresía. ¡Estaría bueno! ¡Casarse antes de
compartir mesa, lecho y habitáculo! Lo malo de estas progres es que,
al cabo de una década corta, caen en lo convencional
católicoadministrativo. Pena que Rosita no aclare, como hubiese
aclarado su maestra, si Ramón follaba mucho o no follaba nada, si lo
hacía encima o lo hacía debajo, ni si le gustaban o no las mollejas.
“¿Cómo se puede cohabitar, ha dejado escrito Almudena Grandes,
con
un hombre que desprecie las mollejas? Cfr. Malena es un nombre de
tango, por nosotros comentada como “Almudena es un nombre de
chotis” (pp 312-313).
12.- Un buen ejemplo de ejemplo: Malena, el celebérrimo personaje de
Almudena, va a visitar a su tía monja a un convento madrileño. Como
suele ocurrir cuando el visitante es pariente cercano de la profesa,
la recibe en pie, en la capilla, cabe el altar mayor. Henchida, como
su creadora, de sentimiento didácticos, le cuenta la historia santa
Ágreda. Una docena de veces emplea para ellas, la virtuosa hermana, la
palabra “tetas”, como parece ser preceptivo cuando se conversa en
lugar sagrado; ni una sola pechos o senos. Cuando el relato alcanza
su punto más dramático, la sobrina de la instructora, sobrecogida
por el drama y en arrebato cariñoso, grita: “¡Tú no te cortes las tetas!”. La buena monja, que sin duda no había considerado siquiera la
posibilidad ni en uno de sus peores momentos –tampoco las monjas se
están cortando las tetas todos los días porque lo hiciera santa
Ágreda– lo que sí quiere es que la sobrina se entere bien de lo
sucedido. Se levanta hasta el cuello el hábito de burda estameña, se
saca su hermoso par, lo coloca sobre el ara sacra y, simulando con
la diestra pequeña guillotina o cuchillo grande, ilustra el relato
con espectacular demostración. Es lo que en el entourage almudenense
se considera una escena valiente.
13.- Seguimos en Caníbal, pág. 9: “A Ramón se le ocurrió ir al
servicio” informa Montero. ¡Hay que ver las ocurrencias que tenía
Ramón!, piensa el lector. A Rosita, según informa, esta ocurrencia no le hizo
mucha gracia, aunque se tranquiliza pronto: “Pero faltaba todavía
bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente,
muy cerca, a la vista, apenas a treinta segundos de mi asiento”. Por
esta precisa lección de geografía aeroportuaria (en la primera
versión del libro, estaba prevista la inclusión de un plano), se
adivina que Rosita se propone introducirnos a través de una fantacientífica
star gate.
Pág. 10: en cuestiones de fondo, Rosa discrepa de su maestra, cuya
afición a los culos mapamúndeos ya conocemos: encuentra a su marido
“sobrado de nalgas”. “Ah, pequeña saltamontas, le hubiese dicho
Grandes, de eso nunca tienen bastante”. / Id.: En la etopeya que de
su cónyuge traza la celebérrima novelista, aprovechando el tiempo
que él dedica a sus labores, lo pone a parir un burro. Tan mal deja
al eventual, meando (y/o cagando), que uno llega a la conclusión de
que si lleva con él diez años, tiene que tener más estómago que una
vaca tibetana. / Pág. 11, primer motivo de estremecimiento para el
lector desprevenido: Ramón tarda demasiado en salir del urinario.
¡Menos mal que Rosita entretiene la espera pensando en la Venus de Willendorf (se creían ustedes que una discípula de Grandes iba a
pensar en la de Milo...), lo cual no le impide llevar la cuenta de
lo que tardan otros hombres en llevar a cabo su micción: “Del
servicio de caballeros –informa– entraban y salían los caballeros
(si era un servicio de caballeros, Rosita, ¿quiénes iban a
entrar y salir? ¿Los escuderos?), todos más diligentes que mi
marido”. Lo
cual no parece razón –aunque simpatizo con tu causa, te le digo
sinceramente– para que “empieces a odiarle”. / En vista que continúa
sin aparecer, dice: “dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos
(al tema, al asunto, no “a lo llenos”, Rosita) que están los
aeropuertos últimamente de ancianos en carritos”. Nada como una
reflexión profunda para mantener la mente despejada. Tan horadante
es la reflexión monteresca que emplea veinte líneas en contarnos
los que sienten las viejas –si no lo sabe Rosa, ¿quién lo va a
saber?– y resulta –¿quién lo hubiera dicho?– que las viejas son
todas unas malvadas. / En representación de todas las perversas vejestorias que por allí pululan –en gran cantidad, como ya sabemos
que sucede últimamente–, una, a la que Rosa “estaba contemplando a
hurtadillas”, “levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada
lechosa: ‘Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda’, dijo con
una vocecita fina pero firme, y luego sonrió con evidente y casi
feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas”.“Y
Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme”. ¿Se le habrán
atragantado las amplias nalgas en el inodoro?, se pregunta el lector
solidario.
Págs. 11-12: nuevo homenaje a Almudena Grandes, o quizá a Maruja
Torres que todavía ha tenido más amantes (el último, dicen, un
alabardero de Fernando VII). Relata: “Un día, en otro aeropuerto, vi
a un hombre que me recordaba a un ex amante”. ¿Es o no es el
escamante?, se pregunta nervioso el lector verecundo e inocente. “Por
momentos se me parecía a él como una gota de agua”. Extraña gota, se
perfila el lector para entrar al quite, que se parece a un ser
humano. ¿O será que lo que quiso decir Rosita es que se parecía como
una gota de agua a otra gota de agua? Rosita continúa observando
al presunto ex: “el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el
mismo pelo largo y recogido en la nuca con una goma, la misma línea
de la mandíbula, los mismos ojos ojerosos como (aquí falta los
de) un panda, las mismas generosas nalgas, el mismo documento
nacional de identidad”... ¡Coño, muchacha, no lo dudes más! ¡Es él! Pero
Rosita es difícil de convencer: “Tan pronto me convencía su
presencia (¿por qué te tenía que convencer la presencia? ¿No era
evidente?) y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua
por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo
ajeno”. (¿Por completo? Si fuera “por completo” no te hubiera
recordado a Coletas I. Y ¿ajeno? ¿Ajeno a qué? Querrías decir
“diferente”).
Págs. 12 y 13.- ¡Llamada para su vuelo! Bolsas en ristre, Rosita se
dirige hacia la puerta de los watercloses. Está nerviosísima, lo que
se dice despendolada. Pese a ello, acierta a darse cuenta de que un
cincuentón que sale del servicio, a juzgar por su gesto, tiene
problemas de próstata. “La desesperación y la inquietud creciente me
dieron fuerzas para romper al tabú de los mingitorios masculinos
(territorio prohibido, sacralizado, ajeno) y entré resueltamente en
el habitáculo”. (Sic, lo juro, nadie vaya a pensar que miento para
reforzar mi teoría del retraso mental de esta gente. Por el
contrario, llamo la atención sobre el hecho de que, entre tanta chorrez, hay una observación atinada: lo arbitrario del tabú de los
retretes masculinos, en tanto en los femeninos puede entrar quien
quiera, sea del sexo que sea. Machismo por todas partes, que Rosita,
que a continuación lleva a cabo la prolija descripción del sancta sanctorum, hace bien en denunciar. Entra, como no podía ser menos,
y: “Perdón, perdón, voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento”, clama Rosita en un alarde de ironía fina, luego de su
inspección transgresora, de su inspección del santuario de la
masculinidad. (Pasma la amplitud de miras que tienen los miembros de
la cuadrilla de los más vendidos. Palmira Gadea, la protagonista de
Más allá del jardín, de Antonio Gala, tras un disgusto familiar,
decide “ponerse a disposición del mundo”.) Ésta le pide excusas,
mientras por su marido siente odio. Un odio que, a juzgar por sus
palabras, es como un Winchester 73: “odio de repetición, seco y
fulminante”. Uno de esos odios, adorna, “que tanto abundan en el
devenir de la conyugalidad”.
El extravío de Ramón, pues por perdido hemos de darle, se compensa
con un aumento del número de Iberia junto a la puerta de embarque:
“desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el
número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos
mujeres uniformados”. (Precisión por encima de la angustia, como
aconsejaba el estagirita.) Una de las mujeres, “supongo que con la
pretensión de consolarme”, le dice: “No se preocupe, pasa muchas
veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo”. (¿Por qué
“por ejemplo”, Rosita? ¿Es que otros aparecen también comidos? Bajo
juramento declaro, yo, miembro emérito del Círculo de Fuencarral de
Crítica Literaria, que me he entrevistado con el director de Iberia,
quien, con una mano en la Biblia y otra en el Cuaderno de Bitácora,
me ha asegurado: “Los empleados de esta compañía están programados
para no decir tales sandeces. Tomaré medidas”.) Mas, siguiendo la
aventura: ¡lo que faltaba! El ánimo de Rosita está, como es de
suponer, por la moqueta. Y entonces va la niñata uniformada, que
pronto causará baja en la plantilla ibera, y le dice: “Señora el
vuelo tiene que salir, no podemos esperar a su marido [...] Y a mí
siempre me ha deprimido que me llamen señora”. ¡Cuánto ensañamiento!
Sobre viuda de ipso, nominada “señora” el mismo día. Mas no pasemos
por alto otra prueba de de la endeblez mental monterónea: la
empleada se expresa –“el vuelo tiene que salir, no podemos esperar a
su marido”– exactamente igual que si el piloto, la portezuela
entreabierta, estuviese gritando: “¡Venga, que es la hora!”. / Ante
lo irremediable, Rosita sólo tiene tiempo de aclarar, a la que dijo
lo de “luego resulta que aparecen bebidos”, que su “Ramón es
abstemio”. Hizo bien. No se iba a emborrachar con Gatorade. Pero la
del traje a rayas es más descarada e impertinente de lo que ella
habría podido imaginar, y le dice a una compañera, aunque en voz lo
suficientemente alta como para la frustrada viajera se entere: “O se
ha marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel
tipo que se cogió otro vuelo para el fin de semana con su
secretaria?” Sospecho que, para los parlamentos, en especial los de
los empleados de Iberia, Montero contó con la colaboración de Javier
Marías. A pesar de las garantías que ello supone, a mí me plantean
algunos problemas:
• ¿Cómo supieron los empleados, por muy cotillas que fuesen, que
aquel señor tomó otro vuelo?
• ¿Era precavido, en contra de lo que se pensó, y estaba en lista de
espera?
• ¿Quién les informó de que se marchó exactamente por un fin de
semana?
• ¿Cómo descubrieron que se largaba con otra mujer?
• ¿Cómo, que esa mujer era su secretaria? ¿Llevaba el signo del
secretariado en la frente?
• ¿Quién es tan improvisador como para esperar a canjear mujer por
secretaria en campo tan inseguro como el vestíbulo de un aeropuerto?
• ¿Quién tan tonto como para escribir tales cosas?
Rosa no logra “reunir algún fragmento de dignidad para decir que no,
que Ramón desde luego jamás haría eso”. Estoy con ella. Entre otras
razones porque, según he podido averiguar, nunca ha tenido
secretaria.
A pesar de su angustia, la minuciosa autora le otorga tiempo y
espacio para que dedique un largo comentario a las consecuencias que
la desaparición de Ramoncito tiene para la compañía aérea y al
estado de ánimo de los empleados: irritado, si queremos ser
precisos. Interviene un policía, que no parece dar demasiada
importancia a la desaparición de un marido. “Mire, señora –dice
después de haber inspeccionado los retretes y no haber encontrado
“nada raro”-, yo que usted me marchaba a casa”. Filosóficamente,
añade: “Seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en
los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa”. ¿Qué? Se
pregunta el lector. ¿Qué desaparezca un marido o que alguien lo haga
por un bajante, después de tirar de la cadena? Con la afición de
Rosita, como de todos los bestsellerados, a las frases hechas, me he
llevado un buen susto. Nos cuenta que la supervisora aprovecha su
turbación “para quitarse el muerto de encima”. Por un momento, pensé
que Ramón había caído fiambre sobre ella, desde el plafond. Al
cabo de varias horas –sospecho que Rosita es lenta–, “al fin la
certidumbre de que no iba a volver a aparecer se fue abriendo paso
en mi cabeza”. Pero sus conclusiones, en cambio, son tan rápidas
como claras: “Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía
el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas”.
Aunque... –Rosita duda– “Aunque su secretaria tiene sesenta años”.
Eso no es óbice, mujer, los hay con gustos muy extraños. Como para
salir pitando con una jamona desde el retrete de un aeropuerto. La
otra posibilidad en la que piensa Montero es la de que, “en efecto,
esté borracho como una cuba, tendido y oculto en una esquina” (sin
duda, quiso escribir “rincón”). Pero –se pregunta avispadamente–,
“¿cómo habría podido hacer todo eso sin abandonar el urinario?” Rosita coge por fin un taxi, se va a su casa y... “Ramón tampoco
estaba allí”. Por la noche en la cama, “insomne y desasosegada” echa
de menos “los ronquidos y las toses de Ramón. Teme que, a la mañana
siguiente, nostalgiará también el momento en que él “se frotaba
la calva con monoxidil”.
14.- Volvamos a Almudena Grandes por alusiones. Almudena, una
escritora capaz de sorprendernos con frases como ésta: “por un
instante, rocé mi brazo con el suyo, y la hiperbólica sensibilidad
que desarrolló mi piel en el curso de un contacto tan breve me dejó
perpleja”. Son dos adolescentes los que hablan –pág. 173 de Tango–,
pero criaturas de una intelectual de la talla de Grandes se
expresan siempre con solemnidad y altura, de aquesta guisa: “la
irritante arbitrariedad de sus afirmaciones, la taxativa estupidez
de esas sentencias radicales...” Cosa no de extrañar en un libro en
el que, páginas antes, hemos visto a la cocinera y a la asistenta
hacer un análisis exhaustivo de la época franquista, que ya lo
quisiera para sus editoriales el director del El Mundo. Continúa la
quinceañera: “Comprendí que su crisis, de la clase que fuera, había
pasado”. Durante varias páginas, Malena se muestra como una
psicóloga tan aguda, que el lector experimenta el deseo apremiante
de pedirle hora. Conste que las frases y las consideraciones
plenipotenciarias no las reserva Almudena para la política y la
psicología: también para el sexo: “...mientras sus dedos se
aferraban a mis pechos como un ejército de niños desesperados y
hambrientos [...], antes de que mi sujetador cayera al suelo como un
cadáver de trapo.” En el mismo contexto (p. 189), algunas frases no
son sólo plenipotenciarias, son, además, mayestáticas: Malena mira a Nené “con la característica sonrisa que algunos dioses reservan para
su eventual tropiezo con los groseros mortales”. Analícese a fondo
esta frase: “característica”, “algunos”, “eventual”... O Almudena ha
contado con el asesoramiento de Mircea Eliade y James Frazer o es
medio tonta. ¿No contó con que le podían preguntar por cuántos
dioses ha tratado para conocer sus características?
15.- Como cabía esperar, en una escena narrada por esa mujer moderna
y liberada que es Almudena Grandes, pulvis coronat caput. Y, como de
costumbre, no puede evitar demostrar una vez más que es una progre,
que disfruta del retraso a que alude el subtítulo de este libro.
Anuncia el solemne momento del desvirgamiento de Malena,
incompatible por cierto con la información suministrada con
anterioridad de que ya “ha follado con un tío, Marciano” (aclaremos:
Marciano de nombre, aunque terrestre de nacimiento), precisando que
el acontecimiento tuvo lugar “en el agro extremeño” (195-196). Pero
esta vez es distinto, ahora todo queda en familia: se trata de su
primo Fernando, que, por lo que se nos cuenta, es un mozo bien
dotado. Malena intenta “reunir la punta de mi pulgar con la de los
otros dedos” (192) en torno al pene fernandiano y no lo consigue.
Digo yo: o mano pequeña o un auténtico Penélope. Mas lo mejor viene
a continuación: ya los tenemos follando (209), aunque sin dejar de
lado, en plena faena, su culta conversación sobre todo lo divino y
lo marrano. Aunque él se aplica a fondo, no puede dejar de
sobresaltarse ante cierta afirmación de ella y grita: “¡No jodas!”.
No se comprende cómo Almudena no hizo replicar a su heroína: “¿En
qué quedamos?”
16.- La alusión a la hiperbólica sensibilidad de la piel grandesca,
el ejército de niños desesperados y hambrientos aferrándose a su
tetal y esa sublime metáfora del sujetador que cae cual cadáver de
trapo me ha llevado a pensar en don Antonio Muñoz Molina, auténtico
rey de las comparaciones elaboradas y de los afiligranados tropos.
Su novela El invierno en Lisboa, única que he leído se él, amén de
otros desastres reseñados por Isidoro Merino en su ensayo “Mal tiempo
en Lisboa”, está constituida por varios miles de comparaciones y
metáforas, cada cual más peligrosa para la salud mental del inocente
leyendo, náufrago en tenebroso piélago de rebuscadas imágenes y
pedantes adjetivos. En ella nadie hace nada como Dios manda; en ella
nada es como mandan los cánones. Un rostro “ofrece una sumaria
dignidad vertical” (10); unas manos “se mueven a una velocidad que
parece excluir la premeditación y la técnica” (id.); el aspecto de
una persona “es el de alguien que muy a su pesar abdica
temporalmente de un orgullo excesivo” (14); quien huye lo hace “como
si huyera sin convicción de un despertar mediocre” (41); mirar a una
mujer es “como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una
desgracia” (51)... A veces, sin embargo, el gran escritor es más
claro y dice cosas perfectamente comprensibles: “Morton hablaba en
español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y
haciendo escarnio de los guardias” (57). Perfecto. ¿Quién no se
entera de cómo hablaba nuestra lengua el tal Morton, si le dan
explicaciones tan claras? Debo reconocer lo mucho que ha influido
esta manera de escribir con mi manera de expresarme. Dos días antes
de redactar esta página, una de mis hijas me pidió que fuera a
recoger a mi nieto mayor, que hace un curso acelerado de uruguayo en
una escuela de idiomas. Me pidió que me informase de cómo le iba al
niño. A su pregunta, después, sobre qué me había dicho el profesor
le respondí: “Me ha dicho que habla uruguayo como un trapecista que
anda bajo de triglicéridos y transaminasas y sufre prurito anal, por
lo que sube y baja las escaleras a toda velocidad, haciendo escarnio
del ascensorista”. “Comprendo”, dijo mi hija, y le arreó un bofetón a
la criatura.
17.- Pero no sólo de tropos vive el arte de Muñoz. Características
suyas son también las generalizaciones chorras. A propósito de un
fulano que, por cierto, habla varias lenguas y “se traslada de una a
otra con la soltura de un estafador que cruza la frontera con
pasaporte falso” (57) dice que “en un hotel, nadie le engaña a uno,
ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de
su vida” (17-18). El bueno de Muñoz no tuvo en cuenta la cantidad de
cuernos que se fabrican en los hoteles. La primera generalización
que encontramos en el libro, abundoso en ella, es esta de la página
10: “Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica
hacia una decadencia más innoble que la vejez”. Sé de un lector
de
treinta y siete years old que, al leer esto, se cabreó y salió
corriendo a ponerle un telegrama a Muñoz: “¡Claudicarás tú,
gilipollas!”. “Un músico sabe que el pasado no existe. Esos que
pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus
hombros”. ¿Cómo, Muñoz, si no existe?
18.- Después de presentarse, durante cinco páginas, como un tipo
cosmopolita y versado en todos los trances de la vida, dice:
“Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que
yo la estaba mirando”. La verdad es que todo se puede esperar de un oscarwilde que escribe cosas como ésta, página 14: “Me he librado
del chantaje de la felicidad. [...] De la felicidad y de la
perfección. Son supersticiones católicas. Le viene a uno del
catecismo y de las canciones de la radio”. Me pregunto qué hay que
escribir en España para que a un tipo, en vez de nombrarlo
académico, lo declaren simplemente tonto del culo. Un amigo de
Muñoz se aparta de Muñoz “junto al resplandor helado de la
telefónica”. Como Spiderman, supongo. Pero regresa, y Muñoz comenta:
“cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los
bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas,
entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen
siempre los portadores de una historia, como los portadores de un
revólver”. O sea, que John Wayne, con una novela en el bolsillo,
tiene una intensa sugestión de carácter, ¿no Muñoz?
19.- En esta novela, repito, nada sucede de una manera normal. Nadie
en ella, por ejemplo, oye música y le tiemblan los tímpanos, no: “es
como si [...] se extraviara en la niebla y lo alzara hasta la cima
de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la
luz” (41). Y no se trata sólo de complicación: es que no dice nada,
no comunica al lector ninguna imagen de la realidad novelística;
palabras, sólo palabras. Si alguien escucha una canción, ésta no le
resulta agradable o desagradable, sino que encuentra que “no era más
que la pura sensación de tiempo, intocado y transparente, como
guardado en un hermético frasco de cristal”. Y es que, por lo
general, los personajes, cuando quieren oír algo, no lo hacen, como
tú, lector, con atención, sino “con la atención de un joyero no del
todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía
robada” (61). Ante estos ejemplos, no puede extrañar que si un
personaje muñozniano se toma una copa de aguardiente no lo haga
echándosela al coleto, sino “con la temible soberanía de quien está
solo en un país extraño” (118) o que, si se quitan las gafas, no sea
para limpiarlas, “sino para mostrar a alguien toda la intensidad de
su desdén” (121). Juro que así todo el libro: es lo que un bestsellerado (= retrasado mental) cree que es hacer
literatura.
¿Pensará esta gente, pensará Muñoz antes de escribir? Pág. 48:
Lucrecia saca del bolso, informa el novelista, el tabaco, el lápiz
de labios, un pañuelo, las llaves... Y Muñoz apostilla: “todas esas
cosas absurdas que llevan las mujeres”. Completamente absurdas, es
verdad. Porque si Lucrecia quiere fumar, maquillarse, limpiarse la
nariz o abrir la puerta de su casa, ¿para qué demonios quiere los
cigarrillos, el lápiz de labios, el pañuelo o las llaves? Menos
absurdo sería que llevase un cogollo de lechuga y una vinagrera, por
si se encuentra a Muñoz y le quiere obsequiar con una ensalada.
20.- Estas líneas de la página 97, que tanto dicen de la expresiva
sencillez de Muñoz, se comentan solas: “Floro Bloom conducía con la
serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo,
en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la
memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer
cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora”. De un personaje que cuenta a otro sus andanzas, no dice éste, por
ejemplo: “se le notaba cabreado”, sino “era [el efecto del relato]
como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la
transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como
inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la
conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo” (123). Biralbo entra en un bar (126), pero no como cualquiera, metiendo
primero un pie y luego el otro, sino “como quien cierra los ojos y
se lanza al vacío”. Y, una vez dentro, ¿qué es lo primero que ve?
Pues que de una puerta “más al fondo, salió un hombre ciñéndose el
pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario”
(127). Por lo demás, a estas alturas, resulta hasta lógico que quien
entra en un bar como entró Biralbo, vaya hasta el fondo “sintiendo
que atravesaba un desierto”; más aún, “cruzó toda la lejanía del
salón para llegar al lavabo [donde] pensó que había pasado mucho
tiempo desde que se separó de Malcolm” [el que lo acompañaba en la
apasionante aventura]. Se acerca y ¿ya está? ¡Qué va! Lo hace “como
si nadara contra una corriente entorpecida de malezas”. (Será, en
todo caso, “por las malezas”). / Y otro ejemplo de generalización cachupidenta: “nada une más a dos hombres que haber amado a una
misma mujer”. (Debió escribir esto después de haber leído la
noticia de uno de los mil trece asesinatos cometidos, durante el año
en curso, de un hombre por otro colega en amores). Y otro, más
grave: “los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares
que habitan y en las calles que cruzan”. Me ofende personalmente.
¿Se atrevería Muñoz a sostener en mi cara que, porque no establezco
ningún vacío, yo no soy un verdadero solitario? Más adelante (186):
“Tenía el aire de ávida soledad de quien acaba de bajarse de un
tren”. Este tío me hace sentirme un bicho raro: hace unos días, me
bajé de un tren y no tenía aires de nada. Ni los aceptables –e
inocentes– tranvías lisboetas se libran de los atentados
metaforizantes de Muñoz. Pasan “como buques a la deriva” (143). Biralbo, que está en la acera, no por precaución, sino “como en la
cornisa de un edificio por el que fuera a desplomarse” (¿él?
Desplomarse parece más propio del edificio) (144). Consecuentemente,
el acerado “se queda inmóvil, con los ojos y la boca muy abiertos,
con sudor en la cara y saliva manchándole los labios”, y mira al
digno representante del transporte público, “como quien mira en una
estación el tren que ya ha perdido”. Decide echar a andar y “caminar
hacia él como (en esta novela hay más “comos” que comas) hundiéndose
a cada paso en una calle de arena” (una de tantas calles de arena
que hay en la
UE).
21.- Bien, pues resulta que quien tantas aventuras corre por mirar
un tranvía forma parte de un cuarteto de modestos músicos que tocan
en un bar. Cuando llega al bar, tras atravesar, al menos
mentalmente, el Sahara, el Gran Cañón del Colorado y navegar por el
Yenisei, se dispone a actuar con sus compañeros. De los cuatro, uno
sale “como el que sale a que se lo coman los leones”. Otro, “con el
rápido sigilo de ciertos animales nocturnos”. El tercero, “con un
gesto de desprecio impasible”. Finalmente, para nuestro amigo el
aventurero, poner las manos en el teclado del piano “fue como asirse
a la única tabla de un naufragio (querría decir “a la única que
quedaba”, porque un naufragio da lugar a muchas tablas). Y todavía
queda otro –¿se trata de un quinteto?–, que “se detiene al filo del
escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si
avanzara a tientas o temiera despertar a alguien”. Y llega la hora
de empezar a soplar, aporrear o lo que se tercie (180). Uno se lleva
la trompeta a la boca “como si se estuviera preparando para recibir
un golpe”. Otro da la señal de empezar “como si acariciara un
animal”. Un tercero “siente que le estremece una sagrada sensación
de inminencia”. Un cuarto toma su instrumento –el musical, es de
suponer– “ávidamente esperando y sabiendo”. Al último, “le pareció
que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el
absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta
entre los árboles” (181).
Abandono a Muñoz no sin pesar –Muñoz, el de la RAE–, uno de los dos
principales protagonistas de la gran estafa que ha cometido la
industria cultural en general, PRISA en particular, con los
inocentes lectores españoles de la llamada democracia–, para
ocuparme del otro: Javier Marías.
22.- Alguien, en el Centro de Documentación de la Novela Española,
se ha preguntado seriamente si no será Marías una especie de Forrest
Gump de la literatura:
alguien que, con un coeficiente mental de menos de setenta por
ciento, triunfa en una sociedad dominada por
el marketing, la publicidad y los valores económicos. Creo que voy a
probar que así es, en efecto. Para comodidad del lector, empleo las
siguientes abreviaturas de los títulos de las novelas de las que
extraigo la perlas de sabiduría y las gemas de sutil humor: TA:
Todas las almas; HS: El hombre sentimental; TH: Travesía del
horizonte; CB: Corazón tan blanco; MB: Mañana en la batalla piensa
en mí, y NE: Negra espalda del tiempo.
23.- Como se verá, algunas de las patochadas de Marías se potencian
por su tremenda incapacidad para expresarse con claridad y de manera
gramaticalmente correcta. Adviértase la finura de su humor, la
sutileza de su razonamiento y la agudeza de su ingenio en
afirmaciones o comentarios como los siguientes: “Se murió en
seguida, de golpe, a lo mejor para no despertarme” (TA 13); “Era muy
joven y por tanto no elegante” (id. 25); “Tampoco recuerdo cómo le
dirigí la palabra” (id. Id.) Pues seguramente, apunto, abriendo la
boca y emitiendo sonidos más articulados que su prosa; “El adulterio
lleva mucho trabajo” (TA 32); “su vida personal era un blanco” (TA
38), queriendo decir que no se sabía nada de ella; [Los estudiantes
se preparan para salir] “en cuanto haya certeza de que la noche ha
llegado” (TA 136). ¿Cómo se adquirirá la certeza de que ha llegado
la noche? En el punto 4, me referí a la felación que, de manera
sublime, describe Marías en las páginas 144-145 de esta excepcional
novela que el comité de “de los 60” declaró la mejor de una década.
Pero no dije que, en plena faena, el protagonista se pone a informar
al lector de que, cuando niño, jugaba con plastilina, y a
preguntarse si el niño de Clare lo hará también; “Cromer Blake y Ryland además han muerto, por lo que mi parecido con ellos también
ha disminuido” (TA 241). Sutil; “Barcelona es mala ciudad para morir
en ella” (HS 75). Me pregunto por qué dirá esto; he conocido a muchos
que han fenecido en la Ciudad Condal y no han presentado ninguna
queja; en la página 96 de esta misma novela, se declara dispuesto “a
convocar una puta en mi habitación”. No aclara si lo hizo mediante
papel timbrado; “Manur esperó cuatro días para empezar a morirse” (HS
161); en la misma página, habla de un personaje que se suicida “con
una pistola de su propiedad”. Como debe ser, supongo; seguro que
Marías conoce a muchos que se han suicidado con una pistola de
alquiler y se han lucido. Para demostrar la buena conducta “actual”
de un tal Kerrigan, un personaje le dice a otro, en la página 161 de
TH: “¿Sabe? Kerrigan no ha vuelto a matar a nadie desde que acabó
[la semana pasada] con Reginald Holland”; una muchacha se suicida
“con la pistola de su propio padre” (CB 11). ¿Se imagina el lector
lo que hubiesen cambiado las cosas si se llega a suicidar con la
pistola del padre de una amiga?; “Quizá porque fue un matrimonio
tardío, mi edad era de treinta y cuatro años cuando lo contraje” (CB
18); la esposa del protagonista se muestra “cuanto más corpórea y contínua, más relegada y remota” (CB 33); quizá por eso (34), “a la
mañana siguiente, su cuerpo volvería a ser corpóreo”; en la página 53
de CB, se refiere a “una vaca benefactora y amiga”. Sin duda se
trataba de la vaca de la Central Lechera Asturiana; “Esa noche,
viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es
costumbre entre los recién casados” (CB 145); “[los domingos,
absolutamente todos los traductores de español de la ONU] sólo
pueden dedicarse a [...] pasear un poco, mirar desde lejos a los
toxicómanos y a los delincuentes futuros [...], leer el New York
Times gigantesco durante todo el día hasta beber zumos energéticos
de tuttifrutti” (CB 159); “Estuvo casada cuando era más joven” (CB
162). Lo que haga cuando sea más vieja ¿cómo lo vamos a saber,
Marías?; “Estaba inmóvil, luego no cojeaba” (CB 173); “la postura dejaba las bragas al
descubierto y esas bragas a su vez las nalgas en parte, eran unas
bragas menores” (MB 17); “uno no sabe qué está ocurriendo en una
casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo” (MB 47);
“Estaba descalzo y de este modo no se puede actuar ni decidir nada”
(MB 63). Una gran verdad. Por eso los jueces y los primeros
ministros siempre llevan zapatos; [las prendas del niño quedan,
colgadas, a respetable distancia del suelo del armario. Apunta el
avispado autor: “así quedarían hasta que fueran creciendo” (MB 65);
“No podemos estar más que en un sitio al mismo tiempo” (MB 69); En
la página 97 se refiere “a la que fue aún más niña pero mucho mayor
más tarde”. “Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora” (MB 204).
Hay teléfonos desconsiderados, no cabe duda; Marías filosofa sobre
todo en su elegante prosa: “Los hombres tenemos la capacidad de
meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una
frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan
desde hace siglos. Es todo chulería” (MB 219); “Las mujeres nunca
nos conceden lo que les pedimos cuando nos llaman por nuestros
nombres” (MB 250). No le preguntes, lector, en qué basa esta
estúpida generalización: lo pondrías en un aprieto; Marías llega, en
espionaje nocturno, al dormitorio de su ex mujer, observa y concluye
sagazmente: “en la cama no estaba yo, sino otro hombre” (MB 262).
“Prefirió incorporarse. Es difícil comunicar una muerte tumbado” (MB
286); “Con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al
respecto” (MB 293); Téllez hace delante de Marías “diversas llamadas
telefónicas con pretextos varios” (MB 302). Tal vez Marías esperaba
que llamase siempre para lo mismo. Está Marías solo, a las doce de
la noche, en un descampado, a varios kilómetros de las casas de un
suburbio; y dice: “Encendí un cigarrillo con mis propias cerillas”
(MB 329). Debería comprender que, en aquellas circunstancias,
difícilmente hubiera podido encenderlo con las cerillas de Teodoredo.
Me queda todavía por contemplar otro libro –jamás diría novela– de
Marías, Negra espalda del tiempo, la prueba de más peso que puedo
aportar en demostración de la tesis de este libro. Pero me voy a dar
un respiro, que aprovecharé para liquidar, en la grata compañía de
Almudena Grandes, su relato de las andanzas de Malena Lope de Zúñiga
y Argote Carrión de los Condes Alcántara Garcimontero, que más o
menos así se llama la fijosdalga.
24.- La abuela de Malena, la protagonista del best seller grandesano,
fue la única mujer catedrático de aquella generación española (pág.
249). Puesta a tener una antepasada excepcional, al lector le
complace que haya elegido la senda de la docencia, que no la de la
delincuencia juvenil o el tráfico de influencias. Única catedrática
en la España de su tiempo (252), no es de extrañar que la abuela Sol
fuese también la única burguesa de izquierdas de los felices
treinta. Por si el lector no se lo cree, ella misma enumera todo
aquello de lo que era partidaria: la reforma agraria, la abolición
de los latifundios, la enseñanza obligatoria y gratuita, la ley del
divorcio, el estado laico, la nacionalización de los bienes de la
Iglesia, el derecho a la huelga y el fichaje de sólo dos extranjeros
por equipo. Probablemente, esta hoy venerable anciana fue la musa de Besteiro, Prieto y Largo Caballero, aunque se olvidase del horario
de treinta y cinco horas y de las falanges macedónicas. ¡Pero esto
es una novela, doña Almudena, o pretende serlo! Y en una novela no
se puede (debe) dibujar el pasado de un personaje mediante tales
simplezas, tomadas de un folleto de quiosco sobre ¿Qué es el
socialismo?
25.- Los gloriosos antecedentes progres de la parlanchina dama no
fueron únicamente políticos. Precisamente conoció a su marido “una
noche de juerga en el café Gijón (253) [en que] bailaba medio
desnuda sobre una mesa y él se acercó a mirarme” y a rozarle un
pesó, según dice luego. ¡Qué mujer! En España, donde hasta las putas
son decentes y devotas de algún santo ella se empelotaba encima de
una mesa... Pero (pág. 254) ¿por qué lo haría? ¿Para demostrar algo?
¿Para luchar contra la moral burguesa? ¡No! Ella lo que pretendía
“era impresionar a Chema Morales”. Aunque a quien finalmente
impresiona es al abuelo (260), aunque no, dice Almudena, por sus tetas ni por su culo, sino por “su pasión por la Edad Media, que
siempre le había parecido el segmento más interesante de la historia
de España”. Desde luego, a la hora de elegir pareja para toda la
vida, no hay nada como compartir con ella un buen segmento.
26.- Págs. 274-275.- Los sedicentes modernos son al cabo más
machistas que el huevo de Colón. Él se harta de tener aventuras
prematrimoniales. Ella tiene derecho a hacer lo mismo, aunque sólo
en teoría y con el fin de “conservar mi propia identidad”. Porque si
de verdad algún fulano “la mira al escote en una fiesta”, el moderno
“se ponía de una mala leche que no había quien lo aguantara”.
27.- Quede claro (279) que los abuelos, ateos y de izquierda, no
celebraron nunca la Nochebuena, pero sí la Nochevieja. ¡Faltaría
más! Lo contrario nos hubiese escandalizado. Como nos escandaliza
que les pusieran Reyes a los niños. ¡Por Bertrand Russell! Almudena
es consciente del desaguisado ideológico y obliga a la vieja a
excusarse: “ya ves tú, que absurdo, en el fondo era estúpido, porque
no éramos creyentes...” La que es estúpida y absurda, Almudena, es
esta explicación vergonzante, que ofende la
inteligencia del lector
hispano, partidario de los magos y de sus roscos, sea creyente, sea
de la rala lagarterana, bética, de secano o carmelita descalza.
28.- Malena idea reconquistar a su primo Fernando el germano a base
de anuncios por palabras en el Hamburguer Rundschau, el más
ingenioso de los cuales reza así: “Si sólo te sirvo para follar,
llámame. Iré a follar contigo y no haré preguntas”. La autora no
dice cuánto le costó a la nena la campaña y es un dato que yo, por lo
menos, eché de menos. Ni si se informó con anterioridad, porque si
el díscolo, hubiese sido lector del Hamburguer Herald Tribune, se
luce. A lo que parece, no obtuvo respuesta. Menos mal, porque si a
la campaña de publicidad mediática, hubiese tenido que añadir un
billete de Lufthansa, habría sido el polvo más caro de la
cristiandad. (pág. 293).
29.- Tras las gratificantes experiencias habidas con su primo en el
agro extremeño, no es de extrañar que Malena caiga de lleno en la jododependencia. Eso sí: siempre exigente: “nunca debe una acostarse
con un hombre al que no le gustan las mollejas” (312-313). A su
propio marido –con el que también folla algunas veces–, le reprocha
(316) que no grite “¡Hala, Madrid!” mientras se corre.
30.- Con sencillez digna de su maestro Muñoz Molina, Almudena no oye
palabras, como cada quisque, sino (pág. 341) una “combinación de
fonemas que habían dicho y escuchado miles de veces, siempre
aplicada a un mismo campo semántico”.
31.- A Malena le advierte “un sexto sentido”. Sin embargo, dice:
“fui incapaz de prever el peligro”. Pues, para esos resultados, te
bastaba con los cinco de toda la vida.
32.- Hay conflictos matrimoniales que tienen difícil solución.
Pocos, sin embargo, tan trágicos como el que estalla entre Malena y
Santiago. Cuando se unen mediante los sagrados lazos del matrimonio
eclesiástico, ella “ya sabía que no comía vísceras –recordemos la
terrible escena de las mollejas–, ni siquiera callos, aunque hubiese
nacido en Madrid”. ¡Vicioso repugnante!, piensa el lector solidario
y cocidista! Y eso que no se han enterado de lo peor: “Poco a poco,
cuenta Malena, fui descubriendo que tampoco comía percebes, ni
ostras, ni almejas, ni bígaros, ni erizos de mar, ni caracoles, ni
angulas, ni chanquetes, ni pulpo, ni las frituras variadas de los
bares. Tampoco probaba la cencina, ni el codillo, ni la oreja, ni el
morro, ni las manos de cerdo, ni el cochinillo asado, ni el rabo de
buey, ni la caza, con la única excepción de las codornices de
granja, porque de todo lo demás –patos, liebres, perdices, faisanes,
jabalíes, corzos o ciervos- no sabía nada, ni cómo, ni dónde, ni
quién, ni con qué manos, limpias o sucias, lo habrían abatido y
recogido del suelo. Por razones similares (tan alterada está
Malena, que no recuerda que no ha dado ninguna razón), rechaza
los productos de matanza casera”. (367). Se
comprende el drama de Malena. ¿Qué se puede hacer con un individuo
así, salvo tenerle jamón de york, pan de molde y yogures en el
frigorífico? Y si quedase ahí todo: el problema, cuya exposición
ocupa página y media de la importante novela, se agrava por lo
siguiente: “No se atrevía con algunas verduras frescas, ni
espárragos, ni acelgas, ni remolachas, y naturalmente, tampoco con
las setas, con la única excepción de los champiñones de lata, los
únicos que le ofrecían garantías suficientes de haber sido bien
lavados, y descuajeringaba lechugas, lombardas, repollos y escarolas
con precisión neurótica, poniendo cada hoja debajo del chorro del
agua fría y frotando las manchas de tierra con el cepillo cilíndrico
que yo usaba para fregar los vasos, hasta que encontraba una
lombriz, y entonces, tiraba la planta entera a la basura, así que
muchos días nos quedábamos sin primer plato, de buenas a primeras”.
¿Qué pasaría los días que no encontraba una lombriz? ¡Nos dejas
sumidos en atormentadas dudas, Almudena! Mas no se crea que con esto
hemos llegado al final de esta calle de amargura tan bien descrita
por la que Santos Sanz Villanueva, Conte y García Posada han
comparado con Jane Austen. Para no privarse de cometer ningún
crimen, el desdichado “¡aborrecía los picantes!”. Mi pensamiento
vuela conmiserativo hacia el juez al que toque dirimir una demanda
de divorcio por desavenencias culinarias graves o sevicias
estomacales, si se prefiere. ¡Cuanta maldad en Santiago! Que hemos
de considerar imperdonable cuando nos enteramos de que no la
empleaba con su digna esposa porque sí, sino (p. 368) por “la
secreta ambición de abarcar los extremos del universo”. No logro
entender qué pueden tener que ver las vísceras con tan descomunal
propósito, pero sí acierto a descubrir que esta caricatura tan chorra es también estúpidamente inconsecuente, pues docenas de
veces, con anterioridad, la alimentariamente avasallada nos ha
hablado de las muchas veces que ha estado con el presunto criminal
en bares y cafeterías y de las otras tantas que no iba a casa al
mediodía y se quedaba a comer en cualquier restaurante cercano a su
trabajo, sin señalar que hubiera de llevar a cabo limpiezas
especiales de vasos, tazas, cuchillos ni tenedores, ni que se le
plantearan problemas de picantes, lombrices, cagarrutas ni leches
merengadas.
33.- Cuando, para hacerse entender, Almudena no cuenta con la
Teología, acude a la Física teórica. Aparcada la batalla
alimenticia, de la que nada había dicho en las trescientas páginas
anteriores y de la que nada volverá a decir en las doscientas
cincuenta que vienen después, la cojonuda Malena (ella se autotitula
continuamente, a lo Emily Bronté, de “tía conjonuda”, y nosotros no
tenemos por qué dudar de su palabra) disfruta de una merecida paz,
pero... “Disfrutaba de una paz tan profunda que tardé semanas en
darme cuenta de que, en flagrante contradicción con las leyes de la
física, no me bajaba la regla”. Y es que quien tan remilgado se
muestra con lo que le entra por la boca no lo es tanto con lo que le
sale del pito y se niega a ponerse un profiláctico, pese a lo cual,
y dado que Malena “se pone encima” (393-396) siguiendo los consejos
de su tía monja, la culpa no es de él, sino de Sir Isaac Newton:
falla la ley de la gravedad, en la que Malena jura que no volverá a
creer (398), en un memorable párrafo en el que hasta el mismísimo
Dios entra en danza: “la penetración era lo más grandioso que se le
había ocurrido inventar a Dios después de colocarle al hombre una
polla” (397). Por cierto que el verbo “follar” en todas sus formas,
incluidas las de la conjugación perifrástica y las de la segunda
revolución industrial es empleado en esta novela tan incontable
número de veces, que si hubiese un concurso lo ganaba Almudena
Grandes ex aequo consigo misma.
34.- Cuando Malena se dirige a un bar en el que ha quedado con
Ernesto (408) tiene el presentimiento de que “iba a pasar algo y
que, bueno o malo, sería algo extraño y único”. Bien pues lo
“extraño y único” que le pasa a esta insaciable folladora es (414)
que el del culo comestible que ya conocemos le echa un polvo –uno
más–, precipitadamente y sin mediar palabra, en el pasillo que conduce a los retretes.
35.- Cualquier frase de Almudena Grandes suscita infinidad de
reflexiones, tan sugerente es. En la página 438, dice que Malena se
siente “como un burro ciego, sordo y mudo que no ha visto más mundo
que la noria...” A uno le gustaría haber conocido, como ella
seguramente, un burro mundano. Aunque, por otra parte, ¿qué tiene de
malo un burro mudo? A mí me parece que as algo maravilloso, al menos
para quien, como yo, no disfrute precisamente con los rebuznos. ¡Ojalá
todos los burros, ora cuadrúpedos, ora bípedos, fuesen mudos.
36.- Según la tía monja, a la sazón vuelta al siglo, las
cohabitaciones del padre de Malena con su esposa eran algo así como
la desintegración del átomo o el efecto mariposa: “cada vez que la
follaba, hacía mucho más que eso: se follaba a todo el mundo entero
entre sus piernas, se follaba a las leyes de la lógica, y a las de
la buena crianza, y a las del destino...”. No puedo imaginar qué
dirían la lógica, la buena crianza ni el destino si pudieran
expresarse como Dios manda. Tampoco puedo pensar en que dirían otro
terrícolas apocados y cejijuntos. Sólo puedo hablar por mí: a mí no
me folló don Jaime. La que me viene jodiendo, desde hace más de
cuatrocientas páginas, es su hija.
37.- Se beneficiase o no al mundo entero, al destino, a las leyes de
la lógica y al ente autónomo Televisión Española, don Jaime debió de
hacer lo suficiente para granjearse cierta fama. Según la ex monja,
la policía franquista lo conocía por Picha de Oro, algo que
enorgullece a su hija cuando se entera, por lo que pide detalles,
que le son suministrados (464): “Siempre le habían llamado así,
desde antes de casarse con tu madre, porque a los catorce, o a los
quince años, no me acuerdo, le había echado un polvo a la
dependienta de la farmacia y después ella no había querido cobrarle
lo que él había ido a comprar, y además le había regalado dos cajas
de condones y no sé qué más, después de decirle que volviera cuando
quisiera...” Desde luego, no cabe duda de que alguien así se merece
el apelativo de Picha de Oro, Pito Áureo, Cojón Dorado o lo que sea.
38.- Puesta a informar, la tía le cuenta a la sobrina que, además de
un artista de la polla, un auténtico aristócrata del pene, el que
tantos quilates atesoraba acullá era asimismo un auténtico hijoputa,
mala persona, putero, drogadicto, juerguista, bebedor, chulo,
adúltero, corruptor de menores, mal marido, mal padre y, en fin,
todo cuanto de malo se podía ser bajo el nacionalcatolicismo,
excepto socio del Real Madrid; todo con lujo de detalles y
demostraciones de que el autor de los días de Malena era un
auténtico cabrón. A continuación de lo cual, y en un alarde de
imbecilidad propio de una retrasada mental, dice (465): “No me
gustaría que esta historia cambiara la opinión que puedas tener
sobre tu padre, Malena, si fuera así no podría perdonármelo nunca”.
¡Hay que joderse!, como decía Cisneros cuando le relataban alguna
travesura de don Fernando el Casto.
Los saltos que voy dando de un autor a otro en este libro no
obedecen a ninguna cuestión de método. Se trata sólo de darle
variedad al discurso, in ordine chorrentis cum feraperturbatio
apropincuata, aunque a veces la translatio venga impuesta, o al
menos sugerida, por el tema. Ahora se trata simplemente de que me
apetece traer aquí a Antonio Gala, aparcado desde hace demasiado
tiempo.
39.- ¿Quién no ha oído hablar de La pasión turca, mas bien pasión en
Turquía, que es la historia del arrebatado amor de Desideria, prima
inter pares de un terceto de mañas –oscenses para ser precisos–, por un guía de turismo de Estambul. Lo primero que hay que señalar,
en orden a la demostración del retraso mental del autor es, aparte
de la totalidad del libro, que antes de la página 50 ya nos ha
endilgado Gala cinco conferencias sobre temas que tienen tan poco
que ver con las pasiones y con Turquía, como éstas: 1.- Completísima
descripción de Colombia. 2.- La fabricación de velas, cirios y otros
adornos de cera.. 3.- Las diferentes razas caninas, las virtudes del
perro como mejor amigo del hombre y los defectos del hombre como
potencial amigo del perro. 4.- Sobre el matrimonio, supongo, aunque
el autor no lo dice expresamente, que en el planeta Marte. Y 5.-
Sobre obesidades y adelgazamientos.
40.- Siempre “en erudito”, Gala imparte, en la página 48, una
lección de coprolalia, esto es, de la práctica de hablar guarradas
en el tálamo, durante el acto sexual. Una de las baturras, la más
progre, escandaliza a sus amigas relatándoles: “Yo le digo a mi
marido cosas tan finas como éstas: `Me gusta tu polla, cabrón.
Cuánto me gusta... Ay, no te vengas tanto que me vas a matar. Así,
hijo de la gran puta”, y otras por el estilo”. Supongo que, no
obstante el carácter fantacientífico del pasaje (la coprolalia se
da, pero no como Antonio Gala cree), las damas lectoras de Antonio
Gala se dirían unas a otras antes de ir a la agencia de viajes a
sacar un billete para Estambul: “En ésta está atrevidísimo”.
41.- Pues lo dicho: que van a Estambul, y a Desideria no se le
ocurre otra cosa que la que ya se la ha ocurrido a un millón y medio
de menopáusicas de vacaciones. Enamorarse del guía. Pero tan
repentinamente y con tal ímpetu que, apenas lo ve subirse al
autocar, se le corta la digestión y vomita y se mea. Como lo leen.
Aunque ella lo dice más poéticamente: “Tuve la impresión literal de
que me derretía. No sabía si mi falda podría ocultarlo”. (Pág. 96).
Lo que se dice en ciertas regiones limítrofes “cagarse de gusto”.
42.- De vez en cuando, eso sí, Gala compensa la vulgaridad de su
relato con originales metáforas. La primera vez que la baturra (104)
le echa mano al “sexo turgente” del otomano, piensa: “es mi cetro”.
43.- Con la maña oscense enamorada del morenazo peludo, según nos lo
describen, se puede esperar cualquier cosa. Una de ellas es que ella
se embobe oyéndole hacer al guía patrióticas proclamas como aquesta:
“Cuando ustedes aún estaban en la oscuridad de la Edad Media,
nosotros vivíamos en un mundo de placeres y voluptuosidades...”
44.- Cuando Desi se dispone a engañar a su baturro por primera vez,
tiene enfrente una ventana. (125). Y a la muy inoportuna no se le
ocurre otra cosa que decir que por ella veía parte del Cuerno. Si le
hubiese puesto el apellido –Cuerno de Oro– al lector no se le
vendría con tanta facilidad a las mientes el chiste fácil.
45.- El primer conflicto otomano-aragonés estalla cuando ella se
entera de que Yamam está ya casado con una compatriota, “muy fea,
pero riquísima.” (176).
46.- Pág. 209.- Cuando el turco le echa un buen polvo, la apasionada
le grita: “¡Torero, torero!”. ¿Recuerdan que la Malena almudentarra
exigía que su marido, al correrse, gritase “¡Hala, Madrid!” Cuestión
de aficiones.
47.- Pues resulta que se corre la fama, no sólo entre la colonia
española, sino también –no se dice cómo– entre quienes, en el
ibérico solar, se disponen a conocer Santa Sofía y el Bósforo, de
que la Desi está viviendo en Estambul “una gran pasión”. La
admiración, entre las mujeres, desborda los límites de lo
imaginable. Desideria, siempre triste y siempre seria, como en la
zarzuela, asume sin embargo su papel con encomiable modestia. Ella
no es más que una provinciana que no ha hecho nada especial –objeta
ruborizándose–, a lo que Gala responde por medio de un personaje
episódico: “¿Le parece poco, querida mía, en los tiempos que corren,
dedicarse a vivir una gran pasión?” Por lo visto, una gran pasión no
sólo es algo a lo que una puede dedicarse en el extranjero, sino
también algo recognoscible en la gran apasionada, incluso a
distancia, por una serie de atributos que no admiten variantes y
todo el mundo puede advertir.
48.- En la escena a la que pertenece el parlamento citado, que tiene
lugar en el consulado español, donde han sido convocadas por la
consulesa unas cuantas señoras interesadas en las grandes pasiones, Desi perora: “Sin
embargo, no estoy convencida de que lo mío sea una gran pasión, como
asegura nuestra anfitriona (y presentadora, añado), no sé con
qué propósito. De lo que sí estoy convencida es de que las grandes
pasiones no son las que cuentan las novelas... Debe quedar muy claro
que yo no soy una mujer especial, que no tengo ningún vigor, ni
pretendo vivir como una Mata Hari. Yo era una provinciana como
tantas otras...”, etcétera, etc.. Más y más líneas
del manual para el aprendizaje de los grandes apasionamientos, en
medio de los cuales advierte la oradora, ante el grupo, creciente
por momentos (la colonia española de Estambul debe de ser muy
nutrida): “No admiren sin embargo a la provinciana que fui; cuando
sacó los pies del plato no tuvo ningún mérito, simplemente porque
aquella que llevaba hasta entonces no era su vida, es decir, no era
la vida que soñaba y con la que yo me tropecé cuando lo conocí
(señala a Yamam). Sólo con conocerlo dio la vuelta a mi vida como un
calcetín.” (Desde luego, no hay como la alusión a una prenda de
vestir para elevar el tono poético de un relato).
49.- Al turco, se ve que las catilinarias, verrinas o filípicas de
la Desi no le impresionan. El es un hombre práctico y lo que
pretende es que su pareja aporte algo para gastos. Y así, cuando
aparecen los celos, no se pone en plan de Otelo, sino, más bien, del
mercader de Venecia. Y le espeta: “Como ni sabes turco ni te sale de
las narices aprenderlo, te he buscado un empleo...” Ni Flaubert ni
Dumas, ni Eurípides ni Shakespeare, ni el abate Prevost ni
Pirandello comprendieron que, en medio de una gran pasión, nada hay
como las clases de idiomas y el remedio contra el paro. Una
ampliación del horizonte existencial, en todo caso, que la Desi,
visto el éxito de su conferencia en el consulado, aprovecha para dar
cumplimiento a su recién descubierta vocación de oradora. Su fama de
ex provinciana convertida en amante apasionada se ha extendido tanto,
que ahora es ante unas viajeras andaluzas ante las que se ve
obligada a disertar, en el vestíbulo de un hotel sueco, recién
inaugurado, según precisa el autor. En el coloquio, una malagueña
salerosa expresa su admiración así: “Hija, corazón, qué amor tan
grandísimo tiene que ser ése para arrastrar a una mujer de una vez a
una tierra como ésta”, versión galana del coloquial ¿Qué hace una
chica como tú en un sitio como éste?
50.- Sin dejar de vivir su gran pasión, Desideria, mujer práctica
donde las hubiere y se detectaren, no sólo tiene tiempo de amar
apasionadamente, como las pobres Julieta, Margarita Gautier, lady
Chatterley, madame Bovary, Fedra, etc., monográficas ellas, sino
también de dar clases de idiomas, educar niños ajenos, comprar
tapices, vender alfombras, testificar en actos de donaciones, ir a
la compra, hacer la comida, planchar camisas, etc.. ¡Hasta de viajar
a su país de origen! ¿Para qué? Para comprobar si una polla española
le satisface tanto como la de Yamam (p. 232) y mantener un diálogo
socrático con una amiga sobre la moralidad. Sólo dos días necesita
la apasionada para comprender (236) “que mi sitio estaba en Estambul
o dondequiera que estuviese Yamam”. Lo que no es de extrañar, dada
la omnipresencia y omnipotencia sexual de que hace gala éste: apenas
Desi se empieza a adormilar, cuando ya siente las manos llenas de
los testículos de él y su boca llena con su pene. Muy elástico debía
de ser.
51.- A mí me gusta imaginar la última noche de la Desi en Madrid, en
una pensión cercana a Cibeles, al estilo de Miguel Gila:
Suena el teléfono. Conferencia de Estambul.
-¿Digal?
-Oigal. ¿Vive ahí una que está viviendo una gran pasión?
-Yes.
-Se ponga.
-¿Mande?
-Desi, er Yamam que te vengas, que tié gana echarte un porvo.
52.- Ya en la página 66, a la sazón de encontrarse la maña con su
marido en El Cairo –dieciséis millones de habitantes–, ¿a que no
sabes, lector, a quién se encuentra? Pues al mejor escritor español
del momento, al que tanto admira, según dice. ¿Quién puede ser? Pues
quién va a ser: Antonio Gala, que tiene para ella unas palabras
amables y un par de buenos consejos. Y lo que son las cosas: unos
meses después, en Estambul, en el Gran Bazar –doce mil tiendas, tres
mil pasillos–, se vuelve a encontrar con el gran escritor que tanto
admira –Antonio Gala, claro–, quien, como la vez anterior, no hace
mutis sin haber previamente instilado, en los oídos ávidos de la
oscense, unas gotas de su sabiduría y buenos consejos. A Gala lo
acompañan en esta ocasión su secretario y una periodista tan mal
educada que, apenas la incontrolable Desi se dispone a disertar
sobre sus experiencias pasionales turcas, le corta diciéndole a
gritos: “¡Mira, guapa; yo me he comido más pollas que tú, así que no
presumas!”, ante la desaprobación, es justo decirlo, de Antonio
Gala, que entra al quite y restablece la paz en la reunión.
Agradecida Desi, le hace al maestro esta advertencia: “Los turcos
son unos calientabraguetas”. Como diciendo: “¡Cuidado, don Antonio!”
Pero, en voz tan baja, que el secretario no la oye, y la suya y algo
más se pone al rojo, en beneficio, según ha de seguirse, del
ambidextro Yamam.
De Gala a Maruja Torres. Dos portentos, cada uno en su género, que
no es la novela. Dedicaré unas pocas páginas al gran best seller de
ésta, Un calor tan cercano, que tan del gusto fue de la crítica
literaria española en pleno.
53.- Al lector, que debe de haber oído hablar de los sermones
torreznos sobre la castidad, no le extraña encontrársela en la
segunda página en un ascensor con un colega y, arrebatada por súbita
–y cercana, claro– calentura, yéndose con él a una habitación, donde
al final se fuma un Ducados, como escribe Maruja con incorrecta
mayúscula. Antes de esto, un lingua-lingus, si se me permite la
expresión, como advirtiendo que la autora no tiene pelos en tal
lugar (vamos, que tiene la valentía, según expresión acuñada por la
revista de incultura Qué leer, de “hablar de sexo sin tapujos”),
virtud que corrobora, en este caso, fumando tabaco negro y nacional.
En la página siguiente, da un gigantesco paso atrás y empieza a
contarnos su niñez: siete añitos y ya es sobada por el director del
colegio. La verdad es que no cabía esperar menos de su sino tatatá y
su carácter inverecundo. Y algo más, todavía más raro (pág. 42): “me
hundía en la lectura de mis tebeos y, poco después, empezaban a caer
paredes”. Su ojos, evidentemente, tenían los mismos efectos que los
de Fu-Manchú.
54.- Dice que su madre y su tía eran unas perversas, que ejercían su
perversión prohibiéndole, no que leyese cuentos, chupase caramelos o
fuese al cine, sino que frecuentase las casas de putas del barrio,
las pensiones de citas, las tiendas de condones y los bares de
alterne, como se suele dejar a los niños. ¡Habráse visto! No es de
extrañar que se criase retraída (pág. 43).
55.- Uno de los personajes más importantes de esta importante novela
es el tío Ismael, de quien se nos está diciendo continuamente lo
sabio que era. Que entendía de todo y de todo opinaba con agudeza.
Hasta de música, como lo demuestra en la página 61 con esta aguda
observación: “Verdi fue un gran hombre y nos dejó una gran música”.
Aunque esto no es nada comparado con los momentos en que este Cleóbulo redivivo toma a su mando una excursión (110) y empieza a
opinar sobre la mojama, la casera, la forma de enfriar ésta, etc.
Todo con mucho detalle, pues Torres es detallista, aunque a veces
recurra a la metáfora, como cuando (112) informa de las páginas de
La Vanguardia, “convenientemente troceadas, servían para envolver
toda clase de objetos y para que nos limpiáramos el culo”. Nadie
crea, sin embargo, que, leído esto, ya se ha enterado de todo. En la
115, se nos informa de que a Tomeu lo pelaban al rape cada seis
meses. Y no es el único portento que se nos hace conocer, dicho sea
en honor a la verdad.
* Una versión de esta
nota está publicado originalmente
en <www.lafieraliteraria.com/>
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