H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CINE POLÍTICO - PASOLINI, PIER PAOLO - BERTOLUCCI, BERNARDO - BELLOCCHIO, MARCO -

Stanno tutti male*

Pablo Ferré
En diferentes medidas, Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci y Marco Belocchio ejemplifican una concepción del cine político, y bastante más



Los artistas suelen ser gente complicada. Quizá porque intentan y a veces logran crear en serio, con lo que se transforman en lago más que un simple adorno social, es que gobiernos encabezados por gente tan poco comprensiva como Stalin o Franco los encarcelan, persiguen, censuran o expulsan de sus rspectivos países. Para los italianos, el único beneficio obtenido de una larga historia de corrupciones a varios niveles es el de haber producido, por lo menos, un
cine político inquieto. Motivos no les faltaron. Desde la fundación del Partido Comunista de Italia al grupo terrorista Brigadas Rojas, desde Antonio Gramsci -para quien la verdad era siempre revolucionaria- hasta Bettino Craxi -para quien la Verdad puede ser tan revolucionaria como para mandarlo a la cárcel, según la no tan lejana "Operación Manos Limpias"-, el país comandado hoy por el magnate Silvio Belusconi ha sido una inagotable y seguramente indeseada fuente de inspiración. A los españoles no les pasó lo mismo porque a ellos los salvó el Generalísimo.

Es así , que hacia 1960, la Terza Generazione italiana (Damiani, Bolognini, Pontecorvo, Vancini, Rosi, Maselli), prolongando los planteos del anterior neorrealismo italiano, apunta analíticamente a las imágenes de esa crisis social y política. Los casos de Rosi, Ferrara, Petri y Damiani ilustran, con desparejo resultado, esa complejidad nacional. Pero otros cineastas más personales y conflictivos comienzan a trabajar en el transcurso de la misma década, y sus filmes son un testimonio, acaso involuntario, sobre las espinosas y múltiples relaciones entre arte, vida y política. Se trata de directores "comprometidos": opinaron sobre la realidad, discreparon con ella, la contradijeron ocasionalmente y la vivieron desde sus muy diversos demonios interiores, pero nunca huyeron de ella.

En diferentes medidas, Pier Paolo Pasolini (1922-1975), Bernardo Bertolucci (Parma 1941) y Marco Belocchio (Piacenza, 1939) ejemplifican una concepción del cine político, y bastante más.

Pasolini

Los primeros filmes de Pasolini son casi sociológicos. Tanto en Accatone (1961) como en Mamma Roma (1962) se impone la cruda visión del lumpenproletariado romano que correspondía, en ese momento, al marxismo ortodoxo del realizador. Esa ortodoxia era sólo aparente, sin embargo: para un espectador atento no podían pasar desapercibidas las constantes referencias a la iconografía cristiana, las alusiones a la redención de los desheredados (un proxeneta, una ex prostituta y su hijo delincuente) y en definitiva, el tono de crítica populista que envolvía a ambos filmes.

Lo cierto es que Pasolini emprendía sus búsquedas artísticas un poco al margen del pensamiento "oficial" y los códigos estéticos del PCI, del cual había sido expulsado más de una década antes. Un temperamento anárquico y autodestructivo como el suyo era difícil de ajustarse a cualquier "línea".

"Cuando hice El evangelio quise hacer una obra nacional-popular, según la definición de Gramsci: lo mismo pasó con Decamerón", declaró el cineasta en su momento. En efecto, El evangelio según San Mateo (1964) sólo pudo existir gracias a la suma de marxismo y cristianismo coexistente en Pasolini y, al mismo tiempo, en un momento histórico muy preciso: el liberalismo propugnado por el Papa Juan XXIII. Pero la ruptura de Pasolini con el PCI se hizo fílmicamente visible en la alegoría Pajarracos y Pajaritos (1965), donde los protagonistan matan a un cuervo que recita consignas y, por si fuera poco, aparecen imágenes del entierro del líder comunista Palmiro Togliatti, uno de los últimos baluartes de la "ideología de la Resistencia", proclamada por el partido en la posguerra como una puesta al día de los lineamientos estalinistas.

A la altura de la "trilogía de la vida" (El Decámeron, 1971; Los cuentos de Canterbury, 1972; Las mil y una noches, 1974), el realizador había abandonado el hermético misticismo de Teorema (1968) y regresado a sus fuentes populistas. En esa trilogía el lugar ocupado por el sexo y lo escatológico iba en aumento, hasta concluir en los siniestros desbordes de Saló (1975). No resulta difícil encontrar un antecedente de esta representación del fascismo en El chiquero (1969), donde el canibalismo practicado por los personajes podía leerse como una metáfora de mecanismos sociales destructivos que se conservan intactos desde los orígenes de la especie humana. Todas estas películas comparten una suerte de "escena primitiva" remota, donde sólo hay lugar para el nihilismo, postura acorde con la radicalización del desencanto político de los años sesenta y su consecuente pérdida de puntos de referencia.

"Si las cosas son ahora sí, ¿puedo hacer ya filmes como los de la Trilogía de la Vida?", se preguntaba Pasolini en una de sus últimas entrevistas, cuando ya no se autodefinía como marxista pero tampoco había abandonado su corrosiva visión del capitalismo. Poco después de su asesinato cerraría definitivamente un inquietante capítulo del cine italiano.

Bertolucci

Para explicar El conformista (1970), Bertolucci dijo: "Yo soy Marcello y hago películas fascistas y quiero matar a Godard, un revolucionario que hace películas revolucionarias y que fue mi maestro". La explicación es más compleja de lo que parece. Por un lado ilustra el simplismo político que ha guiado al director durante toda su trayectoria. Por otro, es útil para comprobar que la verdadera riqueza conceptual de su obra -al menos en su primera etapa- pasa por otras zonas, más cecra de Freud, Verdi, Dostoievsky, que de Marx.

Apadrinado en sus comienzos por Pasolini, saludado luego como el heredero de Visconti (en muchos sentidos y erróneamente), Bertolucci retrató las crisis ideológicas propias y ajenas sin aspirar a desprenderse nunca de su propia cultura burguesa. El mejor ejemplo es, desde luego, Noveccento (1976), que constituye una explícita toma de partido y un embrión de su carrera posterior. Pero conviene revisar otros detalles.

Temáticamente, a Bertolucci le atrajp más la complejidad del fascismo que la unilateralidad de los planteos de izquierda. En Prima della rivoluzione (1964), su segundo largometraje, el personaje del profesor Césare (hombre de izquierda, precisamente) aparece limitado al ámbito de lo intelectual y resulta inoperante en el conjunto narrativo. En La strategia del ragno (1969), adaptación de Borges, es el fascismo quien convierte al protagonista en un doble de sí mismo y lo lleva a inventar su condición de héroe, sin que la mentira deje de serlo.

A la altura de El conformista es cuando Bertolucci está en mejores condiciones de practicar un examen lúcido del fascismo, pero la película está muy lejos de una loa al comunismo que, en rigor, no se vislumbra como solución al problema. Hasta aquí se podía sospechar que la adhesión al PCI manifestada por el realizador debía más al sentimiento que a la convicción intelectual. Quizás convenga excluir de esta enumeración a la compleja Último tango en París (1972), que no parece responder a un momento políticamente clave de Bertolucci, y sobre la cual se ha volcado un sinnúmero de interpretaciones.

Luego Bertolucci abrazó el budismo, y su relación con la ortodoxia comunista entró en crisis, especialmente después de los hechos de Plaza Tiananmen (junio 1989), cuando tropas del ejército chino embistieron contra una manifestación estudiantil que clamaba por reformas y, como saldo, alrededor de mil estudiantes murieron. Contra ese episodio Bertolucci se pronunció públicamente. Antes de eso había descubierto las maravillas de la "cuidad prohibida" de Pekín durante el rodaje de El último emperador (1987), y después descubrió las del desierto norafricano en Refugio para el amor (1990).

Es natural que entre tanta belleza haya encontrado también un lugar ideológico mucho más cómodo, quizás propiedad de su amigo y mecenas Jeremy Thomas, productor británico que, desde hace dos películas, le dio la ocasión de salir de pobre. Puede que dentro de algún tiempo Bertolucci se haga ecologista. Tendría que apurarse, porque Steven Seagal (Terreno salvaje, 1993) ya se hizo.

Bellocchio

Las esacasas declaraciones públicas y entrevistas que concede Marco Bellocchio dificultan aclarar o entender sus relaciones con la política, aunque puede ser exacto definirlo como un anárquico pesimista. Los blancos de su primer largometraje (Los puños en los bolsillos, 1966) son muy claros: la familia y, por elevación, las estructuras patriarcales.

Algunos críticos han visto allí alusiones que podrían ser autobiográficas, lo cual, habida cuenta de que la anécdota del filme transcurre en Piacenza (ciudad natal del cineasta) y del interés de Bellocchio por el sicoanálisis, puede ser válido.

"No hay tragedia, no hay infelicidad que no procedan de nuestra infancia", declaró en 1979 al crítico Gian Luigi Rondi. Posteriormente se abocó a demoler otras instituciones: la revolución en China se avecina (1967), la Iglesia en El nombre del Padre (1971), la prensa en Violación en primera página (1972) y el ejército en Marcia trionfale (1977).

El crítico Serge Daney lo explica así: "En el caso de Bellocchio, su pesimismo, aún su nihilismo, testimonian una posición de pequeño burgués rebelde. A ese rasgo general, falta añadir las características propias de Italia que dan a esta rebeldía su coloración y sus objetos: anticlericalismo blasfematorio y problemática sexual indisolublemente ligadas, con la familia como eje. Y las determinaciones propias de Bellocchio: intelectual pequeño burgués radicalizado, largamente vinculado al movimiento marxista-leninista italiano y sin duda decepcionado por él". Un cineasta complejo y se diría que lúcido.

Por lo menos hasta ahí. Salto al vacío (1979) retoma el tema de la familia, pero esta vez desde una óptica que subraya el incesto y la muerte a nivel más bien existencialista. El diablo en el cuerpo (1985) es algo así como una fábula erótica en la que algunos pudieron leer un amargo comentario sobre la Italia del terrorismo y la corrupción, y otros fueron a verla porque había sexo explícito (que en el momento del estreno montevideano era todavía una novedad) y hasta una felación (en cuyo transcurso se citaba irónicamente a Lenin, aunque esto sólo lo advirtieron espectadores enterados).

A la altura de La condena (1991), Bellocchio la emprende contra el sistema judicial, pero el espectador no debe preocuparse si no está seguro de entender lo que el realizador dice. Posiblemente él tampoco lo sepa muy bien.

Finale

"Cuando una sociedad se enferma, es también el cine quien cae enfermo", afirmaba Francesco Rosi (Cahiers du cinéma Nº 483, Set. 1994). Por su lado, el parlamentario (por la Forza Italia de Berlusconi) y cineasta Franco Zeffirelli opinaba que "la televisión crea primeros minisros y presidentes. Esto también es progreso (...) No hay nada malo en ello. Será el futuro de la política en todas partes" (Los Angeles Times, citado por La República del 1/6/94).

¿Qué pasará mañana? Tal vez Nanni Moretti, involuntariamente convertido en símbolo político opositor gracias a su elogiada Caro Diario, balbucee una respuesta.

 

*Publicado originalmente en M Cine Nº 3, Octubre/Noviembre 1994

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia