Los artistas suelen ser gente complicada. Quizá porque
intentan y a veces logran crear en serio, con lo que se transforman
en lago más que un simple adorno social, es que gobiernos
encabezados por gente tan poco comprensiva como Stalin o Franco
los encarcelan, persiguen, censuran o expulsan de sus rspectivos
países. Para los italianos, el único beneficio obtenido
de una larga historia de corrupciones a varios niveles es el de
haber producido, por lo menos, un cine
político
inquieto. Motivos no les faltaron. Desde la fundación del
Partido Comunista de Italia al grupo terrorista Brigadas Rojas,
desde Antonio Gramsci -para quien la verdad era siempre revolucionaria-
hasta Bettino Craxi -para quien la Verdad puede ser tan revolucionaria
como para mandarlo a la cárcel, según la no tan
lejana "Operación Manos Limpias"-, el país
comandado hoy por el magnate Silvio Belusconi ha sido una inagotable
y seguramente indeseada fuente de inspiración. A los españoles
no les pasó lo mismo porque a ellos los salvó el
Generalísimo.
Es
así , que hacia 1960, la Terza Generazione italiana
(Damiani, Bolognini, Pontecorvo, Vancini, Rosi, Maselli), prolongando
los planteos del anterior neorrealismo italiano, apunta analíticamente
a las imágenes de esa crisis social y política.
Los casos de Rosi, Ferrara, Petri y Damiani ilustran, con desparejo
resultado, esa complejidad nacional. Pero otros cineastas más
personales y conflictivos comienzan a trabajar en el transcurso
de la misma década, y sus filmes son un testimonio, acaso
involuntario, sobre las espinosas y múltiples relaciones
entre arte, vida y política. Se trata de directores "comprometidos":
opinaron sobre la realidad, discreparon con ella, la contradijeron
ocasionalmente y la vivieron desde sus muy diversos demonios
interiores, pero nunca huyeron de ella.
En
diferentes medidas, Pier Paolo Pasolini (1922-1975), Bernardo Bertolucci (Parma 1941) y Marco Belocchio
(Piacenza,
1939)
ejemplifican una concepción del cine político,
y bastante más.
Pasolini
Los
primeros filmes de Pasolini son casi sociológicos. Tanto
en Accatone (1961) como en Mamma
Roma (1962) se impone
la cruda visión del lumpenproletariado romano que correspondía,
en ese momento, al marxismo ortodoxo del realizador. Esa ortodoxia
era sólo aparente, sin embargo: para un espectador atento
no podían pasar desapercibidas las constantes referencias
a la iconografía cristiana, las alusiones a la redención
de los desheredados (un proxeneta, una ex prostituta y su hijo
delincuente) y en definitiva, el tono de crítica populista
que envolvía a ambos filmes.
Lo
cierto es que Pasolini emprendía sus búsquedas
artísticas un poco al margen del pensamiento "oficial"
y los códigos estéticos del PCI, del cual había
sido expulsado más de una década antes. Un temperamento
anárquico y autodestructivo como el suyo era difícil
de ajustarse a cualquier "línea".
"Cuando
hice El evangelio quise hacer una obra nacional-popular,
según la definición de Gramsci: lo mismo pasó
con Decamerón", declaró el cineasta
en su momento. En efecto, El evangelio según San Mateo
(1964) sólo
pudo existir gracias a la suma de marxismo y cristianismo coexistente
en Pasolini y, al mismo tiempo, en un momento histórico
muy preciso: el liberalismo propugnado por el Papa Juan XXIII.
Pero la ruptura de Pasolini con el PCI se hizo fílmicamente
visible en la alegoría Pajarracos y Pajaritos (1965), donde los protagonistan matan
a un cuervo que recita consignas y, por si fuera poco, aparecen
imágenes del entierro del líder comunista Palmiro
Togliatti, uno de los últimos baluartes de la "ideología
de la Resistencia", proclamada por el partido en la posguerra
como una puesta al día de los lineamientos estalinistas.
A la
altura de la "trilogía de la vida" (El Decámeron,
1971; Los cuentos
de Canterbury, 1972; Las mil
y una noches, 1974), el realizador
había abandonado el hermético misticismo de Teorema
(1968) y regresado
a sus fuentes populistas. En esa trilogía el lugar ocupado
por el sexo y lo escatológico iba en aumento, hasta concluir
en los siniestros desbordes de Saló (1975). No resulta difícil
encontrar un antecedente de esta representación del fascismo
en El chiquero (1969), donde el
canibalismo practicado por los personajes podía leerse
como una metáfora de mecanismos sociales destructivos
que se conservan intactos desde los orígenes de la especie
humana. Todas estas películas comparten una suerte de
"escena primitiva" remota, donde sólo hay lugar
para el nihilismo, postura acorde con la radicalización
del desencanto político de los años sesenta y su
consecuente pérdida de puntos de referencia.
"Si
las cosas son ahora sí, ¿puedo hacer ya filmes
como los de la Trilogía de la Vida?", se preguntaba
Pasolini en una de sus últimas entrevistas, cuando ya
no se autodefinía como marxista pero tampoco había
abandonado su corrosiva visión del capitalismo. Poco después
de su asesinato cerraría definitivamente un inquietante
capítulo del cine italiano.
Bertolucci
Para
explicar El conformista (1970), Bertolucci
dijo: "Yo soy Marcello y hago películas fascistas
y quiero matar a Godard, un revolucionario que hace películas
revolucionarias y que fue mi maestro". La explicación
es más compleja de lo que parece. Por un lado ilustra
el simplismo político que ha guiado al director durante
toda su trayectoria. Por otro, es útil para comprobar
que la verdadera riqueza conceptual de su obra -al menos en su
primera etapa- pasa por otras zonas, más cecra de Freud,
Verdi, Dostoievsky, que de Marx.
Apadrinado
en sus comienzos por Pasolini, saludado luego como el heredero
de Visconti (en muchos sentidos y erróneamente), Bertolucci
retrató las crisis ideológicas propias y ajenas
sin aspirar a desprenderse nunca de su propia cultura burguesa.
El mejor ejemplo es, desde luego, Noveccento (1976), que constituye una explícita
toma de partido y un embrión de su carrera posterior.
Pero conviene revisar otros detalles.
Temáticamente,
a Bertolucci le atrajp más la complejidad del fascismo
que la unilateralidad de los planteos de izquierda. En Prima
della rivoluzione (1964), su segundo largometraje,
el personaje del profesor Césare (hombre de izquierda,
precisamente) aparece limitado al ámbito de lo intelectual
y resulta inoperante en el conjunto narrativo. En La strategia
del ragno (1969), adaptación de Borges, es el fascismo
quien convierte al protagonista en un doble de sí mismo
y lo lleva a inventar su condición de héroe, sin que la mentira
deje de serlo.
A la
altura de El conformista es cuando Bertolucci está
en mejores condiciones de practicar un examen lúcido del
fascismo, pero la película está muy lejos de una
loa al comunismo que, en rigor, no se vislumbra como solución
al problema. Hasta aquí se podía sospechar que
la adhesión al PCI manifestada por el realizador debía
más al sentimiento que a la convicción intelectual.
Quizás convenga excluir de esta enumeración a la
compleja Último tango en París (1972), que no parece responder a
un momento políticamente clave de Bertolucci, y sobre
la cual se ha volcado un sinnúmero de interpretaciones.
Luego
Bertolucci abrazó el budismo, y su relación con
la ortodoxia comunista entró en crisis, especialmente
después de los hechos de Plaza Tiananmen (junio 1989), cuando tropas
del ejército chino embistieron contra una manifestación
estudiantil que clamaba por reformas y, como saldo, alrededor
de mil estudiantes murieron. Contra ese episodio Bertolucci se
pronunció públicamente. Antes de eso había
descubierto las maravillas de la "cuidad prohibida"
de Pekín durante el rodaje de El último emperador
(1987), y después
descubrió las del desierto norafricano en Refugio para
el amor (1990).
Es
natural que entre tanta belleza haya encontrado también
un lugar ideológico mucho más cómodo, quizás
propiedad de su amigo y mecenas Jeremy Thomas, productor británico
que, desde hace dos películas, le dio la ocasión
de salir de pobre. Puede que dentro de algún tiempo Bertolucci
se haga ecologista. Tendría que apurarse, porque Steven
Seagal (Terreno
salvaje, 1993)
ya se hizo.
Bellocchio
Las
esacasas declaraciones públicas y entrevistas que concede
Marco Bellocchio dificultan aclarar o entender sus relaciones
con la política, aunque puede ser exacto definirlo como
un anárquico pesimista. Los blancos de su primer largometraje
(Los puños
en los bolsillos, 1966) son muy claros: la familia y, por elevación,
las estructuras patriarcales.
Algunos
críticos han visto allí alusiones que podrían
ser autobiográficas, lo cual, habida cuenta de que la
anécdota del filme transcurre en Piacenza (ciudad natal
del cineasta) y del interés de Bellocchio por el sicoanálisis,
puede ser válido.
"No
hay tragedia, no hay infelicidad que no procedan de nuestra infancia",
declaró en 1979 al crítico Gian Luigi Rondi. Posteriormente
se abocó a demoler otras instituciones: la revolución
en China se avecina (1967), la Iglesia
en El nombre del Padre (1971), la prensa
en Violación en primera página (1972) y el ejército en Marcia
trionfale (1977).
El
crítico Serge Daney lo explica así: "En el
caso de Bellocchio, su pesimismo, aún su nihilismo, testimonian
una posición de pequeño burgués rebelde.
A ese rasgo general, falta añadir las características
propias de Italia que dan a esta rebeldía su coloración
y sus objetos: anticlericalismo blasfematorio y problemática
sexual indisolublemente ligadas, con la familia como eje. Y las
determinaciones propias de Bellocchio: intelectual pequeño
burgués radicalizado, largamente vinculado al movimiento
marxista-leninista italiano y sin duda decepcionado por él".
Un cineasta complejo y se diría que lúcido.
Por
lo menos hasta ahí. Salto al vacío (1979) retoma el tema de la familia,
pero esta vez desde una óptica que subraya el incesto
y la muerte a nivel más bien existencialista. El diablo
en el cuerpo (1985)
es
algo así como una fábula erótica en la que
algunos pudieron leer un amargo comentario sobre la Italia del
terrorismo y la corrupción, y otros fueron a verla porque
había sexo explícito (que en el momento del estreno
montevideano era todavía una novedad) y hasta una felación
(en cuyo transcurso se citaba irónicamente a Lenin, aunque
esto sólo lo advirtieron espectadores enterados).
A la
altura de La condena (1991), Bellocchio
la emprende contra el sistema judicial, pero el espectador no
debe preocuparse si no está seguro de entender lo que
el realizador dice. Posiblemente él tampoco lo sepa muy
bien.
Finale
"Cuando
una sociedad se enferma, es también el cine quien cae
enfermo", afirmaba Francesco Rosi (Cahiers du cinéma Nº
483, Set. 1994).
Por su lado, el parlamentario (por la Forza Italia de Berlusconi)
y cineasta Franco Zeffirelli opinaba que "la televisión
crea primeros minisros y presidentes. Esto también es
progreso (...) No hay nada malo en ello. Será el futuro
de la política en todas partes" (Los Angeles Times, citado por
La República del 1/6/94).
¿Qué
pasará mañana? Tal vez Nanni Moretti, involuntariamente
convertido en símbolo político opositor gracias
a su elogiada Caro Diario, balbucee una respuesta.
*Publicado
originalmente en M Cine Nº 3, Octubre/Noviembre 1994
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