Siguió adelante deprisa y sólo entonces se dio cuenta de que cada
vez descendía más por la ciudad. Quiso volverse, pero algo lo atraía
como un imán.
Estar en la calle, lo sabíamos, era la cosa más horrible del mundo
(…). Existe una diferencia entre estar en la calle y salir
a la calle. Si sales a la calle, te marchas a otro sitio; si estás
en la calle, no tienes adonde ir. La distinción era fundamental.
Estar en la calle era el final de algo, un hecho físico irrevocable
que definía y completaba nuestra condición metafísica. Siendo una
minoría tanto por casta como por clase, nosotros nos movíamos de
todos modos en el margen de la vida.
La indigencia no se arroja entre los humanos a palos, sino a
escobazos, lo que resulta más humillante, porque el indigente es
siempre el primero que está dispuesto a envilecerse por sí mismo.
El Cartucho. Paraíso de la clase baja del mundo criminal, El
Cartucho aloja en sus calles y casas destrozadas toda clase de
atracadores de poca monta, drogadictos terminales, prostitutas en
decadencia, recolectores de desechos, niños narcotraficantes,
policías corruptos, estafadores arruinados y sacerdotes y pastores
de una veintena de iglesias.
¡¡¡¡¡¡¡¡Y los niños de Colombia, que duermen en la calle cubiertos
con papel de periódico e inhalan vapores de gasolina para olvidar su
miseria y aturdir su tristeza!!!!!!!!
Otra vez debajo del sol de Bogotá
clima caliente como el aguardiente
mercado de diez mil cosas a la vez
se transa el precio en las calles
Deja que el gamín te tumbe un poco
de lo que traes
esa es la única forma que tienen para ganar
Deja que el gamín te tumbe un poco
de lo que traes
es una forma cariñosa que tienen en Bogotá.
Exist(ía)e una zona en Bogotá, y aquí el
término alud(ía)e a una dimensión geopsíquica y política, era y es
radicalmente otra con respecto al resto de la ciudad, y sin embargo,
sus límites o fronteras son invisibles, ilegibles, borrosos. En la
novela El almuerzo desnudo, de William S. Burroughs, se
describe una zona habitada por hombres marginales que recorren los
bordes, los abismos, las ruinas de una modernidad que tras la idea
de progreso deja a su paso destrucción: La gente de
la Zona siempre anda sin control (...).
Un rumor de sexo y comercio agita la Zona como si fuera una vasta
colmena.
Esa
zona, descrita por el novelista norteamericano, comparte ciertos
atributos con ese territorio de la ciudad llamado El Cartucho. En
ambos escenarios se ingresa a territorios laberínticos en los que se
sobrevive en una frontera: Sobre el prado, bajo los árboles, con
desdén y/ sin vergüenza entre una bolsa arrojas/ lo
que te sobra y estorba/ Caminando por los andenes;/
encuentro, rompo,/ escarbo, saco, cojo, recojo y llevo/
lo que requiero y quiero.../ de tu basura: mis enseres/
con tus trapos: mis vestidos/
de tus
sobras: mis exquisiteces.
En la
novela Scorpio City, de Mario Mendoza, poco antes de que su
protagonista, el inspector Leonardo Sinisterra, ingrese a este
sitio, un hombre de la calle le habla de La Zona:
La
Zona es poderosa e intensa. Irresistible e impredecible.
Lo
peor es que uno entra sin darse cuenta, al voltear una esquina o al
mirarse en el espejo en la mañana.
La
Zona está en cualquier parte, ronda la ciudad sin que lo sepamos.
Si
ya hemos entrado en ella, estamos perdidos... No somos dueños de
nosotros mismos...
Sin
pretender asimilar lo que era El Cartucho a La Zona, es indudable
que existen correspondencias y reenvíos entre esas dos franjas
culturales de la ciudad. La Zona es un estado emocional que puede
conducir a un hombre a extraviarse en la noche, en su noche. Así le
sucede a Sinisterra, quien una noche cualquiera, buscando un buen
lugar donde dormir, se internó sin querer en la calle del Cartucho,
donde decenas de basureros y recicladores descansaban al lado de sus
carretas de maderas (...). Sintió que llegaba a otro planeta
habitado por una raza desconocida (130).
Muy
poco sabemos de dicho territorio, cuyos linderos podían observarse
desde una de las modernas instalaciones de Transmilenio. Abriendo un
paréntesis, una manera de ser en Bogotá es escamotear las múltiples
realidades que nos chocan “haciéndonos los de la vista gorda” como
una manera de defendernos pero también de atacar desde la
negligencia o la indiferencia o, en últimas desde “el todo bien,
pero nada que ver”. Esa actitud de liviandad ha contribuido a que se
instale como una práctica política aquello que Sábato entrevió
lúcidamente en El informe sobre ciegos. Esa terrible
condición espiritual de estos tiempos, quizá esté, en parte,
determinada por aquello que se condensa en el adagio popular que
reza: ojos que no ven, corazón que no siente.
CIUDAD
A
cierta hora de la noche
Cuando todos duermen
La
ciudad apaga sus luces
Para no ver la sangre.
Este
poema de Luis Fernando Afanador lo articulo con una nota
periodística, que encontré hace dos años, titulada Por miedo, 20%
de bogotanos no sale de noche, publicada en primera página, el
viernes 4 de noviembre de 2005, en El Tiempo. Pero, es en la
sección Bogotá donde se amplía esta información:
(…) Los datos corresponden a la más reciente Encuesta de Percepción
de Seguridad Ciudadana y Victimización, realizada por la Cámara de
Comercio de Bogotá (…). Según este estudio, el factor que más está
incidiendo en la percepción de inseguridad en la capital del país
son las condiciones socioeconómicas. Y muy por encima de la
delincuencia común, las pandillas, la guerrilla o los paramilitares.
De hecho, el 85% de los 1.200 encuestados relacionó la inseguridad
con la falta de empleo.
Esta
percepción queda confirmada en el siguiente documento:
Según un informe elaborado recientemente por el Instituto Nacional
de Medicina Legal en alianza con la Fiscalía General de la Nación,
en el 2005 las muertes por causas violentas en el país, se redujeron
un 20% respecto al año anterior. Así, los 14.503 homicidios
cometidos el año pasado representan una baja sustancial en
comparación a los 18.888 del 2004. Y, aunque en grandes ciudades
como Medellín y Cali los homicidios disminuyeron, en Bogotá
aumentaron, registrándose alrededor de 3.000 muertes por esta causa.
Regresemos al Cartucho. En las noches sus habitantes se calentaban
alrededor del fuego, “asemejándose” a los hombres de las cavernas.
Desde la avenida Caracas los veíamos, estaban muy cerca, pero la
distancia que los separaba no sólo estaba hecha de metros, sino de
diferentes dimensiones de realidad. Ese límite es fácil cruzarlo; lo
difícil es salir de él. En el libro de Marta Ruiz Esta ciudad que
no me quiere, se recoge el siguiente testimonio de un habitante
de El Cartucho:
En
el día la calle era como cualquier otra, llena de huecos y con niños
jugando por todas partes. Pero a las seis de la tarde se volvía una
plaza de mercado donde todo el mundo sacaba su entable de marihuana,
basuco, y, con más rebusque, hasta changotes y trabucos se
conseguían. Hasta allá llegaban desde los más llevados hasta gente
bien, universitarios y empleados del centro. Uno se acostumbra a
todo, y yo crecí con el olor a vicio, mugre y sangre metido en las
paredes.
Este
sitio en el que una vasta red de
laberintos se tejía gestando
diferentes pieles de una compleja
condición humana:
La
población que flota a lo largo de ciento cincuenta metros de
confusión aumenta cuando nace la oscuridad, alimentada por oleadas
de los que regresan y reconocen el sitio como su único hogar. Hay
quienes aceptan este hecho a regañadientes y quienes ya ni saben
dónde estar o a dónde ir. Y llegan los cartoneros, y los
recicladores de a pie, quienes recorren la ciudad rompiendo bolsas
de basura antes de que lleguen los grandes negociantes del aseo…
En
esos escasos metros, una vasta región del alma se abría en una
intrincada urdimbre de relaciones que difícilmente se podían
percibir desde la ventana de un auto o desde la desdeñosa
indiferencia con la que se suele eludir a estos hombres con sus
perros, hambres, noches y mundos. Precisamente, en Colombia X,
Germán Castro Caycedo, recoge algunos testimonios de gente joven que
rechaza a este tipo de personas por su condición social:
¿Y
a los desechables? Deberían meterlos a todos en una cámara de gas.
Fusil sanitario, dice mi papá. ¿Para qué le sirve a la sociedad un
desechable? Dígame: ¿para qué? ¿Para que coma entre las basuras y
por la noche atraque y viole? A mí sí me da vergüenza con la gente
que viene del exterior y los ve tirados en las calles a mediodía.
Sale uno de la U y se los encuentra masturbándose. Por lo menos
deberían esconderlos si no quieren darles gas, que es más fácil. Les
das gas, ¿y quién reclama a un desechable? Nadie. Nadie lo reclama.
Me
daba risa ver al alcalde en un noticiero diciendo que no podía
demoler la calle del Cartucho porque los desechables se oponían.
Pero después decía que sí, que en la calle del Cartucho guardaban a
los niños robados, y que había no sé cuántas toneladas de droga, y
que la mayoría eran delincuentes y que allí funcionaba un mercado
negro de armas. Ahí sí se acuerdan de los derechos humanos. Pero
cuando lo atracan a uno, o lo matan, uno sí no tiene derechos
humanos.
En la
bella película dirigida por
Ridley Scott, Blade Runner, hay una imagen en
la que Deckard, un hombre que es perseguido por su radical
diferencia, se despide del universo pronunciando las siguientes
palabras: Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. (...)
Todos estos momentos se perderán en el
tiempo como lágrimas en la lluvia.
Al igual que Deckard, muchos hombres de esta zona se perderán como
lágrimas en la lluvia, porque del otro lado, las políticas de la
profilaxis y la exclusión ya los han enterrado a ellos que han
presenciado mundos en los cuales nosotros, seguramente, no
creeríamos.
Como lo anota en un poema Carlos
Fajardo Fajardo:
(…)
También hablamos con nosotros mismos
en siniestras ciudades
y nos dan ganas de llorar sobre algún seno
llorar o insultar temblando en la lluvia.
En Todo me invita a partir,
Santiago Mutis escribe:
Bogotá no tiene memoria/Bogotá es un
instante/que habrá que olvidarse/(...)/Bogotá renace demasiado
rápido/Su recuerdo se convierte en otra ciudad/que ya no
existe/Ciudad del sueño que las generaciones/siguientes no
encontrarán/porque ellas serán la nueva escritura/que romperá
nuestros signos/ocultando para siempre su significado/(...)/Bogotá
desdeña porque no quiere envejecer/ella es joven y nueva/entonces
destruye oculta e ignora/lo que va volviéndose pasado.
Por
otra parte, en medio de la avalancha de bazofia mediática con la que
se envenena a los televidentes (con reinas de belleza, presentadoras
de farándula, matones y mafiosos homenajeados por honorables
congresistas, divas que comercian con el mal gusto y la
estupidez),
las tragedias del país son, por supuesto, condimentadas con el
desparpajo típico de los noticieros CARACOL y RCN en donde los
chismes de los famosos son el perfecto aderezo para vender banalidad
antes que información. Dentro de esa “cultura light” en la
que detergentes y desinfectantes hacen parte de las políticas de la
asepsia y del control, el habitante de la calle es percibido y
señalado (en muchos casos) como una basura a
la que hay que desaparecer o, en el mejor de los casos, disimular.
Un llamado indigente declara: vivimos en la jugada de
ir por la ciudad recogiendo basura, pero por eso no nos tienen que
tratar como la basura de la ciudad.
Cómo no recordar aquí el tema de Mano Negra El señor matanza,
o la canción Pasaporte sello morgue de la agrupación de rap
La Etnnia, donde se describe una operación de las llamadas,
eufemísticamente, “limpieza social”:
Caminábamos todos de nuestro ambiente
la
noche ya remaba
run run la sirena
contra la pared
hijueputas no se muevan, que ya cayeron en la red
(...)
Dijimos somos humanos y tenemos nuestros derechos
ustedes son tan solo unos pobres desechos
y
vamos caminando ya para la estación
si
siguen mariquiando les vamos a dar una lección
así se le llama a la limpieza social
pasaporte sello morgue.
(...)
La
noche se presta y todo está apropiado
yo
me encargaré de hacer este gociado
Llegamos zona verde desértica de gente
Tírate perro morirás indigente pa´ pam,
pa´ pam lo llenamos de temor
nunca meditaron que cometían un error
pero sigo rodeando este auto por el río
para la sociedad no sos más que un lío
no
somos más que un lío.
A lo
largo del año 2005, cuando era docente de la Universidad Distrital
en la sede Tecnológica de Ciudad Bolívar (Candelaria La Nueva),
tenía mis clases a las seis de la mañana, lo que implicaba salir del
apartamento, por tarde, a las 5:30, para estar en la estación de Transmilenio
de Las Aguas y tomar el primer bus rumbo a la estación del Tunal. Si
aludo a esto es porque en el trayecto que separaba mi residencia de
la estación de Las Aguas, en ese corto espacio (de tres
cuadras), veía a varios habitantes de la calle, que
aún acostados se arropaban con cartones y periódicos en las puertas
de algunos edificios y locales comerciales.
En el
bus que baja por el eje ambiental de la Avenida Jiménez, observaba
de diez a quince “ñeros” acostados, algunos con sus perros, en las
entradas de viejos edificios. Las imágenes de estos hombres
inquietaban. Ver a un niño acostado aferrado a su talega de Bóxer,
dolía, y duele. Fue así como comencé a hablar en mis clases (tanto
de la Universidad Distrital como de la Universidad Cooperativa)
sobre la calle de El Cartucho, que por aquel entonces, estaban
tumbando para construir el parque Tercer Milenio. La demolición
había dispersado a los habitantes de este sitio por diferentes
sectores, uno de ellos, el centro de Bogotá. En las breves alusiones
que hacía a esta problemática social, los estudiantes se interesaron
y fue a partir de ese interés que comencé a buscar bibliografía y a
proponer textos para el estudio de esta realidad.
En el
primer semestre de aquel año, gracias a los estudiantes, logré
recopilar una cantidad considerable de documentos que, sería difícil
incluir en un solo ensayo. En este primer semestre de 2007, la
situación para estas personas no ha cambiado, muchos de ellos siguen
durmiendo a la intemperie, cobijándose con periódicos atiborrados de
fotos de políticos autosatisfechos de sus incansables esfuerzos por
hacerle creer al país que aquí todo va muy bien. Sé que desde un
escrito no voy a aportarles nada a ninguno de estos hombres, que no
creo (repito) que les interese, por lo demás,
lo que yo haya leído sobre ellos desde una fotocopia o un artículo
en internet, pero, si ahora quiero hacer un recorrido por esta
colcha de retazos bibliográficos, es porque considero que estos
hombres no tan sólo son un problema social, sino que desde sus
diferentes desplazamientos le han aportado a la cultura.
El
Cartucho se constituyó en una pequeña
república de las letras. Karl
Marx escribió un ensayo titulado La productividad del crimen,
en el que reflexionó sobre la rentabilidad que generan aquellos que
se han apartado de la ley:
El
criminal produce no solamente crímenes sino también la legislación
criminal que a su vez engendra al profesor que dicta conferencias
sobre esa legislación criminal y, además de esto, el inevitable
compendio en el cual este mismo profesor lanza sus conferencias
hacia el mercado general como “mercancías”. Esto trae consigo el
aumento de la riqueza nacional además de la satisfacción personal
que –como nos lo dice un testigo competente, Herr Profesor Roscher-
experimenta el autor con la redacción del manuscrito.
Por otra parte, el criminal genera la totalidad de la policía y de
la justicia criminal, los alguaciles, jueces, verdugos, jurados,
etc..
Pienso en trabajos como Territorios del
miedo en Santafé de
Bogotá, en el que se anota:
La
frecuente recurrencia de “El Cartucho” como lugar de producción de
miedo en el imaginario de la gente, nos sirve de ejemplo para
verificar algunos aspectos referentes a la producción de la
imagen.
Y a
propósito de producción de
imagen, habría que mencionar trabajos
artísticos como La Calle y El Parche (1992-1993),
obras de teatro realizadas por el grupo Sin Visaje del Programa
Nueva Vida-SOS, presentadas entre otros escenarios, en el teatro
Jorge Eliécer Gaitán;
el vídeo arte de Andrés Burbano Aroma de Cartucho (2001)
o en Re-corridos, una instalación interactiva, o Prometeo,
barrio Santa Inés, El Cartucho (2002-2003), realizado por el
proyecto C´undua, bajo la dirección de Rolf Abderhalden y Heidi
Abderhalden.
Carlos Carrillo un antiguo residente de esta zona, realizó una
inscripción del mito, de la siguiente manera:
En
este lugar, un hombre
con cara de buitre devoraba todos
los días el dinero de mis bolsillos
que tenía que llenarlos sin parar.
El
hombre, que me miraba
como algo insignificante que
podía devorar cuando quisiera,
carramaniao y con un suspiro
agonizante, sobre todo cuando
consumía, también descargaba
sus porquerías sobre mí.
Yo
me alimentaba de esta
porquería y lo devolvía en mi
propia degradación sobre el suelo
de
este lugar.
Por
su parte, Bruno Mazzoldi en
TRAC medita sobre aquellos hombres marginales que para
sobrevivir le echan “cuentos” a la gente para sacarles alguna
moneda:
Voy al grano, supongo.
He
hablado del caballero del viernes porque creo que el caso ilustra
eficazmente la definición de una categoría sociológica que ha
proporcionado motivo de polémica por dentro y por fuera de la
Comisión de Estructuración del Consejo Departamental de Cultura: los
llamados Trabajadores Anónimos de la Cultura -TRAC, para ser más
expedito.
No
por ceñirse el perfil en cuestión al de una orden clandestina de
pedigüeños recatados, sino al de quienes, sin haber frecuentado
talleres de escritores, academias o galerías de arte, sin pertenecer
a ninguna asociación de artesanos o cuerpo de baile folklórico, sin
haber nunca hincado la mínima banderilla onomástica sobre el lomo de
un "bien cultural", mueble o inmueble, intangible o tangible, a no
ser firmando un fresco de brocha gorda en una cancha de sapo, una
carta al novio, una viñeta de bus, un dibujo de computador borrado
por gracia de apagón, o ninguna de estas cosas, sin saber firmar y
sin tener nada que firmar, son habilitados para influenciar al
prójimo que toda efectiva acción de cultura convierte en lejano, es
decir capaces de compartir la responsabilidad de algún antídoto
contra el sonambulismo de la proximidad, un chance de quemar los
hábitos del buen vecino de sí mismo que anuncian el decaimiento de
los signos vitales, y que no es pertenencia computable, pieza
patrimonial, saber archivable, pues, estrictamente hablando, a
secas, ni siquiera es, sino apenas pasa zafando la polea
"esencia/accidente", y eso a duras y blandas penas, sin paso que no
sea también un impasse irreductible a la lógica de la
comunicación, del envío y del mensaje, sin que sea dado averiguar el
límite entre lo intencional y lo involuntario, lo verificable y lo
ficticio de su tránsito.
Pensemos en los desarrapados que piden una moneda “para un pan”
cuando lo más probable es que sea para basuco; en todo caso, esos
outsiders son Trabajadores Anónimos de la Cultura, porque han
ayudado a crear una narrativa compleja y, al mismo tiempo, una
cuidad laberíntica. Así lo refiere Alape en una crónica titulada
El Cartucho: de la memoria a la destrucción:
Entonces aquellas grandes y señoriales casas republicanas con sus
patios y un sinnúmero de habitaciones, comenzaron a ser
desmanteladas: desaparecieron puertas y ventanas y en los nuevos
espacios sombríos surgieron escondrijos para quienes estaban huyendo
y necesitaban desaparecer con el objeto robado.
Aparecieron otras puertas simuladas como bocas de estrechos
subterráneos que se comunicaban entre las casas que apenas se
sostenían con el tiempo. Y en aquellas madrigueras comienza a crecer
otro tipo de vida urbana, en medio de la maleza y la descomposición
social.
El
Cartucho no ha desaparecido, se diseminó por toda la ciudad. Por
ahora sólo propongo un tenue y breve recorrido por ciertos textos
que se han dedicado a estudiar este territorio, con el propósito de
hacer evidente cómo estos hombres han penetrado en la
literatura y
se han constituido, a sí mismos, en una
literatura ambulante.
Considero que la literatura es un territorio
que permite explorar la sociedad. Pero, podría preguntarse
qué entiendo por literatura, o mejor, desde dónde entiendo la
literatura, y en este punto, cito en extenso a Jacques Derrida:
La literatura es un viaje de la
piel, es el desplazamiento del logos hacia la aventura del hombre
que se entrega a la vida, y en este caso, a la tragedia.
En este sentido, algunos de los poemas
compilados por ediciones El Embalaje, son, para mí, gritos,
expresiones viscerales de un cuerpo que escapa desde las trazas a
tantas cárceles de hambre y desolación.
En un bello
ensayo, Consuelo Pabón escribe:
El grito es un soplo extremo
que exterioriza la crueldad que vive un
cuerpo. El grito es la
manifestación inmediata del esfuerzo que realiza un cuerpo por
escapar de sí mismo. El grito es un soplo, el grito es un espasmo.
Los cuerpos intentan, por la vía del grito, escapar de sí mismos.
Tal vez para muchos, estos poemas, no sean
literatura y mucho menos
poesía, pero considero que eso que entendemos por “literatura” no
tan sólo depende de quién escribe, sino también de quién lee.
Registro de pasada, entonces, un argumento de Terry Eagleton:
En
este sentido, César Aira anota: la
literatura como yo la entiendo es eso: una extensión-interpolación
de sentidos a lo real.
Jaime García Maffla, afirma a este respecto:
No
me asiste autoridad alguna para hacer a los poetas colombianos esta
pregunta, pero una expresión en uso en la mitad del siglo XX ha
caído en la oscuridad del alba del XXI más que en desuso: “Poesía
para los poetas”. No. Con Antonio Machado ya en el horizonte del
exilio diremos: “Poeta es aquel que habla por nosotros”.
En
ocasiones, me encuentro, por ejemplo, con textos que se les nota el
oficio profesional del escritor, pero son arquitecturas anodinas,
cuya erudición vacua no lleva consigo sangre, sino el monumental ego
de un funcionario de la letra impresa arrobado y encerrado en una
identidad arrogante y solipsística. Cuando leo, espero encontrarme
con un espíritu y no con una vedette. Por eso, estos textos
escritos por algunos habitantes de la calle, que tanto tienen de
escupitajo, son una literatura que no busca deslumbrar al lector,
sino que apela a su dolor, a sus miserias, a sus derrotas. Pero
volviendo sobre qué entiendo por literatura, consigno unas líneas de
Geoffrey Bennington:
La
literatura aspira a lo idiomático. El texto literario, que
ciertamente está más que determinado por todo tipo de cosas, no
posee definición no institucional (aunque lo literario va a
suspender toda institución, incluida la de la literatura) más que
como idioma.
La
posición que asumen estos errabundos es la de no convertir la
literatura en un mecanismo de producción editorial, sino en un
trabajo de afirmación poética. Estamos frente a una
poesía que
cuestiona, que no permanece indiferente al desplome del hombre.
A veces quisiéramos que la literatura nos regalara finales
felices donde el avión pueda aterrizar sin
novedad, el médico salga sonriente del quirófano, se abran los ojos
del niño ciego, se salve el muchacho al que mandan fusilar, vuelvan
las criaturas a encontrarse las unas con las otras, y se den
fiestas, se celebren bodas.
Pero la literatura no está para crear paraísos artificiales cargados
de buenas intenciones, la literatura, y en especial la
poesía, está
para interpelar, confrontar y trastocar la dura realidad.
Al
ensamblar este texto, deseo, quizá, cubrir con algunos jirones de
textos el cuerpo de un posible lector, al igual que los indigentes
que se envuelven con palabras de periódicos para escapar de la
intemperie, la soledad y el frío. En adelante sólo me atreveré a
zurcir una cita con otra y éstas con algunos fragmentos de una
entrevista a Iván D´anello, un ex habitante de El Cartucho,
para intentar evidenciar que estos nómades
no tan solo portan consigo mugre, sino también palabras:
PAPELITOS
¡No podemos entender
lo
que algunos aseguran!
Que venimos a vender
papeles que son basura
si
así como pueden ver
son literatura.
No
son un simple papel,
son mensajes
nacidos en la calle
bajo la luz de la luna,
que nosotros a la intemperie
les escribimos en un papel
sacado de la basura.
Iván: Estos son poemas escritos en la calle del
Cartucho, los recopilamos para dejar un recuerdo. Esa era la idea de
nosotros. Este libro se llama Poesía a la intemperie
porque está hecho en la calle. Dice que
"cambiamos el costal, las armas y la droga por la
poesía", porque también
esta es una forma de trabajo, aunque, en este país, la
poesía esté muy
desvalorizada. Nosotros somos ediciones
El Volante, los poetas del Cartucho. Partimos de vivencias y
enseñanzas de la calle. Hay poemas muy dicientes, por ejemplo, “Modelando”,
muestra cómo vivía uno allá en una habitación y qué se sentía al
estar dentro de ella.
Techo sucio, piso frío,
pared húmeda, puerta helada,
tranca, candado,
aguapanela, pan,
mañana, tarde, noche,
ayer, hoy y mañana…
Yo
aquí en este rincón
la
mitad de todo lo que
poseo, que no es nada.
Guardado y contenido
dentro de este rectángulo enano
hogar de mi castigo
lugar donde muere mi tiempo
hora tras hora
la
vida misma
único tesoro de mi ser.
Encerrado conmigo
ausente de mí mismo
jugando al juego que calma
el
dolor diario de vivir.
Iván: Ese poema fue escrito
en la residencia Millonarios, en una habitación de $2.000. Es de
autoría de El Científico.
Nosotros vivíamos en una residencia en el famoso barrio Santa Inés,
en lo que era El Cartucho, este barrio en el pasado (años veinte y
treinta), era un sitio de opulencia, donde vivía la burguesía de
Bogotá; a raíz del Bogotazo la gente se metió a invadir todas esas
casas y ahí fue donde nació El Cartucho (tal como ahora se lo
conoce). En la residencia se veía solamente a personas que
trabajaban con poemas, la residencia se llamaba Millonarios, eran
unas casas grandes de dos patios, en las cuales entraba uno y
encontraba un patio, seguía y encontraba otro y alrededor de los
patios había habitaciones. Entonces, uno, en esos sitios, convive
con el ladrón, con la prostituta, con el ñero, con todos, la
convivencia es esa, todo el mundo tiene su cuento, pero es una
convivencia.
En ese momento yo trabajaba con artesanías en
ladrillitos, para un hogar cristiano, tratando de recuperarme y
recaí y volví allá pero con las artesanías, entonces, evolucionaba
con eso, pero siempre teníamos el mismo vínculo de amigos, de ahí
fue que nació ediciones El Volante, en esa residencia; allí, se
trabajaba con eso y con poemas, unos poemas todos arrugados; las
personas a quienes se los entregábamos no los cogían porque no
estábamos limpios; en esos momentos, la gente los recibía más por
miedo que por otra cosa.
El Científico era una gran persona, él era un
arquitecto de la Universidad Piloto. Al hombre lo cogió la droga y
se murió de bronconeumonía.
Estos poemas son de varios autores, más que todo son poemas de El
Científico, hay otros del Go Go, de La Mona. El Científico murió
hace cinco años. El Costeño está vivo, tiene como cuarenta años; él
vivió en España, el hombre es muy inteligente, y es de la misma
época de nosotros. Él escribió Desechables:
"el tiempo nos hace desechables/ nos baja la mirada". Un día
le entregué ese poema a un señor que me dijo: "para qué habla
mierda, si el tiempo no los hace desechables, lo que los hace
desechables es la droga"... uno con esto sufre, a mí, por
ejemplo, me han botado al piso el poema que entrego, lo tratan a uno
como ladrón, y eso que uno está trabajando, pero, a pesar de esto,
hay que seguir.
Estos poetas son viajeros que
caminan por entre los abismos. La
escritura es su senda. Ellos
pliegan el asfalto desde sus infiernos. A cada palabra que escriben,
ellos se inscriben y reinventan la ciudad. Quien se lanza a la calle
se está enfrentando con lo desconocido, al igual que el
escritor que
se lanza hacia la página en blanco. Así lo percibió en un poema
El Costeño:
DESECHABLES
El
tiempo nos hace desechables
Nos baja la mirada
Nos arrastra por el piso las angustias
Rondamos la basura del ayer
Mendigamos días blandos de cartón
Descartamos el enigma del futuro
Las palabras tiemblan y se caen
Cuando el tiempo nos hace desechables
Tejemos con retazos nuestros años
Con miedo nuestras noches.
Cuánto dolor en la orfandad de un hombre abrazado a su perro… la
secta de los ciegos, como bien supo ver Sábato, es la terrible
condición espiritual del hombre de estos tiempos. Para
Lezama Lima:
Los antiguos teólogos afirmaban que
podríamos precisar la influencia del Maligno en nosotros por la
presencia del hastío y la indiferencia.
Muchos sienten hastío frente a la indigencia y su respuesta es la
insensibilidad.
PLOMO
Me
pesa como el plomo
el
conocimiento matutino
de
ser también hoy incapaz
de
saltar o romper el muro
que conforma y define
este espacio así:
Cerrado y figurado en círculo
ceñido por una línea
que además de ser una línea
es
un trazo sin sentido.
Mi
propósito de ser pero no poder
que de quien está a mi lado
veo en su cara, y en su rostro leo
el
querer con ansias ser querido
con hechos concretos
que se definen con caricias de metal.
Y
al mismo tiempo agradecer
el
no estar aquí sino en el muladar huyendo de mí y de él;
pero esperando que llegue yo
y
le dé un poquito del veneno
con el cual él se mata
atrayéndolo a mi lado
para que venga a matarse conmigo en este mi calabozo de muros
inexistentes donde pago la pena
de
no tener vergüenzas.
Este es un poema de resistencia
frente a la abyección y la muerte. La errancia deviene caída hacia
los abismos de la oscuridad. La poesía es un acto de sanación porque
talla con el espolón de la escritura el sufrimiento. La
poesía es
una convergencia de todos los elementos, es una danza vital. Quizá,
por esto, los poetas son los alquimistas de estas épocas, porque
transmutan los "metales" innobles en "oro", o lo que es más o menos
lo mismo, metamorfosean los sentimientos reactivos en levadura y
levedad:
En un tiempo
pensaba que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un
hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me
siento orgulloso al decir que soy inhumano, que no pertenezco
a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con
credos ni principios. No tengo nada que ver con la máquina crujiente
de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra! Digo esto con la cabeza
reclinada en la almohada y siento los cuernos que me brotan en las
sienes (...) incorporo mi lodo, mi excremento, mi locura, mi éxtasis
al gran circuito que circula a través de los subterráneos de la
carne (...).Codo a codo con la raza humana corre otra raza de seres,
los inhumanos, la raza de los artistas que, estimulados por impulsos
desconocidos, toman la masa inerte de la humanidad y, mediante la
fiebre y el fermento de que la imbuyen, convierten esa pasta húmeda
en pan y el pan en vino y el vino en canción.
El poeta transforma esa
sustancia llamada realidad y regala su trabajo a todos los hombres
o, al menos, a aquellos que se acercan de corazón a la poesía. Nada
más cierto que aquello que expresa Alejandro Jodorowsky:
cada libro profundo es un regalo del autor a la
humanidad. El escritor invierte todo su tiempo, toda su energía en
su creación, a sabiendas de que no ganará prácticamente nada... ¡Qué
regalo magnífico! Sí, los escritores son benefactores del género
humano.
Así, El Científico, El Costeño y tantos otros poetas anónimos de El
Cartucho, son geógrafos de los padecimientos del hombre, y, al mismo
tiempo, son nómades que caminaron, no tan sólo por calles, sino por
las alcantarillas de Occidente.
(sigue)
Notas:
GIECO, León.
Bajo El Sol De Bogotá.
En:
El vivo de León.
EMI, 2003.
NIÑO MURCIA, Soledad. LUGO, N. ROZO, C. y VEGA, L.
Territorios del miedo en Santafé de Bogotá. Bogotá,
Tercer Mundo Editores, Observatorio de la Cultura Urbana e
Instituto Colombiano de Antropología, 1998. p. 98.
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