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ISSN 1688-1672

 



BERGMAN, INGMAR - GRITOS Y SUSURROS - FOTOGRAFÍA -

La estructura no aristotélica de un clásico de Bergman*

Gerardo Fernández García

La visión de Bergman del papel funcional del sexo no incluye una calificación. Se acoge al más estricto sentido del procedimiento griego del arte antes de Sócrates, quien, a través de Esquilo, dio preponderancia en éste al moralismo y la didáctica


Resulta innecesario buscar un pretexto para intentar el análisis de una obra maestra, lo tenemos en lo paradigmática que siempre resultan; mucho más si es un filme de Ingmar Bergman.  No obstante, por si hubiese alguien con incontenible sentido de rivalidad que quiera destacar nuestro destiempo, la justificación la vamos a encontrar en las posibilidades del abordaje de una estructura y de un género que mucho confunden a neófitos y especialistas.

Si hemos de ir al origen del conflicto que ha acompañado al cine durante más de una centuria, los nombres de personas e instituciones involucradas son los de los hermanos Lumière. George Mèliés, y la Escuela de Brighton.

En primer lugar los inventores de un artefacto técnico desconcertante hasta para ellos mismos (aunque hoy sabemos que en familiar intento pretendieron narrar dramáticamente con él); luego al magnífico diseñador de herramientas sin las que un Griffith, un Eisenstein  y un Welles no hubieran podido consolidar el lenguaje cinematográfico, es decir, sin Mèliés; introductor también al celuloide de una estructura teatral que hoy disfrutamos o padecemos; y por último, hay que mencionar a los fotógrafos de la británica Escuela brihgtoneana. De estos tres factores, específicamente de los dos últimos, emerge la disyuntiva cine teatralizado, cine fotográfico. 

Pero por mucho que los puristas fotográficos del cine quieran circunscribir el nacimiento de una nueva forma de narrar al soporte técnico que finalmente fraguó en el 1895, y vean a Mèliés como a un mistificador, como a un individuo que sólo aportó redundancia al cinematógrafo, toda vez que el recién nacido contaba entre sus virtudes con la maravillosa posibilidad de narrar una historia en movimiento a través de cuadros o fotos, sin la técnica de una acción dramática unificadora y la sujeción del efecto psicológico del suspenso o la expectativa, hay que recordarles que en igual año se estrenaba en Moscú La gaviota, fallido intento de Antón Chéjov por el empeño de innovación para un público teatral acostumbrado a la truculencia y la aberración de melodramas grandilocuentes, precisamente con el tratamiento de un género asiático, ya usado por los griegos, pero poco usual entonces en occidente, un género aún más realista que sus dos antecesores que también lo son, la tragedia y la comedia, y la sencillez de una estructura a base del acumulado de la información y el crecimiento hacia un clímax escena tras escena. Lo mismo; quizás con menos posibilidades de lenguaje en la ejecución por la dinámica expresiva de un cuadro tras otro en el cine, de una foto en relación con la siguiente.

De modo que si el nuevo vehículo técnico posibilitaba una forma distinta de narrar, también el Teatro de Arte de Moscú, bajo la dirección del persistente Konstantín Stanislavski, probó en igual fecha que sobre las tablas había similar posibilidad.  Es decir, que en la tradición narrativa de Asia que con propiedad caló fuerte desde entonces en la dramaturgia y la histriónica rusa y en las posibilidades del cinematógrafo francés, hay que situar el nacimiento mancomunado de la estructura de progresión acumulativa y del género pieza; formas predilectas del, lamentablemente, casi en desuso cine de autor. No en balde Antón Chéjov es uno de los autores teatrales más llevado al cine por los realizadores con mayor apego a la fotografía.

Sobre estas bases originarias hay que situar el intento de análisis del  filme bergmaniano que hemos seleccionado.

Primero que todo su preponderancia fotográfica: una cámara decidora con sus movimientos, sus encuadres, la luz y los colores, en resumen, una cámara dramática que se toma su tiempo para dar vida y caracterizar con cada objeto, con cada ingrediente.  A ello sumémosle con igual propósito la banda sonora. Baste detallar el expresivo punto de arranque de Gritos y susurros (1972):

Créditos sobre el fondo rojo de la vida con espaciados sonidos de la campanilla de un reloj, como para lograr el tempo adecuado al género, pero también expresión simbólica, se nos ocurre, de la tragedia humana: finitud del ser en el eterno e indiferente decurso del tiempo. Luego la primera imagen, el torso de una estatua de espalda, lira en mano, en medio del descampado del jardín y la bruma de la mañana.  El arte en igual soledad que el hombre. ¿Inimaginable digresión, incapacidad nuestra o declaración de un postulado ontoestético? 
 
Posteriormente, en contradictorio amanecer, igual soledad de los troncos de tres árboles y un cuarto a medio ver: tres van a ser las hermanas en la historia que nos va a contar, atendidas y casi sobreprotegidas por una criada.  Finalmente otra toma y otro árbol, rico en frondosidad y exuberancia cual familia pudiente; pero también solo en la negrura trágica de su silueta, a lo que hay que añadir el presagio de una desgracia en el graznido de un cuervo espeluznante.  Ya el espectador está en tono, ya Bergman le ha afinado las cuerdas de su sensibilidad a pura fotografía y sonido para los intereses de su relato.

Ahora toca su turno a la caracterización de sus personajes y al elemento unificador de su historia.  Comencemos por esto último:

Objetos algo más que ornamentales y el reloj sonido y figura de mujer que cuelga en péndulo, como del tiempo pende la vida de Agne, una de las hermanas que yace enferma en su cama.  Ella es  la unidad del filme, sus últimos momentos de existencia, su falta de realización, sus conceptos, su nobleza, sus dolores y penas, que para nada están hilvanados por medio de una lucha objetiva de bandos en pugna, si no nos imaginamos la oculta lidia de su propio organismo, inútil en términos estructurales.  Desde el comienzo el médico nos hace saber su criterio: “No creo que vaya a vivir muchos días más”.  Ni quisiera ella lucha contra la muerte, y las hermanas sólo han venido a cumplir distantes, cuidadosas de mezclarse a lo más descarnado de la existencia, con convenciones más sociales que de afecto filial.  No hay una acción dramática que estructure en torno a la enferma y su inminente muerte; el hecho, el fenómeno mismo en el personaje es la unidad.  Del evento, del proceso trágico emergen entonces, en viñetas de las cuales algunas son pequeñas acciones, los fundidos a rojo que las introducen para darnos a conocer el conflicto de cada personaje.  Pero antes, señalemos la paradoja que el cineasta nos ofrece, para nada emanante de la idea del paraíso como destino de los buenos: Agne la virgen, Agne la más humana, Agne la artista, es precisamente quien muere en la historia.

Primero Anna, la criada. (Agne-Anna, sospechosa similitud de nombres que podría estar insinuándonos algo más que un vínculo nominal). Indudablemente Anna es la figura con la que se va Bergman en su simpatía para expresarnos sin prejuicios los intrincados lazos de un erotismo maternal con su patrona, como sublimación o reacción compensativa por la muerte de la pequeña hija del personaje; pero principalmente por su sentido humilde de solidaridad, por su desinterés y entrega, porque su sencillo modo de relacionarse con la vida la hace más genuina.  La criada es la heroína víctima de su historia, quien más aporta y ¿quien menos recibe?  ¿No es la imagen de su rostro la viva estampa de una persona realizada cuando al fin lee el diario  íntimo de su patrona ya muerta -de su niña sustituta-, del cual ha logrado apoderarse? 

Pero de igual modo, y sin desdeñar lo señalado, toda vez que Bergman goza y nos hace disfrutar con la ambigüedad como categoría estética, puede la polisemia del guionista-director estar evidenciándonos en la criada similar celo por la posible revelación de una relación o de un sentimiento lésbico en el documento.  No exageramos, puesto que el tema como canal de afecto y prejuicio moral subyace en la historia de las otras dos hermanas.

Luego María.  La siempre niña, la preferida de su difunta madre; tan vacía y llena de soledad como ella, pero osada en los intentos de satisfacer  su necesidad de afecto; encantadora y egoísta, perversa porque el encierro social en el que la han situado es deformante; poco valora su maternidad y mucho menos a un marido cobarde, teatral en su forma inútil de luchar contra la infidelidad de su mujer.  Una figura masculina que desdibuja Bergman entre la culpa y la infelicidad.

La economía del artista sueco, su aprovechamiento narrativo, hace coincidir la enfermedad de la niña de Anna, en retrospectiva, con la evidencia de una historia común a María y el doctor.  Pero ya en el presente nos la había caracterizado en una pequeña acción dramática: María intenta reproducir aquella relación de antaño, el médico, en gran regodeo de venganza, coquetea con la necesidad femenina, pero finalmente la desprecia, la humilla.  Inteligente situación en la que el artista coloca a su personaje para el logro de un crecimiento dramático en lo que resta de historia. 

Pero de paso, continuemos observando a los hombres del filme; acá otra figura fría y dispensadora de placeres, gozadora del poder que la sociedad le otorga.

Siempre entrelazado con la agonía unificadora de la enferma y a través de los fundidos a rojo de la realización, finalmente la historia se ocupa de Karen, la hermana mayor.  No por gusto sabemos desde un principio de su gélida autoridad, de su tejido como la actividad con que pretende llenar el vacío de su vida o de sus cuentas agobiantes, o de sus grandes manos torpes con la que luego su marido la caracteriza.  Karen es la mártir, la que menos posibilidades tiene de sustraer placer de la alteración de los mapas convencionales de su sociedad, la más rígida, la que más sufre.  Y de nuevo nos surge otra acción dramática en la viñeta más desgarrante del filme: La cena como exposición (la comida en perenne asociación de Bergman con el sexo), Karen y su aristocrático marido. 

Miradas de soslayo al rostro del hombre, del viejo que degusta en presagiosa masticación, mientras las torpes manos de la mujer juegan con la dionisiaca copa de vino, hasta que se le rompe cuando sabe que hoy no habrá el preámbulo de un café, que hoy es directo a la alcoba. He aquí la complicación de la viñeta, ya, en su estrechísimo marco, no le queda más remedio que luchar de otro modo. De su mirada inquisitiva se evade Karen, ahora para observar el juego de sus dedos con un pedazo del cristal de la copa.  Fragmento de vidrio que aparece en la siguiente escena sobre la pequeña bandeja del tocador donde Anna, en trágico ritual, la prepara para el sacrificio de la cama.  Sabemos de la agonía de Karen en el maltrato y la pronta disculpa con la criada, sabemos de cómo ésta entiende y se identifica en su perdón y retiro con su igual femenina más allá de la diferencia de estatus.  “¡No, hoy no!”, intuimos que se está diciendo como preparación de un preclímax, de la escena necesaria en la estructura de cualquier acción.  Y allá va: se sienta, levanta el refajo y corta su vulva con el pedazo del cristal de la baconiana copa.  ¡Qué femenino grito el de Bergman!  ¡Qué síntesis más vindicadora de una injusticia social!  ¡Qué artista!  ¡Cuánto humanismo!  Y remata el creador con el clímax reivindicativo, cuando ya en la cama esparce por su rostro la sangre de la inmolación  mirando en satisfecha venganza al ahora desconcertado marido. 

De nuevo otra figura masculina moralmente deslucida, como luego lo va a ser también el cura con menos fe que la muerta que recibe sus santos óleos, visionaria en vida del sentido efímero de la felicidad.

La visión de Bergman del papel funcional del sexo no incluye una calificación. Se acoge al más estricto sentido del procedimiento griego del arte antes de Sócrates, quien, a través  de Esquilo, dio preponderancia en éste al moralismo y la didáctica. Por lo que no podemos ver los hechos como desviación moral.  El creador que hay en él resulta más agudo por ser más social.  Nos expresa su tendencia sin paternalismos ramplones, nos da su concepto con elegante y casi lograda objetividad.  Para él el sexo es uno, y es algo más que sensaciones físicas, es realización personal y expresión de afecto, por tanto va cargado de gran espiritualidad. 

Pero sus personajes no visualizan el fenómeno de igual manera, no se lo permiten las convenciones de la sociedad que ha modelado sus ideas conductuales.  Es por ello que María horroriza a Karen por la insinuada experiencia de ambas y el reclamo lésbico de ahora.  Karen se desvive por la misma caricia que rechaza con histérica fuerza, es por ello que los odia a todos.

¿A quién acusa Bergman?  Únicamente a la sociedad de absurdas reglas del juego que divide a sus miembros en víctimas y victimarios, estos últimos a la larga también perdedores en su juego hegemónico.

Hemos visto, casi más que oído, todo un alegato de personajes que sin luchar por salirse del yugo que los limita, nos han narrado una historia de decadencia social. Significativamente la ausencia de iniciativas liberadora diseña una estructura que sólo expone, que unifica con un hecho (la enfermedad y posterior muerte de Agne en este caso), y no con la acción dramática, como lo haría la clásica o aristotélica.  Indisolublemente ligadas a esta otra estructura, la de progresión acumulativa, como suele llamársele,  las soluciones realistas del género que le pertenece, la pieza, ayudan como ninguna otra a la indagación, a la introspección, a la radiografía de un suceso y sus componentes. 

Esa técnica le ha permitido a Ingmar Bergman narrarnos, como si no hubiera pasado nada, un diminuto y enorme drama donde la vida, cual espiral juguetona, continúa indiferente, pero siempre hincando el arma de Damocles en la espalda de la existencia: la dramática finitud del ser en el indetenible decurso del tiempo. 

¡Qué maravilloso y real logro artístico, a pesar de la censura hoy conocida! Forma ideal que trasporta el contenido del testimonio.  ¡Qué efectiva  evidencia de las absurdas ideas que nos rigen para el agobio de tan breve período!... 


*Seminario   impartido   en  el  departamento de Cultura   de  la   Alcaldía   Mayor   de   Caracas, abril de 2008

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