Resulta innecesario
buscar un pretexto para intentar el análisis de una obra maestra, lo
tenemos en lo paradigmática que siempre resultan; mucho más si es un
filme de Ingmar Bergman. No obstante, por si hubiese alguien con
incontenible sentido de rivalidad que quiera destacar nuestro
destiempo, la justificación la vamos a encontrar en las
posibilidades del abordaje de una estructura y de un
género que
mucho confunden a neófitos y especialistas.
Si hemos de ir al origen del conflicto que ha
acompañado al cine durante más de una centuria, los nombres de
personas e instituciones involucradas son los de los hermanos Lumière. George Mèliés, y la Escuela de Brighton.
En primer lugar los inventores de un artefacto
técnico desconcertante hasta para ellos mismos (aunque hoy sabemos
que en familiar intento pretendieron narrar dramáticamente con él);
luego al magnífico diseñador de herramientas sin las que un Griffith,
un Eisenstein y un Welles no hubieran podido consolidar el lenguaje
cinematográfico, es decir, sin Mèliés; introductor también al
celuloide de una estructura teatral que hoy disfrutamos o padecemos;
y por último, hay que mencionar a los fotógrafos de la británica
Escuela brihgtoneana. De estos tres factores, específicamente de
los dos últimos, emerge la disyuntiva cine teatralizado, cine
fotográfico.
Pero por mucho que los puristas fotográficos del
cine
quieran circunscribir el nacimiento de una nueva forma de narrar al
soporte técnico que finalmente fraguó en el 1895, y vean a Mèliés
como a un mistificador, como a un individuo que sólo aportó
redundancia al cinematógrafo, toda vez que el recién nacido contaba
entre sus virtudes con la maravillosa posibilidad de narrar una
historia en movimiento a través de cuadros o
fotos, sin la técnica
de una acción dramática unificadora y la sujeción del efecto
psicológico del suspenso o la expectativa, hay que recordarles que
en igual año se estrenaba en Moscú La gaviota, fallido intento de
Antón Chéjov por el empeño de innovación para un público teatral
acostumbrado a la truculencia y la aberración de melodramas
grandilocuentes, precisamente con el tratamiento de un género
asiático, ya usado por los griegos, pero poco usual entonces en
occidente, un género aún más realista que sus dos antecesores que
también lo son, la tragedia y la
comedia, y la sencillez de una
estructura a base del acumulado de la información y el crecimiento
hacia un clímax escena tras escena. Lo mismo; quizás con menos
posibilidades de lenguaje en la ejecución por la dinámica expresiva
de un cuadro tras otro en el cine, de una foto en relación con la
siguiente.
De modo que si el nuevo vehículo técnico posibilitaba
una forma distinta de narrar, también el Teatro de Arte de Moscú,
bajo la dirección del persistente Konstantín Stanislavski, probó en
igual fecha que sobre las tablas había similar posibilidad. Es
decir, que en la tradición narrativa de Asia que con propiedad caló
fuerte desde entonces en la dramaturgia y la histriónica rusa y en
las posibilidades del cinematógrafo francés, hay que situar el
nacimiento mancomunado de la estructura de progresión acumulativa y
del género pieza; formas predilectas del, lamentablemente, casi en
desuso cine de autor. No en balde Antón Chéjov es uno de los autores
teatrales más llevado al
cine por los realizadores con mayor apego a
la fotografía.
Sobre estas bases originarias hay que situar el
intento de análisis del filme bergmaniano que hemos seleccionado.
Primero que todo su preponderancia fotográfica: una
cámara decidora con sus movimientos, sus encuadres, la luz y los
colores, en resumen, una cámara dramática que se toma su tiempo para
dar vida y caracterizar con cada objeto, con cada ingrediente. A
ello sumémosle con igual propósito la banda sonora. Baste detallar
el expresivo punto de arranque de Gritos y susurros (1972):
Créditos sobre el fondo rojo de la vida con
espaciados sonidos de la campanilla de un reloj, como para lograr el
tempo adecuado al género, pero también expresión simbólica, se nos
ocurre, de la tragedia humana: finitud del ser en el eterno e
indiferente decurso del tiempo. Luego la primera imagen, el torso
de una estatua de espalda, lira en mano, en medio del descampado del
jardín y la bruma de la mañana. El
arte en igual soledad que el
hombre. ¿Inimaginable digresión, incapacidad nuestra o declaración
de un postulado ontoestético?
Posteriormente, en contradictorio
amanecer, igual soledad de los troncos de tres árboles y un cuarto a
medio ver: tres van a ser las hermanas en la historia que nos va a
contar, atendidas y casi sobreprotegidas por una criada. Finalmente
otra toma y otro árbol, rico en frondosidad y exuberancia cual
familia pudiente; pero también solo en la negrura trágica de su
silueta, a lo que hay que añadir el presagio de una desgracia en el
graznido de un cuervo espeluznante. Ya el espectador está en tono,
ya Bergman le ha afinado las cuerdas de su sensibilidad a pura
fotografía y sonido para los intereses de su relato.
Ahora toca su turno a la caracterización de sus
personajes y al elemento unificador de su historia. Comencemos por
esto último:
Objetos algo más que ornamentales y el reloj sonido y
figura de mujer que cuelga en péndulo, como del tiempo pende la vida
de Agne, una de las hermanas que yace enferma en su cama. Ella es
la unidad del filme, sus últimos momentos de existencia, su falta de
realización, sus conceptos, su nobleza, sus dolores y penas, que
para nada están hilvanados por medio de una lucha objetiva de bandos
en pugna, si no nos imaginamos la oculta lidia de su propio
organismo, inútil en términos estructurales. Desde el comienzo el
médico nos hace saber su criterio: “No creo que vaya a vivir muchos
días más”. Ni quisiera ella lucha contra la
muerte, y las hermanas
sólo han venido a cumplir distantes, cuidadosas de mezclarse a lo
más descarnado de la existencia, con convenciones más sociales que
de afecto filial. No hay una acción dramática que estructure en
torno a la enferma y su inminente
muerte; el hecho, el fenómeno
mismo en el personaje es la unidad. Del evento, del proceso trágico
emergen entonces, en viñetas de las cuales algunas son pequeñas
acciones, los fundidos a rojo que las introducen para darnos a
conocer el conflicto de cada personaje. Pero antes, señalemos la
paradoja que el cineasta nos ofrece, para nada emanante de la idea
del paraíso como destino de los buenos: Agne la virgen, Agne la más
humana, Agne la artista, es precisamente quien muere en la historia.
Primero Anna, la criada. (Agne-Anna, sospechosa
similitud de nombres que podría estar insinuándonos algo más que un
vínculo nominal). Indudablemente Anna es la figura con la que se va
Bergman en su simpatía para expresarnos sin prejuicios los
intrincados lazos de un erotismo maternal con su patrona, como
sublimación o reacción compensativa por la muerte de la pequeña hija
del personaje; pero principalmente por su sentido humilde de
solidaridad, por su desinterés y entrega, porque su sencillo modo de
relacionarse con la vida la hace más genuina. La criada es la
heroína víctima de su historia, quien más aporta y ¿quien menos
recibe? ¿No es la imagen de su rostro la viva estampa de una
persona realizada cuando al fin lee el diario íntimo de su patrona
ya muerta -de su niña sustituta-, del cual ha logrado apoderarse?
Pero de igual modo, y sin desdeñar lo señalado, toda vez que Bergman
goza y nos hace disfrutar con la
ambigüedad como categoría estética,
puede la polisemia del guionista-director estar evidenciándonos en
la criada similar celo por la posible revelación de una relación o
de un sentimiento lésbico en el documento. No exageramos, puesto
que el tema como canal de afecto y prejuicio moral subyace en la
historia de las otras dos hermanas.
Luego María. La siempre niña, la preferida de su
difunta madre; tan vacía y llena de soledad como ella, pero osada en
los intentos de satisfacer su necesidad de afecto; encantadora y
egoísta, perversa porque el encierro social en el que la han situado
es deformante; poco valora su maternidad y mucho menos a un marido
cobarde, teatral en su forma inútil de luchar contra la infidelidad
de su mujer. Una figura masculina que desdibuja Bergman entre la
culpa y la infelicidad.
La economía del artista sueco, su aprovechamiento
narrativo, hace coincidir la enfermedad de la niña de Anna, en
retrospectiva, con la evidencia de una historia común a María y el
doctor. Pero ya en el presente nos la había caracterizado en una
pequeña acción dramática: María intenta reproducir aquella relación
de antaño, el médico, en gran regodeo de venganza, coquetea con la
necesidad femenina, pero finalmente la desprecia, la humilla.
Inteligente situación en la que el artista coloca a su personaje
para el logro de un crecimiento dramático en lo que resta de
historia.
Pero de paso, continuemos observando a los hombres
del filme; acá otra figura fría y dispensadora de placeres, gozadora
del poder que la sociedad le otorga.
Siempre entrelazado con la agonía unificadora de la
enferma y a través de los fundidos a rojo de la realización,
finalmente la historia se ocupa de Karen, la hermana mayor. No por
gusto sabemos desde un principio de su gélida autoridad, de su
tejido como la actividad con que pretende llenar el
vacío de su vida
o de sus cuentas agobiantes, o de sus grandes manos torpes con la
que luego su marido la caracteriza. Karen es la mártir, la que
menos posibilidades tiene de sustraer placer de la alteración de los
mapas convencionales de su sociedad, la más rígida, la que más
sufre. Y de nuevo nos surge otra acción dramática en la viñeta más
desgarrante del filme: La cena como exposición (la comida en perenne
asociación de Bergman con el
sexo), Karen y su aristocrático
marido.
Miradas de soslayo al rostro del hombre, del viejo que
degusta en presagiosa masticación, mientras las torpes manos de la
mujer juegan con la dionisiaca copa de vino, hasta que se le rompe
cuando sabe que hoy no habrá el preámbulo de un café, que hoy es
directo a la alcoba. He aquí la complicación de la viñeta, ya, en su
estrechísimo marco, no le queda más remedio que luchar de otro modo.
De su mirada inquisitiva se evade Karen, ahora para observar el
juego de sus dedos con un pedazo del cristal de la copa. Fragmento
de vidrio que aparece en la siguiente escena sobre la pequeña
bandeja del tocador donde Anna, en trágico ritual, la prepara para
el sacrificio de la cama. Sabemos de la agonía de Karen en el
maltrato y la pronta disculpa con la criada, sabemos de cómo ésta
entiende y se identifica en su perdón y retiro con su igual femenina
más allá de la diferencia de estatus. “¡No, hoy no!”, intuimos que
se está diciendo como preparación de un preclímax, de la escena
necesaria en la estructura de cualquier acción. Y allá va: se
sienta, levanta el refajo y corta su vulva con el pedazo del cristal
de la baconiana copa. ¡Qué femenino grito el de Bergman! ¡Qué
síntesis más vindicadora de una injusticia social! ¡Qué artista!
¡Cuánto humanismo! Y remata el creador con el clímax
reivindicativo, cuando ya en la cama esparce por su rostro la sangre
de la inmolación mirando en satisfecha venganza al ahora
desconcertado marido.
De nuevo otra figura masculina moralmente deslucida,
como luego lo va a ser también el cura con menos fe que la muerta
que recibe sus santos óleos, visionaria en vida del sentido efímero
de la felicidad.
La visión de Bergman del papel funcional del
sexo no
incluye una calificación. Se acoge al más estricto sentido del
procedimiento griego del arte antes de Sócrates, quien, a través de
Esquilo, dio preponderancia en éste al moralismo y la didáctica.
Por lo que no podemos ver los hechos como desviación moral. El
creador que hay en él resulta más agudo por ser más social. Nos
expresa su tendencia sin paternalismos ramplones, nos da su concepto
con elegante y casi lograda objetividad. Para él el
sexo es uno, y
es algo más que sensaciones físicas, es realización personal y
expresión de afecto, por tanto va cargado de gran espiritualidad.
Pero sus personajes no visualizan el fenómeno de
igual manera, no se lo permiten las convenciones de la sociedad que
ha modelado sus ideas conductuales. Es por ello que María horroriza
a Karen por la insinuada experiencia de ambas y el reclamo lésbico
de ahora. Karen se desvive por la misma caricia que rechaza con
histérica fuerza, es por ello que los odia a todos.
¿A quién acusa Bergman? Únicamente a la sociedad de
absurdas reglas del juego que divide a sus miembros en víctimas y
victimarios, estos últimos a la larga también perdedores en su juego
hegemónico.
Hemos visto, casi más que oído, todo un alegato de
personajes que sin luchar por salirse del yugo que los limita, nos
han narrado una historia de decadencia social. Significativamente
la ausencia de iniciativas liberadora diseña una estructura que sólo
expone, que unifica con un hecho (la enfermedad y posterior muerte
de Agne en este caso), y no con la acción dramática, como lo haría
la clásica o aristotélica. Indisolublemente ligadas a esta otra
estructura, la de progresión acumulativa, como suele llamársele,
las soluciones realistas del género que le pertenece, la pieza,
ayudan como ninguna otra a la indagación, a la introspección, a la
radiografía de un suceso y sus componentes.
Esa técnica le ha permitido a Ingmar Bergman
narrarnos, como si no hubiera pasado nada, un diminuto y enorme
drama donde la vida, cual espiral juguetona, continúa indiferente,
pero siempre hincando el arma de Damocles en la espalda de la
existencia: la dramática finitud del ser en el indetenible decurso
del tiempo.
¡Qué
maravilloso y real logro artístico, a pesar de la censura hoy
conocida! Forma ideal que trasporta el contenido del testimonio.
¡Qué efectiva evidencia de las absurdas
ideas que nos rigen para el
agobio de tan breve período!...
*Seminario impartido en el departamento de
Cultura de la Alcaldía Mayor de Caracas, abril de 2008 |
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