III.
Filosofías privadas
Para alguien
como W. Yeats, que vaciaba el contenido de una formación
sólida -la cual nunca tuvo- en procura del éxtasis
que aguarda a la contemplación mística -la cual
nunca experimentó, al menos no en el sentido que William
James da a ese término-, sólo le quedaba un camino:
sustentar los pilares de aquel escurridizo mundo en la superchería
y experimentar el más allá a través de una
teoría afín. Para lo primero contó con la
escritura automática
y la inestimable ayuda de su mujer, Lady Hyde-Less, que se entendía
a las mil maravillas con los "comunicantes".
De lo segundo se encargó el propio Yeats, ingresando en
1887 en la Sociedad Teosófica. Allí se acercó
al ocultismo, a madame Blavatsky y a los neoplanónicos.
Ya hacia el final de su vida creyó ver una explicación
del Todo en la filosofía del obispo Berkeley, más
por ser irlandés que por su idealismo dogmático;
aunque éste se avenía perfectamente, o al menos
él lo vio así, a su creencia en un mundo espiritual
y en el artista como un ser contemplativo.
El resultado de todo esto: Una Visión (1925). Donde nos habla de las revoluciones
del sol y la luna, el símbolo del cono, las veintiocho
(¿o
eran veintinueve?)
encarnaciones y, como si fuera poco, afirma que esta metafísica
abollada le ha servido nada menos que para "encerrar
en un solo pensamiento la realidad y la justicia".
"Aquí
en Irlanda, donde las artes se han desarrollado con humildad,
encontrarán los artistas a mano dos pasiones: la vida Invisible
y la del amor al país" (Irlanda y las artes, 1901)
IV. 'El frenesí de un viejo'
Yeats era
un buen contador de anécdotas (recordar aquella frase de Oscar Wilde que
describía a los irlandeses como una nación de brillantes
fracasos, no obstante los más grandes conversadores desde
Demóstenes) así como un fino libelista. Esto se
comprueba en retazos de sus Autobiografías, en varios
párrafos de los ensayos Ideas sobre el Bien y el Mal, y en toda su Dramatis Personae.
"La
Naturaleza quería que yo hiciese algunos versos [...] y
me arrancó de las escuelas de arte de Dublín,
en las que habría continuado haciendo dibujos rutinarios,
y me envió a una biblioteca para que leyese malas traducciones del irlandés,
y más tarde a Connaught para que me sentase alrededor de
los hogares donde ardía la turba. Yo quería escribir
'poesía popular', por el estilo de aquellos poetas
irlandeses [y] porque creía que todas las buenas literaturas eran populares
[...]"
Al referirse
genéricamente a la crítica inglesa, o como
él prefería llamarlo "el periodista",
ese que "está seguro de que ninguno de los que
tuvieron una filosofía de su arte o una teoría
de cómo se debe escribir hizo jamás una obra de arte", añade
este detalle como golpe de gracia:
"Dice
todo esto con entusiasmo, por haberlo oído en muchas mesas
regalonas en las que, por descuido o por celo insensato, alguien
había sacado a la conversación algún libro cuya dificultad
había ofendido a la indolencia [...]"
A pesar
de lo poco inclinado al pensamiento sistemático, o gracias
a ello, de cierto sectarismo y de una objetividad cuanto menos
deslucida (su
Oxford Book of Modern Verse 1892-1935 fue el más
polémico de la historia), el encanto de su prosa trasciende las
suspicacias y resulta sencillamente arrebatador. MacNeice descubre
en ella 'una fluctuación ingeniosa entre la vaguedad
y la precisión', pero acierta cuando dice que Yeats
es un prosista 'más allá de lo anodinamente
funcional'.
Aunque está claro que Yeats tornó hacia una concepción
del arte menos reñida
con la razón, o deberíamos
decir con la 'contemporaneidad', y más distanciada de los
sueños, sí es de reseñar, no obstante, el
permanente esfuerzo con que pulía y retocaba sus versos
hasta lograr un ritmo perfectamente fluido y una dicción
lúcida. Que si bien en sus comienzos (los de The Rose o The Wind Among
the Reeds)
debió esforzarse denodadamente sin otras miras que esa
"extravagancia del aliento", porque la sutil ironía,
la responsabilidad y la amargura llegaron luego, cuando el hombre
asimiló la máscara y el lector se encontró
de pronto con un viejo William, obsceno y protestón; en
su etapa de madurez ya no exigiría un esfuerzo consciente
por disfrazar la retórica y se plasmó hacia el final
de sus días, como Pan soplando un caramillo, en la síntesis
perfecta que notáramos de diálogo, reflexión
y verso. O si tomamos estas palabras en la voz de Robert Frost,
diríamos que una emoción se concreta en pensamiento,
y luego el pensamiento da con las palabras. Yeats, que para ser
clarificador no necesitaba más que de una buena metáfora,
pudo expresar esto último con mucho más acierto,
y ni que decir con mayor crudeza, al novelista irlandés
-y por aquel entonces amigo- George Moore: "Moore, si
alguna vez consigue usted tener un estilo propio, eso lo
arruinará. El estilo es una vidriera
de colores, y lo que usted necesita es un cristal de escaparate".
Este genio un tanto disoluto,
al que según Yeats "le habían sido negados
el ritmo y la gracia", colaboró en la formación
del Teatro Nacional Irlandés y fue coautor, junto con Edward
Martyn (cuya
"mente era un esqueleto sin carne") y el propio Yeats, de algunas obras de teatro. Entre ellas podríamos
mencionar dos, que suman casi la totalidad: The Heather Field
(1899) y Maeve
(1900). Ninguna de estas
obras es mencionada por la crítica a la hora de establecer
el canon dramático
de Yeats. Éste lo componen, tanto obras escritas en verso
como en prosa, unas 15 piezas teatrales, que si algo abarcan en
conjunto, más allá del precepto básico por
huir del drama de caracteres de Ibsen, es una manifiesta escenificación
de lo ignoto. "Para mí el teatro -escribió
en 1906- ha sido la búsqueda de una energía humana,
la gozosa aceptación de todo lo que surge fuera de la lógica
de los hechos, de manera espontánea".
Sus personajes más logrados (aunque parezca un contrasentido): héroes, mendigos, locos, reinas
y ermitaños, hacen su aparición en una obra para
morir puntualmente en la siguiente, sin otro pretexto -al menos
psicológico- que huir o caer rendidos ante cierta fuerza
ultra terrena, una aprehensión fantástica hacia
lo desconocido, escenificada con el mutismo propio de una máscara
hierática.
Que en su caso sirve literalmente a dos propósitos: eliminar
el realismo y dar preponderancia al tema y las palabras. De esta forma,
afirma Yeats en su ensayo El Teatro (1899), que habiendo comenzado siendo un acto ritual
"el teatro sólo podrá recuperar
la grandeza devolviendo a las palabras su antigua soberanía".
Su aversión al realismo provenía de su heterodoxia
y ésta le hacía evitar a toda costa los conflictos
morales. Para Yeats el Markheim de Stevenson hubiera sido
más solícito con el diablo que con la voz de la conciencia,
aunque sólo sea para granjearse 'el aplauso femenil'. Finalmente,
el giro legendario y fabulístico que buscaba para sus temas
lo encontró en el teatro Noh japonés. El ritual,
el coro, los tambores y la metáfora permanente, coadyuvaban
para que la atención se centrara en las pasiones del actor
y no en el pensamiento, en el discurso moralizante: "Espero
haber logrado una determinada distancia de la vida, capaz de hacer
creíbles los acontecimientos extraños y la expresión
verbal muy trabajada" (Algunas magníficas
obras teatrales del Japón, 1906).
Esta expresión de un arte elitista, ininteligible a las masas,
la trasladó Yeats de las ceremonias oficiales en Kioto
(siglos antes
de que alguien pensara en un drama isabelino) para adaptarlo el
ciclo heroico de las gestas de Cuchulain (pronúnciase 'cújulain').
Del posible resultado nada sabemos, ni siquiera si los espectadores
pudieron evacuar algún humor peccante. Y si logró
o no la catarsis
aristotélica de animar a la piedad y el temor, seguro
no habrá sido menos el asombro y la perplejidad a secas.
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