| Origen significa aquí aquello a 
			partir de donde y por lo que una cosa es lo que es y tal como es. 
			Qué es algo y cómo es, es lo que llamamos su esencia. El origen de 
			algo es la fuente de su esencia. La pregunta por el origen de la 
			obra de arte pregunta por la fuente de su esencia. Según la 
			representación habitual, la obra surge a partir y por medio de la 
			actividad del artista. Pero ¿por medio de qué y a partir de dónde es 
			el artista aquello que es? Gracias a la 
			obra; en efecto, decir que 
			una obra hace al artista significa que si el 
			artista destaca como 
			maestro en su arte es únicamente gracias a la obra. El 
			artista es el 
			origen de la obra. La obra es el origen del 
			artista. Ninguno puede 
			ser sin el otro. Pero ninguno de los dos soporta tampoco al otro por 
			separado. El artista y la obra son en sí mismos y recíprocamente por 
			medio de un tercero que viene a ser lo primero, aquello de donde el 
			artista y la obra de 
			arte reciben sus nombres: el
			arte.
 Por mucho que el 
			artista sea 
			necesariamente el origen de la 
			obra de un modo diferente a como la 
			obra es el origen del artista, lo cierto es que el
			arte es al mismo 
			tiempo el origen del artista y de la obra todavía de otro modo 
			diferente. Pero ¿acaso puede ser el arte un origen? ¿Dónde y cómo 
			hay arte? El 
			arte ya no es más que una palabra a la que no 
			corresponde nada real. En última instancia puede servir a modo de 
			término general bajo el que agrupamos lo único real del 
			arte: las 
			obras y los artistas. Aun suponiendo que la palabra 
			arte fuera algo 
			más que un simple término general, con todo, lo designado por ella 
			solo podría ser en virtud de la realidad efectiva de las obras y los 
			artistas. ¿O es al contrario? ¿Acaso solo hay obra y artista en la 
			medida en que hay arte y que éste es su origen? Sea cual sea la respuesta, la 
			pregunta por el origen de la obra de arte se transforma en pregunta 
			por la esencia del arte. Como de todas maneras hay que dejar abierta 
			la cuestión de si hay algún arte y cómo puede ser éste, intentaremos 
			encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente reina 
			el arte. El arte se hace patente en la obra de arte. Pero ¿qué es y 
			cómo es una obra que nace del arte? Qué sea el 
			arte nos los dice la 
			obra. Qué sea la obra, solo nos lo puede decir la esencia del 
			arte. 
			Es evidente que nos movemos dentro de un círculo vicioso. El sentido 
			común nos obliga a romper ese círculo que atenta contra toda lógica. 
			Se dice que se puede deducir qué sea el 
			arte estableciendo una 
			comparación entre las distintas obras de arte existentes. Pero ¿cómo 
			podemos estar seguros de que las obras que contemplamos son 
			realmente obras de arte si no sabemos previamente qué es el 
			arte? 
			Pues bien, del mismo modo que no se puede derivar la esencia del 
			arte de una serie de rasgos tomados de las obras de 
			arte existentes, 
			tampoco se puede derivar de conceptos más elevados, porque esta 
			deducción da por supuestas aquellas determinaciones que deben bastar 
			para ofrecernos como tal aquello que consideramos de antemano una 
			obra de arte. Pero reunir los rasgos distintivos de algo dado y 
			deducir a partir de principios generales son, en nuestro caso, cosas 
			igual de imposibles y, si se llevan a cabo, una mera forma de 
			autoengaño. Así pues, no queda más remedio 
			que recorrer todo el círculo, pero esto no es ni nuestro último 
			recurso ni una deficiencia. Adentrarse por este camino es una señal 
			de fuerza y permanecer en él es la fiesta del pensar, siempre que se 
			dé por supuesto que el pensar es un trabajo de artesano. Pero el 
			paso decisivo que lleva de la obra al 
			arte o del arte a la obra no 
			es el único círculo, sino que cada uno de los pasos que intentamos 
			dar gira en torno a este mismo círculo. Para encontrar la esencia del 
			arte, que verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra 
			efectiva y le preguntaremos qué es y cómo es. Todo el mundo conoce obras de 
			arte. En las plazas públicas, en las iglesias y en las casas pueden 
			verse obras arquitectónicas, esculturas y pinturas. En las 
			colecciones y exposiciones se exhiben obras de arte de las épocas y 
			pueblos más diversos. Si contemplamos las obras desde el punto de 
			vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas preconcebidas, 
			comprobaremos que las obras se presentan de manera tan natural como 
			el resto de las cosas. El cuadro cuelga de la pared como un arma de 
			caza o un sombrero. Una pintura, por ejemplo esa tela de Van Gogh 
			que muestra un par de botas de campesino, peregrina de exposición en 
			exposición. Se transportan las obras igual que el carbón del Ruhr y 
			los troncos de la Selva Negra. Durante la campaña los soldados 
			empaquetaban en sus mochilas los himnos de Hölderlin al lado de los 
			utensilios de limpieza. Los cuartetos de Beethoven yacen amontonados 
			en los almacenes de las editoriales igual que las patatas en los 
			sótanos de las casas. 
				
					| 
					 |  Todas las obras poseen ese 
			carácter de cosa. ¿Qué serían sin él? Sin embargo, tal vez nos 
			resulte chocante esta manera tan burda y superficial de ver la obra. 
			En efecto, se trata seguramente de la perspectiva propia de la 
			señora de la limpieza del museo o del transportista. No cabe duda de 
			que tenemos que tomar las obras tal como lo hacen las personas que 
			las viven y disfrutan. Pero la tan invocada vivencia estética 
			tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a la 
			obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la 
			madera en la talla, el color en la pintura, la palabra en la obra 
			poética y el sonido en la composición musical. 
			El carácter de cosa 
			es tan inseparable de la obra de arte que hasta tendríamos que decir 
			lo contrario: la obra arquitectónica está en la piedra, la talla en 
			la madera, la pintura en el color, la obra poética en la palabra y 
			la composición musical en el sonido. ¡Por supuesto!, replicarán. Y 
			es verdad. Pero ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por 
			sobreentendido en la obra de arte? Seguramente resulta superfluo y 
			equívoco preguntarlo, porque la obra de arte consiste en algo más 
			que en ese carácter de cosa. Ese algo más que está en ella es lo que 
			hace que sea arte. Es verdad que la obra de arte es una cosa 
			acabada, pero dice algo más que la mera cosa: llo Žgoreæei. La obra 
			nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto: es 
			alegoría. Además de ser una cosa acabada, la obra de arte tiene un 
			carácter añadido. Tener un carácter añadido -llevar algo consigo- es 
			lo que en griego se dice sumb‹llein. La obra es símbolo. La alegoría y el símbolo nos 
			proporcionan el marco dentro del que se mueve desde hace tiempo la 
			caracterización de la obra de arte. Pero ese algo de la obra que nos 
			revela otro asunto, ese algo añadido, es el carácter de cosa de la 
			obra de arte. Casi parece como si el carácter de cosa de la obra de 
			arte fuera el cimiento dentro y sobre el que se edifica eso otro y 
			propio de la obra. ¿Y acaso no es ese carácter de cosa de la obra lo 
			que de verdad hace el artista con su trabajo? Queremos dar con la realidad 
			inmediata y plena de la obra de arte, pues solo de esta manera 
			encontraremos también en ella el verdadero arte. Por lo tanto, 
			debemos comenzar por contemplar el carácter de cosa de la obra. Para 
			ello será preciso saber con suficiente claridad qué es una cosa. 
			Solo entonces se podrá decir si la obra de arte es una cosa, pero 
			una cosa que encierra algo más, es decir, solo entonces se podrá 
			decidir si la obra es en el fondo eso otro y en ningún caso una 
			cosa.
 La cosa y la obra
 ¿Qué es verdaderamente la cosa 
			en la medida en que es una cosa? Cuando preguntamos de esta manera 
			pretendemos conocer el ser-cosa (la coseidad) de la cosa. Se trata 
			de captar el carácter de cosa de la cosa. A este fin tenemos que 
			conocer el círculo al que pertenecen todos los entes a los que desde 
			hace tiempo damos el nombre de cosa. La piedra del camino es una cosa 
			y también el terrón del campo. El cántaro y la fuente del camino son 
			cosas. Pero ¿y la leche del cántaro y el agua de la fuente? También 
			son cosas, si es que las nubes del cielo, los cardos del campo, las 
			hojas que lleva el viento otoñal y el azor que planea sobre el 
			bosque pueden con todo derecho llamarse cosas. Lo cierto es que todo 
			esto deberá llamarse cosa si también designamos con este nombre lo 
			que no se presenta de igual manera que lo recién citado, es decir, 
			lo que no aparece. Una cosa semejante, que no aparece, a saber, una 
			«cosa en sí», es por ejemplo, según 
			Kant, el conjunto del mundo y 
			hasta el propio Dios. Las cosas en sí y las cosas que aparecen, todo 
			ente que es de alguna manera, se nombran en filosofía como cosa. El avión y el aparato de radio 
			forman parte hoy día de las cosas más próximas, pero cuando mentamos 
			las cosas últimas pensamos en algo muy diferente. Las cosas últimas 
			son la muerte y el juicio. En definitiva, la palabra cosa designa 
			aquí todo aquello que no es finalmente nada. Siguiendo este 
			significado también la obra de arte es una cosa en la medida en que, 
			de alguna manera, es algo ente. Pero a primera vista parece que este 
			concepto de cosa no nos ayuda nada en nuestra pretensión de 
			delimitar lo ente que es cosa frente a lo ente que es obra. Por otra 
			parte, tampoco nos atrevemos del todo a llamar a Dios cosa y lo 
			mismo nos ocurre cuando pretendemos tomar por cosas al labrador que 
			está en el campo, al fogonero ante su caldera y al maestro en la 
			escuela. El hombre no es una cosa. Es verdad que cuando una 
			chiquilla se enfrenta a una tarea desmesurada decimos de ella que es 
			una ‘cosita’ demasiado joven, pero solo porque en este caso pasamos 
			hasta cierto punto por alto su condición humana y creemos encontrar 
			más bien lo que constituye el carácter de cosa de las cosas. Hasta 
			vacilamos en llamar cosa al ciervo que para en el claro del bosque, 
			al escarabajo que se esconde en la hierba y a la propia brizna de 
			hierba. Para nosotros, serán más bien cosas el martillo, el zapato, 
			el hacha y el reloj. Pero tampoco son meras cosas. Para nosotros 
			solo valen como tal la piedra, el terrón o el leño. Las cosas 
			inanimadas, ya sean de la naturaleza o las destinadas al uso. Son 
			las cosas de la naturaleza y del uso las que habitualmente reciben 
			el nombre de cosas. Así, hemos venido a parar desde 
			el más amplio de los ámbitos, en el que todo es una cosa (cosa = res 
			= ens = un ente), incluso las cosas supremas y últimas, al estrecho 
			ámbito de las cosas a secas. «A secas» significa aquí, por un lado, 
			la pura cosa, que es simplemente cosa y nada más y, por otro lado, 
			la mera cosa en sentido casi despectivo. Son las cosas a secas, 
			excluyendo hasta las cosas del uso, las que pasan por ser las cosas 
			propiamente dichas. Pues bien ¿en qué consiste el carácter de cosa 
			de estas cosas? A partir de ellas se debe poder determinar la 
			coseidad de las cosas. Esta determinación nos capacita para 
			distinguir el carácter de cosa como tal. Así armados, podremos 
			caracterizar esa realidad casi tangible de las obras en la que se 
			esconde algo distinto. Es bien sabido que, desde 
			tiempos remotos, en cuanto se pregunta qué pueda ser lo ente, 
			siempre salen a relucir las cosas en su coseidad como lo ente por 
			antonomasia. Según esto, debemos encontrar ya en las 
			interpretaciones tradicionales de lo ente la delimitación de la 
			coseidad de las cosas. Así pues, solo tenemos que asegurar 
			expresamente este saber tradicional de la cosa para vernos 
			descargados de la fastidiosa tarea de buscar por nuestra cuenta el 
			carácter de cosa de las cosas. Las respuestas a la pregunta de qué 
			es la cosa se han vuelto tan corrientes que nadie sospecha que se 
			puedan poner en duda. Las interpretaciones de la 
			coseidad de la cosa reinantes a lo largo de todo el pensamiento 
			occidental, que hace mucho que se dan por supuestas y se han 
			introducido en nuestro uso cotidiano, se pueden resumir en tres. Una mera cosa es, por ejemplo, 
			este bloque de granito, que es duro, pesado, extenso, macizo, 
			informe, áspero, tiene un color y es parte mate y parte brillante. 
			Todo lo que acabamos de enumerar podemos observarlo en la piedra. De 
			esta manera conocemos sus características. Pero las características 
			son lo propio de la piedra. Son sus propiedades. La cosa las tiene. 
			¿La cosa? ¿En qué pensamos ahora cuando mentamos la cosa? Parece 
			evidente que la cosa no es solo la reunión de las características ni 
			una mera acumulación de propiedades que dan lugar al conjunto. La 
			cosa, como todo el mundo cree saber, es aquello alrededor de lo que 
			se han agrupado las propiedades. Entonces, se habla del núcleo de 
			las cosas. Parece que los griegos llamaron a esto tò êpoxeÛmenon. 
			Esa cualidad de las cosas que consiste en tener un núcleo era, para 
			ellos, lo que en el fondo y siempre subyacía. Pero las 
			características se llaman 
			to snmbebhxñta, es decir, aquello siempre 
			ya ligado a lo que subyace en cada caso y que aparece con él. 
			Estas denominaciones no son 
			nombres arbitrarios, porque en ellas habla lo que aquí ya no se 
			puede mostrar: la experiencia fundamental griega del ser de lo ente 
			en el sentido de la presencia. Pero gracias a estas denominaciones 
			se funda la interpretación, desde ahora rectora, de la coseidad de 
			la cosa, así como la interpretación occidental del ser de lo ente. 
			Ésta comienza con la adopción de las palabras griegas por parte del 
			pensamiento romano-latino.
			êpoxeÛmenon se convierte en subjectum; 
			êpñstasiw se convierte en 
			substantia; snmbebhxñw pasará a ser 
			accidens. Esta traducción de los nombres griegos a la lengua latina 
			no es en absoluto un proceso sin trascendencia, tal como se toma hoy 
			día. Por el contrario, detrás de esa traducción aparentemente 
			literal y por lo tanto conservadora de sentido, se esconde una tras-lación 
			de la experiencia griega a otro modo de pensar. El modo de pensar 
			romano toma prestadas las palabras griegas con la correspondiente 
			experiencia originaria de aquello que dicen, sin la palabra griega. 
			Con esta traducción, el pensamiento occidental empieza a perder 
			suelo bajo sus pies. Según la opinión general, la 
			determinación de la coseidad de la cosa como substancia con sus 
			accidentes parece corresponderse con nuestro modo natural de ver las 
			cosas. No es de extrañar que esta manera habitual de ver las cosas 
			se haya adecuado también al comportamiento que se tiene 
			corrientemente con las mismas, esto es, al modo en que interpelamos 
			a las cosas y hablamos de ellas. La oración simple se compone del 
			sujeto, que es la traducción latina -y esto quiere decir 
			reinterpretación- del êpoxeÛmenon, y del predicado con el que se 
			enuncian las características de la cosa. ¿Quién se atrevería a poner 
			en tela de juicio estas sencillas relaciones fundamentales entre la 
			cosa y la oración, entre la estructura de la oración y la estructura 
			de la cosa? Y con todo, no nos queda más remedio que preguntar si la 
			estructura de la oración simple (la cópula de sujeto y predicado) es 
			el reflejo de la estructura de la cosa (de la reunión de la 
			substancia con los accidentes). ¿O es que esa representación de la 
			estructura de la cosa se ha diseñado según la estructura de la 
			oración? ¿Qué más fácil que pensar que el 
			hombre transfiere su modo de captar las cosas en oraciones a la 
			estructura de la propia cosa? Esta opinión aparentemente crítica, 
			pero sin embargo demasiado precipitada, debería hacernos comprender 
			de todos modos cómo es posible esa traslación de la estructura de la 
			oración a la cosa sin que la cosa se haya hecho ya visible 
			previamente. No se ha decidido todavía qué es lo primero y 
			determinante, si la estructura de la oración o la de la cosa. 
			Incluso es dudoso que se pueda llegar a resolver esta cuestión bajo 
			este planteamiento. En el fondo, ni la estructura de 
			la oración da la medida para diseñar la estructura de la cosa ni 
			ésta se refleja simplemente en aquélla. Ambas, la estructura de la 
			oración y la de la cosa, tienen su origen en una misma fuente más 
			originaria, tanto desde el punto de vista de su género como de su 
			posible relación recíproca. En todo caso, la primera interpretación 
			citada de la coseidad de la cosa (la cosa como portadora de sus 
			características), no es tan natural como aparenta, a pesar de ser 
			tan habitual. Lo que nos parece natural es solo, presumiblemente, lo 
			habitual de una larga costumbre que se ha olvidado de lo inhabitual 
			de donde surgió. Sin embargo, eso inhabitual causó en otros tiempos 
			la sorpresa de los hombres y condujo el pensar al asombro. La confianza en la 
			interpretación habitual de la cosa solo está fundada aparentemente. 
			Además, este concepto de cosa (la cosa como portadora de sus 
			características) no vale solo para la mera cosa propiamente dicha, 
			sino para cualquier ente. Por eso, con su ayuda nunca se podrá 
			delimitar a lo ente que es cosa frente a lo ente que no es cosa. Sin 
			embargo, antes de cualquier consideración, el simple hecho de 
			permanecer alerta en el ámbito de las cosas ya nos dice que este 
			concepto de cosa no acierta con el carácter de cosa de las cosas, es 
			decir, con el hecho de que éstas se generan espontáneamente y 
			reposan en sí mismas. A veces, seguimos teniendo el sentimiento de 
			que hace mucho que se ha violentado ese carácter de cosa de las 
			cosas y que el pensar tiene algo que ver con esta violencia, motivo 
			por el que renegamos del pensar en lugar de esforzarnos porque sea 
			más pensante. Pero ¿qué valor puede tener un sentimiento, por seguro 
			que sea, a la hora de determinar la esencia de la cosa, cuando el 
			único que tiene derecho a la palabra es el pensar? Pero, con todo, 
			tal vez lo que en éste y otros casos parecidos llamamos sentimiento 
			o estado de ánimo sea más razonable, esto es, más receptivo y 
			sensible, por el hecho de estar más abierto al ser que cualquier 
			tipo de razón, ya que ésta se ha convertido mientras tanto en ratio 
			y por lo tanto ha sido malinterpretada como racional. Así las cosas, 
			la mirada de reojo hacia lo irracional, en tanto que engendro de lo 
			racional impensado, ha prestado curiosos servicios. Es cierto que el 
			concepto habitual de cosa sirve en todo momento para cada cosa, pero 
			a pesar de todo no es capaz de captar la cosa en su esencia, sino 
			que por el contrario la atropella. ¿Es posible evitar semejante 
			atropello? ¿De qué manera? Probablemente solo es posible si le 
			concedemos campo libre a la cosa con el fin de que pueda mostrar de 
			manera inmediata su carácter de cosa. Previamente habrá que dejar de 
			lado toda concepción y enunciado que pueda interponerse entre la 
			cosa y nosotros. Solo entonces podremos abandonarnos en manos de la 
			presencia imperturbada de la cosa. Pero no tenemos por qué exigir ni 
			preparar este encuentro inmediato con las cosas, ya que viene 
			ocurriendo desde hace mucho tiempo. Se puede decir que en todo lo 
			que aportan los sentidos de la 
			vista, el oído y el tacto, así como 
			en las sensaciones provocadas por el color, el sonido, la aspereza y 
			la dureza, las cosas se nos meten literalmente en el 
			cuerpo. La cosa 
			es el aDsyhtñn, lo que se puede percibir con los sentidos de la 
			sensibilidad por medio de las sensaciones. En consecuencia, más 
			tarde se ha tornado habitual ese concepto de cosa por el cual ésta 
			no es más que la unidad de una multiplicidad de lo que se da en los 
			sentidos. Lo determinante de este concepto de cosa no cambia en 
			absoluto porque tal unidad sea comprendida como suma, como totalidad 
			o como forma. Pues bien, esta interpretación 
			de la coseidad de las cosas es siempre y en todo momento tan 
			correcta y demostrable como la anterior, lo que basta para dudar de 
			su verdad. Si nos paramos a pensar a fondo aquello que estamos 
			buscando, esto es, el carácter de cosa de la cosa, este concepto de 
			cosa nos volverá a dejar perplejos. Cuando se nos aparecen las cosas 
			nunca percibimos en primer lugar y propiamente dicho un cúmulo de 
			sensaciones, tal como pretende este concepto, por ejemplo, una suma 
			de sonidos y ruidos, sino que lo que oímos es cómo silba el vendaval 
			en el tubo de la chimenea, el vuelo del avión trimotor, el Mercedes 
			que pasa y que distinguimos inmediatamente del Adler. Las cosas 
			están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación. En 
			nuestra casa oímos el ruido de un portazo pero nunca meras 
			sensaciones acústicas o puros ruidos. Para 
			oír un ruido puro tenemos 
			que hacer oídos sordos a las cosas, apartar de ellas nuestro oído, 
			es decir, escuchar de manera abstracta. En el concepto de cosa recién 
			citado no se encierra tanto un atropello a la cosa como un intento 
			desmesurado de llevar la cosa al ámbito de mayor inmediatez posible 
			respecto a nosotros. Pero una cosa jamás se introducirá en ese 
			ámbito mientras le asignemos como su carácter de cosa lo que hemos 
			percibido a través de las sensaciones. Mientras que la primera 
			interpretación de la cosa la mantiene a una excesiva distancia de 
			nosotros, la segunda nos la aproxima demasiado. En ambas 
			interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las 
			exageraciones en ambos casos. Hay que dejar que la propia cosa 
			repose en sí misma. Hay que tomarla tal como se presenta, con su 
			propia consistencia. Esto es lo que parece lograr la tercera 
			interpretación, que es tan antigua como las dos ya citadas. Lo que le da a las cosas su 
			consistencia y solidez, pero al mismo tiempo provoca los distintos 
			tipos de sensaciones que confluyen en ellas, esto es, el color, el 
			sonido, la dureza o la masa, es lo material de las cosas. En esta 
			caracterización de la cosa como materia (ìlh) está puesta ya la 
			forma (morf®). Lo permanente de una cosa, su consistencia, reside en 
			que una materia se mantiene con una forma. La cosa es una materia 
			conformada. Esta interpretación de la cosa se apoya en la apariencia 
			inmediata con la que la cosa se dirige a nosotros por medio de su 
			aspecto (eädow). La síntesis de materia y forma nos aporta 
			finalmente el concepto de cosa que se adecua igualmente a las cosas 
			de la naturaleza y a las cosas del uso. Este concepto de cosa nos 
			capacita para responder a la pregunta por el carácter de cosa de la 
			obra de arte. El carácter de cosa de la obra es manifiestamente la 
			materia de la que se compone. La materia es el sustrato y el campo 
			que permite la configuración artística. Pero semejante constatación, 
			tan esclarecedora como sabida, hubiéramos podido aportarla ya desde 
			el principio. ¿Por qué damos entonces este rodeo a través de los 
			demás conceptos de cosa en vigor? Porque también desconfiamos de 
			este concepto de cosa que representa a la cosa como materia 
			conformada. Pero ¿acaso esta pareja de 
			conceptos, materia-forma, no es la que se usa corrientemente en el 
			ámbito dentro del que debemos movernos? Sin duda. La diferenciación 
			entre materia y forma es el esquema conceptual por antonomasia para 
			toda estética y teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades. 
			Pero este hecho irrefutable no demuestra ni que la diferenciación 
			entre materia y forma esté suficientemente fundamentada ni que 
			pertenezca originariamente al ámbito del arte y de la obra de arte. 
			Además, hace mucho tiempo que el ámbito de validez de esta pareja de 
			conceptos rebasa con mucho el terreno de la estética. Forma y 
			contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger 
			prácticamente cualquier cosa. Si además se le adscribe la forma a lo 
			racional y la materia a lo irracional, si se toma lo racional como 
			lo lógico y lo irracional como lo carente de lógica y si se vincula 
			la pareja de conceptos forma-materia con la relación sujeto-objeto, 
			el pensar representativo dispondrá de una mecánica conceptual a la 
			que nada podrá resistirse. Pero si la diferenciación entre 
			materia y forma nos lleva a este punto, ¿cómo podremos aislar con su 
			ayuda el ámbito específico de las meras cosas a diferencia del resto 
			de los entes? Tal vez esta caracterización según la materia y la 
			forma vuelva a recuperar su poder de determinación si damos marcha 
			atrás y evitamos la excesiva extensión y consiguiente pérdida de 
			significado de estos conceptos. Es cierto, pero esto supone saber de 
			antemano cuál es la región de lo ente en la que tienen verdadera 
			fuerza de determinación. Que dicha región sea la de las meras cosas 
			no deja de ser por ahora más que una suposición. La alusión al 
			empleo excesivamente generoso de este entramado conceptual en el 
			campo de la estética, podría llevarnos a pensar que materia y forma 
			son determinaciones que tienen su origen en la esencia de la obra de 
			arte y solo a partir de allí han sido transferidas nuevamente a la 
			cosa. ¿Dónde tiene el entramado materia-forma su origen, en el 
			carácter de cosa de la cosa o en el carácter de obra de la obra de 
			arte? El bloque de granito que reposa 
			en sí mismo es algo material bajo una forma determinada aunque 
			tosca. Forma significa aquí la distribución y el ordenamiento de las 
			partículas materiales en los lugares del espacio, de lo que resulta 
			un perfil determinado: el del bloque. Pero también el cántaro, el 
			hacha y los zapatos son una materia comprendida dentro de una forma. 
			En este caso, la forma en tanto que perfil no es ni siquiera la 
			consecuencia de una distribución de la materia. Por el contrario, la 
			forma determina el ordenamiento de la materia. Y no solo esto, sino 
			también hasta el género y la elección de la misma: impermeable para 
			el cántaro, suficientemente dura para el hacha, firme pero flexible 
			para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya 
			viene dispuesta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a 
			destinar el cántaro, el hacha o los zapatos. Dicha utilidad nunca se 
			le atribuye ni impone con posterioridad a entes del tipo del 
			cántaro, el hacha y los zapatos. Pero tampoco es alguna suerte de 
			finalidad colgada en algún lugar por encima de ellos. La utilidad es ese rasgo 
			fundamental desde el que estos entes nos contemplan, esto es, 
			irrumpen ante nuestra vista, se presentan y, así, son entes. Sobre 
			esta utilidad se basan tanto la conformación como la elección de 
			materia que viene dada previamente con ella y, por lo tanto, el 
			reino del entramado de materia y forma. Los entes sometidos a este 
			dominio son siempre producto de una elaboración. El producto se 
			elabora en tanto que utensilio para algo. Por lo tanto, materia y 
			forma habitan, como determinaciones de lo ente, en la esencia del 
			utensilio. Este nombre nombra lo confeccionado expresamente para su 
			uso y aprovechamiento. Materia y forma no son en ningún modo 
			determinaciones originarias de la coseidad de la mera cosa. Una vez elaborado, el utensilio, 
			por ejemplo el zapato, reposa en sí mismo como la mera cosa, pero no 
			se ha generado por sí mismo como el bloque de granito. Por otra 
			parte, el utensilio presenta un parentesco con la obra de arte, 
			desde el momento en que es algo creado por la mano del hombre. Pero, 
			a su vez, y debido a la autosuficiencia de su presencia, la obra de 
			arte se parece más bien a la cosa generada espontáneamente y no 
			forzada a nada. Y con todo, no contamos las obras entre las meras 
			cosas. Las cosas propiamente dichas son, normalmente, las cosas del 
			uso que se hallan en nuestro entorno, las más próximas a nosotros. 
			Y, así, si bien el utensilio es cosa a medias, porque se halla 
			determinado por la coseidad, también es más: es al mismo tiempo obra 
			de arte a medias; pero también es menos, porque carece de la 
			autosuficiencia de la obra de arte. El utensilio ocupa una 
			característica posición intermedia entre la cosa y la obra, 
			suponiendo que nos esté permitido entrar en semejantes cálculos. Pero el entramado materia-forma 
			que determina en primer lugar el ser del utensilio aparece 
			fácilmente como la constitución inmediatamente comprensible de todo 
			ente, porque en este caso el propio hombre que elabora está 
			implicado en el modo en que un utensilio llega al ser. Desde el 
			momento en que el utensilio adopta una posición intermedia entre la 
			mera cosa y la obra, resulta fácil concebir también con ayuda del 
			ser-utensilio (esto es, del entramado materia-forma) los entes que 
			no tienen carácter de utensilio, las cosas y las obras y, en 
			definitiva, todo ente. La tendencia a considerar el 
			entramado materia-forma como la constitución de cada uno de los 
			entes recibe sin embargo un impulso muy particular por el hecho de 
			que, debido a una creencia, concretamente la fe bíblica, nos 
			representamos de entrada la totalidad de lo ente como algo creado, o 
			lo que es lo mismo, como algo elaborado. La filosofía de esta fe 
			puede permitirse asegurar que nos debemos imaginar toda la actividad 
			creadora de Dios como algo diferente al quehacer de un artesano, 
			pero cuando al mismo tiempo o incluso previamente pensamos el ens 
			creatum a partir de la unidad de materia y forma  -siguiendo la 
			presunta prederterminación de la filosofía tomista para la 
			interpretación de la Biblia- entonces interpretamos la fe a partir 
			de una filosofía cuya verdad reposa en un desocultamiento de lo ente 
			completamente diferente a ese mundo en el que cree la fe. 
			La idea de creación basada en la 
			fe podría perder fácilmente ahora su fuerza rectora de cara al saber 
			de lo ente en su totalidad, pero con todo, una vez iniciada su 
			marcha, la interpretación teológica de todo ente (tomada de una 
			filosofía extraña), esto es, la concepción del mundo según la 
			materia y la forma, puede seguir su camino. Esto ocurre en el 
			tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. La metafísica de la 
			Edad Moderna reposa en parte sobre el entramado materia-forma 
			acuñado en la Edad Media, que ya solo recuerda a través de los 
			nombres la sepultada esencia del
			eädow y la 
			 
			ëlh. Y así es como la 
			interpretación de la cosa según la materia y la forma -ya sea bajo 
			la formulación medieval o la kantiana-trascendental- se ha vuelto 
			completamente habitual y se da por supuesta. Pero no por eso deja de 
			ser un atropello al ser-cosa de la cosa, exactamente igual que las 
			restantes interpretaciones de la coseidad de la cosa. Desde el momento en que llamamos 
			meras cosas a las cosas propiamente dichas, nos estamos traicionando 
			claramente. En efecto, ‘meras’ significa que están despojadas de su 
			carácter de utilidad y de cosa elaborada. La mera cosa es una 
			especie de utensilio, pero uno desprovisto de su naturaleza de 
			utensilio. El ser-cosa consiste precisamente en lo que queda 
			después. Pero este resto no está determinado propiamente en su 
			carácter de ser. Sigue siendo cuestionable si el carácter de cosa de 
			la cosa puede llegar a aparecer alguna vez, desde el momento en que 
			se despoja a la cosa de todo carácter de utensilio. De esta manera, 
			la tercera interpretación de la cosa, la que se guía por el 
			entramado materia-forma, se revela como un nuevo atropello a la 
			cosa. Los tres modos citados de 
			determinación de la coseidad conciben la cosa como portadora de 
			características, como unidad de una multiplicidad de sensaciones, 
			como materia conformada. A lo largo de la historia de la verdad 
			sobre lo ente se fueron entremezclando las citadas interpretaciones, 
			aunque ahora se pasa esto por alto. De este modo, se reforzó aún más 
			la tendencia a la extensión que ya las distinguía, de manera que 
			terminaron valiendo igualmente para la cosa, el utensilio y la obra. 
			Así es como surge de ellas ese modo de pensar por el cual no 
			pensamos solo sobre la cosa, el utensilio y la obra en particular, 
			sino sobre todo ente en general. Este modo de pensar que se ha 
			tornado habitual hace tiempo, anticipa toda comprensión inmediata de 
			lo ente. Dicha comprensión anticipada impide la meditación sobre el 
			ser de todo ente. Y, de este modo, ocurre que los conceptos 
			dominantes de cosa nos cierran el camino hacia el carácter de cosa 
			de la cosa, así como al carácter de utensilio del utensilio y sobre 
			todo al carácter de obra de la obra. Por esto es por lo que es 
			necesario conocer dichos conceptos de cosa: para poder meditar con 
			pleno conocimiento sobre su origen y su pretensión desmedida, pero 
			también sobre su aparente incuestionabilidad. Este conocimiento es 
			tanto más necesario por cuanto intentamos traer a la vista y a la 
			palabra el carácter de cosa de la cosa, el carácter de utensilio del 
			utensilio y el carácter de obra de la obra. Pues bien, para ello 
			solo se precisa dejar reposar a la cosa en sí misma, por ejemplo en 
			su ser-cosa, pero sin incurrir en la anticipación ni el atropello de 
			esos modos de pensar. ¿Qué más fácil que dejar que el ente solo sea 
			precisamente el ente que es? ¿O, por el contrario, dicha tarea nos 
			introduce en la mayor dificultad, sobre todo si semejante propósito 
			(dejar ser al ente como es) representa precisamente lo contrario de 
			aquella indiferencia que le da la espalda a lo ente en beneficio de 
			un concepto no probado del ser? Debemos volvernos hacia lo ente, 
			pensar en él mismo a partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y 
			gracias a eso, dejarlo reposar en su esencia. Este esfuerzo del pensar parece 
			encontrar la mayor resistencia a la hora de determinar la coseidad 
			de la cosa, pues de lo contrario ¿cuál es el motivo del fracaso de 
			los intentos ya citados? Es la cosa, la que en su insignificancia, 
			escapa más obstinadamente al pensar. ¿O será que este retraerse de 
			la mera cosa, este no verse forzada a nada que reposa en sí mismo, 
			forma precisamente parte de la esencia de la cosa? ¿Acaso aquel 
			elemento cerrado de la esencia de la cosa, que causa extrañeza, no 
			debe convertirse en lo más familiar y de más confianza para un 
			pensar que intenta pensar la cosa? Si esto es así, no debemos abrir 
			por la fuerza el camino que lleva al carácter de cosa de la cosa. Prueba indiscutible de que la 
			coseidad de la cosa es particularmente difícil de decir y de que 
			pocas veces es posible hacerlo, es la historia de su interpretación 
			aquí esbozada. Esta historia coincide con el destino que ha guiado 
			hasta ahora el pensamiento occidental sobre el ser de lo ente. Pero 
			no nos limitamos a constatarlo. En esta historia vemos también una 
			señal. ¿O es producto del azar el que de todas las interpretaciones 
			de la cosa sea justamente la que se ha guiado según la materia y la 
			forma la que ha alcanzado un predominio más destacado? Esta 
			determinación de la cosa tiene su origen en una interpretación del 
			ser-utensilio del utensilio. Este ente, el utensilio, está 
			particularmente próximo al modo humano de representar, porque llega 
			al ser gracias a nuestra propia creación. Este ente que nos resulta 
			más familiar en su ser, el utensilio, ocupa al mismo tiempo una 
			peculiar posición intermedia entre la cosa y la obra. Vamos a 
			dejarnos guiar por esta señal y buscar en primer lugar el carácter 
			de utensilio del utensilio. Tal vez esto nos proporcione alguna 
			pista sobre el carácter de cosa de la cosa y el carácter de obra de 
			la obra. Únicamente, debemos evitar precipitarnos en convertir a la 
			cosa y a la obra en nuevas modalidades de utensilio. Sin embargo, 
			vamos a olvidarnos de que también, según como sea el utensilio, 
			existen diferencias esenciales en su historia. Pero ¿qué camino conduce al 
			carácter de utensilio del utensilio? ¿Cómo podremos saber qué es el 
			utensilio en realidad? Evidentemente, el procedimiento que vamos a 
			seguir ahora debe evitar esos intentos que conducen nuevamente al 
			atropello de las interpretaciones habituales. La manera más segura 
			de evitarlo es describiendo simplemente un utensilio prescindiendo 
			de cualquier teoría filosófica. Tomaremos como ejemplo un 
			utensilio corriente: un par de botas de campesino. Para describirlas 
			ni siquiera necesitamos tener delante un ejemplar de ese tipo de 
			útil. Todo el mundo sabe cómo son, pero puesto que pretendemos 
			ofrecer una descripción directa, no estará de más procurar ofrecer 
			una ilustración de las mismas. A tal fin bastará un ejemplo gráfico. 
			Escogeremos un famoso cuadro de Van Gogh, quien pintó varias veces 
			las mentadas botas de campesino. Pero ¿qué puede verse allí? Todo el 
			mundo sabe en qué consiste un zapato. A no ser que se trate de unos 
			zuecos o de unas zapatillas de esparto, un zapato tiene siempre una 
			suela y un empeine de cuero unidos mediante un cosido y unos clavos. 
			Este tipo de utensilio sirve para calzar los pies. Dependiendo del 
			fin al que van a ser destinados, para trabajar en el campo o para 
			bailar, variarán tanto la materia como la forma de los zapatos. Estos datos, perfectamente 
			correctos, no hacen sino ilustrar algo que ya sabemos. El 
			ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad. Pero ¿qué decir 
			de ésta? ¿Capta ya la utilidad el carácter de utensilio del 
			utensilio? Para que esto ocurra ¿acaso no tenemos que detenernos a 
			considerar el utensilio dotado de utilidad en el momento en que está 
			siendo usado para algo? Pues bien, las botas campesinas las lleva la 
			labradora cuando trabaja en el campo y solo en ese momento son 
			precisamente lo que son. Lo son tanto más cuanto menos piensa la 
			labradora en sus botas durante su trabajo, cuando ni siquiera las 
			mira ni las siente. La labradora se sostiene sobre sus botas y anda 
			con ellas. Así es como dichas botas sirven realmente para algo. Es 
			en este proceso de utilización del utensilio cuando debemos toparnos 
			verdaderamente con el carácter de utensilio. Por el contrario, mientras solo 
			nos representemos un par de botas en general, mientras nos limitemos 
			a ver en el cuadro un simple par de zapatos vacíos y no utilizados, 
			nunca llegaremos a saber lo que es de verdad el ser-utensilio del 
			utensilio. La tela de Van Gogh no nos permite ni siquiera afirmar 
			cuál es el lugar en el que se encuentran los zapatos. En torno a las 
			botas de labranza no se observa nada que pueda indicarnos el lugar 
			al que pertenecen o su destino, sino un mero espacio indefinido. Ni 
			siquiera aparece pegado a las botas algún resto de la tierra del 
			campo o del camino de labor que pudiera darnos alguna pista acerca 
			de su finalidad. Un par de botas de campesino y nada más. Y sin 
			embargo... En la oscura boca del gastado 
			interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. 
			En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la 
			obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y 
			monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el 
			cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las 
			suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae 
			la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su 
			silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí 
			misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este 
			utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda 
			la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la 
			angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza 
			de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es 
			el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí 
			mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su 
			refugio. Pero tal vez todas estas cosas 
			solo las vemos en los zapatos del cuadro, mientras que la campesina 
			se limita sencillamente a llevar puestas sus botas. ¡Si fuera tan 
			sencillo como parece! Cada vez que la labradora se quita sus botas 
			al llegar la noche, llena de una dura pero sana fatiga, y se las 
			vuelve a poner apenas empieza a clarear el alba, o cada vez que pasa 
			al lado de ellas sin ponérselas los días de fiesta, sabe muy bien 
			todo esto sin necesidad de mirarlas ni de reflexionar en nada. Es 
			cierto que el ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad, 
			pero a su vez ésta reside en la plenitud de un modo de ser esencial 
			del utensilio. Lo llamamos su fiabilidad. Gracias a ella y a través 
			de este utensilio la labradora se abandona en manos de la callada 
			llamada de la tierra, gracias a ella está segura de su mundo. Para 
			ella y para los que están con ella y son como ella, el mundo y la 
			tierra solo están ahí de esa manera: en el utensilio. Decimos «solo» 
			y es un error, porque la fiabilidad del utensilio es la única capaz 
			de darle a este mundo sencillo una sensación de protección y de 
			asegurarle a la tierra la libertad de su constante afluencia. El ser-utensilio del utensilio, 
			su fiabilidad, mantiene a todas las cosas reunidas en sí, según su 
			modo y su extensión. Sin embargo, la utilidad del utensilio solo es 
			la consecuencia esencial de la fiabilidad. Aquélla palpita en ésta y 
			no sería nada sin ella. El utensilio singular se usa y consume, pero 
			al mismo tiempo también el propio uso cae en el desgaste, pierde sus 
			perfiles y se torna corriente. Así es como el ser-utensilio se 
			vacía, se rebaja hasta convertirse en un mero utensilio. Esta 
			vaciedad del ser-utensilio es la pérdida progresiva de la 
			fiabilidad. Pero esta desaparición, a la que las cosas del uso deben 
			su aburrida e insolente vulgaridad, es solo un testimonio más a 
			favor de la esencia originaria del ser-utensilio. La gastada 
			vulgaridad del utensilio se convierte entonces, aparentemente, en el 
			único modo de ser propio del mismo. Ya solo se ve la utilidad 
			escueta y desnuda, que despierta la impresión de que el origen del 
			utensilio reside en la mera elaboración, que le imprime una forma a 
			una materia. Pero lo cierto es que, desde su auténtico 
			ser-utensilio, el utensilio viene de mucho más lejos. Materia y 
			forma y la distinción de ambas tienen una raíz mucho más profunda. El reposo del utensilio que 
			reposa en sí mismo reside en la fiabilidad. Ella es la primera que 
			nos descubre lo que es de verdad el utensilio. Pero todavía no 
			sabemos nada de lo que estábamos buscando en un principio: el 
			carácter de cosa de la cosa. Y sabemos todavía menos de lo único que 
			de verdad estamos buscando: el carácter de obra de la obra entendida 
			como obra de arte. ¿O tal vez ya hemos aprendido 
			algo acerca del ser-obra de la obra sin darnos cuenta y como de 
			pasada? Ya hemos dado con el 
			ser-utensilio del utensilio. Pero ¿cómo? Desde luego, no ha sido a 
			través de la descripción o explicación de un zapato que estuviera 
			verdaderamente presente; tampoco por medio de un informe sobre el 
			proceso de elaboración del calzado; aún menos gracias a la 
			observación del uso que se les da en la realidad a los zapatos en 
			este u otro lugar. Lo hemos logrado única y exclusivamente 
			plantándonos delante de la tela de Van Gogh. Ella es la que ha 
			hablado. Esta proximidad a la obra nos ha llevado bruscamente a un 
			lugar distinto del que ocupamos normalmente. Ha sido la obra de arte la que 
			nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato. Si pretendiéramos 
			que ha sido nuestra descripción, como quehacer subjetivo, la que ha 
			pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos 
			engañándonos a nosotros mismos de la peor de las maneras. Si hay 
			algo cuestionable en todo esto será únicamente el hecho de que 
			hayamos aprendido tan poco en la proximidad a la obra y que lo 
			hayamos expresado de manera tan burda e inmediata. Pero en todo 
			caso, la obra no ha servido únicamente para ilustrar mejor lo que es 
			un utensilio, tal como podría parecer en un principio. Por el 
			contrario, el ser-utensilio del utensilio solo llega propiamente a 
			la presencia a través de la obra y solo en ella. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué obra 
			dentro de la obra? El cuadro de Van Gogh es la apertura por la que 
			atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de 
			labranza. Este ente sale a la luz en el desocultamiento de su 
			ser. 
			El desocultamiento de lo ente fue llamado por los griegos  
			Žl®eia. 
			Nosotros decimos «verdad» sin pensar suficientemente lo que 
			significa esta palabra. Cuando en la obra se produce una apertura de 
			lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando 
			en ella la verdad. 
			En la obra de arte se ha puesto 
			manos a la obra la verdad de lo ente. «Poner» quiere decir aquí 
			erigirse, establecerse. Un ente, por ejemplo un par de botas 
			campesinas, se establece en la obra a la luz de su ser. El ser de lo 
			ente alcanza la permanencia de su aparecer. Según esto, la esencia del arte 
			sería ese ponerse a la obra de la verdad de lo ente. Pero hasta 
			ahora el arte se ocupaba de lo bello y la 
			belleza y no de la verdad. 
			Por eso, a las artes que producen este tipo de obras se las denomina 
			bellas artes, en oposición a las artes artesanales, que elaboran 
			utensilios. No es que el arte sea bello en el campo de las bellas 
			artes, sino que dichas artes reciben ese nombre porque crean lo 
			bello. Por el contrario, la verdad pertenece al reino de la lógica, 
			mientras la belleza está reservada a la estética. ¿O es que al decir que el arte 
			es el ponerse a la obra de la verdad vuelve a cobrar vida aquella 
			opinión ya superada según la cual el arte es una imitación y copia 
			de la realidad? Pero la reproducción de lo ahí presente exige 
			coincidencia con lo ente, la adaptación a éste o adaequatio, como se 
			decía en la Edad Media y õmoÛvsiw como ya decía Aristóteles. La 
			coincidencia con lo ente se considera desde hace mucho tiempo como 
			la esencia de la verdad. Pero ¿acaso opinamos que el mencionado 
			cuadro de Van Gogh copia un par de botas campesinas y que es una 
			obra porque ha conseguido hacerlo? ¿Acaso pensamos que la tela es 
			copia de algo real que él ha sabido convertir en un producto de la 
			producción artística? Nada de esto. Así pues, en la obra no se trata 
			de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en 
			cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general 
			de las cosas. Pero ¿dónde está y cómo es esa esencia general con la 
			que coinciden las obras de arte? ¿Con qué esencia de qué cosa puede 
			coincidir un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan 
			inverosímil como que en el edificio concreto está representada la 
			idea de templo en general? Y, sin embargo, es precisamente en una 
			obra semejante, siempre que sea obra, donde está obrando la verdad. 
			Si no, pensemos en el himno de Hölderlin «El Rin». ¿Qué le ha sido 
			dado aquí al poeta y cómo le ha sido dado, para que a continuación 
			haya podido reproducirlo en el poema? Por mucho que en el caso de 
			este himno y otros poemas semejantes la idea de una relación de 
			copia entre la obra real y la obra de arte parezca fallar 
			manifiestamente, la opinión de que la obra copia parece confirmarse 
			de modo admirable en una obra como el poema de C. F. Meyer «La 
			fuente romana».       
			Se eleva el chorro y al caer 
			rebosa la redondez toda de la marmórea 
			concha,
 que cubriéndose de un húmedo 
			velo desborda
 en la cuenca de la segunda 
			concha;
 la segunda, a su vez demasiado 
			rica,
 desparrama su flujo borboteante 
			en la tercera,
 y cada una toma y da al mismo 
			tiempo
 y fluye y reposa.
 
 Sin embargo, en este poema ni se 
			está reproduciendo poéticamente una fuente verdaderamente existente 
			ni la esencia general de una fuente romana. Y, con todo, la verdad 
			obra en la obra. ¿Qué verdad ocurre en la obra? ¿Y acaso puede 
			ocurrir la verdad y ser por lo tanto histórica? Según se suele 
			decir, la verdad es algo intemporal y supratemporal. Buscamos la realidad de la obra 
			de arte para encontrar de verdad en ella el arte que allí reina. La 
			base de cosa ha demostrado ser lo más próximo a la obra. Pero para 
			captar lo que la obra tiene de cosa no bastan los conceptos 
			tradicionales de cosa, pues éstos tampoco consiguen dar con la 
			esencia del carácter de cosa. El concepto predominante de cosa, la 
			cosa como una materia conformada, ni siquiera tiene su origen en la 
			esencia de la cosa, sino en la esencia del utensilio. También hemos 
			comprobado que hace mucho tiempo que el ser-utensilio ocupa un lugar 
			privilegiado en la interpretación de lo ente. Este privilegio, sobre 
			el que nunca se ha reflexionado propiamente, ha sido el que nos ha 
			dado la pista para replantearnos una vez más la pregunta por el 
			carácter de utensilio evitando las interpretaciones tradicionales. Hemos hecho que fuera una obra 
			la que nos dijera qué es el utensilio. De este modo también ha 
			salido a la luz lo que obra dentro de la obra: la apertura de lo 
			ente en su ser, el acontecimiento de la verdad. Pues bien, si la 
			realidad de la obra solo se puede determinar por medio de aquello 
			que obra en la obra, ¿qué hay de nuestro propósito de buscar la 
			verdadera obra de arte en su realidad? Íbamos por mal camino cuando 
			en un principio creíamos que la realidad de la obra se encontraba en 
			su base de cosa. Ahora nos encontramos ante un sorprendente 
			resultado de nuestras reflexiones, si se puede llamar a esto un 
			resultado. Dos asuntos están claros:      
			Primero: los medios para captar 
			lo que la obra tiene de cosa, esto es, los conceptos reinantes de 
			cosa, no bastan.      Segundo: lo que queríamos captar 
			con ello como realidad más próxima a la obra, la base de cosa, no 
			forma parte de la obra bajo esta modalidad. En cuanto contemplamos la obra 
			desde esta perspectiva la estamos considerando sin querer como un 
			utensilio al que le concedemos una superestructura en la que se 
			supone se encierra lo artístico. Pero la obra no es un utensilio 
			dotado de un valor estético añadido. La obra no es eso en la misma 
			medida en que la mera cosa no es tampoco un utensilio al que solo le 
			falta lo que constituye el auténtico carácter de utensilio: la 
			utilidad y la elaboración. Nuestra manera de preguntar por 
			la cosa se ha venido abajo, porque no estábamos preguntando por la 
			obra, sino en parte por una cosa y en parte por un utensilio. Solo 
			que fue la estética la que desarrolló esta manera de preguntar y no 
			nosotros. La manera en que ésta contempla de antemano la obra de 
			arte está dominada por la interpretación tradicional de todo ente. 
			Pero lo esencial no es el desmoronamiento de este planteamiento 
			habitual. De lo que se trata es de empezar a abrir los ojos y de ver 
			que hay que pensar el ser de lo ente para que se aproximen más a 
			nosotros el carácter de obra de la obra, el carácter de utensilio 
			del utensilio y el carácter de cosa de la cosa. A este fin, primero 
			tienen que caer las barreras de todo lo que se da por sobreentendido 
			y se deben apartar los habituales conceptos aparentes. Esta es la 
			razón por la que hemos tenido que dar un rodeo, rodeo que nos 
			devuelve enseguida al camino capaz de llevarnos a una determinación 
			del carácter de cosa de la obra. No hay por qué negar el carácter de 
			cosa de la obra, pero puesto que forma parte del ser-obra de la 
			obra, dicho carácter de cosa habrá de ser pensado a partir del 
			carácter de obra. Si esto es así, el camino hacia la determinación 
			de la realidad de cosa que tiene la obra no conducirá de la cosa a 
			la obra, sino de la obra a la cosa. La obra de arte abre a su manera 
			el ser de lo ente. Esta apertura, es decir, este desencubrimiento, 
			la verdad de lo ente, ocurren en la obra. En la obra de arte se ha 
			puesto a la obra la verdad de lo ente. El arte es ese ponerse a la 
			obra de la verdad. ¿Qué será la verdad misma, para que a veces 
			acontezca como arte? ¿Qué es ese ponerse a la obra?
 La obra y la verdad
 El origen de la obra de arte es 
			el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte. 
			Por eso buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste? 
			Las obras de arte muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de 
			manera muy diferente. Hemos fracasado en el intento de captar ese 
			carácter de cosa de la obra con ayuda de los conceptos habituales de 
			cosa, y no solo porque tales conceptos no capten dicho carácter, 
			sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra obligamos 
			a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier 
			acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el 
			carácter de cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente 
			la pura subsistencia de la misma. Pero ¿acaso la obra puede ser 
			accesible en sí misma? Para que pudiera serlo, sería necesario 
			aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin 
			de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la 
			auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe 
			abandonarse a su pura autosubsistencia. Precisamente en el gran 
			arte, que es del único del que estamos tratando aquí, el artista 
			queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple 
			puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en 
			la creación. Pues bien, tenemos que las 
			propias obras se encuentran en las colecciones y exposiciones. Pero 
			¿están allí como las obras que son en sí mismas o más bien como 
			objetos de la empresa artística? En estos lugares se ponen las obras 
			a disposición del disfrute artístico público y privado. Determinadas 
			instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento. 
			Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las 
			estudian. El comercio del arte provee el mercado. La investigación 
			llevada a cabo por la historia del arte convierte las obras en 
			objeto de una ciencia. En medio de todo este trajín, ¿pueden salir 
			las propias obras a nuestro encuentro? Las «esculturas de Egina» de la 
			colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su mejor edición 
			crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial en 
			tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su 
			rango y fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien 
			interpretadas que sigan estando, al desplazarlas a una colección se 
			las ha sacado fuera de su mundo. Por otra parte, incluso cuando 
			intentamos impedir o evitar dichos traslados yendo, por ejemplo, a 
			contemplar el templo de Paestum a su sitio y la catedral de Bamberg 
			en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha derrumbado. El derrumbamiento de un mundo o 
			el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar. 
			Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo 
			ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que 
			han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el ámbito 
			de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya solo 
			pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente 
			es todavía consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya 
			no es exactamente eso mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda 
			empresa en torno al arte, hasta la más elevada, la que solo mira por 
			el bien de las obras, no alcanza nunca más allá del ser-objeto de 
			las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el ser-obra de 
			las obras. Pero ¿acaso la obra sigue siendo 
			obra cuando se encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio 
			de la obra encontrarse implicada en alguna relación? Desde luego que 
			sí, pero falta preguntar en qué relación. ¿Cuál es el lugar propio de una 
			obra? El único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se 
			abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace 
			presente en dicha apertura y solo allí. Decíamos que en la obra está 
			en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el 
			cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A 
			ese fin se planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede 
			acontecer la verdad. Ahora vamos a plantear esa misma 
			cuestión de la verdad teniendo en cuenta la obra, pero para 
			familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario 
			volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A 
			este propósito elegiremos con toda intención una obra que no se 
			inscribe dentro del arte figurativo. Un edificio, un templo griego, 
			no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de 
			un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura 
			del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por 
			todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al 
			templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es 
			en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como 
			tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden 
			flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la 
			que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y 
			relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, 
			victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el 
			ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas 
			relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; solo a 
			partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para 
			cumplir su destino. Allí alzado, el templo reposa 
			sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de 
			ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a 
			nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se 
			desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. 
			El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia 
			del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la 
			amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es 
			el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de 
			la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla 
			la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el 
			águila y el toro, la serpiente y el grillo solo adquieren de este 
			modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta 
			aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los 
			griegos llamaron muy tempranamente 
			Fæsiw. La 
			fisis ilumina al mismo 
			tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. 
			Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que 
			eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en 
			capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La 
			tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a 
			todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta 
			como aquello que acoge. La obra templo, ahí alzada, abre 
			un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra, que 
			solo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los hombres y 
			los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen 
			como objetos inmutables para después proporcionarle un marco 
			adecuado a ese templo que un buen día viene a sumarse a todo lo 
			presente. Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a 
			la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados 
			previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra 
			manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, solo por 
			hacerlo, no aporta nada. Es el templo, por el mero hecho 
			de alzarse ahí en permanencia, el que le da a las cosas su rostro y 
			a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión solo permanece 
			abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya 
			huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua que le consagra al 
			dios el vencedor de la lucha. No se trata de ninguna reproducción 
			fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, 
			sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse 
			presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede 
			decir de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni 
			se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los 
			nuevos contra los antiguos dioses. Desde el momento en que la obra 
			de la palabra se introduce en los relatos del pueblo, ya no habla 
			sobre dicha batalla, sino que transforma el relato del pueblo de tal 
			manera que, desde ese momento, cada palabra esencial lucha por sí 
			misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o 
			pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid. 
			Heráclito, frag. 53). Entonces ¿en qué consiste el 
			ser-obra de la obra? Sin apartar nunca nuestra mirada de lo que 
			acabamos de indicar de manera bastante imperfecta, vamos a comenzar 
			por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal fin, 
			partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del 
			ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo 
			a nuestro proceder habitual respecto a la obra. Cuando se lleva una obra a una 
			colección o exposición también se suele decir que se instala la 
			obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una 
			instalación en el sentido de la construcción de un edificio, la 
			erección de una estatua o la representación de una tragedia con 
			ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de 
			consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar 
			simplemente a un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido 
			de que, gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como 
			sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia. 
			De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que 
			reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y 
			esplendor no son propiedades junto a las cuales o detrás de las 
			cuales se encuentre además el dios, sino que es en la dignidad y en 
			el esplendor donde se hace presente el dios. En los destellos de ese 
			esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes llamamos 
			mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa 
			medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo 
			esencial nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la 
			obra es un erigirse que consagra y glorifica? Porque la obra exige 
			tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige semejante 
			instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué 
			instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra 
			abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia. Ser-obra significa levantar un 
			mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al hablar del 
			templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del 
			mundo solo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá 
			que limitar a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión 
			de lo esencial. Un mundo no es una mera 
			agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o 
			desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y 
			supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace 
			mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que 
			consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se 
			encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del 
			nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan 
			arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de 
			nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no 
			tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace 
			mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco 
			tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en 
			el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un 
			mundo, porque mora en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el 
			utensilio le proporciona a este mundo una necesidad y proximidad 
			propias. Desde el momento en que un mundo se abre, todas las cosas 
			reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad, 
			de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa 
			espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor 
			protector de los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios 
			es una de las maneras en las que el mundo hace mundo. Desde el momento en que una obra 
			es una obra, le hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa 
			aquí liberar el espacio libre de lo abierto y disponer ese espacio 
			libre en el conjunto de sus rasgos. Este disponer surge a la 
			presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto que obra, 
			levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo. 
			Pero levantar un mundo es solo uno de los rasgos esenciales del 
			ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta por 
			nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de 
			lo que más sobresale en la superficie de la obra. Cuando se lleva a cabo una obra 
			a partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color, 
			lenguaje, sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales 
			materiales. Pero así como la obra exige una instalación en el 
			sentido de un erigir consagrador y glorificador, porque el ser-obra 
			de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta 
			necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene 
			el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia 
			elaboradora. Pero ¿qué elabora la obra? Solo lo sabremos si nos 
			fijamos en eso sobresaliente y que comúnmente se llama elaboración 
			de obras. Levantar un mundo forma parte 
			del ser-obra. ¿Cuál es, desde la perspectiva de esta determinación, 
			la esencia de la obra que normalmente se denomina material? Debido a 
			que se encuentra determinado por la utilidad y el provecho, el 
			utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la 
			materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, 
			se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El 
			material se considera tanto mejor y más adecuado cuanto menos 
			resistencia opone a sumirse en el ser-utensilio del utensilio. Por 
			el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la 
			obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por el 
			contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la 
			roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los 
			metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el 
			sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar desde el 
			momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en 
			la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del 
			metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del 
			sonido, en el poder nominal de la palabra. Aquello hacía donde la obra se 
			retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos 
			tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es 
			aquella no forzada, infatigable, sin obligación alguna. Sobre la 
			tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. 
			Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, 
			esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido 
			más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia 
			tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser 
			tierra. Pero ¿por qué traer aquí la 
			tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de ella? ¿Qué 
			es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de 
			semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al 
			confrontarnos con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo 
			impenetrable. Si a pesar de todo partimos la roca para intentar 
			penetrarla, veremos que sus pedazos nunca muestran algo interno y 
			abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el acto en la 
			misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la 
			pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una 
			báscula-, lo único que conseguiremos es introducirla en el mero 
			cálculo de un peso. Esta determinación de la piedra, tal vez muy 
			exacta, no es más que un número, mientras que el peso se nos ha 
			hurtado. El color luce y solo quiere lucir. Si por medio de sabias 
			mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá 
			desaparecido. Solo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin 
			explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda 
			posible intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa 
			penetración calculadora. Por mucho que dicha intromisión pueda 
			adoptar la apariencia del dominio y el progreso, bajo la forma de la 
			objetivación técnico-científica de la naturaleza, con todo, tal 
			dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra solo se 
			muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la 
			preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye 
			ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la tierra se 
			mantiene constantemente cerrada. Todas las cosas de la tierra, y 
			ella misma en su totalidad, fluyen en una recíproca consonancia. 
			Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que aquí fluye es 
			la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita en 
			su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas 
			que se cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La 
			tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer 
			aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello 
			que se cierra a sí mismo. Al retirarse ella misma a la 
			tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra 
			no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable 
			cantidad de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor 
			usa la piedra de la misma manera que el albañil, pero no la 
			desgasta. En cierto modo esto solo ocurre cuando la obra fracasa. 
			También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal manera 
			que los colores no solo no se desgastan, sino que gracias a él 
			empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo 
			que tienen que usarla los que hablan o escriben habitualmente 
			desgastándola, sino de tal manera que gracias a él la palabra se 
			torna verdaderamente palabra y así permanece. En ningún lugar de la obra está 
			presente algo semejante a un material. Hasta es dudoso si cuando 
			determinamos esencialmente al utensilio, caracterizando como materia 
			aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia de utensilio. Levantar un mundo y traer aquí 
			la tierra son dos rasgos esenciales del ser-obra de la obra. Ambos 
			pertenecen a la unidad del ser-obra. Nosotros buscamos dicha unidad 
			cuando pensamos la subsistencia de la obra e intentamos decir esa 
			cerrada quietud propia del reposar en sí mismo. Aunque los citados rasgos 
			esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos logrado ha 
			sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su 
			reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del 
			movimiento? Pero hay que tener en cuenta que no se trata de una 
			manera de ser lo contrario que excluya al movimiento, sino que lo 
			incluye. Solo lo que se mueve puede alcanzar el reposo. Según sea el 
			movimiento, así será el reposo. Cierto que en el movimiento 
			entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más 
			que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el 
			movimiento también puede haber un reposo constituido por una interna 
			agrupación de movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el 
			tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo de la obra que 
			reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos aproximar 
			a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la 
			movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación 
			guarda en la propia obra levantar un mundo y traer aquí la tierra? El mundo es la abierta apertura 
			de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el 
			destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no 
			obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto 
			acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes 
			entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda 
			sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la 
			relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en 
			la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. 
			Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de 
			ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, 
			pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la 
			tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno. Este enfrentamiento entre el 
			mundo y la tierra es un combate. Confundimos con demasiada ligereza 
			la esencia del combate asimilándolo a la discordia y la riña y por 
			lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno y destrucción. Sin 
			embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se elevan 
			mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de 
			la esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino 
			en abandonarse en el oculto estado originario de la procedencia del 
			propio ser. En el combate, cada uno lleva al otro por encima de sí 
			mismo. De este modo, el combate se torna cada vez más combativo, más 
			propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más duramente se 
			supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan 
			los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí 
			mismo. Para aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su 
			cerrarse a sí misma, la tierra no puede prescindir de lo abierto del 
			mundo. Por su parte, el mundo tampoco puede deshacerse de la tierra 
			sí es que tiene que fundarse sobre algo decidido como reinante 
			amplitud y vía de todo destino esencial. Desde el momento en que la obra 
			levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la 
			instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra 
			reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido 
			acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha. Al levantar un 
			mundo y traer aquí la tierra, la obra enciende esa lucha. El 
			ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el 
			mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto 
			culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de 
			la obra ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate 
			consiste en agrupar la movilidad de la obra, que se supera 
			constantemente a sí misma. Por eso, es en la intimidad del combate 
			donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma. Solo podemos llegar a saber qué 
			es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra. Hasta 
			ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte era 
			una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en el ser-obra 
			de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la 
			disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la 
			verdad? La negligencia con que usamos 
			esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e imperfecto que es 
			nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando decimos 
			verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo 
			verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser 
			verdadero. Pero no nos limitamos a decir que una frase es verdadera, 
			sino que también lo decimos de una cosa, del oro verdadero por 
			oposición al oro falso. Verdadero significa en este caso lo mismo 
			que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir aquí eso de 
			real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo que 
			corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más, 
			el círculo se ha cerrado. ¿Qué significa ‘de verdad’? La 
			verdad es la esencia de lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando 
			decimos esencia? Normalmente entendemos por esencia eso común en lo 
			que coincide todo lo verdadero. La esencia se presenta en un 
			concepto de género y generalidad que representa ese uno que vale 
			igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la 
			esencialidad en el sentido de essentia) solo es la esencia inesencial. ¿En qué consiste la esencia esencial de algo? 
			Probablemente reside en lo que lo ente es de verdad. La verdadera 
			esencia de una cosa se determina a partir de su verdadero ser, a 
			partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es que 
			ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia 
			de la verdad. Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata solo 
			de un asunto curioso, tal vez incluso solamente de la vacía sutileza 
			de un juego de conceptos, o se trata por el contrario de un abismo? Verdad significa esencia de lo 
			verdadero. Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los 
			griegos. Al®yeia significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es 
			esto una definición de la esencia de la verdad? ¿No estaremos 
			haciendo pasar una mera transformación en el uso de la palabra -desocultamiento 
			en lugar de verdad- por una caracterización del asunto? En efecto, 
			no deja de ser un simple intercambio de nombres mientras no nos 
			enteremos de qué es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario 
			decir la esencia de la verdad con la palabra desocultamiento. 
			¿Es necesario para ello una 
			renovación de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera 
			posible semejante imposibilidad, una renovación no nos serviría de 
			nada, porque la historia oculta de la filosofía griega consiste 
			desde sus inicios en que no permanece conforme a la esencia de la 
			verdad ilustrada mediante la palabra 
			Žl®yeia y por lo tanto su saber 
			y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse cada vez 
			en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la 
			verdad. La esencia de la verdad como 
			Žl®yeia permanece impensada 
			tanto en el pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía 
			posterior. Para el pensar, el desocultamiento es lo más oculto de la 
			existencia griega, pero al mismo tiempo es lo que desde muy temprano 
			determina toda la presencia de lo presente. Pero ¿por qué no nos conformamos 
			con la esencia de la verdad que nos resulta familiar desde hace 
			siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo concordancia del 
			conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y la 
			frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la 
			cosa, para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije 
			previamente el enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y 
			cómo se puede mostrar si no es emergiendo ella misma de su 
			ocultamiento, si no es situándose en lo no oculto? La proposición es 
			verdadera en la medida en que se rige por lo que no está oculto, es 
			decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será 
			siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad, 
			que desde Descartes parten de la verdad como certeza, son simples 
			transformaciones de la determinación de la verdad como corrección. 
			Ahora bien, esta esencia de la verdad que nos resulta tan habitual y 
			que consiste en la corrección de la representación, surge y 
			desaparece con la verdad como desocultamiento de lo ente. Cuando aquí y en otros lugares 
			entendemos la verdad como desocultamiento, no nos estamos limitando 
			a refugiarnos en una traducción más literal de una palabra griega. 
			Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede 
			subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección, 
			que nos resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos 
			momentos consentimos en confesar que, desde luego, a fin de 
			demostrar y comprender lo correcto (la verdad) de un enunciado, no 
			nos queda otro remedio que apelar a algo que ya es evidente. Este 
			presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras hablemos y opinemos 
			así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una corrección 
			que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos 
			imponemos solo Dios sabe cómo y por qué razón. Pero no es que nosotros 
			presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el 
			ser) nos instala en una esencia tal que en nuestra representación 
			siempre permanecemos inmersos en el seno del desocultamiento y 
			supeditados a él. No es solo aquello por lo que se guía un 
			conocimiento lo que de alguna manera debe estar no oculto, sino que 
			todo el ámbito en el que se mueve este «guiarse según algo», así 
			como aquello por lo que la adecuación de la proposición a la cosa se 
			torna evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto. 
			Nosotros mismos, con todas nuestras exactas representaciones, no 
			seríamos nada y ni siquiera podríamos presuponer que hay algo 
			manifiesto por lo que nos guiamos, si el desocultamiento de lo ente 
			no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que entra para 
			nosotros todo ente y del que todo ente se retira. Pero ¿cómo sucede esto? ¿Cómo 
			ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar 
			hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo. Las cosas y los seres humanos 
			son, los dones y los sacrificios son, los animales y las plantas 
			son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada 
			fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino 
			recorre el ser. Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre; 
			solo se conoce una pequeña parte. Lo conocido es una mera 
			aproximación y la parte dominada ni siquiera es segura. El ente 
			nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra 
			capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece 
			que si pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar 
			todo lo que es, aunque sea de manera bastante burda. Y sin embargo por encima y más 
			allá de lo ente, aunque no lejos de él, sino ante él, ocurre otra 
			cosa. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar 
			abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo 
			ente. Así pues, este centro abierto no está rodeado de ente, sino 
			que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como esa nada 
			que apenas conocemos. Lo ente solo puede ser como ente 
			cuando está dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este 
			claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de 
			acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que 
			somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto 
			en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente solo 
			puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se 
			topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño 
			antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo 
			se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que 
			se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, 
			encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de 
			dos maneras. Lo ente se niega a nosotros 
			hasta ese punto único, y en apariencia mínimo, que nos encontramos 
			particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que es. El 
			encubrimiento como negación no es solo ni en primer lugar el límite 
			que se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de 
			lo descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por 
			el claro también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo. 
			Lo ente se desliza ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con 
			su velo al otro, que éste oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo 
			mucho, que lo singular niega el todo. Aquí, el encubrir no es un 
			simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como algo diferente 
			de lo que es. Este encubrir es un modo de 
			disimular. Si lo ente no disimulara a lo ente no podríamos errar ni 
			equivocarnos en lo relativo a él, no podríamos desorientarnos y 
			perdernos y, por consiguiente, nunca nos equivocaríamos de medida. 
			El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia es la 
			condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa. El encubrimiento puede ser una 
			negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la certeza directa 
			de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y disimula 
			a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo 
			ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre 
			levantado en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien, 
			el claro solo acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es nunca un estado simplemente dado, 
			sino un acontecimiento. El desocultamiento (la verdad) no es ni una 
			propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una propiedad de 
			las proposiciones. En el ámbito más próximo de lo 
			ente nos creemos en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira 
			confianza. Pero sin embargo hay un constante encubrimiento que 
			recorre el claro bajo la doble forma de la negación y el disimulo. 
			Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo completamente 
			inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del 
			desocultamiento está completamente dominada por una abstención. 
			Ahora bien, esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la 
			verdad fuera un vano desocultamiento que se hubiera desprendido de 
			todo lo oculto. Si pudiera ser eso, la verdad dejaría de ser ella 
			misma. A la esencia de la verdad en tanto que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención según el 
			modo de un doble encubrimiento.  La verdad es en su esencia 
			no-verdad. Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal 
			vez algo chocante, que la abstención bajo el modo del encubrimiento 
			forma parte del desocultamiento como claro. Por el contrario, el 
			enunciado que reza: la esencia de la verdad es la no-verdad, no 
			quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo, 
			tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que, 
			en una representación dialéctica, siempre es también su contrario. La verdad se presenta como ella 
			misma en la medida en que la abstención encubridora es la que, como 
			negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como 
			disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la 
			equivocación. Con la abstención encubridora se pretende nombrar a 
			esa contrariedad que se encuentra en la esencia de la verdad y que, 
			dentro de ella, reside entre el claro y el encubrimiento. Se trata 
			del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia de la verdad 
			es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese 
			centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir 
			para refugiarse dentro de sí mismo. Ese espacio abierto acontece en 
			medio de lo ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo 
			abierto le pertenece un mundo y la tierra. Pero el mundo no es 
			simplemente ese espacio abierto que corresponde al claro, ni la 
			tierra es eso cerrado que corresponde al encubrimiento. Antes bien, 
			el mundo es el claro de las vías de las directrices esenciales a las 
			que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un 
			elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no 
			sería nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado, 
			sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo. 
			Mundo y tierra son en sí mismos, según su esencia, combatientes y 
			combativos. Solo como tales entran en la lucha del claro y el 
			encubrimiento. La tierra solo se alza a través 
			del mundo, el mundo solo se funda sobre la tierra, en la medida en 
			que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el 
			encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la verdad? Nuestra respuesta es 
			que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno de estos modos es 
			el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra 
			supone la disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha 
			para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto 
			es, la verdad. En ese alzarse ahí del templo 
			acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente y 
			reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad 
			es llevado al desocultamiento y mantenido en él. El sentido 
			originario de mantener es guardar. En la pintura de Van Gogh 
			acontece la verdad. Esto no quiere decir que en ella se haya 
			reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso de 
			manifestación del ser-utensilio del utensilio llamado bota, lo ente 
			en su totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, 
			alcanzan el desocultamiento. En la obra la que obra es la 
			verdad, es decir, no solo algo verdadero. El cuadro que muestra el 
			par de botas labriegas, el poema que dice la fuente romana, no solo 
			revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -suponiendo que 
			revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en cuanto 
			tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y 
			esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y 
			cuanto menos adornada y más pura aparezca sola en su esencia la 
			fuente, tanto más inmediata y fácilmente alcanzará con ellas más ser 
			todo lo ente. Así es como se descubre el ser que se encubre a sí 
			mismo. La luz así configurada dispone la brillante aparición del ser 
			en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello. 
			La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento. Ahora ya hemos captado con mayor 
			claridad la esencia de la verdad a algunos respectos. Si esto es 
			así, debería estar más claro qué es lo que obra en la obra, pero 
			ocurre que el ser-obra de la obra visible en estos momentos todavía 
			no nos dice nada sobre la realidad más próxima e imperiosa de la 
			obra, sobre el carácter de cosa de la obra. Casi parece como si con 
			la intención exclusiva de captar de la manera más pura posible la 
			subsistencia de la obra hubiéramos olvidado por completo el hecho de 
			que una obra es siempre una obra, es decir, algo efectuado. Si hay 
			algo que distingue a la obra en cuanto obra es, desde luego, el 
			hecho de que la obra ha sido creada. Desde el momento en que la obra 
			es creada y el crear precisa de un medio a partir del cual y en el 
			cual éste crea, también el carácter de cosa entra a formar parte de 
			la obra. Esto es indiscutible, pero todavía sigue abierta la 
			pregunta de cómo entra a formar parte de la obra el hecho de ser 
			algo creado, su ser-creación. Esto solo puede aclararse analizando 
			dos cuestiones: 1. ¿Qué quiere decir aquí 
			ser-creación y crear a diferencia de fabricar y ser algo fabricado? 2. ¿Cuál es la esencia más 
			íntima de la propia obra, aquella única esencia a partir de la cual 
			es posible sopesar hasta qué punto el ser-creación le pertenece y en 
			qué medida es lo que determina el ser-obra de la obra? Aquí, crear siempre se ha 
			pensado en relación con la obra. El acontecimiento de la verdad 
			forma parte de la esencia de la obra. La esencia del crear la 
			determinamos por adelantando a partir de su relación con la esencia 
			de la verdad como desocultamiento de lo ente. La pertenencia del 
			ser-creación a la obra solo puede salir a la luz aclarando la 
			esencia de la verdad de modo aún más originario. Vuelve a 
			replantearse la pregunta por la verdad y su esencia. Tenemos que replantear esa 
			pregunta si queremos que la frase que dice que es la verdad la que 
			obra en la obra no sea una mera afirmación gratuita. En realidad es solo ahora cuando 
			debemos plantearla de manera más esencial: ¿en qué medida se 
			encuentra en la esencia de la verdad una tendencia hacia algo como 
			la obra? ¿Qué esencia tiene la verdad para que pueda ponerse a la 
			obra o incluso, bajo determinadas condiciones, tenga que ponerse a 
			la obra a fin de ser como verdad? Pues bien, este ponerse a la obra 
			de la verdad lo determinamos como la esencia del arte, de modo que 
			nuestra última pregunta reza así: Qué tiene que ser la verdad, 
			para que pueda acontecer o incluso tenga que acontecer como arte? 
			¿En qué medida hay arte?
 La verdad y el arte
 El origen de la obra de arte y 
			del artista es el arte. El origen es la procedencia de la esencia, 
			en donde surge a la presencia el ser de un ente. ¿Qué es el arte? 
			Buscamos su esencia en la obra efectivamente real. La realidad de la 
			obra ha sido determinada a partir de aquello que obra en la obra, a 
			partir del acontecimiento de la verdad. Pensamos este acontecimiento 
			como la disputa del combate entre el mundo y la tierra. En la 
			dinámica de esta lucha está presente el reposo. Aquí es donde se 
			funda el reposo de la obra en sí misma. En la obra obra el 
			acontecimiento de la verdad. Pero lo que obra en la obra está, por 
			lo tanto, en la obra. Por consiguiente, aquí ya se presupone la obra 
			efectivamente real como soporte del acontecimiento. De inmediato 
			resurge ante nosotros la pregunta por aquel carácter de cosa de la 
			obra dada. Y así, hay algo que por fin queda claro: por mucho y muy 
			insistentemente que nos preguntemos por la subsistencia de la obra, 
			nunca daremos plenamente con su realidad efectiva mientras no nos 
			decidamos a tomar la obra como algo efectuado. Lo más normal es 
			tomarla así, porque en la palabra obra resuena ya el término 
			‘efectuado’. El carácter de obra de la obra reside en el hecho de 
			haber sido creada por un artista. Puede parecer extraño que hayamos 
			esperado hasta ahora para dar esta definición de la obra, que además 
			de aclarar todo es la más lógica. Pero, manifiestamente, el 
			ser-creación de la obra solo se puede entender desde el proceso del 
			crear. Y así, por la fuerza de las cosas, nos vemos obligados a 
			introducirnos en la actividad del artista para dar con el origen de 
			la obra de arte. El intento de determinar el ser-obra de la obra 
			única y exclusivamente a partir de ella misma, ha demostrado ser 
			irrealizable. Aunque ahora dejemos a un lado 
			la obra e indaguemos en la esencia del crear, no por ello debemos 
			olvidar lo que dijimos anteriormente sobre el cuadro de las botas 
			labriegas o el templo griego. Pensamos el crear como un 
			producir o traer delante. Pero también la fabricación de un 
			utensilio es una producción, una manera de traer algo delante. Es 
			verdad -¡curiosa paradoja del lenguaje!- que el trabajo artesano no 
			crea obras ni siquiera cuando distinguimos entre el producto 
			verdaderamente artesano y el objeto de fábrica. Pero entonces ¿en 
			qué se diferencia el traer delante que es creación del traer delante 
			que es fabricación? Resulta tan fácil distinguir con palabras entre 
			la creación de obras y la fabricación de utensilios, como difícil 
			seguir ambas maneras de traer algo delante en sus respectivos rasgos 
			esenciales. En apariencia, la actividad del alfarero y el escultor, 
			la del ebanista y el pintor siguen un comportamiento idéntico. La 
			creación de obras exige de por sí el quehacer artesano. Lo que más 
			estiman los grandes artistas es la capacidad artesanal. Son los 
			primeros que exigen su cuidado a partir de una total maestría. 
			Ellos, más que nadie, son los que se esfuerzan por formarse cada día 
			más a fondo en el oficio. Ya se ha dicho repetidas veces que los 
			griegos, que algo entendían de obras de arte, usaban la misma 
			palabra,  
			t¡xnh, para designar un oficio artesano y el arte y que 
			nombraban al artesano y al artista con el mismo nombre, 
			t¡xnÛthw. 
			Por eso, parece aconsejable 
			determinar la esencia del crear desde su lado artesanal. Pero la 
			mención al uso que hacían los griegos de estas palabras, un uso que 
			pone de manifiesto su experiencia del asunto, nos debe haber dejado 
			meditabundos. Por habitual y esclarecedora que pueda ser la alusión 
			a la forma en que los griegos designaban habitualmente los oficios 
			artesanos y el arte utilizando la misma palabra, 
			 
			t¡xnh, no deja de 
			ser superficial y hasta errada, porque 
			 
			t¡xnh no 
			significa ni oficio 
			manual ni arte y mucho menos lo técnico en sentido actual, puesto 
			que no significa nunca ningún tipo de realización práctica. 
			La palabra 
			t¡xnh nombra más bien 
			un modo de saber. Saber significa haber visto, en el sentido más 
			amplio de ver, que quiere decir captar lo presente como tal. Según 
			el pensamiento griego, la esencia del saber reside en la 
			Žl®yeia, es 
			decir, en el desencubrimiento de lo ente. Ella es la que sostiene y 
			guía toda relación con lo ente. Así pues, como saber experimentado 
			de los griegos, la  
			t¡xnh es una manera de traer delante lo ente, en 
			la medida en que saca a lo presente como tal fuera del ocultamiento 
			y lo conduce dentro del desocultamiento de su aspecto;  
			t¡xnh nunca 
			significa la actividad de un hacer. 
			El artista no es precisamente un 
			 
			t¡xnÛthw
			porque también sea un artesano, sino porque tanto el hecho 
			de producir o traer aquí obras como el de producir o traer aquí 
			utensilios acontece en ese traer algo delante que, de antemano, hace 
			que llegue lo ente a su presencia a partir de su aspecto. Pero todo 
			esto ocurre en medio de lo ente, que sale a la luz y se genera 
			espontáneamente en medio de la 
			 
			fæsiw. El hecho de llamar 
			 
			t¡xnh al 
			arte no es ninguna prueba a favor de que el quehacer del artista sea 
			comprendido a partir del trabajo manual. Lo que dentro de la 
			creación de obras tiene aspecto de fabricación artesana tiene otra 
			naturaleza. Este quehacer está completamente determinado por la 
			esencia del crear y siempre se inscribe en ella. Pero entonces, ¿qué hilo 
			conductor podremos seguir para pensar la esencia del crear si no es 
			el del oficio manual? ¿Cómo pensarla si no es contemplando aquello 
			que hay que crear, la obra? A pesar de que la obra solo se torna 
			efectivamente real en el proceso de creación y por lo mismo depende 
			de dicho proceso en su realidad efectiva, la esencia del crear está 
			determinada por la esencia de la obra. Aunque el ser-creación de la 
			obra tenga una relación con el crear, tanto el ser-creación como el 
			crear deben determinarse a partir del ser-obra de la obra. Ahora ya 
			no nos asombraremos por haber tratado primero durante tanto tiempo 
			únicamente de la obra sin detenernos a analizar el ser-creación 
			hasta el último momento. Si el ser-creación forma parte de la obra 
			de manera tan esencial como resuena en la propia palabra obra, 
			tendremos que procurar comprender más esencialmente lo que se ha 
			podido determinar hasta ahora como ser-obra de la obra. Teniendo en cuenta la 
			delimitación recién alcanzada de la esencia de la obra, según la 
			cual en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad, podemos 
			caracterizar el crear como ese dejar que algo emerja convirtiéndose 
			en algo traído delante, producido. El llegar a ser obra de la obra 
			es una manera de devenir y acontecer de la verdad. En la esencia de 
			la verdad reside todo. Pero ¿qué es la verdad para tener que 
			acontecer en algo creado? ¿Hasta qué punto tiene la verdad una 
			tendencia hacia la obra en el fondo de su esencia? ¿Se puede 
			comprender esto a partir de la esencia de la verdad tal como ha sido 
			aclarada hasta ahora? La verdad es no-verdad, en la 
			medida en que le pertenece el ámbito de procedencia de lo aún-no(des-)desocultado 
			en el sentido del encubrimiento. En el des-ocultamiento como verdad 
			está presente al mismo tiempo el otro «des» de una segunda negación 
			o restricción. La verdad se presenta como tal en la oposición del 
			claro y el doble encubrimiento. La verdad es el combate primigenio 
			en el que se disputa, en cada caso de una manera, ese espacio 
			abierto en el que se adentra y desde el que se retira todo lo que se 
			muestra y retrae como ente. Sea cual sea el cuándo y el cómo se 
			desencadena y ocurre este combate, lo cierto es que gracias a él 
			ambos contendientes, el claro y el encubrimiento, se distinguen y 
			separan. Así es como se disputa el 
			espacio abierto donde tiene lugar la lucha. La apertura de este 
			espacio abierto, esto es, la verdad, solo puede ser lo que es, 
			concretamente esta apertura, si ella misma se establece y mientras 
			se mantenga instalada en su espacio abierto. Es por eso por lo que 
			en dicho espacio abierto debe haber siempre y en cada caso un ente 
			en el que la apertura gane su firmeza y estabilidad. Desde el 
			momento en que la apertura ocupa el espacio abierto, lo mantiene 
			abierto y dispuesto. Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí a 
			partir del sentido griego de la y¡siw, que significa poner en lo no 
			oculto. 
			Cuando alude a ese establecerse 
			de la apertura en el espacio abierto, el pensar toca una región que 
			no podemos detenernos a explicar todavía. Diremos simplemente que si 
			la esencia del des-ocultamiento de lo ente pertenece de alguna 
			manera al propio ser  
			(vid.  
			Ser y Tiempo, parágrafo 44), 
			es éste, a 
			partir de su esencia, el que permite que se produzca el espacio de 
			juego de la apertura (el claro del aquí) y lo lleva como tal a todo 
			lugar en el que un ente sale a la luz a su manera. La verdad acontece de un único 
			modo: estableciéndose en ese combate y espacio de juego que se abren 
			gracias a ella misma. En efecto, puesto que la verdad es la 
			oposición alterna del claro y el encubrimiento, le pertenece aquello 
			que aquí hemos dado en llamar su establecimiento. Pero la verdad no 
			está ya presente de antemano en algún lugar de las estrellas para 
			venir después a instalarse en algún lugar de lo ente. Esto es 
			imposible, aunque solo sea porque es la apertura de lo ente la 
			primera que concede la posibilidad de que aparezca ese lugar 
			cualquiera, ese lugar lleno de presencia. El claro de la apertura y 
			el establecimiento en el espacio abierto son inseparables, se 
			pertenecen mutuamente. Son la misma y única esencia del 
			acontecimiento de la verdad. Tal acontecimiento es histórico de 
			muchas maneras. Una de las maneras esenciales en 
			que la verdad se establece en ese ente abierto gracias a ella, es su 
			ponerse a la obra. Otra manera de presentarse la verdad es la acción 
			que funda un Estado. Otra forma en la que la verdad sale a la luz es 
			la proximidad de aquello que ya no es absolutamente un ente, sino lo 
			más ente de lo ente. Otro modo de fundarse la verdad es el 
			sacrificio esencial. Finalmente, otra de las maneras de llegar a ser 
			de la verdad es el cuestionar del pensador, que nombra el pensar del 
			ser como tal en su cuestionabilidad, o lo que es lo mismo, como 
			digno de ser cuestionado. Frente a esto, la ciencia no es ningún 
			tipo de acontecimiento originario de la verdad, sino siempre la 
			construcción de un ámbito de la verdad, ya abierto, por medio de la 
			fundamentación y la aprehensión de aquello que se muestra exacto 
			dentro de su círculo de un modo posible y necesario. Cuando y en la 
			medida en que una ciencia va más allá de lo exacto para alcanzar una 
			verdad, esto es, un desvelamiento esencial de lo ente en cuanto tal, 
			dicha ciencia es filosofía. Como forma parte de la esencia 
			de la verdad tener que establecerse en lo ente a fin de poder llegar 
			a ser verdad, por eso, en la esencia de la verdad reside una 
			tendencia hacia la obra que le ofrece a la verdad la extraordinaria 
			posibilidad de ser ella misma en medio de lo ente. El establecimiento de la verdad 
			en la obra es un modo de traer delante eso ente que antes no era 
			todavía y después no volverá a ser nunca. Este traer delante sitúa a 
			eso ente en lo abierto de manera tal que aquello que tiene que ser 
			traído delante sea precisamente lo que aclare la apertura de eso 
			abierto en lo que aparece. Allí donde dicho traer delante trae 
			expresamente la apertura de lo ente, es decir, la verdad, lo traído 
			delante será una obra. Semejante modo de traer delante es el crear. 
			En tanto que un modo de traer, es más bien un recibir y tomar dentro 
			de la relación con el desocultamiento. Si esto es así, ¿en qué 
			consiste el ser-creación? Lo aclararemos a través de dos 
			determinaciones esenciales. La verdad se establece en la 
			obra. La verdad solo se presenta como el combate entre el claro y el 
			encubrimiento en la oposición alternante entre mundo y tierra. La 
			verdad, en tanto que dicho combate entre mundo y tierra, quiere 
			establecerse en la obra. El combate no debe ser apagado ni concluido 
			en un ente traído delante propiamente para este fin, sino que debe 
			abrirse a partir de este ente. Siendo esto así, dicho ente debe 
			albergar en su seno los rasgos esenciales del combate. En el combate 
			se conquista la unidad de mundo y tierra. Al abrirse, un mundo le 
			ofrece a una humanidad histórica la decisión sobre victoria y 
			derrota, bendición y maldición, señorío y esclavitud. El mundo en 
			eclosión trae a primer plano lo aún no decidido, lo que aún carece 
			de medida y, de este modo, abre la oculta necesidad de medida y 
			decisión. Pero desde el momento en que un 
			mundo se abre, la tierra comienza a alzarse. Se muestra como aquella 
			que todo lo soporta, como aquella que se esconde en su ley y se 
			cierra constantemente a sí misma. El mundo exige su decisión y su 
			medida y hace que lo ente alcance el espacio abierto de sus vías. 
			Mientras soporta y se alza la tierra aspira a mantenerse cerrada 
			confiándole todo a su ley. El combate no es un rasgo en el sentido 
			de una desgarradura, de una mera grieta que se rasga, sino que es la 
			intimidad de la mutua pertenencia de los contendientes. Este rasgo 
			separa a los contrincantes llevándolos hacia el origen de su unidad 
			a partir del fundamento común. Es el rasgo o plano fundamental. Es 
			el rasgo o perfil que dibuja los trazos fundamentales de la eclosión 
			del claro de lo ente. Este rasgo no rasga o separa en dos a los 
			contrincantes, sino que lleva la contraposición de medida y límite a 
			un rasgo o contorno único. La verdad como combate solo se 
			establece en un ente que hay que traer delante de tal manera que la 
			lucha se abra en ese ente, esto es, que el propio ente sea conducido 
			al rasgo. El rasgo bosqueja en una unidad todos los rasgos: el 
			perfil y el plano fundamental, el corte y el contorno. La verdad se 
			establece en lo ente, pero de un modo tal, que es el propio ente el 
			que ocupa el espacio abierto de la verdad. Ahora bien, esta 
			ocupación solo puede ocurrir de tal manera que aquello que ha de ser 
			traído delante, el rasgo, se confíe a eso que se cierra a sí mismo y 
			se alza en lo abierto. El rasgo debe retirarse de nuevo a la 
			persistente pesadez de la piedra, la callada dureza de la madera, el 
			oscuro brillo de los colores. Solo en la medida en que la tierra 
			vuelve a albergar dentro de sí al rasgo, es traído éste a lo 
			abierto, es situado, es decir, puesto, en aquello que se alza en lo 
			abierto en tanto que aquello que se cierra a sí mismo y resguarda. El combate llevado al rasgo, 
			restituido de esta manera a la tierra y, con ello, fijado en ella, 
			es la figura. El ser-creación de la obra significa la fijación de la 
			verdad en la figura. Ella es el entramado por el que se ordena el 
			rasgo. El rasgo así entramado es la disposición del aparecer de la 
			verdad. Lo que aquí recibe el nombre de figura debe ser pensado 
			siempre a partir de aquel situar y aquella composición, bajo cuya 
			forma se presenta la obra en la medida en que se erige y se trae 
			aquí a sí misma. En la creación de la obra, debe 
			restituirse a la tierra el combate como rasgo y la propia tierra 
			debe ser traída a la presencia y ser usada como aquella que se 
			cierra a sí misma. Este uso no desgasta ni malgasta la tierra como 
			un material, sino que, por el contrario, es el que la libera para 
			ella misma. Este uso de la tierra es un obrar con ella que parece 
			una utilización artesanal del material. De ahí la apariencia de que 
			la creación de obras es también una actividad artesana, cosa que no 
			es jamás. Pero la fijación de la verdad en su figura sigue teniendo 
			siempre algo de uso de la tierra. Por el contrario, la fabricación 
			de utensilios no es nunca inmediatamente la realización del 
			acontecimiento de la verdad. Que un utensilio esté terminado 
			significa que está conformado un material como algo preparado para 
			el uso. Que el utensilio esté terminado significa que es abandonado 
			a su utilidad pasando por encima de sí mismo. No ocurre lo mismo con el 
			ser-creación de la obra. Esta afirmación quedará muy clara a través 
			de la segunda característica que ahora señalaremos. Que el utensilio esté terminado 
			y la obra haya sido creada coinciden en el hecho de que en ambos 
			casos algo ha sido traído delante o producido. Pero el que la obra 
			haya sido creada, esto es, su ser-creación, se distingue frente a 
			cualquier otra manera de traer delante o producir por ser algo 
			creado dentro de lo creado. Pero ¿no se aplica también esto a 
			cualquier elemento traído delante y que ha llegado a ser de algún 
			modo? Sin duda, todo elemento traído delante está dotado de ese 
			haber sido traído delante, si es que se le ha dotado de alguna 
			manera. Pero en la obra, el ser-creación ha sido creado expresamente 
			dentro de lo creado, de tal manera, que lo traído delante de este 
			modo se alza y destaca de una forma particular a partir de él. Si 
			esto es así, también podremos llegar a conocer expresamente el 
			ser-creación en la obra misma. Que el ser-creación sobresalga 
			respecto a la obra no significa que deba advertirse que la obra ha 
			sido hecha por un gran artista. Lo creado no tiene que servir para 
			dar testimonio de la capacidad de un maestro y lograr su público 
			reconocimiento. No es el N.N. fecit lo que se debe dar a conocer, 
			sino que el simple «factum est» de la obra debe ser mantenido en lo 
			abierto. Lo que se debe dar a conocer es que aquí ha acontecido el 
			desocultamiento de lo ente y que en su calidad de eso acontecido 
			sigue aconteciendo por primera vez; que dicha obra es en lugar, más 
			bien, de no ser. El impulso que emerge de la obra haciéndola 
			destacar como tal obra y lo incesante de ese imperceptible destacar, 
			es lo que constituye la perdurabilidad del reposar en sí misma de la 
			obra. Es precisamente donde el artista y el proceso y circunstancias 
			de surgimiento de la obra no llegan a ser conocidos, donde sobresale 
			del modo más puro ese impulso que hace destacar a la obra, este «que 
			es» de su ser-creación. Es verdad «que» el hecho de 
			haber sido fabricado es algo que también forma parte de todo 
			utensilio disponible y en uso. Pero en lugar de aparecer en el 
			utensilio, este «que» desaparece en la utilidad. Cuanto más 
			manejable resulta un utensilio tanto menos llama la atención, como 
			le ocurre por ejemplo al martillo, y tanto más exclusivamente se 
			mantiene dicho utensilio en el ámbito de su ser-utensilio. En 
			realidad, podemos observar que todo lo dado es, pero se trata de una 
			simple observación superficial que inmediatamente se olvida como 
			ocurre con todo lo que es habitual. ¿Y qué más habitual que esto: 
			que lo ente es? Por el contrario, en la obra lo extraordinario es 
			precisamente que sea como tal. Ese acontecimiento que consiste en 
			que la obra haya sido creada no se limita a seguir vibrando en la 
			obra, sino que es el mismo acontecimiento de que la obra sea como 
			tal obra el que proyecta a ésta ante sí misma y la mantiene 
			proyectada en torno a sí. Cuanto más esencialmente se abre la obra, 
			tanto más sale a la luz la singularidad de que la obra sea en lugar, 
			más bien, de no ser. Cuanto más esencialmente sale a lo abierto este 
			impulso que emerge de la obra haciéndola destacar, tanto más extraña 
			y aislada se torna la obra. En el traer delante de la obra 
			reside ese ofrecimiento que consiste en «que sea». La pregunta por el ser-creación 
			de la obra debería aproximarnos al carácter de obra de la obra y con 
			ello a su realidad efectiva. El ser-creación se ha desvelado como 
			esa fijación del combate en la figura por medio del rasgo. Por otra 
			parte, el propio ser-creación ha sido expresamente creado dentro de 
			la obra y se encuentra en lo abierto como el callado impulso -que 
			hace destacar a la obra- del «que». Pero la realidad efectiva de la 
			obra tampoco se agota en el hecho de haber sido creada. Por el 
			contrario, la contemplación de la esencia de su ser-creación nos 
			capacita para consumar ese paso al que tendía todo lo dicho hasta 
			ahora. Cuanto más solitaria se mantiene 
			la obra dentro de sí, fijada en la figura, cuanto más puramente 
			parece cortar todos los vínculos con los hombres, tanto más 
			fácilmente sale a lo abierto ese impulso -que hace destacar a la 
			obra- de que dicha obra sea, tanto más esencialmente emerge lo 
			inseguro y desaparece lo que hasta ahora parecía seguro. Pero este 
			proceso no entraña ninguna violencia, porque cuanto más puramente se 
			queda retirada la obra dentro de la apertura de lo ente abierta por 
			ella misma, tanto más fácilmente nos adentra a nosotros en esa 
			apertura y, por consiguiente, nos empuja al mismo tiempo fuera de lo 
			habitual. Seguir estos desplazamientos significa transformar las 
			relaciones habituales con el mundo y la tierra y a partir de ese 
			momento contener el hacer y apreciar, el conocer y contemplar 
			corrientes a fin de demorarnos en la verdad que acontece en la obra. 
			Detenerse en esta demora es lo que permite que lo creado sea la obra 
			que es. Dejar que la obra sea una obra, es lo que denominamos el 
			cuidado por la obra. Es solo por mor de ese cuidado por lo que la 
			obra se da en su ser-creación como aquello efectivamente real, o, 
			tal como podemos decir mejor ahora, como aquello que está presente 
			con carácter de obra. En la misma medida en que una 
			obra no puede ser sin haber sido creada, pues tiene una necesidad 
			esencial de creadores, tampoco lo creado mismo puede seguir siendo 
			sin sus cuidadores. Pero cuando una obra no 
			encuentra cuidadores o no los encuentra inmediatamente tales que 
			correspondan a la verdad que acontece en la obra, esto no significa 
			en absoluto que la obra pueda ser también obra sin los cuidadores. 
			En efecto, si realmente es una obra, siempre guarda relación con los 
			cuidadores, incluso o precisamente cuando solo espera por dichos 
			cuidadores para solicitar y aguardar la entrada de estos mismos en 
			su verdad. El propio olvido en que puede caer la obra no se puede 
			decir que no sea nada; es todavía un modo de cuidar. Se alimenta de 
			la obra. Cuidar la obra significa mantenerse en el interior de la 
			apertura de lo ente acaecida en la obra. Ahora bien, ese mantener en 
			el interior del cuidado es un saber. Efectivamente, saber no 
			consiste solo en un mero conocer o representarse algo. El que sabe 
			verdaderamente lo ente, sabe lo que quiere en medio de lo ente. El querer aquí citado, que ni 
			aplica un saber ni lo decide previamente, ha sido pensado a partir 
			de la experiencia fundamental del pensar en Ser y Tiempo. El saber 
			que permanece un querer y el querer que permanece un saber, es el 
			sumirse extático del hombre existente en el desocultamiento del ser. 
			La resolución pensada en Ser y Tiempo no es la acción deliberada 
			de un sujeto, sino la liberación del Dasein (existencia) fuera de su 
			aprisionamiento en lo ente para llevarlo a la apertura del ser. Pero 
			en la existencia el ser humano no sale de un interior hacia un 
			exterior, sino que la esencia de la existencia consiste en estar 
			dentro estando fuera, acontecimiento que ocurre en la escisión 
			esencial del claro de lo ente. Ni en el caso del crear anteriormente 
			citado ni en el del querer del que hablamos ahora, pensamos en la 
			actividad y en la acción de un sujeto que se plantea a sí mismo como 
			meta y aspira a ella.  Querer es la lúcida resolución 
			de un ir más allá de sí mismo en la existencia que se expone a la 
			apertura de lo ente que aparece en la obra. Así es como se encamina 
			lo que está dentro hacia la ley. El cuidado por la obra es, como 
			saber, el lúcido internarse en lo inseguro de la verdad que acontece 
			en la obra. Este saber, que como querer 
			habita familiarmente en la verdad de la obra y solo de este modo 
			sigue siendo un saber, no saca a la obra fuera de su subsistencia, 
			no la arrastra al círculo de la mera vivencia ni la rebaja al papel 
			de una mera provocadora de vivencias. El cuidado por la obra no 
			aísla a los hombres en sus vivencias, sino que los adentra en la 
			pertenencia a la verdad que acontece en la obra y, de este modo, 
			funda el ser para los otros y con los otros como exposición 
			histórica del ser-ahí a partir de su relación con el desocultamiento. 
			Finalmente, el conocer al modo del cuidado está lejos de ese 
			conocimiento guiado exclusivamente por el mero gusto por lo formal 
			de la obra, sus cualidades y encantos en sí. Saber en tanto que 
			haber-visto es estar decidido; es estar dentro en el combate 
			dispuesto por la obra en el rasgo. La única que crea y muestra 
			previamente cuál es la correcta manera de cuidar la obra es la 
			propia obra. El cuidado ocurre en diferentes grados del saber, cada 
			uno de los cuales tiene diferente alcance, consistencia y claridad. 
			Cuando se ofrecen las obras a un mero deleite artístico no por eso 
			se demuestra que estén cuidadas como obras. En cuanto el impulso que hace 
			destacar a la obra, dirigido hacia lo inseguro, queda atrapado en lo 
			corriente y ya conocido, se puede decir que ha comenzado la empresa 
			artística en torno a las obras. Ni la más cuidadosa transmisión de 
			obras, ni los ensayos científicos para recuperarlas, consiguen 
			alcanzar ya nunca el propio ser-obra de la obra, sino un simple 
			recuerdo del mismo. Pero también este recuerdo puede ofrecerle 
			todavía a la obra un lugar desde el que puede seguir contribuyendo a 
			configurar la historia. Por el contrario, la realidad efectiva más 
			propia de la obra solo es fecunda allí donde la obra es cuidada en 
			la verdad que acontece gracias a ella. La realidad efectiva de la obra 
			se determina en sus rasgos esenciales a partir de la esencia del 
			ser-obra. Ahora podemos retomar de nuevo la pregunta que introdujo 
			estas cuestiones: ¿qué ocurre con ese carácter de cosa de la obra, 
			que debe ser garantía de su inmediata realidad efectiva? Ocurre que 
			ya no nos planteamos la pregunta por el carácter de cosa de la obra, 
			pues, mientras sigamos planteándola, estaremos tomando inmediata y 
			definitivamente por adelantado la obra como un objeto dado. De esta 
			manera nunca preguntaremos a partir de la obra, sino a partir de 
			nosotros mismos. A partir de nosotros, que no le dejamos a la obra 
			ser una obra, sino que tendemos a representárnosla como un objeto 
			que debe provocar en nosotros determinados estados. Sin embargo, en el sentido de 
			los conceptos habituales de cosa, lo que verdaderamente presenta 
			carácter de cosa en la obra tomada como objeto, es -entendido desde 
			la obra- el carácter terrestre de la misma. La tierra se alza en la 
			obra porque la obra como tal se presenta allí, donde obra la verdad, 
			y porque la verdad solo se presenta estableciéndose en un ente. Pues 
			bien, es en la tierra, como aquella que se cierra esencialmente a sí 
			misma, en donde la apertura del espacio abierto encuentra su mayor 
			resistencia y, por lo mismo, el lugar de su estancia constante en la 
			que debe fijarse la figura. Siendo esto así, ¿estaba de más 
			intentar resolver la pregunta por el carácter de cosa de la cosa? En 
			absoluto. Es verdad que el carácter de obra no puede determinarse a 
			partir del carácter de cosa, pero a partir del saber sobre el 
			carácter de obra de la obra puede introducirse por buen camino la 
			pregunta por el carácter de cosa de la cosa. Esto no es poco si 
			recordamos cómo desde la Antigüedad el habitual modo de pensar ha 
			atropellado el carácter de cosa de la cosa y le ha dado la 
			supremacía a una interpretación de lo ente en su totalidad que es 
			incapaz de comprender la esencia del utensilio y de la obra y que 
			además nos ha cegado para la visión de la esencia originaria de la 
			verdad. Para la determinación de la 
			coseidad de la cosa no basta tener en cuenta el soporte de las 
			propiedades ni la multiplicidad de los datos sensibles en su unidad, 
			así como tampoco el entramado materia-forma que se representa para 
			sí y se deriva del carácter de utensilio. Esa mirada que puede darle 
			peso y medida a la interpretación del carácter de cosa de las cosas 
			debe adentrarse en la pertenencia de las cosas a la tierra. Pero la 
			esencia de la tierra, como aquella que no está obligada a nada, es 
			soporte de todo y se cierra a sí misma, solo se desvela cuando se 
			alza en un mundo dentro de la oposición recíproca de ambos. Este 
			combate queda fijado en la figura de la obra y se manifiesta gracias 
			a ella. Lo que es válido para el utensilio -que solo comprendamos 
			propiamente el carácter de utensilio del utensilio a través de la 
			obra-, también vale para el carácter de cosa de la cosa. Que no 
			tengamos un saber inmediato del carácter de cosa, o al menos solo 
			uno muy impreciso, motivo por el que precisamos de la obra, es algo 
			que nos demuestra que en el ser-obra de la obra está en obra el 
			acontecimiento de la verdad, la apertura de lo ente. Pero -podríamos aducir 
			finalmente- ¿acaso antes de ser creada y para serlo la obra no debe 
			por su parte verse puesta en relación con las cosas de la tierra, 
			con la naturaleza, si es que debe empujar correctamente el carácter 
			de cosa hacia lo abierto? Pues bien, alguien que sin duda lo sabía, 
			Alberto Durero, pronunció esta conocida frase: «Pues, 
			verdaderamente, el arte está dentro de la naturaleza y el que pueda 
			arrancarlo fuera de ella, lo poseerá». Arrancar significa aquí extraer 
			el rasgo y trazarlo con la plumilla en el tablero de dibujo. Pero 
			enseguida surge la pregunta contraria: ¿cómo vamos a extraer el 
			rasgo, a arrancarlo, si el proyecto creador no lo lleva previamente 
			a lo abierto en tanto que rasgo, es decir, si no lo lleva en tanto 
			que combate entre la medida y la desmesura? No cabe duda de que en 
			la naturaleza se esconde un rasgo, una medida, unos límites y una 
			posibilidad de traer algo delante ligada a ellos: el arte. Pero 
			tampoco cabe duda de que tal arte solo se manifiesta en la 
			naturaleza gracias a la obra, porque originariamente reside en la 
			obra. Los esfuerzos por alcanzar la 
			realidad efectiva de la obra deben preparar el terreno para que 
			podamos encontrar el arte y su esencia en la obra efectivamente 
			real. La pregunta por la esencia del arte, por el camino hacia el 
			saber de ella, debe ser primera y nuevamente dotada de un 
			fundamento. Como toda respuesta auténtica, la respuesta a la 
			pregunta no es más que la salida más extrema al último paso de una 
			larga serie de pasos en forma de preguntas. Las respuestas solo 
			conservan su fuerza como respuestas mientras siguen arraigadas en el 
			preguntar. La realidad efectiva de la obra 
			no solo se ha tornado más visible para nosotros a partir de su 
			ser-obra, sino también esencialmente más rica. Al ser-creación de la 
			obra le pertenecen con igual carga esencial los cuidadores que los 
			creadores. Pero es la obra la que, por su esencia, hace posible a 
			los creadores y necesita a los cuidadores. Si el arte es el origen 
			de la obra, esto quiere decir que hace que surja en su esencia 
			aquello que se pertenece mutuamente y de manera esencial dentro de 
			la obra: los creadores y los cuidadores. Pero ¿qué es el propio 
			arte, para que podamos llamarlo con todo derecho un origen? En la obra obra el 
			acontecimiento de la verdad precisamente al modo de una obra. En 
			consecuencia, hemos determinado previamente la esencia del arte como 
			ese poner a la obra de la verdad. Pero esta determinación es 
			conscientemente ambigua. Por una parte, dice que el arte es la 
			fijación en la figura de la verdad que se establece a sí misma. Esto 
			ocurre en el crear como aquel traer delante el desocultamiento de lo 
			ente. Pero, por otra parte, poner a la obra significa poner en 
			marcha y hacer acontecer al ser-obra. Esto ocurre como cuidado. Así 
			pues, el arte es el cuidado creador de la verdad en la obra. Por lo 
			tanto, el arte es un llegar a ser y acontecer de la verdad. ¿Quiere 
			decir esto que la verdad surge de la nada? Efectivamente, si 
			entendemos por nada la mera nada de lo ente y si nos representamos a 
			ese ente como aquello presente corrientemente y que debido a la 
			instancia de la obra aparece y se desmorona como ese ente que solo 
			pretendidamente es verdadero. La verdad nunca puede leerse a partir 
			de lo presente y habitual. Por el contrario, la apertura de lo 
			abierto y el claro de lo ente solo ocurre cuando se proyecta esa 
			apertura que tiene lugar en la caída. La verdad como claro y 
			encubrimiento de lo ente acontece desde el momento en que se 
			poetiza. Todo arte es en su esencia poema en tanto que un dejar 
			acontecer la llegada de la verdad de lo ente como tal. La esencia 
			del arte, en la que residen al tiempo la obra de arte y el artista, 
			es el ponerse a la obra de la verdad. Es desde la esencia poética 
			del arte, desde donde éste procura un lugar abierto en medio de lo 
			ente en cuya apertura todo es diferente a lo acostumbrado. Gracias 
			al proyecto puesto en obra de ese desocultamíento de lo ente que 
			recae sobre nosotros, todo lo habitual y normal hasta ahora es 
			convertido por la obra en un no ente, perdiendo de este modo la 
			capacidad de imponer y mantener el ser como medida. Lo curioso de 
			todo esto es que la obra no actúa en absoluto sobre lo ente 
			existente hasta ahora por medio de relaciones causales. El efecto de 
			la obra no proviene de un efectuar. Consiste en una transformación, 
			que ocurre a partir de la obra, del desocultamiento de lo ente, o lo 
			que es lo mismo, del ser. Pero el poema no es un delirio 
			que inventa lo que le place ni una divagación de la mera capacidad 
			de representación e imaginación que acaba en la irrealidad. Lo que 
			despliega el poema en tanto que proyecto esclarecedor de 
			desocultamiento y que proyecta hacia adelante en el rasgo de la 
			figura, es el espacio abierto, al que hace acontecer, y de tal 
			manera, que es solo ahora cuando el espacio abierto en medio de lo 
			ente logra que lo ente brille y resuene. Si contemplamos la esencia 
			de la obra y su relación con el acontecimiento de la verdad de lo 
			ente se torna cuestionable si la esencia del poema, lo que significa 
			también la esencia del proyecto, puede llegar a ser pensada 
			adecuadamente a partir de la imaginación y la capacidad de 
			inventiva. Debemos seguir pensando la esencia del poema -ahora 
			comprendida en toda su amplitud, pero no por ello de manera 
			indeterminada-, como algo digno de ser cuestionado, que debe ser 
			pensado a fondo. Si todo arte es, en esencia, 
			poema, de ahí se seguirá que la arquitectura, la escultura, la 
			música, deben ser atribuidas a la poesía. Ésta parece una suposición 
			completamente arbitraria. Y lo es, mientras sigamos opinando que las 
			citadas artes son variantes del arte del lenguaje, si es que podemos 
			bautizar a la poesía con este título que se presta a ser mal 
			entendido. Pero la poesía es solo uno de los modos que adopta el 
			proyecto esclarecedor de la verdad, esto es, del poetizar en sentido 
			amplio. Con todo, la obra del lenguaje, el poema en sentido 
			estricto, ocupa un lugar privilegiado dentro del conjunto de las 
			artes. Para ver esto solo es necesario 
			comprender correctamente el concepto de lenguaje. Según la 
			representación habitual, el lenguaje pasa por ser una especie de 
			comunicación. Sirve para conversar y ponerse de acuerdo y, en 
			general, para el entendimiento. Pero el lenguaje no es solo ni en 
			primer lugar una expresión verbal y escrita de lo que ha de ser 
			comunicado. El lenguaje no se limita a conducir hacia adelante en 
			palabras y frases lo revelado y lo oculto, eso que se ha querido 
			decir: el lenguaje es el primero que consigue llevar a lo abierto a 
			lo ente en tanto que ente. En donde no está presente ningún 
			lenguaje, por ejemplo en el ser de la piedra, la planta o el animal, 
			tampoco existe ninguna apertura de lo ente y, por consiguiente, 
			ninguna apertura de lo no ente y de lo vacío. En la medida en que el lenguaje 
			nombra por vez primera a lo ente, es este nombrar el que hace 
			acceder lo ente a la palabra y la manifestación. Este nombrar nombra 
			a lo ente a su ser a partir del ser. Este decir es un proyecto del 
			claro, donde se dice en calidad de qué accede lo ente a lo abierto. 
			Proyectar es dejar libre un arrojar bajo cuya forma el 
			desocultamiento se somete a entrar dentro de lo ente como tal. El 
			anunciar que proyecta se convierte de inmediato en la renuncia a 
			toda sorda confusión en la que lo ente se oculta y retira. El decir que proyecta es poema: 
			el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de 
			su combate y, por tanto, del lugar de toda la proximidad y lejanía 
			de los dioses. El poema es el relato del desocultamiento de lo ente. 
			Todo lenguaje es el acontecimiento de este decir en el que a un 
			pueblo se le abre histórica-mente su mundo y la tierra queda 
			preservada como esa que se queda cerrada. El decir que proyecta es 
			aquel que al preparar lo que se puede decir trae al mismo tiempo al 
			mundo lo indecible en cuanto tal. Es en semejante decir en donde se 
			le acuñan previamente a un pueblo histórico los conceptos de su 
			esencia, esto es, su pertenencia a la historia del mundo. El poema está pensado aquí en un 
			sentido tan amplio y al mismo tiempo en una unidad esencial tan 
			íntima con el lenguaje y la palabra, que no queda más remedio que 
			dejar abierta la cuestión de si el arte en todos sus modos, desde la 
			arquitectura a la poesía, agota verdaderamente la esencia del poema. El propio lenguaje es poema en 
			sentido esencial. Pero como el lenguaje es aquel acontecimiento en 
			el que se le abre por vez primera al ser humano el ente como ente, 
			por eso, la poesía, el poema en sentido restringido, es el poema más 
			originario en sentido esencial. El lenguaje no es poema por el hecho 
			de ser la poesía primigenia, sino que la poesía acontece en el 
			lenguaje porque éste conserva la esencia originaria del poema. Por 
			el contrario, la arquitectura y la escultura acontecen siempre y 
			únicamente en el espacio abierto del decir y del nombrar. Éstos son 
			los que las dominan y guían. Por eso siguen siendo caminos y modos 
			propios de establecer la verdad en la obra. Son, cada una para sí, 
			una forma propia de poetizar dentro de ese claro del ente que ya ha 
			acontecido en el lenguaje aunque de forma desapercibida. En tanto que el poner a la obra 
			de la verdad, el arte es poema. No es solo la creación de la obra la 
			que es poética, sino también, aunque de otra manera, el cuidado de 
			la obra. En efecto, una obra solo es efectivamente real como obra 
			cuando nos desprendemos de nuestros hábitos y nos adentramos en 
			aquello abierto por la obra para que nuestra propia esencia pueda 
			establecerse en la verdad de lo ente. La esencia del arte es poema. La 
			esencia del poema es, sin embargo, la fundación de la verdad. 
			Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de 
			donar; fundar en el sentido de fundamentar y fundar en el sentido de 
			comenzar. Pero la fundación solo es efectivamente real en el 
			cuidado. Por eso, a cada modo de fundación corresponde un modo de 
			cuidado. Ahora solo podemos hacer evidente la estructura esencial 
			del arte en unas pocas pinceladas y únicamente en la medida en que 
			la anterior caracterización de la esencia de la obra nos ofrezca una 
			primera indicación a tal fin. El poner a la obra de la verdad 
			hace que se abra bruscamente lo inseguro y, al mismo tiempo, le da 
			la vuelta a lo seguro y todo lo que pasa por tal. La verdad que se 
			abre en la obra no puede demostrarse ni derivarse a partir de lo que 
			se admitía hasta ahora. La obra rebate la exclusividad de la 
			realidad efectiva de lo admitido hasta ahora. Lo que el arte funda 
			no puede nunca, precisamente por eso, verse contrarrestado por lo ya 
			dado y disponible. La fundación es algo que viene dado por 
			añadidura, un don. El proyecto poético de la 
			verdad, que se establece en la obra como figura, tampoco se ve nunca 
			consumado en el vacío y lo indeterminado. Lo que ocurre es que la 
			verdad se ve arrojada en la obra a los futuros cuidadores, esto es, 
			a una humanidad histórica. Ahora bien, lo arrojado no es nunca una 
			desmesurada exigencia arbitraria. El proyecto verdaderamente poético 
			es la apertura de aquello en lo que el Dasein ya ha sido arrojado 
			como ser histórico. Aquello es la tierra y, para un pueblo 
			histórico, su tierra, el fundamento que se cierra a sí mismo, sobre 
			el que reposa con todo lo que ya es, pero que permanece oculto a sus 
			propios ojos. Pero es su mundo, el que reina a partir de la relación 
			del Dasein con el desocultamiento del ser. Por eso, todo lo que le 
			ha sido dado al ser humano debe ser extraído en el proyecto fuera 
			del fundamento cerrado y establecido expresamente sobre él. Solo así 
			será fundado como fundamento que soporta. Por ser dicha extracción, toda 
			creación es una forma de sacar fuera (como sacar agua de la fuente). 
			Claro que el subjetivismo moderno malinterpreta de inmediato lo 
			creador en el sentido del genial resultado logrado por el sujeto 
			soberano. La fundación de la verdad no solo es fundación en el 
			sentido de la libre donación, sino también en el sentido de ese 
			fundar que pone el fundamento. El proyecto poético viene de la nada 
			desde la perspectiva de que nunca toma su don de entre lo corriente 
			y conocido hasta ahora. Sin embargo, nunca viene de la nada, en la 
			medida en que aquello proyectado por él, solo es la propia 
			determinación del Dasein histórico que se mantenía oculta. La donación y fundamentación 
			tienen el carácter no mediado de aquello que nosotros llamamos 
			inicio. Ahora bien, el carácter no mediado del inicio, lo 
			característico del salto fuera de lo que no es mediable, no solo no 
			excluye, sino que incluye que sea el inicio el que se prepare 
			durante más tiempo y pasando completamente desapercibido. El 
			auténtico inicio es siempre, como salto, un salto previo en el que 
			todo lo venidero ya ha sido dejado atrás en el salto, aunque sea 
			como algo velado. El inicio ya contiene de modo oculto el final. 
			Desde luego, el auténtico inicio nunca tiene el carácter primerizo 
			de lo primitivo. Lo primitivo carece siempre de futuro por el hecho 
			de carecer de ese salto y salto previo que donan y fundamentan. Es 
			incapaz de liberar algo fuera de sí, porque no contiene nada fuera 
			de aquello en lo que él mismo está atrapado. Por el contrario, el inicio 
			siempre contiene la plenitud no abierta de lo inseguro, esto es, del 
			combate con lo seguro. El arte como poema es fundación en el tercer 
			sentido de provocación de la lucha de la verdad, esto es, es 
			fundación como inicio. Siempre que, como ente mismo, lo ente en su 
			totalidad exige la fundamentación en la apertura, el arte alcanza su 
			esencia histórica en tanto que fundación. Esta ocurrió por vez 
			primera en Occidente, en el mundo griego. Lo que a partir de 
			entonces pasó a llamarse ser, fue puesto en obra de manera 
			normativa. Lo ente así abierto en su totalidad se convirtió a 
			continuación en lo ente en sentido de lo creado por Dios. Esto 
			ocurrió en la Edad Media. Lo ente se transformó nuevamente al 
			principio y en el transcurso de la Edad Moderna. Lo ente se 
			convirtió en un objeto dominable por medio del cálculo y examinable 
			hasta en lo más recóndito. En cada ocasión se abrió un mundo nuevo 
			con una nueva esencia. Cada vez, la apertura de lo ente hubo de ser 
			instaurada en lo ente mismo por medio de la fijación de la verdad en 
			la figura. Cada vez aconteció un desocultamiento de lo ente. El 
			desocultamiento se pone a la obra y el arte consuma esta imposición. Siempre que acontece el arte, es 
			decir, cuando hay un inicio, la historia experimenta un impulso, de 
			tal modo que empieza por vez primera o vuelve a comenzar. Historia 
			no significa aquí la sucesión de determinados sucesos dentro del 
			tiempo, por importantes que éstos sean. La historia es la retirada 
			de un pueblo hacia lo que le ha sido dado hacer, introduciéndose en 
			lo que le ha sido dado en herencia. El arte es el poner a la obra de 
			la verdad. En esta frase se esconde una ambigüedad esencial, puesto 
			que la verdad puede ser tanto el sujeto como el objeto de ese poner. 
			Pero aquí, sujeto y objeto son nombres poco adecuados. Impiden 
			pensar esa doble esencia, tarea que ya no debe formar parte de estas 
			reflexiones. El arte es histórico y en cuanto tal es el cuidado 
			creador de la verdad en la obra. El arte acontece como poema. Éste 
			es fundación en el triple sentido de donación, fundamentación e 
			inicio. Como fundación el arte es esencialmente histórico. Esto no 
			quiere decir únicamente que el arte tenga una historia en el sentido 
			externo de que, en el transcurso de los tiempos, él mismo aparezca 
			también al lado de otras muchas cosas y él mismo se transforme y 
			desaparezca ofreciéndole a la ciencia histórica aspectos cambiantes. 
			El arte es historia en el esencial sentido de que funda historia. El arte hace surgir la verdad. 
			El arte salta hacia adelante y hace surgir la verdad de lo ente en 
			la obra como cuidado fundador. La palabra origen [Ur-sprung] 
			significa hacer surgir algo por medio de un salto, llevar al ser a 
			partir de la procedencia de la esencia por medio de un salto 
			fundador. El origen de la obra de arte, 
			esto es, también el origen de los creadores y cuidadores, el Dasein 
			histórico de un pueblo, es el arte. Esto es así porque el arte es en 
			su esencia un origen: un modo destacado de cómo la verdad llega al 
			ser, de cómo se torna histórica. Preguntamos por la esencia del 
			arte. ¿Por qué preguntamos tal cosa? Lo preguntamos a fin de poder 
			preguntar de manera más auténtica si el arte es o no un origen en 
			nuestro Dasein histórico y si puede y debe serlo y bajo qué 
			condiciones. Una reflexión semejante no puede 
			obligar al arte ni a su devenir. Pero este saber reflexivo es la 
			preparación preliminar, y por lo tanto imprescindible, para el 
			devenir del arte. Este saber es el único que le prepara a la obra su 
			espacio, que le dispone al creador su camino y al cuidador su lugar. Es en este saber, que solo puede 
			crecer muy lentamente, en donde se decide si el arte puede ser un 
			origen y, por lo tanto, debe ser un salto previo, o si debe quedarse 
			en mero apéndice y, por lo tanto, solo podemos arrastrarlo como una 
			manifestación cultural tan corriente como las demás. ¿Estamos en nuestro Dasein 
			históricamente en el origen? ¿Sabemos o, lo que es lo mismo, tomamos 
			en consideración la esencia del origen? ¿O, por el contrario, en 
			nuestra actitud respecto al arte nos limitamos a invocar 
			conocimientos ilustrados acerca del pasado? Para solucionar este dilema 
			existe un signo que no engaña. Hölderlin, el poeta cuya obra aún es 
			una tarea por resolver por parte de los alemanes, nombró este signo 
			cuando dijo:
 Difícilmente abandona su lugar
			lo que mora cerca del origen.
 (Die 
			Wanderung, vol. IV; Hellingrath, p. 167).
  Epílogo
 
 Las reflexiones precedentes 
			tratan del enigma del arte, el enigma que es el propio arte. Lejos 
			de nuestra intención pretender resolver el enigma. Nuestra tarea 
			consiste en ver el enigma. Casi desde que se inició una 
			consideración expresa del arte y los artistas, ésta recibió el 
			nombre de estética. La estética toma la obra 
			de arte como un objeto, 
			concretamente un objeto de la  
			aäsyhsiw, de la percepción sensible en 
			sentido amplio. Hoy, llamamos a esta percepción vivencia. El modo en 
			que el hombre vive el arte es el que debe informarnos sobre su 
			esencia. La vivencia no es la fuente de la que emanan las normas que 
			rigen solamente sobre el deleite artístico, sino también sobre la 
			creación artística. Todo es vivencia, pero quizás sea la vivencia el 
			elemento en el que muere el arte. La muerte avanza tan lentamente 
			que precisa varios siglos para consumarse. Es verdad que se habla de las 
			obras inmortales del arte y del propio arte como de un valor eterno. 
			Se habla así en ese lenguaje que no es tan exacto con ninguna de las 
			cosas esenciales porque teme que tomárselas verdaderamente en serio 
			acabe significando: pensar. ¿Y qué mayor temor hoy día que el temor 
			a pensar? ¿Tiene algún contenido y alguna consistencia esa charla 
			sobre las obras inmortales y el valor eterno del arte? ¿O se trata 
			solo de un mero modo de hablar, pensado solo a medias, un modo 
			propio de una época en la que el gran arte, junto con su esencia, 
			han huido del hombre? En la meditación más detallada 
			-por haber sido pensada desde la metafísica- que posee el mundo 
			occidental acerca de la esencia del arte, en las Lecciones sobre 
			Estética de Hegel, se encuentran las siguientes frases: «Para nosotros, el arte ya no es 
			el modo supremo en que la verdad se procura una existencia» 
			(Obras 
			Completas, vol. X, 1, p. 134)  «Seguramente cabe esperar que el arte 
			no dejará nunca de elevarse y de consumarse, pero su forma ha cesado 
			de ser la exigencia suprema del espíritu» (ibid., p. 135).  «En todos 
			estos aspectos, en lo tocante a su supremo destino, el arte es y 
			permanece para nosotros un pasado» (O. C., vol. X, 1, p. 16). No es posible liquidar la 
			sentencia emitida por Hegel en estas frases arguyendo que desde la 
			última vez que se pronunciaron las Lecciones sobre 
			Estética de 
			Hegel en la universidad de Berlín, concretamente en el invierno de 
			1828/29, hemos asistido al nacimiento de muchas y muy novedosas 
			obras de arte y orientaciones artísticas. Hegel nunca pretendió 
			negar esa posibilidad. Pero, sin embargo, sigue abierta la pregunta 
			de si el arte sigue siendo todavía un modo esencial y necesario en 
			el que acontece la verdad decisiva para nuestro Dasein histórico o 
			si ya no lo es. Si ya no lo es, aún queda la pregunta de por qué es 
			esto así. Aún no ha habido un pronunciamiento decisivo sobre las 
			palabras de Hegel, porque detrás de esas palabras se encuentra todo 
			el pensamiento occidental desde los griegos, un pensamiento que 
			corresponde a una verdad de lo ente ya acontecida. El 
			pronunciamiento último sobre las palabras de Hegel vendrá, si es que 
			viene, a partir de la verdad de lo ente y sobre ella. Hasta que esto 
			ocurra, las palabras de Hegel seguirán siendo válidas. Y por eso es 
			necesaria la pregunta de si la verdad que dicen esas palabras es 
			definitiva y qué puede ocurrir de ser eso así. Estas preguntas, que nos atañen 
			en parte de modo directo y en parte lejanamente, solo se pueden 
			plantear si meditamos previamente la esencia del arte. Intentamos 
			dar algunos pasos en esa dirección planteando la pregunta por el 
			origen de la obra de arte. Se trata de atraer la mirada sobre el 
			carácter de obra de la obra. El significado que tiene aquí la 
			palabra origen ha sido pensado a partir de la esencia de la verdad. La verdad de la que aquí se ha 
			hablado no coincide con aquello que normalmente se conoce bajo ese 
			nombre y que se le atribuye a modo de cualidad al conocimiento y la 
			ciencia a fin de diferenciarla de lo bello y lo bueno, que son los 
			nombres que se usan para designar a los valores del comportamiento 
			no teórico. La verdad es el desocultamiento 
			de lo ente en cuanto ente. La verdad es la verdad del ser. La 
			belleza no aparece al lado de esta verdad. Se manifiesta cuando la 
			verdad se pone en la obra. Esta manifestación -en tanto que ser de 
			la verdad dentro de la obra y en tanto que obra-, es la belleza. 
			Así, lo bello tiene su lugar en el acontecer de la verdad. No es 
			algo relativo al gusto, en definitiva, un mero objeto del 
			gusto. Por 
			el contrario, lo bello reside en la forma, pero únicamente porque 
			antaño la forma halló su claro a partir del ser como entidad de lo 
			ente. En aquel entonces el ser aconteció como  
			eädow. La 
			 
			Þd¡a se 
			ordena en la morf®. El
			
			sænolon, la totalidad unida de la 
			 
			morf® y la
			
			êle, esto es, el 
			¦rgon, es al modo de la 
			 
			¤n¤rgeia. Este modo de 
			presencia se convierte en actualitas del  
			ens actu. La actualitas 
			llega a ser a su vez realidad efectiva. La realidad efectiva se 
			torna objetividad. La objetividad pasa a ser vivencia. En ese modo 
			en que lo ente es como efectivamente real para el mundo determinado 
			por Occidente, se esconde una peculiar manera de ir siempre juntas 
			la belleza y la verdad. A la transformación de la esencia de la 
			verdad corresponde la historia de la esencia del arte occidental. 
			Ésta se comprende tan poco a partir de la belleza tomada en sí misma 
			como a partir de la vivencia, suponiendo que el concepto metafísico 
			del arte pueda llegar hasta su esencia.
 Apéndice
 En las páginas 55 y 62 al lector 
			atento se le plantea una dificultad esencial ante la impresión 
			aparente de que las palabras «fijación de la verdad» y «dejar 
			acontecer la llegada de la verdad» nunca pueden llegar a estar de 
			acuerdo. En efecto, en la palabra «fijación» está implícito un 
			querer que le cierra las puertas a la llegada y, por lo tanto, la 
			hace imposible. Por el contrario, en el dejar acontecer se anuncia 
			un plegarse, esto es, un no querer, que permite toda libertad de 
			movimientos. Esta dificultad se resuelve 
			cuando pensamos la fijación en el sentido en el que está entendida a 
			lo largo de todo el texto y sobre todo en la determinación directriz 
			del «poner a la obra». Al lado de «situar» y «poner» también debe 
			entrar «depositar», pues estas tres palabras estaban englobadas 
			todavía de modo unitario en el latín ponere. Debemos pensar el término 
			«situar» en el sentido de la
			 
			y¡siw. Por ejemplo, en la página 52 se 
			dice así: «Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí (¡) a 
			partir del sentido griego de la  
			y¡siw, que significa poner en lo no 
			oculto». El «poner» griego quiere decir situar, en el sentido de 
			dejar surgir, por ejemplo, dejar surgir una estatua, es decir, 
			poner, depositar una ofrenda sagrada. Situar y depositar tienen el 
			sentido del alemán Her [hacia aquí], vor [ante, delante] y bringen 
			[traer], es decir, traer hacia lo no oculto o traer a la presencia, 
			en definitiva, traer delante: ‘Hervorbringen’. Situar y poner no 
			significan aquí nunca esa manera provocadora de ponerse en frente de 
			(del Yo-sujeto) tal como lo concibe la modernidad. El alzarse de la 
			estatua (es decir, la presencia del resplandor que nos contempla) es 
			diferente del alzarse de eso que se alza enfrente al modo del 
			objeto. «Erigirse, establecerse» es (vid. p. 29) la constancia del 
			resplandecer. Por el contrario, en el contexto de la dialéctica de 
			Kant y del Idealismo alemán, tesis, antítesis y síntesis significan 
			una manera de situar dentro de la esfera de la subjetividad de la 
			conciencia. En consecuencia, Hegel interpretó la
			
			y¡siw griega -desde 
			su punto de vista con toda la razón- en el sentido de un poner 
			inmediato del objeto. Si, para él, este poner sigue siendo no 
			verdadero es porque no está mediado todavía por la antítesis y la 
			síntesis (vid. Hegel und die Griechen, en Wegmarken, 1967). Con todo, tengamos presente el 
			sentido griego de la  
			y¡siw en este ensayo sobre la obra de arte: 
			dejemos que yazca ante nosotros en su resplandor y presencia y, así, 
			la «fijación» no tendrá nunca el sentido de algo rígido, inamovible 
			y seguro. 
			«Fijo» significa rodeado de un 
			contorno, dentro de unos límites (p¡raw), introducido en el contorno 
			 
			(p. 54). Tal como se entiende en griego, los límites no cierran 
			todas las puertas, sino que son los que hacen que resplandezca lo 
			presente mismo en tanto que traído delante él mismo. El límite pone 
			en libertad en lo no oculto; gracias a su contorno bajo la luz 
			griega, la montaña se alza hacia lo alto y reposa. El límite que 
			fija es aquello que reposa -concretamente en la plenitud de la 
			movilidad- y todo esto es válido para la obra en el sentido griego 
			del  
			¦rgon, cuyo «ser» es la 
			¤n¤rgeia, que agrupa dentro de sí 
			infinitamente más movimiento que las «energías» modernas. 
			Por lo tanto, la «fijación» de 
			la verdad, pensada convenientemente, no puede de ninguna manera 
			entrar en oposición con el «dejar acontecer». En efecto, por un lado 
			este «dejar» no es ningún tipo de pasividad, sino el quehacer 
			supremo  (vid. «Vorträge und Aufsätze», 1954, p. 49) en el sentido de 
			la y¡siw, un « efectuar» y un «querer» que en el presente ensayo, 
			véase la página 58, es caracterizado como el «sumirse extático del 
			hombre existente en el desocultamiento del ser». Por otro lado, este 
			«acontecer» del dejar acontecer de la verdad, es el movimiento que 
			reina en el claro y el encubrimiento, y más exactamente en su 
			unidad, concretamente es el movimiento del claro del autoencubrimiento como tal, del que procede a su vez todo lo que se 
			ilumina. Este «movimiento» exige incluso una fijación en el sentido 
			del traer delante, un traer que hay que comprender en el sentido 
			explicado en la página 53 en la medida en que el traer delante 
			creador «es más bien un recibir y tomar dentro de la relación con el desocultamiento». Conforme a lo que se acaba de 
			explicar puede determinarse el significado de la palabra «composición», 
			mencionada en la página 55, es la agrupación del traer delante (del 
			producir), esto es, del dejar-venir-aquí-delante (dejar aparecer) al 
			rasgo como contorno (p¡raw). Por medio de la «composición», así 
			pensada, se aclara el sentido griego de
			
			morf® 
			en tanto que figura. 
			Efectivamente, la palabra «composición», utilizada más tarde como 
			palabra clave para la esencia de la técnica moderna, está pensada a 
			partir de aquella composición citada (y no en el sentido de 
			armazón, dispositivo, andamiaje, montaje, etc.). Esta conexión es 
			esencial, puesto que determina el destino del ser. En tanto que 
			esencia de la técnica moderna, la composición procede de la 
			concepción griega del ser de ese dejar-yacer-ante-nosotros, esto es, 
			el  
			logow, así como del griego 
			poÛhsiw y 
			y¡siw. En el poner de la com-posición, 
			esto es, en el mandato que obliga a asegurar todo, habla la 
			aspiración de la ratio reddenda, es decir, del logon didñnai, de tal 
			manera que hoy esta aspiración de la composición se hace cargo de la 
			dominación de lo incondicionado y que -basándose en el sentido 
			griego de la percepción- la representación (poner-delante) toma su 
			forma como un modo de fijar (poner-fijo) y asegurar (poner-seguro). Cuando en el ensayo sobre El 
			origen de la obra de arte oímos las palabras fijación y composición 
			debemos, por una parte, apartar de nuestra mente el significado 
			moderno de poner (Stellen) y armazón (Gestell) pero, sin embargo, no 
			debemos pasar por alto el hecho de que el ser que determina la Edad 
			Moderna en tanto que composición proviene del destino occidental 
			del ser, que no ha sido pensado por los filósofos, sino pensado para 
			los que piensan (vid. Vorträge und Aufsätze, 1954, pp. 28 y 49). Lo que sigue siendo difícil es 
			explicar las determinaciones dadas brevemente en la página 52 acerca 
			del «establecer» y «establecer de la verdad en lo ente». Una vez 
			más, debemos evitar entender el término «establecer, instalar» en el 
			sentido moderno, como en la conferencia sobre la técnica, esto es, 
			como un «organizar» y poner a punto. Por el contrario, este 
			«establecer, instalar» piensa en la «tendencia [de la verdad] hacia 
			la obra» citada en la página 53, que hace que la verdad que se 
			encuentra en medio de lo ente, y que es ella misma con carácter de 
			obra, alcance el ser (p. 53). Debemos pensar en qué medida la 
			verdad en tanto que desocultamiento de lo ente no dice otra cosa más 
			que la presencia de lo ente como tal, es decir, del ser (vid. p. 62, 
			y de este modo el discurso acerca del establecerse de la verdad
			‑es decir, del ser-dentro de lo ente, 
			tocará la parte cuestionable de la diferencia ontológica (vid. «Identität 
			und Differenz», 1957, pp. 37 y ss.). Por eso, en «El origen de la 
			obra de arte» (p. 52) se dice cautamente: «Cuando 
			alude a ese establecerse de la apertura en el espacio abierto, el 
			pensar toca una región que no podemos detenernos a explicar todavía». 
			Todo el ensayo sobre El origen de la obra de arte se mueve, a sabiendas 
			aunque tácitamente, por el camino de la pregunta por la esencia del 
			ser. La reflexión sobre qué pueda ser el arte está determinada única 
			y decisivamente a partir de la pregunta por el ser. El arte no se 
			entiende ni como ámbito de realización de la cultura ni como una 
			manifestación del espíritu: tiene su lugar en el Ereignis, lo 
			primero a partir de lo cual se determina el «sentido del ser» 
			(vid. Ser y Tiempo). Qué sea el arte es una de 
			esas preguntas a las que no se da respuesta alguna en este ensayo. 
			Lo que parece una respuesta es una mera serie de orientaciones para 
			la pregunta. (Vid. las primeras frases del Epílogo). Una de estas orientaciones la 
			tenemos en dos importantes indicaciones que se hacen en las páginas 
			61 y 66. En ambos lugares se habla de una «ambigüedad». En la página 
			66 se habla de una «ambigüedad esencial» respecto a la determinación 
			del arte como el «poner en obra de la verdad». Aquí, la verdad es 
			tanto «sujeto» como «objeto» de la frase.  Ambas caracterizaciones 
			son «inadecuadas». Si la verdad es «sujeto», la definición que habla 
			de un «poner a la obra de la verdad» quiere decir en realidad el 
			«ponerse a la obra de la verdad» (vid. pp. 61 y 29). Por lo tanto el 
			arte es pensado como Ereignis. Sin embargo, el ser es una llamada 
			hecha a los hombres y no puede ser sin ellos. En consecuencia, el 
			arte también ha sido determinado como un poner a la obra de la 
			verdad, esto es, ahora la verdad es «objeto» y el arte consiste en 
			la creación y el cuidado humanos. Es dentro de la relación humana 
			con el arte donde se da la segunda ambigüedad del poner a la obra de 
			la verdad, que en la página 61 es nombrada como creación y cuidado. 
			Según lo que puede leerse en las páginas 62 y 48, la obra de arte y 
			el artista reposan «al tiempo» en lo esencial del arte. En la frase 
			«poner a la obra de la verdad» -en la que queda sin determinar pero 
			es determinable quién o qué de qué manera «pone»-, se esconde la 
			relación del ser y la esencia del hombre, relación que en este caso 
			ha sido pensada de manera inadecuada. Ciertamente se trata de una 
			dificultad muy considerable y que veo con toda claridad desde Ser y 
			Tiempo, habiéndola expresado después en muchos lugares 
			(vid. por último Zur Seinsfrage y en la página 52 del presente ensayo, el 
			texto que empieza: «Diremos simplemente que...»). Todo lo que resulta cuestionable 
			aquí se congrega, a partir de este momento, en el auténtico lugar de 
			la explicación, allí donde se tocan de pasada la esencia del 
			lenguaje y la poesía, una vez más con la mirada dirigida 
			exclusivamente hacia la mutua pertenencia del ser y el decir. El lector, que como es lógico 
			llega a este ensayo desde fuera, se verá constreñido al inevitable 
			esfuerzo de detenerse primero durante largo tiempo a tratar de 
			representarse e interpretar los asuntos tratados sin acudir al 
			callado ámbito de donde brota lo que hay que pensar. Por su parte, 
			el autor se ha visto obligado a hablar el lenguaje que parecía más 
			adecuado para cada uno de los diferentes hitos del camino.
 [Versión 
			española de Helena Cortés y Arturo Leyte en: HEIDEGGER, MARTIN, 
			Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996.]   
			* Publicado
            originalmente en  
			
			http://www.heideggeriana.com.ar/textos/origen_obra_arte.htm   
			
	
			
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