Origen significa aquí aquello a
partir de donde y por lo que una cosa es lo que es y tal como es.
Qué es algo y cómo es, es lo que llamamos su esencia. El origen de
algo es la fuente de su esencia. La pregunta por el origen de la
obra de arte pregunta por la fuente de su esencia. Según la
representación habitual, la obra surge a partir y por medio de la
actividad del artista. Pero ¿por medio de qué y a partir de dónde es
el artista aquello que es? Gracias a la
obra; en efecto, decir que
una obra hace al artista significa que si el
artista destaca como
maestro en su arte es únicamente gracias a la obra. El
artista es el
origen de la obra. La obra es el origen del
artista. Ninguno puede
ser sin el otro. Pero ninguno de los dos soporta tampoco al otro por
separado. El artista y la obra son en sí mismos y recíprocamente por
medio de un tercero que viene a ser lo primero, aquello de donde el
artista y la obra de
arte reciben sus nombres: el
arte.
Por mucho que el
artista sea
necesariamente el origen de la
obra de un modo diferente a como la
obra es el origen del artista, lo cierto es que el
arte es al mismo
tiempo el origen del artista y de la obra todavía de otro modo
diferente. Pero ¿acaso puede ser el arte un origen? ¿Dónde y cómo
hay arte? El
arte ya no es más que una palabra a la que no
corresponde nada real. En última instancia puede servir a modo de
término general bajo el que agrupamos lo único real del
arte: las
obras y los artistas. Aun suponiendo que la palabra
arte fuera algo
más que un simple término general, con todo, lo designado por ella
solo podría ser en virtud de la realidad efectiva de las obras y los
artistas. ¿O es al contrario? ¿Acaso solo hay obra y artista en la
medida en que hay arte y que éste es su origen?
Sea cual sea la respuesta, la
pregunta por el origen de la obra de arte se transforma en pregunta
por la esencia del arte. Como de todas maneras hay que dejar abierta
la cuestión de si hay algún arte y cómo puede ser éste, intentaremos
encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente reina
el arte. El arte se hace patente en la obra de arte. Pero ¿qué es y
cómo es una obra que nace del arte?
Qué sea el
arte nos los dice la
obra. Qué sea la obra, solo nos lo puede decir la esencia del
arte.
Es evidente que nos movemos dentro de un círculo vicioso. El sentido
común nos obliga a romper ese círculo que atenta contra toda lógica.
Se dice que se puede deducir qué sea el
arte estableciendo una
comparación entre las distintas obras de arte existentes. Pero ¿cómo
podemos estar seguros de que las obras que contemplamos son
realmente obras de arte si no sabemos previamente qué es el
arte?
Pues bien, del mismo modo que no se puede derivar la esencia del
arte de una serie de rasgos tomados de las obras de
arte existentes,
tampoco se puede derivar de conceptos más elevados, porque esta
deducción da por supuestas aquellas determinaciones que deben bastar
para ofrecernos como tal aquello que consideramos de antemano una
obra de arte. Pero reunir los rasgos distintivos de algo dado y
deducir a partir de principios generales son, en nuestro caso, cosas
igual de imposibles y, si se llevan a cabo, una mera forma de
autoengaño.
Así pues, no queda más remedio
que recorrer todo el círculo, pero esto no es ni nuestro último
recurso ni una deficiencia. Adentrarse por este camino es una señal
de fuerza y permanecer en él es la fiesta del pensar, siempre que se
dé por supuesto que el pensar es un trabajo de artesano. Pero el
paso decisivo que lleva de la obra al
arte o del arte a la obra no
es el único círculo, sino que cada uno de los pasos que intentamos
dar gira en torno a este mismo círculo.
Para encontrar la esencia del
arte, que verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra
efectiva y le preguntaremos qué es y cómo es.
Todo el mundo conoce obras de
arte. En las plazas públicas, en las iglesias y en las casas pueden
verse obras arquitectónicas, esculturas y pinturas. En las
colecciones y exposiciones se exhiben obras de arte de las épocas y
pueblos más diversos. Si contemplamos las obras desde el punto de
vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas preconcebidas,
comprobaremos que las obras se presentan de manera tan natural como
el resto de las cosas. El cuadro cuelga de la pared como un arma de
caza o un sombrero. Una pintura, por ejemplo esa tela de Van Gogh
que muestra un par de botas de campesino, peregrina de exposición en
exposición. Se transportan las obras igual que el carbón del Ruhr y
los troncos de la Selva Negra. Durante la campaña los soldados
empaquetaban en sus mochilas los himnos de Hölderlin al lado de los
utensilios de limpieza. Los cuartetos de Beethoven yacen amontonados
en los almacenes de las editoriales igual que las patatas en los
sótanos de las casas.
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Todas las obras poseen ese
carácter de cosa. ¿Qué serían sin él? Sin embargo, tal vez nos
resulte chocante esta manera tan burda y superficial de ver la obra.
En efecto, se trata seguramente de la perspectiva propia de la
señora de la limpieza del museo o del transportista. No cabe duda de
que tenemos que tomar las obras tal como lo hacen las personas que
las viven y disfrutan. Pero la tan invocada vivencia estética
tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a la
obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la
madera en la talla, el color en la pintura, la palabra en la obra
poética y el sonido en la composición musical.
El carácter de cosa
es tan inseparable de la obra de arte que hasta tendríamos que decir
lo contrario: la obra arquitectónica está en la piedra, la talla en
la madera, la pintura en el color, la obra poética en la palabra y
la composición musical en el sonido. ¡Por supuesto!, replicarán. Y
es verdad. Pero ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por
sobreentendido en la obra de arte?
Seguramente resulta superfluo y
equívoco preguntarlo, porque la obra de arte consiste en algo más
que en ese carácter de cosa. Ese algo más que está en ella es lo que
hace que sea arte. Es verdad que la obra de arte es una cosa
acabada, pero dice algo más que la mera cosa: llo Žgoreæei. La obra
nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto: es
alegoría. Además de ser una cosa acabada, la obra de arte tiene un
carácter añadido. Tener un carácter añadido -llevar algo consigo- es
lo que en griego se dice sumb‹llein. La obra es símbolo.
La alegoría y el símbolo nos
proporcionan el marco dentro del que se mueve desde hace tiempo la
caracterización de la obra de arte. Pero ese algo de la obra que nos
revela otro asunto, ese algo añadido, es el carácter de cosa de la
obra de arte. Casi parece como si el carácter de cosa de la obra de
arte fuera el cimiento dentro y sobre el que se edifica eso otro y
propio de la obra. ¿Y acaso no es ese carácter de cosa de la obra lo
que de verdad hace el artista con su trabajo?
Queremos dar con la realidad
inmediata y plena de la obra de arte, pues solo de esta manera
encontraremos también en ella el verdadero arte. Por lo tanto,
debemos comenzar por contemplar el carácter de cosa de la obra. Para
ello será preciso saber con suficiente claridad qué es una cosa.
Solo entonces se podrá decir si la obra de arte es una cosa, pero
una cosa que encierra algo más, es decir, solo entonces se podrá
decidir si la obra es en el fondo eso otro y en ningún caso una
cosa.
La cosa y la obra
¿Qué es verdaderamente la cosa
en la medida en que es una cosa? Cuando preguntamos de esta manera
pretendemos conocer el ser-cosa (la coseidad) de la cosa. Se trata
de captar el carácter de cosa de la cosa. A este fin tenemos que
conocer el círculo al que pertenecen todos los entes a los que desde
hace tiempo damos el nombre de cosa.
La piedra del camino es una cosa
y también el terrón del campo. El cántaro y la fuente del camino son
cosas. Pero ¿y la leche del cántaro y el agua de la fuente? También
son cosas, si es que las nubes del cielo, los cardos del campo, las
hojas que lleva el viento otoñal y el azor que planea sobre el
bosque pueden con todo derecho llamarse cosas. Lo cierto es que todo
esto deberá llamarse cosa si también designamos con este nombre lo
que no se presenta de igual manera que lo recién citado, es decir,
lo que no aparece. Una cosa semejante, que no aparece, a saber, una
«cosa en sí», es por ejemplo, según
Kant, el conjunto del mundo y
hasta el propio Dios. Las cosas en sí y las cosas que aparecen, todo
ente que es de alguna manera, se nombran en filosofía como cosa.
El avión y el aparato de radio
forman parte hoy día de las cosas más próximas, pero cuando mentamos
las cosas últimas pensamos en algo muy diferente. Las cosas últimas
son la muerte y el juicio. En definitiva, la palabra cosa designa
aquí todo aquello que no es finalmente nada. Siguiendo este
significado también la obra de arte es una cosa en la medida en que,
de alguna manera, es algo ente. Pero a primera vista parece que este
concepto de cosa no nos ayuda nada en nuestra pretensión de
delimitar lo ente que es cosa frente a lo ente que es obra. Por otra
parte, tampoco nos atrevemos del todo a llamar a Dios cosa y lo
mismo nos ocurre cuando pretendemos tomar por cosas al labrador que
está en el campo, al fogonero ante su caldera y al maestro en la
escuela. El hombre no es una cosa. Es verdad que cuando una
chiquilla se enfrenta a una tarea desmesurada decimos de ella que es
una ‘cosita’ demasiado joven, pero solo porque en este caso pasamos
hasta cierto punto por alto su condición humana y creemos encontrar
más bien lo que constituye el carácter de cosa de las cosas. Hasta
vacilamos en llamar cosa al ciervo que para en el claro del bosque,
al escarabajo que se esconde en la hierba y a la propia brizna de
hierba. Para nosotros, serán más bien cosas el martillo, el zapato,
el hacha y el reloj. Pero tampoco son meras cosas. Para nosotros
solo valen como tal la piedra, el terrón o el leño. Las cosas
inanimadas, ya sean de la naturaleza o las destinadas al uso. Son
las cosas de la naturaleza y del uso las que habitualmente reciben
el nombre de cosas.
Así, hemos venido a parar desde
el más amplio de los ámbitos, en el que todo es una cosa (cosa = res
= ens = un ente), incluso las cosas supremas y últimas, al estrecho
ámbito de las cosas a secas. «A secas» significa aquí, por un lado,
la pura cosa, que es simplemente cosa y nada más y, por otro lado,
la mera cosa en sentido casi despectivo. Son las cosas a secas,
excluyendo hasta las cosas del uso, las que pasan por ser las cosas
propiamente dichas. Pues bien ¿en qué consiste el carácter de cosa
de estas cosas? A partir de ellas se debe poder determinar la
coseidad de las cosas. Esta determinación nos capacita para
distinguir el carácter de cosa como tal. Así armados, podremos
caracterizar esa realidad casi tangible de las obras en la que se
esconde algo distinto.
Es bien sabido que, desde
tiempos remotos, en cuanto se pregunta qué pueda ser lo ente,
siempre salen a relucir las cosas en su coseidad como lo ente por
antonomasia. Según esto, debemos encontrar ya en las
interpretaciones tradicionales de lo ente la delimitación de la
coseidad de las cosas. Así pues, solo tenemos que asegurar
expresamente este saber tradicional de la cosa para vernos
descargados de la fastidiosa tarea de buscar por nuestra cuenta el
carácter de cosa de las cosas. Las respuestas a la pregunta de qué
es la cosa se han vuelto tan corrientes que nadie sospecha que se
puedan poner en duda.
Las interpretaciones de la
coseidad de la cosa reinantes a lo largo de todo el pensamiento
occidental, que hace mucho que se dan por supuestas y se han
introducido en nuestro uso cotidiano, se pueden resumir en tres.
Una mera cosa es, por ejemplo,
este bloque de granito, que es duro, pesado, extenso, macizo,
informe, áspero, tiene un color y es parte mate y parte brillante.
Todo lo que acabamos de enumerar podemos observarlo en la piedra. De
esta manera conocemos sus características. Pero las características
son lo propio de la piedra. Son sus propiedades. La cosa las tiene.
¿La cosa? ¿En qué pensamos ahora cuando mentamos la cosa? Parece
evidente que la cosa no es solo la reunión de las características ni
una mera acumulación de propiedades que dan lugar al conjunto. La
cosa, como todo el mundo cree saber, es aquello alrededor de lo que
se han agrupado las propiedades. Entonces, se habla del núcleo de
las cosas. Parece que los griegos llamaron a esto tò êpoxeÛmenon.
Esa cualidad de las cosas que consiste en tener un núcleo era, para
ellos, lo que en el fondo y siempre subyacía. Pero las
características se llaman
to snmbebhxñta, es decir, aquello siempre
ya ligado a lo que subyace en cada caso y que aparece con él.
Estas denominaciones no son
nombres arbitrarios, porque en ellas habla lo que aquí ya no se
puede mostrar: la experiencia fundamental griega del ser de lo ente
en el sentido de la presencia. Pero gracias a estas denominaciones
se funda la interpretación, desde ahora rectora, de la coseidad de
la cosa, así como la interpretación occidental del ser de lo ente.
Ésta comienza con la adopción de las palabras griegas por parte del
pensamiento romano-latino.
êpoxeÛmenon se convierte en subjectum;
êpñstasiw se convierte en
substantia; snmbebhxñw pasará a ser
accidens. Esta traducción de los nombres griegos a la lengua latina
no es en absoluto un proceso sin trascendencia, tal como se toma hoy
día. Por el contrario, detrás de esa traducción aparentemente
literal y por lo tanto conservadora de sentido, se esconde una tras-lación
de la experiencia griega a otro modo de pensar. El modo de pensar
romano toma prestadas las palabras griegas con la correspondiente
experiencia originaria de aquello que dicen, sin la palabra griega.
Con esta traducción, el pensamiento occidental empieza a perder
suelo bajo sus pies.
Según la opinión general, la
determinación de la coseidad de la cosa como substancia con sus
accidentes parece corresponderse con nuestro modo natural de ver las
cosas. No es de extrañar que esta manera habitual de ver las cosas
se haya adecuado también al comportamiento que se tiene
corrientemente con las mismas, esto es, al modo en que interpelamos
a las cosas y hablamos de ellas. La oración simple se compone del
sujeto, que es la traducción latina -y esto quiere decir
reinterpretación- del êpoxeÛmenon, y del predicado con el que se
enuncian las características de la cosa. ¿Quién se atrevería a poner
en tela de juicio estas sencillas relaciones fundamentales entre la
cosa y la oración, entre la estructura de la oración y la estructura
de la cosa? Y con todo, no nos queda más remedio que preguntar si la
estructura de la oración simple (la cópula de sujeto y predicado) es
el reflejo de la estructura de la cosa (de la reunión de la
substancia con los accidentes). ¿O es que esa representación de la
estructura de la cosa se ha diseñado según la estructura de la
oración?
¿Qué más fácil que pensar que el
hombre transfiere su modo de captar las cosas en oraciones a la
estructura de la propia cosa? Esta opinión aparentemente crítica,
pero sin embargo demasiado precipitada, debería hacernos comprender
de todos modos cómo es posible esa traslación de la estructura de la
oración a la cosa sin que la cosa se haya hecho ya visible
previamente. No se ha decidido todavía qué es lo primero y
determinante, si la estructura de la oración o la de la cosa.
Incluso es dudoso que se pueda llegar a resolver esta cuestión bajo
este planteamiento.
En el fondo, ni la estructura de
la oración da la medida para diseñar la estructura de la cosa ni
ésta se refleja simplemente en aquélla. Ambas, la estructura de la
oración y la de la cosa, tienen su origen en una misma fuente más
originaria, tanto desde el punto de vista de su género como de su
posible relación recíproca. En todo caso, la primera interpretación
citada de la coseidad de la cosa (la cosa como portadora de sus
características), no es tan natural como aparenta, a pesar de ser
tan habitual. Lo que nos parece natural es solo, presumiblemente, lo
habitual de una larga costumbre que se ha olvidado de lo inhabitual
de donde surgió. Sin embargo, eso inhabitual causó en otros tiempos
la sorpresa de los hombres y condujo el pensar al asombro.
La confianza en la
interpretación habitual de la cosa solo está fundada aparentemente.
Además, este concepto de cosa (la cosa como portadora de sus
características) no vale solo para la mera cosa propiamente dicha,
sino para cualquier ente. Por eso, con su ayuda nunca se podrá
delimitar a lo ente que es cosa frente a lo ente que no es cosa. Sin
embargo, antes de cualquier consideración, el simple hecho de
permanecer alerta en el ámbito de las cosas ya nos dice que este
concepto de cosa no acierta con el carácter de cosa de las cosas, es
decir, con el hecho de que éstas se generan espontáneamente y
reposan en sí mismas. A veces, seguimos teniendo el sentimiento de
que hace mucho que se ha violentado ese carácter de cosa de las
cosas y que el pensar tiene algo que ver con esta violencia, motivo
por el que renegamos del pensar en lugar de esforzarnos porque sea
más pensante. Pero ¿qué valor puede tener un sentimiento, por seguro
que sea, a la hora de determinar la esencia de la cosa, cuando el
único que tiene derecho a la palabra es el pensar? Pero, con todo,
tal vez lo que en éste y otros casos parecidos llamamos sentimiento
o estado de ánimo sea más razonable, esto es, más receptivo y
sensible, por el hecho de estar más abierto al ser que cualquier
tipo de razón, ya que ésta se ha convertido mientras tanto en ratio
y por lo tanto ha sido malinterpretada como racional. Así las cosas,
la mirada de reojo hacia lo irracional, en tanto que engendro de lo
racional impensado, ha prestado curiosos servicios. Es cierto que el
concepto habitual de cosa sirve en todo momento para cada cosa, pero
a pesar de todo no es capaz de captar la cosa en su esencia, sino
que por el contrario la atropella.
¿Es posible evitar semejante
atropello? ¿De qué manera? Probablemente solo es posible si le
concedemos campo libre a la cosa con el fin de que pueda mostrar de
manera inmediata su carácter de cosa. Previamente habrá que dejar de
lado toda concepción y enunciado que pueda interponerse entre la
cosa y nosotros. Solo entonces podremos abandonarnos en manos de la
presencia imperturbada de la cosa. Pero no tenemos por qué exigir ni
preparar este encuentro inmediato con las cosas, ya que viene
ocurriendo desde hace mucho tiempo. Se puede decir que en todo lo
que aportan los sentidos de la
vista, el oído y el tacto, así como
en las sensaciones provocadas por el color, el sonido, la aspereza y
la dureza, las cosas se nos meten literalmente en el
cuerpo. La cosa
es el aDsyhtñn, lo que se puede percibir con los sentidos de la
sensibilidad por medio de las sensaciones. En consecuencia, más
tarde se ha tornado habitual ese concepto de cosa por el cual ésta
no es más que la unidad de una multiplicidad de lo que se da en los
sentidos. Lo determinante de este concepto de cosa no cambia en
absoluto porque tal unidad sea comprendida como suma, como totalidad
o como forma.
Pues bien, esta interpretación
de la coseidad de las cosas es siempre y en todo momento tan
correcta y demostrable como la anterior, lo que basta para dudar de
su verdad. Si nos paramos a pensar a fondo aquello que estamos
buscando, esto es, el carácter de cosa de la cosa, este concepto de
cosa nos volverá a dejar perplejos. Cuando se nos aparecen las cosas
nunca percibimos en primer lugar y propiamente dicho un cúmulo de
sensaciones, tal como pretende este concepto, por ejemplo, una suma
de sonidos y ruidos, sino que lo que oímos es cómo silba el vendaval
en el tubo de la chimenea, el vuelo del avión trimotor, el Mercedes
que pasa y que distinguimos inmediatamente del Adler. Las cosas
están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación. En
nuestra casa oímos el ruido de un portazo pero nunca meras
sensaciones acústicas o puros ruidos. Para
oír un ruido puro tenemos
que hacer oídos sordos a las cosas, apartar de ellas nuestro oído,
es decir, escuchar de manera abstracta.
En el concepto de cosa recién
citado no se encierra tanto un atropello a la cosa como un intento
desmesurado de llevar la cosa al ámbito de mayor inmediatez posible
respecto a nosotros. Pero una cosa jamás se introducirá en ese
ámbito mientras le asignemos como su carácter de cosa lo que hemos
percibido a través de las sensaciones. Mientras que la primera
interpretación de la cosa la mantiene a una excesiva distancia de
nosotros, la segunda nos la aproxima demasiado. En ambas
interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las
exageraciones en ambos casos. Hay que dejar que la propia cosa
repose en sí misma. Hay que tomarla tal como se presenta, con su
propia consistencia. Esto es lo que parece lograr la tercera
interpretación, que es tan antigua como las dos ya citadas.
Lo que le da a las cosas su
consistencia y solidez, pero al mismo tiempo provoca los distintos
tipos de sensaciones que confluyen en ellas, esto es, el color, el
sonido, la dureza o la masa, es lo material de las cosas. En esta
caracterización de la cosa como materia (ìlh) está puesta ya la
forma (morf®). Lo permanente de una cosa, su consistencia, reside en
que una materia se mantiene con una forma. La cosa es una materia
conformada. Esta interpretación de la cosa se apoya en la apariencia
inmediata con la que la cosa se dirige a nosotros por medio de su
aspecto (eädow). La síntesis de materia y forma nos aporta
finalmente el concepto de cosa que se adecua igualmente a las cosas
de la naturaleza y a las cosas del uso.
Este concepto de cosa nos
capacita para responder a la pregunta por el carácter de cosa de la
obra de arte. El carácter de cosa de la obra es manifiestamente la
materia de la que se compone. La materia es el sustrato y el campo
que permite la configuración artística. Pero semejante constatación,
tan esclarecedora como sabida, hubiéramos podido aportarla ya desde
el principio. ¿Por qué damos entonces este rodeo a través de los
demás conceptos de cosa en vigor? Porque también desconfiamos de
este concepto de cosa que representa a la cosa como materia
conformada.
Pero ¿acaso esta pareja de
conceptos, materia-forma, no es la que se usa corrientemente en el
ámbito dentro del que debemos movernos? Sin duda. La diferenciación
entre materia y forma es el esquema conceptual por antonomasia para
toda estética y teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades.
Pero este hecho irrefutable no demuestra ni que la diferenciación
entre materia y forma esté suficientemente fundamentada ni que
pertenezca originariamente al ámbito del arte y de la obra de arte.
Además, hace mucho tiempo que el ámbito de validez de esta pareja de
conceptos rebasa con mucho el terreno de la estética. Forma y
contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger
prácticamente cualquier cosa. Si además se le adscribe la forma a lo
racional y la materia a lo irracional, si se toma lo racional como
lo lógico y lo irracional como lo carente de lógica y si se vincula
la pareja de conceptos forma-materia con la relación sujeto-objeto,
el pensar representativo dispondrá de una mecánica conceptual a la
que nada podrá resistirse.
Pero si la diferenciación entre
materia y forma nos lleva a este punto, ¿cómo podremos aislar con su
ayuda el ámbito específico de las meras cosas a diferencia del resto
de los entes? Tal vez esta caracterización según la materia y la
forma vuelva a recuperar su poder de determinación si damos marcha
atrás y evitamos la excesiva extensión y consiguiente pérdida de
significado de estos conceptos. Es cierto, pero esto supone saber de
antemano cuál es la región de lo ente en la que tienen verdadera
fuerza de determinación. Que dicha región sea la de las meras cosas
no deja de ser por ahora más que una suposición. La alusión al
empleo excesivamente generoso de este entramado conceptual en el
campo de la estética, podría llevarnos a pensar que materia y forma
son determinaciones que tienen su origen en la esencia de la obra de
arte y solo a partir de allí han sido transferidas nuevamente a la
cosa. ¿Dónde tiene el entramado materia-forma su origen, en el
carácter de cosa de la cosa o en el carácter de obra de la obra de
arte?
El bloque de granito que reposa
en sí mismo es algo material bajo una forma determinada aunque
tosca. Forma significa aquí la distribución y el ordenamiento de las
partículas materiales en los lugares del espacio, de lo que resulta
un perfil determinado: el del bloque. Pero también el cántaro, el
hacha y los zapatos son una materia comprendida dentro de una forma.
En este caso, la forma en tanto que perfil no es ni siquiera la
consecuencia de una distribución de la materia. Por el contrario, la
forma determina el ordenamiento de la materia. Y no solo esto, sino
también hasta el género y la elección de la misma: impermeable para
el cántaro, suficientemente dura para el hacha, firme pero flexible
para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya
viene dispuesta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a
destinar el cántaro, el hacha o los zapatos. Dicha utilidad nunca se
le atribuye ni impone con posterioridad a entes del tipo del
cántaro, el hacha y los zapatos. Pero tampoco es alguna suerte de
finalidad colgada en algún lugar por encima de ellos.
La utilidad es ese rasgo
fundamental desde el que estos entes nos contemplan, esto es,
irrumpen ante nuestra vista, se presentan y, así, son entes. Sobre
esta utilidad se basan tanto la conformación como la elección de
materia que viene dada previamente con ella y, por lo tanto, el
reino del entramado de materia y forma. Los entes sometidos a este
dominio son siempre producto de una elaboración. El producto se
elabora en tanto que utensilio para algo. Por lo tanto, materia y
forma habitan, como determinaciones de lo ente, en la esencia del
utensilio. Este nombre nombra lo confeccionado expresamente para su
uso y aprovechamiento. Materia y forma no son en ningún modo
determinaciones originarias de la coseidad de la mera cosa.
Una vez elaborado, el utensilio,
por ejemplo el zapato, reposa en sí mismo como la mera cosa, pero no
se ha generado por sí mismo como el bloque de granito. Por otra
parte, el utensilio presenta un parentesco con la obra de arte,
desde el momento en que es algo creado por la mano del hombre. Pero,
a su vez, y debido a la autosuficiencia de su presencia, la obra de
arte se parece más bien a la cosa generada espontáneamente y no
forzada a nada. Y con todo, no contamos las obras entre las meras
cosas. Las cosas propiamente dichas son, normalmente, las cosas del
uso que se hallan en nuestro entorno, las más próximas a nosotros.
Y, así, si bien el utensilio es cosa a medias, porque se halla
determinado por la coseidad, también es más: es al mismo tiempo obra
de arte a medias; pero también es menos, porque carece de la
autosuficiencia de la obra de arte. El utensilio ocupa una
característica posición intermedia entre la cosa y la obra,
suponiendo que nos esté permitido entrar en semejantes cálculos.
Pero el entramado materia-forma
que determina en primer lugar el ser del utensilio aparece
fácilmente como la constitución inmediatamente comprensible de todo
ente, porque en este caso el propio hombre que elabora está
implicado en el modo en que un utensilio llega al ser. Desde el
momento en que el utensilio adopta una posición intermedia entre la
mera cosa y la obra, resulta fácil concebir también con ayuda del
ser-utensilio (esto es, del entramado materia-forma) los entes que
no tienen carácter de utensilio, las cosas y las obras y, en
definitiva, todo ente.
La tendencia a considerar el
entramado materia-forma como la constitución de cada uno de los
entes recibe sin embargo un impulso muy particular por el hecho de
que, debido a una creencia, concretamente la fe bíblica, nos
representamos de entrada la totalidad de lo ente como algo creado, o
lo que es lo mismo, como algo elaborado. La filosofía de esta fe
puede permitirse asegurar que nos debemos imaginar toda la actividad
creadora de Dios como algo diferente al quehacer de un artesano,
pero cuando al mismo tiempo o incluso previamente pensamos el ens
creatum a partir de la unidad de materia y forma -siguiendo la
presunta prederterminación de la filosofía tomista para la
interpretación de la Biblia- entonces interpretamos la fe a partir
de una filosofía cuya verdad reposa en un desocultamiento de lo ente
completamente diferente a ese mundo en el que cree la fe.
La idea de creación basada en la
fe podría perder fácilmente ahora su fuerza rectora de cara al saber
de lo ente en su totalidad, pero con todo, una vez iniciada su
marcha, la interpretación teológica de todo ente (tomada de una
filosofía extraña), esto es, la concepción del mundo según la
materia y la forma, puede seguir su camino. Esto ocurre en el
tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. La metafísica de la
Edad Moderna reposa en parte sobre el entramado materia-forma
acuñado en la Edad Media, que ya solo recuerda a través de los
nombres la sepultada esencia del
eädow y la
ëlh. Y así es como la
interpretación de la cosa según la materia y la forma -ya sea bajo
la formulación medieval o la kantiana-trascendental- se ha vuelto
completamente habitual y se da por supuesta. Pero no por eso deja de
ser un atropello al ser-cosa de la cosa, exactamente igual que las
restantes interpretaciones de la coseidad de la cosa.
Desde el momento en que llamamos
meras cosas a las cosas propiamente dichas, nos estamos traicionando
claramente. En efecto, ‘meras’ significa que están despojadas de su
carácter de utilidad y de cosa elaborada. La mera cosa es una
especie de utensilio, pero uno desprovisto de su naturaleza de
utensilio. El ser-cosa consiste precisamente en lo que queda
después. Pero este resto no está determinado propiamente en su
carácter de ser. Sigue siendo cuestionable si el carácter de cosa de
la cosa puede llegar a aparecer alguna vez, desde el momento en que
se despoja a la cosa de todo carácter de utensilio. De esta manera,
la tercera interpretación de la cosa, la que se guía por el
entramado materia-forma, se revela como un nuevo atropello a la
cosa.
Los tres modos citados de
determinación de la coseidad conciben la cosa como portadora de
características, como unidad de una multiplicidad de sensaciones,
como materia conformada. A lo largo de la historia de la verdad
sobre lo ente se fueron entremezclando las citadas interpretaciones,
aunque ahora se pasa esto por alto. De este modo, se reforzó aún más
la tendencia a la extensión que ya las distinguía, de manera que
terminaron valiendo igualmente para la cosa, el utensilio y la obra.
Así es como surge de ellas ese modo de pensar por el cual no
pensamos solo sobre la cosa, el utensilio y la obra en particular,
sino sobre todo ente en general. Este modo de pensar que se ha
tornado habitual hace tiempo, anticipa toda comprensión inmediata de
lo ente. Dicha comprensión anticipada impide la meditación sobre el
ser de todo ente. Y, de este modo, ocurre que los conceptos
dominantes de cosa nos cierran el camino hacia el carácter de cosa
de la cosa, así como al carácter de utensilio del utensilio y sobre
todo al carácter de obra de la obra.
Por esto es por lo que es
necesario conocer dichos conceptos de cosa: para poder meditar con
pleno conocimiento sobre su origen y su pretensión desmedida, pero
también sobre su aparente incuestionabilidad. Este conocimiento es
tanto más necesario por cuanto intentamos traer a la vista y a la
palabra el carácter de cosa de la cosa, el carácter de utensilio del
utensilio y el carácter de obra de la obra. Pues bien, para ello
solo se precisa dejar reposar a la cosa en sí misma, por ejemplo en
su ser-cosa, pero sin incurrir en la anticipación ni el atropello de
esos modos de pensar. ¿Qué más fácil que dejar que el ente solo sea
precisamente el ente que es? ¿O, por el contrario, dicha tarea nos
introduce en la mayor dificultad, sobre todo si semejante propósito
(dejar ser al ente como es) representa precisamente lo contrario de
aquella indiferencia que le da la espalda a lo ente en beneficio de
un concepto no probado del ser? Debemos volvernos hacia lo ente,
pensar en él mismo a partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y
gracias a eso, dejarlo reposar en su esencia.
Este esfuerzo del pensar parece
encontrar la mayor resistencia a la hora de determinar la coseidad
de la cosa, pues de lo contrario ¿cuál es el motivo del fracaso de
los intentos ya citados? Es la cosa, la que en su insignificancia,
escapa más obstinadamente al pensar. ¿O será que este retraerse de
la mera cosa, este no verse forzada a nada que reposa en sí mismo,
forma precisamente parte de la esencia de la cosa? ¿Acaso aquel
elemento cerrado de la esencia de la cosa, que causa extrañeza, no
debe convertirse en lo más familiar y de más confianza para un
pensar que intenta pensar la cosa? Si esto es así, no debemos abrir
por la fuerza el camino que lleva al carácter de cosa de la cosa.
Prueba indiscutible de que la
coseidad de la cosa es particularmente difícil de decir y de que
pocas veces es posible hacerlo, es la historia de su interpretación
aquí esbozada. Esta historia coincide con el destino que ha guiado
hasta ahora el pensamiento occidental sobre el ser de lo ente. Pero
no nos limitamos a constatarlo. En esta historia vemos también una
señal. ¿O es producto del azar el que de todas las interpretaciones
de la cosa sea justamente la que se ha guiado según la materia y la
forma la que ha alcanzado un predominio más destacado? Esta
determinación de la cosa tiene su origen en una interpretación del
ser-utensilio del utensilio. Este ente, el utensilio, está
particularmente próximo al modo humano de representar, porque llega
al ser gracias a nuestra propia creación. Este ente que nos resulta
más familiar en su ser, el utensilio, ocupa al mismo tiempo una
peculiar posición intermedia entre la cosa y la obra. Vamos a
dejarnos guiar por esta señal y buscar en primer lugar el carácter
de utensilio del utensilio. Tal vez esto nos proporcione alguna
pista sobre el carácter de cosa de la cosa y el carácter de obra de
la obra. Únicamente, debemos evitar precipitarnos en convertir a la
cosa y a la obra en nuevas modalidades de utensilio. Sin embargo,
vamos a olvidarnos de que también, según como sea el utensilio,
existen diferencias esenciales en su historia.
Pero ¿qué camino conduce al
carácter de utensilio del utensilio? ¿Cómo podremos saber qué es el
utensilio en realidad? Evidentemente, el procedimiento que vamos a
seguir ahora debe evitar esos intentos que conducen nuevamente al
atropello de las interpretaciones habituales. La manera más segura
de evitarlo es describiendo simplemente un utensilio prescindiendo
de cualquier teoría filosófica.
Tomaremos como ejemplo un
utensilio corriente: un par de botas de campesino. Para describirlas
ni siquiera necesitamos tener delante un ejemplar de ese tipo de
útil. Todo el mundo sabe cómo son, pero puesto que pretendemos
ofrecer una descripción directa, no estará de más procurar ofrecer
una ilustración de las mismas. A tal fin bastará un ejemplo gráfico.
Escogeremos un famoso cuadro de Van Gogh, quien pintó varias veces
las mentadas botas de campesino. Pero ¿qué puede verse allí? Todo el
mundo sabe en qué consiste un zapato. A no ser que se trate de unos
zuecos o de unas zapatillas de esparto, un zapato tiene siempre una
suela y un empeine de cuero unidos mediante un cosido y unos clavos.
Este tipo de utensilio sirve para calzar los pies. Dependiendo del
fin al que van a ser destinados, para trabajar en el campo o para
bailar, variarán tanto la materia como la forma de los zapatos.
Estos datos, perfectamente
correctos, no hacen sino ilustrar algo que ya sabemos. El
ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad. Pero ¿qué decir
de ésta? ¿Capta ya la utilidad el carácter de utensilio del
utensilio? Para que esto ocurra ¿acaso no tenemos que detenernos a
considerar el utensilio dotado de utilidad en el momento en que está
siendo usado para algo? Pues bien, las botas campesinas las lleva la
labradora cuando trabaja en el campo y solo en ese momento son
precisamente lo que son. Lo son tanto más cuanto menos piensa la
labradora en sus botas durante su trabajo, cuando ni siquiera las
mira ni las siente. La labradora se sostiene sobre sus botas y anda
con ellas. Así es como dichas botas sirven realmente para algo. Es
en este proceso de utilización del utensilio cuando debemos toparnos
verdaderamente con el carácter de utensilio.
Por el contrario, mientras solo
nos representemos un par de botas en general, mientras nos limitemos
a ver en el cuadro un simple par de zapatos vacíos y no utilizados,
nunca llegaremos a saber lo que es de verdad el ser-utensilio del
utensilio. La tela de Van Gogh no nos permite ni siquiera afirmar
cuál es el lugar en el que se encuentran los zapatos. En torno a las
botas de labranza no se observa nada que pueda indicarnos el lugar
al que pertenecen o su destino, sino un mero espacio indefinido. Ni
siquiera aparece pegado a las botas algún resto de la tierra del
campo o del camino de labor que pudiera darnos alguna pista acerca
de su finalidad. Un par de botas de campesino y nada más. Y sin
embargo...
En la oscura boca del gastado
interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena.
En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la
obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y
monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el
cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las
suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae
la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su
silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí
misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este
utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda
la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la
angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza
de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es
el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí
mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su
refugio.
Pero tal vez todas estas cosas
solo las vemos en los zapatos del cuadro, mientras que la campesina
se limita sencillamente a llevar puestas sus botas. ¡Si fuera tan
sencillo como parece! Cada vez que la labradora se quita sus botas
al llegar la noche, llena de una dura pero sana fatiga, y se las
vuelve a poner apenas empieza a clarear el alba, o cada vez que pasa
al lado de ellas sin ponérselas los días de fiesta, sabe muy bien
todo esto sin necesidad de mirarlas ni de reflexionar en nada. Es
cierto que el ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad,
pero a su vez ésta reside en la plenitud de un modo de ser esencial
del utensilio. Lo llamamos su fiabilidad. Gracias a ella y a través
de este utensilio la labradora se abandona en manos de la callada
llamada de la tierra, gracias a ella está segura de su mundo. Para
ella y para los que están con ella y son como ella, el mundo y la
tierra solo están ahí de esa manera: en el utensilio. Decimos «solo»
y es un error, porque la fiabilidad del utensilio es la única capaz
de darle a este mundo sencillo una sensación de protección y de
asegurarle a la tierra la libertad de su constante afluencia.
El ser-utensilio del utensilio,
su fiabilidad, mantiene a todas las cosas reunidas en sí, según su
modo y su extensión. Sin embargo, la utilidad del utensilio solo es
la consecuencia esencial de la fiabilidad. Aquélla palpita en ésta y
no sería nada sin ella. El utensilio singular se usa y consume, pero
al mismo tiempo también el propio uso cae en el desgaste, pierde sus
perfiles y se torna corriente. Así es como el ser-utensilio se
vacía, se rebaja hasta convertirse en un mero utensilio. Esta
vaciedad del ser-utensilio es la pérdida progresiva de la
fiabilidad. Pero esta desaparición, a la que las cosas del uso deben
su aburrida e insolente vulgaridad, es solo un testimonio más a
favor de la esencia originaria del ser-utensilio. La gastada
vulgaridad del utensilio se convierte entonces, aparentemente, en el
único modo de ser propio del mismo. Ya solo se ve la utilidad
escueta y desnuda, que despierta la impresión de que el origen del
utensilio reside en la mera elaboración, que le imprime una forma a
una materia. Pero lo cierto es que, desde su auténtico
ser-utensilio, el utensilio viene de mucho más lejos. Materia y
forma y la distinción de ambas tienen una raíz mucho más profunda.
El reposo del utensilio que
reposa en sí mismo reside en la fiabilidad. Ella es la primera que
nos descubre lo que es de verdad el utensilio. Pero todavía no
sabemos nada de lo que estábamos buscando en un principio: el
carácter de cosa de la cosa. Y sabemos todavía menos de lo único que
de verdad estamos buscando: el carácter de obra de la obra entendida
como obra de arte.
¿O tal vez ya hemos aprendido
algo acerca del ser-obra de la obra sin darnos cuenta y como de
pasada?
Ya hemos dado con el
ser-utensilio del utensilio. Pero ¿cómo? Desde luego, no ha sido a
través de la descripción o explicación de un zapato que estuviera
verdaderamente presente; tampoco por medio de un informe sobre el
proceso de elaboración del calzado; aún menos gracias a la
observación del uso que se les da en la realidad a los zapatos en
este u otro lugar. Lo hemos logrado única y exclusivamente
plantándonos delante de la tela de Van Gogh. Ella es la que ha
hablado. Esta proximidad a la obra nos ha llevado bruscamente a un
lugar distinto del que ocupamos normalmente.
Ha sido la obra de arte la que
nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato. Si pretendiéramos
que ha sido nuestra descripción, como quehacer subjetivo, la que ha
pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos
engañándonos a nosotros mismos de la peor de las maneras. Si hay
algo cuestionable en todo esto será únicamente el hecho de que
hayamos aprendido tan poco en la proximidad a la obra y que lo
hayamos expresado de manera tan burda e inmediata. Pero en todo
caso, la obra no ha servido únicamente para ilustrar mejor lo que es
un utensilio, tal como podría parecer en un principio. Por el
contrario, el ser-utensilio del utensilio solo llega propiamente a
la presencia a través de la obra y solo en ella.
¿Qué ocurre aquí? ¿Qué obra
dentro de la obra? El cuadro de Van Gogh es la apertura por la que
atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de
labranza. Este ente sale a la luz en el desocultamiento de su
ser.
El desocultamiento de lo ente fue llamado por los griegos
Žl®eia.
Nosotros decimos «verdad» sin pensar suficientemente lo que
significa esta palabra. Cuando en la obra se produce una apertura de
lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando
en ella la verdad.
En la obra de arte se ha puesto
manos a la obra la verdad de lo ente. «Poner» quiere decir aquí
erigirse, establecerse. Un ente, por ejemplo un par de botas
campesinas, se establece en la obra a la luz de su ser. El ser de lo
ente alcanza la permanencia de su aparecer.
Según esto, la esencia del arte
sería ese ponerse a la obra de la verdad de lo ente. Pero hasta
ahora el arte se ocupaba de lo bello y la
belleza y no de la verdad.
Por eso, a las artes que producen este tipo de obras se las denomina
bellas artes, en oposición a las artes artesanales, que elaboran
utensilios. No es que el arte sea bello en el campo de las bellas
artes, sino que dichas artes reciben ese nombre porque crean lo
bello. Por el contrario, la verdad pertenece al reino de la lógica,
mientras la belleza está reservada a la estética.
¿O es que al decir que el arte
es el ponerse a la obra de la verdad vuelve a cobrar vida aquella
opinión ya superada según la cual el arte es una imitación y copia
de la realidad? Pero la reproducción de lo ahí presente exige
coincidencia con lo ente, la adaptación a éste o adaequatio, como se
decía en la Edad Media y õmoÛvsiw como ya decía Aristóteles. La
coincidencia con lo ente se considera desde hace mucho tiempo como
la esencia de la verdad. Pero ¿acaso opinamos que el mencionado
cuadro de Van Gogh copia un par de botas campesinas y que es una
obra porque ha conseguido hacerlo? ¿Acaso pensamos que la tela es
copia de algo real que él ha sabido convertir en un producto de la
producción artística? Nada de esto.
Así pues, en la obra no se trata
de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en
cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general
de las cosas. Pero ¿dónde está y cómo es esa esencia general con la
que coinciden las obras de arte? ¿Con qué esencia de qué cosa puede
coincidir un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan
inverosímil como que en el edificio concreto está representada la
idea de templo en general? Y, sin embargo, es precisamente en una
obra semejante, siempre que sea obra, donde está obrando la verdad.
Si no, pensemos en el himno de Hölderlin «El Rin». ¿Qué le ha sido
dado aquí al poeta y cómo le ha sido dado, para que a continuación
haya podido reproducirlo en el poema? Por mucho que en el caso de
este himno y otros poemas semejantes la idea de una relación de
copia entre la obra real y la obra de arte parezca fallar
manifiestamente, la opinión de que la obra copia parece confirmarse
de modo admirable en una obra como el poema de C. F. Meyer «La
fuente romana».
Se eleva el chorro y al caer
rebosa
la redondez toda de la marmórea
concha,
que cubriéndose de un húmedo
velo desborda
en la cuenca de la segunda
concha;
la segunda, a su vez demasiado
rica,
desparrama su flujo borboteante
en la tercera,
y cada una toma y da al mismo
tiempo
y fluye y reposa.
Sin embargo, en este poema ni se
está reproduciendo poéticamente una fuente verdaderamente existente
ni la esencia general de una fuente romana. Y, con todo, la verdad
obra en la obra. ¿Qué verdad ocurre en la obra? ¿Y acaso puede
ocurrir la verdad y ser por lo tanto histórica? Según se suele
decir, la verdad es algo intemporal y supratemporal.
Buscamos la realidad de la obra
de arte para encontrar de verdad en ella el arte que allí reina. La
base de cosa ha demostrado ser lo más próximo a la obra. Pero para
captar lo que la obra tiene de cosa no bastan los conceptos
tradicionales de cosa, pues éstos tampoco consiguen dar con la
esencia del carácter de cosa. El concepto predominante de cosa, la
cosa como una materia conformada, ni siquiera tiene su origen en la
esencia de la cosa, sino en la esencia del utensilio. También hemos
comprobado que hace mucho tiempo que el ser-utensilio ocupa un lugar
privilegiado en la interpretación de lo ente. Este privilegio, sobre
el que nunca se ha reflexionado propiamente, ha sido el que nos ha
dado la pista para replantearnos una vez más la pregunta por el
carácter de utensilio evitando las interpretaciones tradicionales.
Hemos hecho que fuera una obra
la que nos dijera qué es el utensilio. De este modo también ha
salido a la luz lo que obra dentro de la obra: la apertura de lo
ente en su ser, el acontecimiento de la verdad. Pues bien, si la
realidad de la obra solo se puede determinar por medio de aquello
que obra en la obra, ¿qué hay de nuestro propósito de buscar la
verdadera obra de arte en su realidad? Íbamos por mal camino cuando
en un principio creíamos que la realidad de la obra se encontraba en
su base de cosa. Ahora nos encontramos ante un sorprendente
resultado de nuestras reflexiones, si se puede llamar a esto un
resultado. Dos asuntos están claros:
Primero: los medios para captar
lo que la obra tiene de cosa, esto es, los conceptos reinantes de
cosa, no bastan.
Segundo: lo que queríamos captar
con ello como realidad más próxima a la obra, la base de cosa, no
forma parte de la obra bajo esta modalidad.
En cuanto contemplamos la obra
desde esta perspectiva la estamos considerando sin querer como un
utensilio al que le concedemos una superestructura en la que se
supone se encierra lo artístico. Pero la obra no es un utensilio
dotado de un valor estético añadido. La obra no es eso en la misma
medida en que la mera cosa no es tampoco un utensilio al que solo le
falta lo que constituye el auténtico carácter de utensilio: la
utilidad y la elaboración.
Nuestra manera de preguntar por
la cosa se ha venido abajo, porque no estábamos preguntando por la
obra, sino en parte por una cosa y en parte por un utensilio. Solo
que fue la estética la que desarrolló esta manera de preguntar y no
nosotros. La manera en que ésta contempla de antemano la obra de
arte está dominada por la interpretación tradicional de todo ente.
Pero lo esencial no es el desmoronamiento de este planteamiento
habitual. De lo que se trata es de empezar a abrir los ojos y de ver
que hay que pensar el ser de lo ente para que se aproximen más a
nosotros el carácter de obra de la obra, el carácter de utensilio
del utensilio y el carácter de cosa de la cosa. A este fin, primero
tienen que caer las barreras de todo lo que se da por sobreentendido
y se deben apartar los habituales conceptos aparentes. Esta es la
razón por la que hemos tenido que dar un rodeo, rodeo que nos
devuelve enseguida al camino capaz de llevarnos a una determinación
del carácter de cosa de la obra. No hay por qué negar el carácter de
cosa de la obra, pero puesto que forma parte del ser-obra de la
obra, dicho carácter de cosa habrá de ser pensado a partir del
carácter de obra. Si esto es así, el camino hacia la determinación
de la realidad de cosa que tiene la obra no conducirá de la cosa a
la obra, sino de la obra a la cosa.
La obra de arte abre a su manera
el ser de lo ente. Esta apertura, es decir, este desencubrimiento,
la verdad de lo ente, ocurren en la obra. En la obra de arte se ha
puesto a la obra la verdad de lo ente. El arte es ese ponerse a la
obra de la verdad. ¿Qué será la verdad misma, para que a veces
acontezca como arte? ¿Qué es ese ponerse a la obra?
La obra y la verdad
El origen de la obra de arte es
el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte.
Por eso buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste?
Las obras de arte muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de
manera muy diferente. Hemos fracasado en el intento de captar ese
carácter de cosa de la obra con ayuda de los conceptos habituales de
cosa, y no solo porque tales conceptos no capten dicho carácter,
sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra obligamos
a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier
acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el
carácter de cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente
la pura subsistencia de la misma.
Pero ¿acaso la obra puede ser
accesible en sí misma? Para que pudiera serlo, sería necesario
aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin
de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la
auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe
abandonarse a su pura autosubsistencia. Precisamente en el gran
arte, que es del único del que estamos tratando aquí, el artista
queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple
puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en
la creación.
Pues bien, tenemos que las
propias obras se encuentran en las colecciones y exposiciones. Pero
¿están allí como las obras que son en sí mismas o más bien como
objetos de la empresa artística? En estos lugares se ponen las obras
a disposición del disfrute artístico público y privado. Determinadas
instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento.
Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las
estudian. El comercio del arte provee el mercado. La investigación
llevada a cabo por la historia del arte convierte las obras en
objeto de una ciencia. En medio de todo este trajín, ¿pueden salir
las propias obras a nuestro encuentro?
Las «esculturas de Egina» de la
colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su mejor edición
crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial en
tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su
rango y fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien
interpretadas que sigan estando, al desplazarlas a una colección se
las ha sacado fuera de su mundo. Por otra parte, incluso cuando
intentamos impedir o evitar dichos traslados yendo, por ejemplo, a
contemplar el templo de Paestum a su sitio y la catedral de Bamberg
en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha derrumbado.
El derrumbamiento de un mundo o
el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar.
Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo
ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que
han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el ámbito
de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya solo
pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente
es todavía consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya
no es exactamente eso mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda
empresa en torno al arte, hasta la más elevada, la que solo mira por
el bien de las obras, no alcanza nunca más allá del ser-objeto de
las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el ser-obra de
las obras.
Pero ¿acaso la obra sigue siendo
obra cuando se encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio
de la obra encontrarse implicada en alguna relación? Desde luego que
sí, pero falta preguntar en qué relación.
¿Cuál es el lugar propio de una
obra? El único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se
abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace
presente en dicha apertura y solo allí. Decíamos que en la obra está
en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el
cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A
ese fin se planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede
acontecer la verdad.
Ahora vamos a plantear esa misma
cuestión de la verdad teniendo en cuenta la obra, pero para
familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario
volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A
este propósito elegiremos con toda intención una obra que no se
inscribe dentro del arte figurativo.
Un edificio, un templo griego,
no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de
un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura
del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por
todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al
templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es
en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como
tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden
flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la
que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y
relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha,
victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el
ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas
relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; solo a
partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para
cumplir su destino.
Allí alzado, el templo reposa
sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de
ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a
nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se
desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia.
El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia
del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la
amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es
el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de
la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla
la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el
águila y el toro, la serpiente y el grillo solo adquieren de este
modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta
aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los
griegos llamaron muy tempranamente
Fæsiw. La
fisis ilumina al mismo
tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada.
Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que
eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en
capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La
tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a
todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta
como aquello que acoge.
La obra templo, ahí alzada, abre
un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra, que
solo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los hombres y
los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen
como objetos inmutables para después proporcionarle un marco
adecuado a ese templo que un buen día viene a sumarse a todo lo
presente. Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a
la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados
previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra
manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, solo por
hacerlo, no aporta nada.
Es el templo, por el mero hecho
de alzarse ahí en permanencia, el que le da a las cosas su rostro y
a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión solo permanece
abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya
huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua que le consagra al
dios el vencedor de la lucha. No se trata de ninguna reproducción
fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios,
sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse
presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede
decir de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni
se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los
nuevos contra los antiguos dioses. Desde el momento en que la obra
de la palabra se introduce en los relatos del pueblo, ya no habla
sobre dicha batalla, sino que transforma el relato del pueblo de tal
manera que, desde ese momento, cada palabra esencial lucha por sí
misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o
pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid.
Heráclito, frag. 53).
Entonces ¿en qué consiste el
ser-obra de la obra? Sin apartar nunca nuestra mirada de lo que
acabamos de indicar de manera bastante imperfecta, vamos a comenzar
por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal fin,
partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del
ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo
a nuestro proceder habitual respecto a la obra.
Cuando se lleva una obra a una
colección o exposición también se suele decir que se instala la
obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una
instalación en el sentido de la construcción de un edificio, la
erección de una estatua o la representación de una tragedia con
ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de
consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar
simplemente a un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido
de que, gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como
sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia.
De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que
reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y
esplendor no son propiedades junto a las cuales o detrás de las
cuales se encuentre además el dios, sino que es en la dignidad y en
el esplendor donde se hace presente el dios. En los destellos de ese
esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes llamamos
mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa
medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo
esencial nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la
obra es un erigirse que consagra y glorifica? Porque la obra exige
tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige semejante
instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué
instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra
abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia.
Ser-obra significa levantar un
mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al hablar del
templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del
mundo solo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá
que limitar a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión
de lo esencial.
Un mundo no es una mera
agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o
desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y
supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace
mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que
consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se
encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del
nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan
arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de
nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no
tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace
mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco
tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en
el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un
mundo, porque mora en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el
utensilio le proporciona a este mundo una necesidad y proximidad
propias. Desde el momento en que un mundo se abre, todas las cosas
reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad,
de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa
espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor
protector de los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios
es una de las maneras en las que el mundo hace mundo.
Desde el momento en que una obra
es una obra, le hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa
aquí liberar el espacio libre de lo abierto y disponer ese espacio
libre en el conjunto de sus rasgos. Este disponer surge a la
presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto que obra,
levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo.
Pero levantar un mundo es solo uno de los rasgos esenciales del
ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta por
nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de
lo que más sobresale en la superficie de la obra.
Cuando se lleva a cabo una obra
a partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color,
lenguaje, sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales
materiales. Pero así como la obra exige una instalación en el
sentido de un erigir consagrador y glorificador, porque el ser-obra
de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta
necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene
el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia
elaboradora. Pero ¿qué elabora la obra? Solo lo sabremos si nos
fijamos en eso sobresaliente y que comúnmente se llama elaboración
de obras.
Levantar un mundo forma parte
del ser-obra. ¿Cuál es, desde la perspectiva de esta determinación,
la esencia de la obra que normalmente se denomina material? Debido a
que se encuentra determinado por la utilidad y el provecho, el
utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la
materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha,
se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El
material se considera tanto mejor y más adecuado cuanto menos
resistencia opone a sumirse en el ser-utensilio del utensilio. Por
el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la
obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por el
contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la
roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los
metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el
sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar desde el
momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en
la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del
metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del
sonido, en el poder nominal de la palabra.
Aquello hacía donde la obra se
retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos
tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es
aquella no forzada, infatigable, sin obligación alguna. Sobre la
tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo.
Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra,
esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido
más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia
tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser
tierra.
Pero ¿por qué traer aquí la
tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de ella? ¿Qué
es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de
semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al
confrontarnos con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo
impenetrable. Si a pesar de todo partimos la roca para intentar
penetrarla, veremos que sus pedazos nunca muestran algo interno y
abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el acto en la
misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la
pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una
báscula-, lo único que conseguiremos es introducirla en el mero
cálculo de un peso. Esta determinación de la piedra, tal vez muy
exacta, no es más que un número, mientras que el peso se nos ha
hurtado. El color luce y solo quiere lucir. Si por medio de sabias
mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá
desaparecido. Solo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin
explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda
posible intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa
penetración calculadora. Por mucho que dicha intromisión pueda
adoptar la apariencia del dominio y el progreso, bajo la forma de la
objetivación técnico-científica de la naturaleza, con todo, tal
dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra solo se
muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la
preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye
ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la tierra se
mantiene constantemente cerrada. Todas las cosas de la tierra, y
ella misma en su totalidad, fluyen en una recíproca consonancia.
Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que aquí fluye es
la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita en
su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas
que se cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La
tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer
aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello
que se cierra a sí mismo.
Al retirarse ella misma a la
tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra
no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable
cantidad de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor
usa la piedra de la misma manera que el albañil, pero no la
desgasta. En cierto modo esto solo ocurre cuando la obra fracasa.
También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal manera
que los colores no solo no se desgastan, sino que gracias a él
empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo
que tienen que usarla los que hablan o escriben habitualmente
desgastándola, sino de tal manera que gracias a él la palabra se
torna verdaderamente palabra y así permanece.
En ningún lugar de la obra está
presente algo semejante a un material. Hasta es dudoso si cuando
determinamos esencialmente al utensilio, caracterizando como materia
aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia de utensilio.
Levantar un mundo y traer aquí
la tierra son dos rasgos esenciales del ser-obra de la obra. Ambos
pertenecen a la unidad del ser-obra. Nosotros buscamos dicha unidad
cuando pensamos la subsistencia de la obra e intentamos decir esa
cerrada quietud propia del reposar en sí mismo.
Aunque los citados rasgos
esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos logrado ha
sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su
reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del
movimiento? Pero hay que tener en cuenta que no se trata de una
manera de ser lo contrario que excluya al movimiento, sino que lo
incluye. Solo lo que se mueve puede alcanzar el reposo. Según sea el
movimiento, así será el reposo. Cierto que en el movimiento
entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más
que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el
movimiento también puede haber un reposo constituido por una interna
agrupación de movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el
tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo de la obra que
reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos aproximar
a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la
movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación
guarda en la propia obra levantar un mundo y traer aquí la tierra?
El mundo es la abierta apertura
de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el
destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no
obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto
acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes
entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda
sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la
relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en
la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí.
Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de
ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado,
pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la
tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.
Este enfrentamiento entre el
mundo y la tierra es un combate. Confundimos con demasiada ligereza
la esencia del combate asimilándolo a la discordia y la riña y por
lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno y destrucción. Sin
embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se elevan
mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de
la esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino
en abandonarse en el oculto estado originario de la procedencia del
propio ser. En el combate, cada uno lleva al otro por encima de sí
mismo. De este modo, el combate se torna cada vez más combativo, más
propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más duramente se
supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan
los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí
mismo. Para aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su
cerrarse a sí misma, la tierra no puede prescindir de lo abierto del
mundo. Por su parte, el mundo tampoco puede deshacerse de la tierra
sí es que tiene que fundarse sobre algo decidido como reinante
amplitud y vía de todo destino esencial.
Desde el momento en que la obra
levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la
instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra
reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido
acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha. Al levantar un
mundo y traer aquí la tierra, la obra enciende esa lucha. El
ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el
mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto
culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de
la obra ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate
consiste en agrupar la movilidad de la obra, que se supera
constantemente a sí misma. Por eso, es en la intimidad del combate
donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.
Solo podemos llegar a saber qué
es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra. Hasta
ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte era
una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en el ser-obra
de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la
disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la
verdad?
La negligencia con que usamos
esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e imperfecto que es
nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando decimos
verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo
verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser
verdadero. Pero no nos limitamos a decir que una frase es verdadera,
sino que también lo decimos de una cosa, del oro verdadero por
oposición al oro falso. Verdadero significa en este caso lo mismo
que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir aquí eso de
real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo que
corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más,
el círculo se ha cerrado.
¿Qué significa ‘de verdad’? La
verdad es la esencia de lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando
decimos esencia? Normalmente entendemos por esencia eso común en lo
que coincide todo lo verdadero. La esencia se presenta en un
concepto de género y generalidad que representa ese uno que vale
igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la
esencialidad en el sentido de essentia) solo es la esencia inesencial. ¿En qué consiste la esencia esencial de algo?
Probablemente reside en lo que lo ente es de verdad. La verdadera
esencia de una cosa se determina a partir de su verdadero ser, a
partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es que
ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia
de la verdad. Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata solo
de un asunto curioso, tal vez incluso solamente de la vacía sutileza
de un juego de conceptos, o se trata por el contrario de un abismo?
Verdad significa esencia de lo
verdadero. Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los
griegos. Al®yeia significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es
esto una definición de la esencia de la verdad? ¿No estaremos
haciendo pasar una mera transformación en el uso de la palabra -desocultamiento
en lugar de verdad- por una caracterización del asunto? En efecto,
no deja de ser un simple intercambio de nombres mientras no nos
enteremos de qué es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario
decir la esencia de la verdad con la palabra desocultamiento.
¿Es necesario para ello una
renovación de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera
posible semejante imposibilidad, una renovación no nos serviría de
nada, porque la historia oculta de la filosofía griega consiste
desde sus inicios en que no permanece conforme a la esencia de la
verdad ilustrada mediante la palabra
Žl®yeia y por lo tanto su saber
y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse cada vez
en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la
verdad. La esencia de la verdad como
Žl®yeia permanece impensada
tanto en el pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía
posterior. Para el pensar, el desocultamiento es lo más oculto de la
existencia griega, pero al mismo tiempo es lo que desde muy temprano
determina toda la presencia de lo presente.
Pero ¿por qué no nos conformamos
con la esencia de la verdad que nos resulta familiar desde hace
siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo concordancia del
conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y la
frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la
cosa, para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije
previamente el enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y
cómo se puede mostrar si no es emergiendo ella misma de su
ocultamiento, si no es situándose en lo no oculto? La proposición es
verdadera en la medida en que se rige por lo que no está oculto, es
decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será
siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad,
que desde Descartes parten de la verdad como certeza, son simples
transformaciones de la determinación de la verdad como corrección.
Ahora bien, esta esencia de la verdad que nos resulta tan habitual y
que consiste en la corrección de la representación, surge y
desaparece con la verdad como desocultamiento de lo ente.
Cuando aquí y en otros lugares
entendemos la verdad como desocultamiento, no nos estamos limitando
a refugiarnos en una traducción más literal de una palabra griega.
Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede
subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección,
que nos resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos
momentos consentimos en confesar que, desde luego, a fin de
demostrar y comprender lo correcto (la verdad) de un enunciado, no
nos queda otro remedio que apelar a algo que ya es evidente. Este
presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras hablemos y opinemos
así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una corrección
que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos
imponemos solo Dios sabe cómo y por qué razón.
Pero no es que nosotros
presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el
ser) nos instala en una esencia tal que en nuestra representación
siempre permanecemos inmersos en el seno del desocultamiento y
supeditados a él. No es solo aquello por lo que se guía un
conocimiento lo que de alguna manera debe estar no oculto, sino que
todo el ámbito en el que se mueve este «guiarse según algo», así
como aquello por lo que la adecuación de la proposición a la cosa se
torna evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto.
Nosotros mismos, con todas nuestras exactas representaciones, no
seríamos nada y ni siquiera podríamos presuponer que hay algo
manifiesto por lo que nos guiamos, si el desocultamiento de lo ente
no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que entra para
nosotros todo ente y del que todo ente se retira.
Pero ¿cómo sucede esto? ¿Cómo
ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar
hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo.
Las cosas y los seres humanos
son, los dones y los sacrificios son, los animales y las plantas
son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada
fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino
recorre el ser. Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre;
solo se conoce una pequeña parte. Lo conocido es una mera
aproximación y la parte dominada ni siquiera es segura. El ente
nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra
capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece
que si pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar
todo lo que es, aunque sea de manera bastante burda.
Y sin embargo por encima y más
allá de lo ente, aunque no lejos de él, sino ante él, ocurre otra
cosa. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar
abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo
ente. Así pues, este centro abierto no está rodeado de ente, sino
que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como esa nada
que apenas conocemos.
Lo ente solo puede ser como ente
cuando está dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este
claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de
acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que
somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto
en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente solo
puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se
topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño
antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo
se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que
se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo,
encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de
dos maneras.
Lo ente se niega a nosotros
hasta ese punto único, y en apariencia mínimo, que nos encontramos
particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que es. El
encubrimiento como negación no es solo ni en primer lugar el límite
que se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de
lo descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por
el claro también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo.
Lo ente se desliza ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con
su velo al otro, que éste oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo
mucho, que lo singular niega el todo. Aquí, el encubrir no es un
simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como algo diferente
de lo que es.
Este encubrir es un modo de
disimular. Si lo ente no disimulara a lo ente no podríamos errar ni
equivocarnos en lo relativo a él, no podríamos desorientarnos y
perdernos y, por consiguiente, nunca nos equivocaríamos de medida.
El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia es la
condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa.
El encubrimiento puede ser una
negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la certeza directa
de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y disimula
a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo
ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre
levantado en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien,
el claro solo acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es nunca un estado simplemente dado,
sino un acontecimiento. El desocultamiento (la verdad) no es ni una
propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una propiedad de
las proposiciones.
En el ámbito más próximo de lo
ente nos creemos en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira
confianza. Pero sin embargo hay un constante encubrimiento que
recorre el claro bajo la doble forma de la negación y el disimulo.
Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo completamente
inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del
desocultamiento está completamente dominada por una abstención.
Ahora bien, esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la
verdad fuera un vano desocultamiento que se hubiera desprendido de
todo lo oculto. Si pudiera ser eso, la verdad dejaría de ser ella
misma. A la esencia de la verdad en tanto que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención según el
modo de un doble encubrimiento.
La verdad es en su esencia
no-verdad. Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal
vez algo chocante, que la abstención bajo el modo del encubrimiento
forma parte del desocultamiento como claro. Por el contrario, el
enunciado que reza: la esencia de la verdad es la no-verdad, no
quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo,
tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que,
en una representación dialéctica, siempre es también su contrario.
La verdad se presenta como ella
misma en la medida en que la abstención encubridora es la que, como
negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como
disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la
equivocación. Con la abstención encubridora se pretende nombrar a
esa contrariedad que se encuentra en la esencia de la verdad y que,
dentro de ella, reside entre el claro y el encubrimiento. Se trata
del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia de la verdad
es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese
centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir
para refugiarse dentro de sí mismo.
Ese espacio abierto acontece en
medio de lo ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo
abierto le pertenece un mundo y la tierra. Pero el mundo no es
simplemente ese espacio abierto que corresponde al claro, ni la
tierra es eso cerrado que corresponde al encubrimiento. Antes bien,
el mundo es el claro de las vías de las directrices esenciales a las
que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un
elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no
sería nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado,
sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo.
Mundo y tierra son en sí mismos, según su esencia, combatientes y
combativos. Solo como tales entran en la lucha del claro y el
encubrimiento.
La tierra solo se alza a través
del mundo, el mundo solo se funda sobre la tierra, en la medida en
que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el
encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la verdad? Nuestra respuesta es
que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno de estos modos es
el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra
supone la disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha
para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto
es, la verdad.
En ese alzarse ahí del templo
acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente y
reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad
es llevado al desocultamiento y mantenido en él. El sentido
originario de mantener es guardar. En la pintura de Van Gogh
acontece la verdad. Esto no quiere decir que en ella se haya
reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso de
manifestación del ser-utensilio del utensilio llamado bota, lo ente
en su totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco,
alcanzan el desocultamiento.
En la obra la que obra es la
verdad, es decir, no solo algo verdadero. El cuadro que muestra el
par de botas labriegas, el poema que dice la fuente romana, no solo
revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -suponiendo que
revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en cuanto
tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y
esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y
cuanto menos adornada y más pura aparezca sola en su esencia la
fuente, tanto más inmediata y fácilmente alcanzará con ellas más ser
todo lo ente. Así es como se descubre el ser que se encubre a sí
mismo. La luz así configurada dispone la brillante aparición del ser
en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello.
La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento.
Ahora ya hemos captado con mayor
claridad la esencia de la verdad a algunos respectos. Si esto es
así, debería estar más claro qué es lo que obra en la obra, pero
ocurre que el ser-obra de la obra visible en estos momentos todavía
no nos dice nada sobre la realidad más próxima e imperiosa de la
obra, sobre el carácter de cosa de la obra. Casi parece como si con
la intención exclusiva de captar de la manera más pura posible la
subsistencia de la obra hubiéramos olvidado por completo el hecho de
que una obra es siempre una obra, es decir, algo efectuado. Si hay
algo que distingue a la obra en cuanto obra es, desde luego, el
hecho de que la obra ha sido creada. Desde el momento en que la obra
es creada y el crear precisa de un medio a partir del cual y en el
cual éste crea, también el carácter de cosa entra a formar parte de
la obra. Esto es indiscutible, pero todavía sigue abierta la
pregunta de cómo entra a formar parte de la obra el hecho de ser
algo creado, su ser-creación. Esto solo puede aclararse analizando
dos cuestiones:
1. ¿Qué quiere decir aquí
ser-creación y crear a diferencia de fabricar y ser algo fabricado?
2. ¿Cuál es la esencia más
íntima de la propia obra, aquella única esencia a partir de la cual
es posible sopesar hasta qué punto el ser-creación le pertenece y en
qué medida es lo que determina el ser-obra de la obra?
Aquí, crear siempre se ha
pensado en relación con la obra. El acontecimiento de la verdad
forma parte de la esencia de la obra. La esencia del crear la
determinamos por adelantando a partir de su relación con la esencia
de la verdad como desocultamiento de lo ente. La pertenencia del
ser-creación a la obra solo puede salir a la luz aclarando la
esencia de la verdad de modo aún más originario. Vuelve a
replantearse la pregunta por la verdad y su esencia.
Tenemos que replantear esa
pregunta si queremos que la frase que dice que es la verdad la que
obra en la obra no sea una mera afirmación gratuita.
En realidad es solo ahora cuando
debemos plantearla de manera más esencial: ¿en qué medida se
encuentra en la esencia de la verdad una tendencia hacia algo como
la obra? ¿Qué esencia tiene la verdad para que pueda ponerse a la
obra o incluso, bajo determinadas condiciones, tenga que ponerse a
la obra a fin de ser como verdad? Pues bien, este ponerse a la obra
de la verdad lo determinamos como la esencia del arte, de modo que
nuestra última pregunta reza así:
Qué tiene que ser la verdad,
para que pueda acontecer o incluso tenga que acontecer como arte?
¿En qué medida hay arte?
La verdad y el arte
El origen de la obra de arte y
del artista es el arte. El origen es la procedencia de la esencia,
en donde surge a la presencia el ser de un ente. ¿Qué es el arte?
Buscamos su esencia en la obra efectivamente real. La realidad de la
obra ha sido determinada a partir de aquello que obra en la obra, a
partir del acontecimiento de la verdad. Pensamos este acontecimiento
como la disputa del combate entre el mundo y la tierra. En la
dinámica de esta lucha está presente el reposo. Aquí es donde se
funda el reposo de la obra en sí misma.
En la obra obra el
acontecimiento de la verdad. Pero lo que obra en la obra está, por
lo tanto, en la obra. Por consiguiente, aquí ya se presupone la obra
efectivamente real como soporte del acontecimiento. De inmediato
resurge ante nosotros la pregunta por aquel carácter de cosa de la
obra dada. Y así, hay algo que por fin queda claro: por mucho y muy
insistentemente que nos preguntemos por la subsistencia de la obra,
nunca daremos plenamente con su realidad efectiva mientras no nos
decidamos a tomar la obra como algo efectuado. Lo más normal es
tomarla así, porque en la palabra obra resuena ya el término
‘efectuado’. El carácter de obra de la obra reside en el hecho de
haber sido creada por un artista. Puede parecer extraño que hayamos
esperado hasta ahora para dar esta definición de la obra, que además
de aclarar todo es la más lógica.
Pero, manifiestamente, el
ser-creación de la obra solo se puede entender desde el proceso del
crear. Y así, por la fuerza de las cosas, nos vemos obligados a
introducirnos en la actividad del artista para dar con el origen de
la obra de arte. El intento de determinar el ser-obra de la obra
única y exclusivamente a partir de ella misma, ha demostrado ser
irrealizable.
Aunque ahora dejemos a un lado
la obra e indaguemos en la esencia del crear, no por ello debemos
olvidar lo que dijimos anteriormente sobre el cuadro de las botas
labriegas o el templo griego.
Pensamos el crear como un
producir o traer delante. Pero también la fabricación de un
utensilio es una producción, una manera de traer algo delante. Es
verdad -¡curiosa paradoja del lenguaje!- que el trabajo artesano no
crea obras ni siquiera cuando distinguimos entre el producto
verdaderamente artesano y el objeto de fábrica. Pero entonces ¿en
qué se diferencia el traer delante que es creación del traer delante
que es fabricación? Resulta tan fácil distinguir con palabras entre
la creación de obras y la fabricación de utensilios, como difícil
seguir ambas maneras de traer algo delante en sus respectivos rasgos
esenciales. En apariencia, la actividad del alfarero y el escultor,
la del ebanista y el pintor siguen un comportamiento idéntico. La
creación de obras exige de por sí el quehacer artesano. Lo que más
estiman los grandes artistas es la capacidad artesanal. Son los
primeros que exigen su cuidado a partir de una total maestría.
Ellos, más que nadie, son los que se esfuerzan por formarse cada día
más a fondo en el oficio. Ya se ha dicho repetidas veces que los
griegos, que algo entendían de obras de arte, usaban la misma
palabra,
t¡xnh, para designar un oficio artesano y el arte y que
nombraban al artesano y al artista con el mismo nombre,
t¡xnÛthw.
Por eso, parece aconsejable
determinar la esencia del crear desde su lado artesanal. Pero la
mención al uso que hacían los griegos de estas palabras, un uso que
pone de manifiesto su experiencia del asunto, nos debe haber dejado
meditabundos. Por habitual y esclarecedora que pueda ser la alusión
a la forma en que los griegos designaban habitualmente los oficios
artesanos y el arte utilizando la misma palabra,
t¡xnh, no deja de
ser superficial y hasta errada, porque
t¡xnh no
significa ni oficio
manual ni arte y mucho menos lo técnico en sentido actual, puesto
que no significa nunca ningún tipo de realización práctica.
La palabra
t¡xnh nombra más bien
un modo de saber. Saber significa haber visto, en el sentido más
amplio de ver, que quiere decir captar lo presente como tal. Según
el pensamiento griego, la esencia del saber reside en la
Žl®yeia, es
decir, en el desencubrimiento de lo ente. Ella es la que sostiene y
guía toda relación con lo ente. Así pues, como saber experimentado
de los griegos, la
t¡xnh es una manera de traer delante lo ente, en
la medida en que saca a lo presente como tal fuera del ocultamiento
y lo conduce dentro del desocultamiento de su aspecto;
t¡xnh nunca
significa la actividad de un hacer.
El artista no es precisamente un
t¡xnÛthw
porque también sea un artesano, sino porque tanto el hecho
de producir o traer aquí obras como el de producir o traer aquí
utensilios acontece en ese traer algo delante que, de antemano, hace
que llegue lo ente a su presencia a partir de su aspecto. Pero todo
esto ocurre en medio de lo ente, que sale a la luz y se genera
espontáneamente en medio de la
fæsiw. El hecho de llamar
t¡xnh al
arte no es ninguna prueba a favor de que el quehacer del artista sea
comprendido a partir del trabajo manual. Lo que dentro de la
creación de obras tiene aspecto de fabricación artesana tiene otra
naturaleza. Este quehacer está completamente determinado por la
esencia del crear y siempre se inscribe en ella.
Pero entonces, ¿qué hilo
conductor podremos seguir para pensar la esencia del crear si no es
el del oficio manual? ¿Cómo pensarla si no es contemplando aquello
que hay que crear, la obra? A pesar de que la obra solo se torna
efectivamente real en el proceso de creación y por lo mismo depende
de dicho proceso en su realidad efectiva, la esencia del crear está
determinada por la esencia de la obra. Aunque el ser-creación de la
obra tenga una relación con el crear, tanto el ser-creación como el
crear deben determinarse a partir del ser-obra de la obra. Ahora ya
no nos asombraremos por haber tratado primero durante tanto tiempo
únicamente de la obra sin detenernos a analizar el ser-creación
hasta el último momento. Si el ser-creación forma parte de la obra
de manera tan esencial como resuena en la propia palabra obra,
tendremos que procurar comprender más esencialmente lo que se ha
podido determinar hasta ahora como ser-obra de la obra.
Teniendo en cuenta la
delimitación recién alcanzada de la esencia de la obra, según la
cual en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad, podemos
caracterizar el crear como ese dejar que algo emerja convirtiéndose
en algo traído delante, producido. El llegar a ser obra de la obra
es una manera de devenir y acontecer de la verdad. En la esencia de
la verdad reside todo. Pero ¿qué es la verdad para tener que
acontecer en algo creado? ¿Hasta qué punto tiene la verdad una
tendencia hacia la obra en el fondo de su esencia? ¿Se puede
comprender esto a partir de la esencia de la verdad tal como ha sido
aclarada hasta ahora?
La verdad es no-verdad, en la
medida en que le pertenece el ámbito de procedencia de lo aún-no(des-)desocultado
en el sentido del encubrimiento. En el des-ocultamiento como verdad
está presente al mismo tiempo el otro «des» de una segunda negación
o restricción. La verdad se presenta como tal en la oposición del
claro y el doble encubrimiento. La verdad es el combate primigenio
en el que se disputa, en cada caso de una manera, ese espacio
abierto en el que se adentra y desde el que se retira todo lo que se
muestra y retrae como ente. Sea cual sea el cuándo y el cómo se
desencadena y ocurre este combate, lo cierto es que gracias a él
ambos contendientes, el claro y el encubrimiento, se distinguen y
separan.
Así es como se disputa el
espacio abierto donde tiene lugar la lucha. La apertura de este
espacio abierto, esto es, la verdad, solo puede ser lo que es,
concretamente esta apertura, si ella misma se establece y mientras
se mantenga instalada en su espacio abierto. Es por eso por lo que
en dicho espacio abierto debe haber siempre y en cada caso un ente
en el que la apertura gane su firmeza y estabilidad. Desde el
momento en que la apertura ocupa el espacio abierto, lo mantiene
abierto y dispuesto. Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí a
partir del sentido griego de la y¡siw, que significa poner en lo no
oculto.
Cuando alude a ese establecerse
de la apertura en el espacio abierto, el pensar toca una región que
no podemos detenernos a explicar todavía. Diremos simplemente que si
la esencia del des-ocultamiento de lo ente pertenece de alguna
manera al propio ser
(vid.
Ser y Tiempo, parágrafo 44),
es éste, a
partir de su esencia, el que permite que se produzca el espacio de
juego de la apertura (el claro del aquí) y lo lleva como tal a todo
lugar en el que un ente sale a la luz a su manera.
La verdad acontece de un único
modo: estableciéndose en ese combate y espacio de juego que se abren
gracias a ella misma. En efecto, puesto que la verdad es la
oposición alterna del claro y el encubrimiento, le pertenece aquello
que aquí hemos dado en llamar su establecimiento. Pero la verdad no
está ya presente de antemano en algún lugar de las estrellas para
venir después a instalarse en algún lugar de lo ente. Esto es
imposible, aunque solo sea porque es la apertura de lo ente la
primera que concede la posibilidad de que aparezca ese lugar
cualquiera, ese lugar lleno de presencia. El claro de la apertura y
el establecimiento en el espacio abierto son inseparables, se
pertenecen mutuamente. Son la misma y única esencia del
acontecimiento de la verdad. Tal acontecimiento es histórico de
muchas maneras.
Una de las maneras esenciales en
que la verdad se establece en ese ente abierto gracias a ella, es su
ponerse a la obra. Otra manera de presentarse la verdad es la acción
que funda un Estado. Otra forma en la que la verdad sale a la luz es
la proximidad de aquello que ya no es absolutamente un ente, sino lo
más ente de lo ente. Otro modo de fundarse la verdad es el
sacrificio esencial. Finalmente, otra de las maneras de llegar a ser
de la verdad es el cuestionar del pensador, que nombra el pensar del
ser como tal en su cuestionabilidad, o lo que es lo mismo, como
digno de ser cuestionado. Frente a esto, la ciencia no es ningún
tipo de acontecimiento originario de la verdad, sino siempre la
construcción de un ámbito de la verdad, ya abierto, por medio de la
fundamentación y la aprehensión de aquello que se muestra exacto
dentro de su círculo de un modo posible y necesario. Cuando y en la
medida en que una ciencia va más allá de lo exacto para alcanzar una
verdad, esto es, un desvelamiento esencial de lo ente en cuanto tal,
dicha ciencia es filosofía.
Como forma parte de la esencia
de la verdad tener que establecerse en lo ente a fin de poder llegar
a ser verdad, por eso, en la esencia de la verdad reside una
tendencia hacia la obra que le ofrece a la verdad la extraordinaria
posibilidad de ser ella misma en medio de lo ente.
El establecimiento de la verdad
en la obra es un modo de traer delante eso ente que antes no era
todavía y después no volverá a ser nunca. Este traer delante sitúa a
eso ente en lo abierto de manera tal que aquello que tiene que ser
traído delante sea precisamente lo que aclare la apertura de eso
abierto en lo que aparece. Allí donde dicho traer delante trae
expresamente la apertura de lo ente, es decir, la verdad, lo traído
delante será una obra. Semejante modo de traer delante es el crear.
En tanto que un modo de traer, es más bien un recibir y tomar dentro
de la relación con el desocultamiento. Si esto es así, ¿en qué
consiste el ser-creación? Lo aclararemos a través de dos
determinaciones esenciales.
La verdad se establece en la
obra. La verdad solo se presenta como el combate entre el claro y el
encubrimiento en la oposición alternante entre mundo y tierra. La
verdad, en tanto que dicho combate entre mundo y tierra, quiere
establecerse en la obra. El combate no debe ser apagado ni concluido
en un ente traído delante propiamente para este fin, sino que debe
abrirse a partir de este ente. Siendo esto así, dicho ente debe
albergar en su seno los rasgos esenciales del combate. En el combate
se conquista la unidad de mundo y tierra. Al abrirse, un mundo le
ofrece a una humanidad histórica la decisión sobre victoria y
derrota, bendición y maldición, señorío y esclavitud. El mundo en
eclosión trae a primer plano lo aún no decidido, lo que aún carece
de medida y, de este modo, abre la oculta necesidad de medida y
decisión.
Pero desde el momento en que un
mundo se abre, la tierra comienza a alzarse. Se muestra como aquella
que todo lo soporta, como aquella que se esconde en su ley y se
cierra constantemente a sí misma. El mundo exige su decisión y su
medida y hace que lo ente alcance el espacio abierto de sus vías.
Mientras soporta y se alza la tierra aspira a mantenerse cerrada
confiándole todo a su ley. El combate no es un rasgo en el sentido
de una desgarradura, de una mera grieta que se rasga, sino que es la
intimidad de la mutua pertenencia de los contendientes. Este rasgo
separa a los contrincantes llevándolos hacia el origen de su unidad
a partir del fundamento común. Es el rasgo o plano fundamental. Es
el rasgo o perfil que dibuja los trazos fundamentales de la eclosión
del claro de lo ente. Este rasgo no rasga o separa en dos a los
contrincantes, sino que lleva la contraposición de medida y límite a
un rasgo o contorno único.
La verdad como combate solo se
establece en un ente que hay que traer delante de tal manera que la
lucha se abra en ese ente, esto es, que el propio ente sea conducido
al rasgo. El rasgo bosqueja en una unidad todos los rasgos: el
perfil y el plano fundamental, el corte y el contorno. La verdad se
establece en lo ente, pero de un modo tal, que es el propio ente el
que ocupa el espacio abierto de la verdad. Ahora bien, esta
ocupación solo puede ocurrir de tal manera que aquello que ha de ser
traído delante, el rasgo, se confíe a eso que se cierra a sí mismo y
se alza en lo abierto. El rasgo debe retirarse de nuevo a la
persistente pesadez de la piedra, la callada dureza de la madera, el
oscuro brillo de los colores. Solo en la medida en que la tierra
vuelve a albergar dentro de sí al rasgo, es traído éste a lo
abierto, es situado, es decir, puesto, en aquello que se alza en lo
abierto en tanto que aquello que se cierra a sí mismo y resguarda.
El combate llevado al rasgo,
restituido de esta manera a la tierra y, con ello, fijado en ella,
es la figura. El ser-creación de la obra significa la fijación de la
verdad en la figura. Ella es el entramado por el que se ordena el
rasgo. El rasgo así entramado es la disposición del aparecer de la
verdad. Lo que aquí recibe el nombre de figura debe ser pensado
siempre a partir de aquel situar y aquella composición, bajo cuya
forma se presenta la obra en la medida en que se erige y se trae
aquí a sí misma.
En la creación de la obra, debe
restituirse a la tierra el combate como rasgo y la propia tierra
debe ser traída a la presencia y ser usada como aquella que se
cierra a sí misma. Este uso no desgasta ni malgasta la tierra como
un material, sino que, por el contrario, es el que la libera para
ella misma. Este uso de la tierra es un obrar con ella que parece
una utilización artesanal del material. De ahí la apariencia de que
la creación de obras es también una actividad artesana, cosa que no
es jamás. Pero la fijación de la verdad en su figura sigue teniendo
siempre algo de uso de la tierra. Por el contrario, la fabricación
de utensilios no es nunca inmediatamente la realización del
acontecimiento de la verdad. Que un utensilio esté terminado
significa que está conformado un material como algo preparado para
el uso. Que el utensilio esté terminado significa que es abandonado
a su utilidad pasando por encima de sí mismo.
No ocurre lo mismo con el
ser-creación de la obra. Esta afirmación quedará muy clara a través
de la segunda característica que ahora señalaremos.
Que el utensilio esté terminado
y la obra haya sido creada coinciden en el hecho de que en ambos
casos algo ha sido traído delante o producido. Pero el que la obra
haya sido creada, esto es, su ser-creación, se distingue frente a
cualquier otra manera de traer delante o producir por ser algo
creado dentro de lo creado. Pero ¿no se aplica también esto a
cualquier elemento traído delante y que ha llegado a ser de algún
modo? Sin duda, todo elemento traído delante está dotado de ese
haber sido traído delante, si es que se le ha dotado de alguna
manera. Pero en la obra, el ser-creación ha sido creado expresamente
dentro de lo creado, de tal manera, que lo traído delante de este
modo se alza y destaca de una forma particular a partir de él. Si
esto es así, también podremos llegar a conocer expresamente el
ser-creación en la obra misma.
Que el ser-creación sobresalga
respecto a la obra no significa que deba advertirse que la obra ha
sido hecha por un gran artista. Lo creado no tiene que servir para
dar testimonio de la capacidad de un maestro y lograr su público
reconocimiento. No es el N.N. fecit lo que se debe dar a conocer,
sino que el simple «factum est» de la obra debe ser mantenido en lo
abierto. Lo que se debe dar a conocer es que aquí ha acontecido el
desocultamiento de lo ente y que en su calidad de eso acontecido
sigue aconteciendo por primera vez; que dicha obra es en lugar, más
bien, de no ser. El impulso que emerge de la obra haciéndola
destacar como tal obra y lo incesante de ese imperceptible destacar,
es lo que constituye la perdurabilidad del reposar en sí misma de la
obra. Es precisamente donde el artista y el proceso y circunstancias
de surgimiento de la obra no llegan a ser conocidos, donde sobresale
del modo más puro ese impulso que hace destacar a la obra, este «que
es» de su ser-creación.
Es verdad «que» el hecho de
haber sido fabricado es algo que también forma parte de todo
utensilio disponible y en uso. Pero en lugar de aparecer en el
utensilio, este «que» desaparece en la utilidad. Cuanto más
manejable resulta un utensilio tanto menos llama la atención, como
le ocurre por ejemplo al martillo, y tanto más exclusivamente se
mantiene dicho utensilio en el ámbito de su ser-utensilio. En
realidad, podemos observar que todo lo dado es, pero se trata de una
simple observación superficial que inmediatamente se olvida como
ocurre con todo lo que es habitual. ¿Y qué más habitual que esto:
que lo ente es? Por el contrario, en la obra lo extraordinario es
precisamente que sea como tal. Ese acontecimiento que consiste en
que la obra haya sido creada no se limita a seguir vibrando en la
obra, sino que es el mismo acontecimiento de que la obra sea como
tal obra el que proyecta a ésta ante sí misma y la mantiene
proyectada en torno a sí. Cuanto más esencialmente se abre la obra,
tanto más sale a la luz la singularidad de que la obra sea en lugar,
más bien, de no ser. Cuanto más esencialmente sale a lo abierto este
impulso que emerge de la obra haciéndola destacar, tanto más extraña
y aislada se torna la obra.
En el traer delante de la obra
reside ese ofrecimiento que consiste en «que sea».
La pregunta por el ser-creación
de la obra debería aproximarnos al carácter de obra de la obra y con
ello a su realidad efectiva. El ser-creación se ha desvelado como
esa fijación del combate en la figura por medio del rasgo. Por otra
parte, el propio ser-creación ha sido expresamente creado dentro de
la obra y se encuentra en lo abierto como el callado impulso -que
hace destacar a la obra- del «que». Pero la realidad efectiva de la
obra tampoco se agota en el hecho de haber sido creada. Por el
contrario, la contemplación de la esencia de su ser-creación nos
capacita para consumar ese paso al que tendía todo lo dicho hasta
ahora.
Cuanto más solitaria se mantiene
la obra dentro de sí, fijada en la figura, cuanto más puramente
parece cortar todos los vínculos con los hombres, tanto más
fácilmente sale a lo abierto ese impulso -que hace destacar a la
obra- de que dicha obra sea, tanto más esencialmente emerge lo
inseguro y desaparece lo que hasta ahora parecía seguro. Pero este
proceso no entraña ninguna violencia, porque cuanto más puramente se
queda retirada la obra dentro de la apertura de lo ente abierta por
ella misma, tanto más fácilmente nos adentra a nosotros en esa
apertura y, por consiguiente, nos empuja al mismo tiempo fuera de lo
habitual. Seguir estos desplazamientos significa transformar las
relaciones habituales con el mundo y la tierra y a partir de ese
momento contener el hacer y apreciar, el conocer y contemplar
corrientes a fin de demorarnos en la verdad que acontece en la obra.
Detenerse en esta demora es lo que permite que lo creado sea la obra
que es. Dejar que la obra sea una obra, es lo que denominamos el
cuidado por la obra. Es solo por mor de ese cuidado por lo que la
obra se da en su ser-creación como aquello efectivamente real, o,
tal como podemos decir mejor ahora, como aquello que está presente
con carácter de obra.
En la misma medida en que una
obra no puede ser sin haber sido creada, pues tiene una necesidad
esencial de creadores, tampoco lo creado mismo puede seguir siendo
sin sus cuidadores.
Pero cuando una obra no
encuentra cuidadores o no los encuentra inmediatamente tales que
correspondan a la verdad que acontece en la obra, esto no significa
en absoluto que la obra pueda ser también obra sin los cuidadores.
En efecto, si realmente es una obra, siempre guarda relación con los
cuidadores, incluso o precisamente cuando solo espera por dichos
cuidadores para solicitar y aguardar la entrada de estos mismos en
su verdad. El propio olvido en que puede caer la obra no se puede
decir que no sea nada; es todavía un modo de cuidar. Se alimenta de
la obra. Cuidar la obra significa mantenerse en el interior de la
apertura de lo ente acaecida en la obra. Ahora bien, ese mantener en
el interior del cuidado es un saber. Efectivamente, saber no
consiste solo en un mero conocer o representarse algo. El que sabe
verdaderamente lo ente, sabe lo que quiere en medio de lo ente.
El querer aquí citado, que ni
aplica un saber ni lo decide previamente, ha sido pensado a partir
de la experiencia fundamental del pensar en Ser y Tiempo. El saber
que permanece un querer y el querer que permanece un saber, es el
sumirse extático del hombre existente en el desocultamiento del ser.
La resolución pensada en Ser y Tiempo no es la acción deliberada
de un sujeto, sino la liberación del Dasein (existencia) fuera de su
aprisionamiento en lo ente para llevarlo a la apertura del ser. Pero
en la existencia el ser humano no sale de un interior hacia un
exterior, sino que la esencia de la existencia consiste en estar
dentro estando fuera, acontecimiento que ocurre en la escisión
esencial del claro de lo ente. Ni en el caso del crear anteriormente
citado ni en el del querer del que hablamos ahora, pensamos en la
actividad y en la acción de un sujeto que se plantea a sí mismo como
meta y aspira a ella.
Querer es la lúcida resolución
de un ir más allá de sí mismo en la existencia que se expone a la
apertura de lo ente que aparece en la obra. Así es como se encamina
lo que está dentro hacia la ley. El cuidado por la obra es, como
saber, el lúcido internarse en lo inseguro de la verdad que acontece
en la obra.
Este saber, que como querer
habita familiarmente en la verdad de la obra y solo de este modo
sigue siendo un saber, no saca a la obra fuera de su subsistencia,
no la arrastra al círculo de la mera vivencia ni la rebaja al papel
de una mera provocadora de vivencias. El cuidado por la obra no
aísla a los hombres en sus vivencias, sino que los adentra en la
pertenencia a la verdad que acontece en la obra y, de este modo,
funda el ser para los otros y con los otros como exposición
histórica del ser-ahí a partir de su relación con el desocultamiento.
Finalmente, el conocer al modo del cuidado está lejos de ese
conocimiento guiado exclusivamente por el mero gusto por lo formal
de la obra, sus cualidades y encantos en sí. Saber en tanto que
haber-visto es estar decidido; es estar dentro en el combate
dispuesto por la obra en el rasgo.
La única que crea y muestra
previamente cuál es la correcta manera de cuidar la obra es la
propia obra. El cuidado ocurre en diferentes grados del saber, cada
uno de los cuales tiene diferente alcance, consistencia y claridad.
Cuando se ofrecen las obras a un mero deleite artístico no por eso
se demuestra que estén cuidadas como obras.
En cuanto el impulso que hace
destacar a la obra, dirigido hacia lo inseguro, queda atrapado en lo
corriente y ya conocido, se puede decir que ha comenzado la empresa
artística en torno a las obras. Ni la más cuidadosa transmisión de
obras, ni los ensayos científicos para recuperarlas, consiguen
alcanzar ya nunca el propio ser-obra de la obra, sino un simple
recuerdo del mismo. Pero también este recuerdo puede ofrecerle
todavía a la obra un lugar desde el que puede seguir contribuyendo a
configurar la historia. Por el contrario, la realidad efectiva más
propia de la obra solo es fecunda allí donde la obra es cuidada en
la verdad que acontece gracias a ella.
La realidad efectiva de la obra
se determina en sus rasgos esenciales a partir de la esencia del
ser-obra. Ahora podemos retomar de nuevo la pregunta que introdujo
estas cuestiones: ¿qué ocurre con ese carácter de cosa de la obra,
que debe ser garantía de su inmediata realidad efectiva? Ocurre que
ya no nos planteamos la pregunta por el carácter de cosa de la obra,
pues, mientras sigamos planteándola, estaremos tomando inmediata y
definitivamente por adelantado la obra como un objeto dado. De esta
manera nunca preguntaremos a partir de la obra, sino a partir de
nosotros mismos. A partir de nosotros, que no le dejamos a la obra
ser una obra, sino que tendemos a representárnosla como un objeto
que debe provocar en nosotros determinados estados.
Sin embargo, en el sentido de
los conceptos habituales de cosa, lo que verdaderamente presenta
carácter de cosa en la obra tomada como objeto, es -entendido desde
la obra- el carácter terrestre de la misma. La tierra se alza en la
obra porque la obra como tal se presenta allí, donde obra la verdad,
y porque la verdad solo se presenta estableciéndose en un ente. Pues
bien, es en la tierra, como aquella que se cierra esencialmente a sí
misma, en donde la apertura del espacio abierto encuentra su mayor
resistencia y, por lo mismo, el lugar de su estancia constante en la
que debe fijarse la figura.
Siendo esto así, ¿estaba de más
intentar resolver la pregunta por el carácter de cosa de la cosa? En
absoluto. Es verdad que el carácter de obra no puede determinarse a
partir del carácter de cosa, pero a partir del saber sobre el
carácter de obra de la obra puede introducirse por buen camino la
pregunta por el carácter de cosa de la cosa. Esto no es poco si
recordamos cómo desde la Antigüedad el habitual modo de pensar ha
atropellado el carácter de cosa de la cosa y le ha dado la
supremacía a una interpretación de lo ente en su totalidad que es
incapaz de comprender la esencia del utensilio y de la obra y que
además nos ha cegado para la visión de la esencia originaria de la
verdad.
Para la determinación de la
coseidad de la cosa no basta tener en cuenta el soporte de las
propiedades ni la multiplicidad de los datos sensibles en su unidad,
así como tampoco el entramado materia-forma que se representa para
sí y se deriva del carácter de utensilio. Esa mirada que puede darle
peso y medida a la interpretación del carácter de cosa de las cosas
debe adentrarse en la pertenencia de las cosas a la tierra. Pero la
esencia de la tierra, como aquella que no está obligada a nada, es
soporte de todo y se cierra a sí misma, solo se desvela cuando se
alza en un mundo dentro de la oposición recíproca de ambos. Este
combate queda fijado en la figura de la obra y se manifiesta gracias
a ella. Lo que es válido para el utensilio -que solo comprendamos
propiamente el carácter de utensilio del utensilio a través de la
obra-, también vale para el carácter de cosa de la cosa. Que no
tengamos un saber inmediato del carácter de cosa, o al menos solo
uno muy impreciso, motivo por el que precisamos de la obra, es algo
que nos demuestra que en el ser-obra de la obra está en obra el
acontecimiento de la verdad, la apertura de lo ente.
Pero -podríamos aducir
finalmente- ¿acaso antes de ser creada y para serlo la obra no debe
por su parte verse puesta en relación con las cosas de la tierra,
con la naturaleza, si es que debe empujar correctamente el carácter
de cosa hacia lo abierto? Pues bien, alguien que sin duda lo sabía,
Alberto Durero, pronunció esta conocida frase: «Pues,
verdaderamente, el arte está dentro de la naturaleza y el que pueda
arrancarlo fuera de ella, lo poseerá».
Arrancar significa aquí extraer
el rasgo y trazarlo con la plumilla en el tablero de dibujo. Pero
enseguida surge la pregunta contraria: ¿cómo vamos a extraer el
rasgo, a arrancarlo, si el proyecto creador no lo lleva previamente
a lo abierto en tanto que rasgo, es decir, si no lo lleva en tanto
que combate entre la medida y la desmesura? No cabe duda de que en
la naturaleza se esconde un rasgo, una medida, unos límites y una
posibilidad de traer algo delante ligada a ellos: el arte. Pero
tampoco cabe duda de que tal arte solo se manifiesta en la
naturaleza gracias a la obra, porque originariamente reside en la
obra.
Los esfuerzos por alcanzar la
realidad efectiva de la obra deben preparar el terreno para que
podamos encontrar el arte y su esencia en la obra efectivamente
real. La pregunta por la esencia del arte, por el camino hacia el
saber de ella, debe ser primera y nuevamente dotada de un
fundamento. Como toda respuesta auténtica, la respuesta a la
pregunta no es más que la salida más extrema al último paso de una
larga serie de pasos en forma de preguntas. Las respuestas solo
conservan su fuerza como respuestas mientras siguen arraigadas en el
preguntar.
La realidad efectiva de la obra
no solo se ha tornado más visible para nosotros a partir de su
ser-obra, sino también esencialmente más rica. Al ser-creación de la
obra le pertenecen con igual carga esencial los cuidadores que los
creadores. Pero es la obra la que, por su esencia, hace posible a
los creadores y necesita a los cuidadores. Si el arte es el origen
de la obra, esto quiere decir que hace que surja en su esencia
aquello que se pertenece mutuamente y de manera esencial dentro de
la obra: los creadores y los cuidadores. Pero ¿qué es el propio
arte, para que podamos llamarlo con todo derecho un origen?
En la obra obra el
acontecimiento de la verdad precisamente al modo de una obra. En
consecuencia, hemos determinado previamente la esencia del arte como
ese poner a la obra de la verdad. Pero esta determinación es
conscientemente ambigua. Por una parte, dice que el arte es la
fijación en la figura de la verdad que se establece a sí misma. Esto
ocurre en el crear como aquel traer delante el desocultamiento de lo
ente. Pero, por otra parte, poner a la obra significa poner en
marcha y hacer acontecer al ser-obra. Esto ocurre como cuidado. Así
pues, el arte es el cuidado creador de la verdad en la obra. Por lo
tanto, el arte es un llegar a ser y acontecer de la verdad. ¿Quiere
decir esto que la verdad surge de la nada? Efectivamente, si
entendemos por nada la mera nada de lo ente y si nos representamos a
ese ente como aquello presente corrientemente y que debido a la
instancia de la obra aparece y se desmorona como ese ente que solo
pretendidamente es verdadero. La verdad nunca puede leerse a partir
de lo presente y habitual. Por el contrario, la apertura de lo
abierto y el claro de lo ente solo ocurre cuando se proyecta esa
apertura que tiene lugar en la caída.
La verdad como claro y
encubrimiento de lo ente acontece desde el momento en que se
poetiza. Todo arte es en su esencia poema en tanto que un dejar
acontecer la llegada de la verdad de lo ente como tal. La esencia
del arte, en la que residen al tiempo la obra de arte y el artista,
es el ponerse a la obra de la verdad. Es desde la esencia poética
del arte, desde donde éste procura un lugar abierto en medio de lo
ente en cuya apertura todo es diferente a lo acostumbrado. Gracias
al proyecto puesto en obra de ese desocultamíento de lo ente que
recae sobre nosotros, todo lo habitual y normal hasta ahora es
convertido por la obra en un no ente, perdiendo de este modo la
capacidad de imponer y mantener el ser como medida. Lo curioso de
todo esto es que la obra no actúa en absoluto sobre lo ente
existente hasta ahora por medio de relaciones causales. El efecto de
la obra no proviene de un efectuar. Consiste en una transformación,
que ocurre a partir de la obra, del desocultamiento de lo ente, o lo
que es lo mismo, del ser.
Pero el poema no es un delirio
que inventa lo que le place ni una divagación de la mera capacidad
de representación e imaginación que acaba en la irrealidad. Lo que
despliega el poema en tanto que proyecto esclarecedor de
desocultamiento y que proyecta hacia adelante en el rasgo de la
figura, es el espacio abierto, al que hace acontecer, y de tal
manera, que es solo ahora cuando el espacio abierto en medio de lo
ente logra que lo ente brille y resuene. Si contemplamos la esencia
de la obra y su relación con el acontecimiento de la verdad de lo
ente se torna cuestionable si la esencia del poema, lo que significa
también la esencia del proyecto, puede llegar a ser pensada
adecuadamente a partir de la imaginación y la capacidad de
inventiva. Debemos seguir pensando la esencia del poema -ahora
comprendida en toda su amplitud, pero no por ello de manera
indeterminada-, como algo digno de ser cuestionado, que debe ser
pensado a fondo.
Si todo arte es, en esencia,
poema, de ahí se seguirá que la arquitectura, la escultura, la
música, deben ser atribuidas a la poesía. Ésta parece una suposición
completamente arbitraria. Y lo es, mientras sigamos opinando que las
citadas artes son variantes del arte del lenguaje, si es que podemos
bautizar a la poesía con este título que se presta a ser mal
entendido. Pero la poesía es solo uno de los modos que adopta el
proyecto esclarecedor de la verdad, esto es, del poetizar en sentido
amplio. Con todo, la obra del lenguaje, el poema en sentido
estricto, ocupa un lugar privilegiado dentro del conjunto de las
artes.
Para ver esto solo es necesario
comprender correctamente el concepto de lenguaje. Según la
representación habitual, el lenguaje pasa por ser una especie de
comunicación. Sirve para conversar y ponerse de acuerdo y, en
general, para el entendimiento. Pero el lenguaje no es solo ni en
primer lugar una expresión verbal y escrita de lo que ha de ser
comunicado. El lenguaje no se limita a conducir hacia adelante en
palabras y frases lo revelado y lo oculto, eso que se ha querido
decir: el lenguaje es el primero que consigue llevar a lo abierto a
lo ente en tanto que ente. En donde no está presente ningún
lenguaje, por ejemplo en el ser de la piedra, la planta o el animal,
tampoco existe ninguna apertura de lo ente y, por consiguiente,
ninguna apertura de lo no ente y de lo vacío.
En la medida en que el lenguaje
nombra por vez primera a lo ente, es este nombrar el que hace
acceder lo ente a la palabra y la manifestación. Este nombrar nombra
a lo ente a su ser a partir del ser. Este decir es un proyecto del
claro, donde se dice en calidad de qué accede lo ente a lo abierto.
Proyectar es dejar libre un arrojar bajo cuya forma el
desocultamiento se somete a entrar dentro de lo ente como tal. El
anunciar que proyecta se convierte de inmediato en la renuncia a
toda sorda confusión en la que lo ente se oculta y retira.
El decir que proyecta es poema:
el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de
su combate y, por tanto, del lugar de toda la proximidad y lejanía
de los dioses. El poema es el relato del desocultamiento de lo ente.
Todo lenguaje es el acontecimiento de este decir en el que a un
pueblo se le abre histórica-mente su mundo y la tierra queda
preservada como esa que se queda cerrada. El decir que proyecta es
aquel que al preparar lo que se puede decir trae al mismo tiempo al
mundo lo indecible en cuanto tal. Es en semejante decir en donde se
le acuñan previamente a un pueblo histórico los conceptos de su
esencia, esto es, su pertenencia a la historia del mundo.
El poema está pensado aquí en un
sentido tan amplio y al mismo tiempo en una unidad esencial tan
íntima con el lenguaje y la palabra, que no queda más remedio que
dejar abierta la cuestión de si el arte en todos sus modos, desde la
arquitectura a la poesía, agota verdaderamente la esencia del poema.
El propio lenguaje es poema en
sentido esencial. Pero como el lenguaje es aquel acontecimiento en
el que se le abre por vez primera al ser humano el ente como ente,
por eso, la poesía, el poema en sentido restringido, es el poema más
originario en sentido esencial. El lenguaje no es poema por el hecho
de ser la poesía primigenia, sino que la poesía acontece en el
lenguaje porque éste conserva la esencia originaria del poema. Por
el contrario, la arquitectura y la escultura acontecen siempre y
únicamente en el espacio abierto del decir y del nombrar. Éstos son
los que las dominan y guían. Por eso siguen siendo caminos y modos
propios de establecer la verdad en la obra. Son, cada una para sí,
una forma propia de poetizar dentro de ese claro del ente que ya ha
acontecido en el lenguaje aunque de forma desapercibida.
En tanto que el poner a la obra
de la verdad, el arte es poema. No es solo la creación de la obra la
que es poética, sino también, aunque de otra manera, el cuidado de
la obra. En efecto, una obra solo es efectivamente real como obra
cuando nos desprendemos de nuestros hábitos y nos adentramos en
aquello abierto por la obra para que nuestra propia esencia pueda
establecerse en la verdad de lo ente.
La esencia del arte es poema. La
esencia del poema es, sin embargo, la fundación de la verdad.
Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de
donar; fundar en el sentido de fundamentar y fundar en el sentido de
comenzar. Pero la fundación solo es efectivamente real en el
cuidado. Por eso, a cada modo de fundación corresponde un modo de
cuidado. Ahora solo podemos hacer evidente la estructura esencial
del arte en unas pocas pinceladas y únicamente en la medida en que
la anterior caracterización de la esencia de la obra nos ofrezca una
primera indicación a tal fin.
El poner a la obra de la verdad
hace que se abra bruscamente lo inseguro y, al mismo tiempo, le da
la vuelta a lo seguro y todo lo que pasa por tal. La verdad que se
abre en la obra no puede demostrarse ni derivarse a partir de lo que
se admitía hasta ahora. La obra rebate la exclusividad de la
realidad efectiva de lo admitido hasta ahora. Lo que el arte funda
no puede nunca, precisamente por eso, verse contrarrestado por lo ya
dado y disponible. La fundación es algo que viene dado por
añadidura, un don.
El proyecto poético de la
verdad, que se establece en la obra como figura, tampoco se ve nunca
consumado en el vacío y lo indeterminado. Lo que ocurre es que la
verdad se ve arrojada en la obra a los futuros cuidadores, esto es,
a una humanidad histórica. Ahora bien, lo arrojado no es nunca una
desmesurada exigencia arbitraria. El proyecto verdaderamente poético
es la apertura de aquello en lo que el Dasein ya ha sido arrojado
como ser histórico. Aquello es la tierra y, para un pueblo
histórico, su tierra, el fundamento que se cierra a sí mismo, sobre
el que reposa con todo lo que ya es, pero que permanece oculto a sus
propios ojos. Pero es su mundo, el que reina a partir de la relación
del Dasein con el desocultamiento del ser. Por eso, todo lo que le
ha sido dado al ser humano debe ser extraído en el proyecto fuera
del fundamento cerrado y establecido expresamente sobre él. Solo así
será fundado como fundamento que soporta.
Por ser dicha extracción, toda
creación es una forma de sacar fuera (como sacar agua de la fuente).
Claro que el subjetivismo moderno malinterpreta de inmediato lo
creador en el sentido del genial resultado logrado por el sujeto
soberano. La fundación de la verdad no solo es fundación en el
sentido de la libre donación, sino también en el sentido de ese
fundar que pone el fundamento. El proyecto poético viene de la nada
desde la perspectiva de que nunca toma su don de entre lo corriente
y conocido hasta ahora. Sin embargo, nunca viene de la nada, en la
medida en que aquello proyectado por él, solo es la propia
determinación del Dasein histórico que se mantenía oculta.
La donación y fundamentación
tienen el carácter no mediado de aquello que nosotros llamamos
inicio. Ahora bien, el carácter no mediado del inicio, lo
característico del salto fuera de lo que no es mediable, no solo no
excluye, sino que incluye que sea el inicio el que se prepare
durante más tiempo y pasando completamente desapercibido. El
auténtico inicio es siempre, como salto, un salto previo en el que
todo lo venidero ya ha sido dejado atrás en el salto, aunque sea
como algo velado. El inicio ya contiene de modo oculto el final.
Desde luego, el auténtico inicio nunca tiene el carácter primerizo
de lo primitivo. Lo primitivo carece siempre de futuro por el hecho
de carecer de ese salto y salto previo que donan y fundamentan. Es
incapaz de liberar algo fuera de sí, porque no contiene nada fuera
de aquello en lo que él mismo está atrapado.
Por el contrario, el inicio
siempre contiene la plenitud no abierta de lo inseguro, esto es, del
combate con lo seguro. El arte como poema es fundación en el tercer
sentido de provocación de la lucha de la verdad, esto es, es
fundación como inicio. Siempre que, como ente mismo, lo ente en su
totalidad exige la fundamentación en la apertura, el arte alcanza su
esencia histórica en tanto que fundación. Esta ocurrió por vez
primera en Occidente, en el mundo griego. Lo que a partir de
entonces pasó a llamarse ser, fue puesto en obra de manera
normativa. Lo ente así abierto en su totalidad se convirtió a
continuación en lo ente en sentido de lo creado por Dios. Esto
ocurrió en la Edad Media. Lo ente se transformó nuevamente al
principio y en el transcurso de la Edad Moderna. Lo ente se
convirtió en un objeto dominable por medio del cálculo y examinable
hasta en lo más recóndito. En cada ocasión se abrió un mundo nuevo
con una nueva esencia. Cada vez, la apertura de lo ente hubo de ser
instaurada en lo ente mismo por medio de la fijación de la verdad en
la figura. Cada vez aconteció un desocultamiento de lo ente. El
desocultamiento se pone a la obra y el arte consuma esta imposición.
Siempre que acontece el arte, es
decir, cuando hay un inicio, la historia experimenta un impulso, de
tal modo que empieza por vez primera o vuelve a comenzar. Historia
no significa aquí la sucesión de determinados sucesos dentro del
tiempo, por importantes que éstos sean. La historia es la retirada
de un pueblo hacia lo que le ha sido dado hacer, introduciéndose en
lo que le ha sido dado en herencia.
El arte es el poner a la obra de
la verdad. En esta frase se esconde una ambigüedad esencial, puesto
que la verdad puede ser tanto el sujeto como el objeto de ese poner.
Pero aquí, sujeto y objeto son nombres poco adecuados. Impiden
pensar esa doble esencia, tarea que ya no debe formar parte de estas
reflexiones. El arte es histórico y en cuanto tal es el cuidado
creador de la verdad en la obra. El arte acontece como poema. Éste
es fundación en el triple sentido de donación, fundamentación e
inicio. Como fundación el arte es esencialmente histórico. Esto no
quiere decir únicamente que el arte tenga una historia en el sentido
externo de que, en el transcurso de los tiempos, él mismo aparezca
también al lado de otras muchas cosas y él mismo se transforme y
desaparezca ofreciéndole a la ciencia histórica aspectos cambiantes.
El arte es historia en el esencial sentido de que funda historia.
El arte hace surgir la verdad.
El arte salta hacia adelante y hace surgir la verdad de lo ente en
la obra como cuidado fundador. La palabra origen [Ur-sprung]
significa hacer surgir algo por medio de un salto, llevar al ser a
partir de la procedencia de la esencia por medio de un salto
fundador.
El origen de la obra de arte,
esto es, también el origen de los creadores y cuidadores, el Dasein
histórico de un pueblo, es el arte. Esto es así porque el arte es en
su esencia un origen: un modo destacado de cómo la verdad llega al
ser, de cómo se torna histórica.
Preguntamos por la esencia del
arte. ¿Por qué preguntamos tal cosa? Lo preguntamos a fin de poder
preguntar de manera más auténtica si el arte es o no un origen en
nuestro Dasein histórico y si puede y debe serlo y bajo qué
condiciones.
Una reflexión semejante no puede
obligar al arte ni a su devenir. Pero este saber reflexivo es la
preparación preliminar, y por lo tanto imprescindible, para el
devenir del arte. Este saber es el único que le prepara a la obra su
espacio, que le dispone al creador su camino y al cuidador su lugar.
Es en este saber, que solo puede
crecer muy lentamente, en donde se decide si el arte puede ser un
origen y, por lo tanto, debe ser un salto previo, o si debe quedarse
en mero apéndice y, por lo tanto, solo podemos arrastrarlo como una
manifestación cultural tan corriente como las demás.
¿Estamos en nuestro Dasein
históricamente en el origen? ¿Sabemos o, lo que es lo mismo, tomamos
en consideración la esencia del origen? ¿O, por el contrario, en
nuestra actitud respecto al arte nos limitamos a invocar
conocimientos ilustrados acerca del pasado?
Para solucionar este dilema
existe un signo que no engaña. Hölderlin, el poeta cuya obra aún es
una tarea por resolver por parte de los alemanes, nombró este signo
cuando dijo:
Difícilmente abandona su lugar
lo que mora cerca del origen.
(Die
Wanderung, vol. IV; Hellingrath, p. 167).
Epílogo
Las reflexiones precedentes
tratan del enigma del arte, el enigma que es el propio arte. Lejos
de nuestra intención pretender resolver el enigma. Nuestra tarea
consiste en ver el enigma.
Casi desde que se inició una
consideración expresa del arte y los artistas, ésta recibió el
nombre de estética. La estética toma la obra
de arte como un objeto,
concretamente un objeto de la
aäsyhsiw, de la percepción sensible en
sentido amplio. Hoy, llamamos a esta percepción vivencia. El modo en
que el hombre vive el arte es el que debe informarnos sobre su
esencia. La vivencia no es la fuente de la que emanan las normas que
rigen solamente sobre el deleite artístico, sino también sobre la
creación artística. Todo es vivencia, pero quizás sea la vivencia el
elemento en el que muere el arte. La muerte avanza tan lentamente
que precisa varios siglos para consumarse.
Es verdad que se habla de las
obras inmortales del arte y del propio arte como de un valor eterno.
Se habla así en ese lenguaje que no es tan exacto con ninguna de las
cosas esenciales porque teme que tomárselas verdaderamente en serio
acabe significando: pensar. ¿Y qué mayor temor hoy día que el temor
a pensar? ¿Tiene algún contenido y alguna consistencia esa charla
sobre las obras inmortales y el valor eterno del arte? ¿O se trata
solo de un mero modo de hablar, pensado solo a medias, un modo
propio de una época en la que el gran arte, junto con su esencia,
han huido del hombre?
En la meditación más detallada
-por haber sido pensada desde la metafísica- que posee el mundo
occidental acerca de la esencia del arte, en las Lecciones sobre
Estética de Hegel, se encuentran las siguientes frases:
«Para nosotros, el arte ya no es
el modo supremo en que la verdad se procura una existencia»
(Obras
Completas, vol. X, 1, p. 134)
«Seguramente cabe esperar que el arte
no dejará nunca de elevarse y de consumarse, pero su forma ha cesado
de ser la exigencia suprema del espíritu» (ibid., p. 135).
«En todos
estos aspectos, en lo tocante a su supremo destino, el arte es y
permanece para nosotros un pasado» (O. C., vol. X, 1, p. 16).
No es posible liquidar la
sentencia emitida por Hegel en estas frases arguyendo que desde la
última vez que se pronunciaron las Lecciones sobre
Estética de
Hegel en la universidad de Berlín, concretamente en el invierno de
1828/29, hemos asistido al nacimiento de muchas y muy novedosas
obras de arte y orientaciones artísticas. Hegel nunca pretendió
negar esa posibilidad. Pero, sin embargo, sigue abierta la pregunta
de si el arte sigue siendo todavía un modo esencial y necesario en
el que acontece la verdad decisiva para nuestro Dasein histórico o
si ya no lo es. Si ya no lo es, aún queda la pregunta de por qué es
esto así. Aún no ha habido un pronunciamiento decisivo sobre las
palabras de Hegel, porque detrás de esas palabras se encuentra todo
el pensamiento occidental desde los griegos, un pensamiento que
corresponde a una verdad de lo ente ya acontecida. El
pronunciamiento último sobre las palabras de Hegel vendrá, si es que
viene, a partir de la verdad de lo ente y sobre ella. Hasta que esto
ocurra, las palabras de Hegel seguirán siendo válidas. Y por eso es
necesaria la pregunta de si la verdad que dicen esas palabras es
definitiva y qué puede ocurrir de ser eso así.
Estas preguntas, que nos atañen
en parte de modo directo y en parte lejanamente, solo se pueden
plantear si meditamos previamente la esencia del arte. Intentamos
dar algunos pasos en esa dirección planteando la pregunta por el
origen de la obra de arte. Se trata de atraer la mirada sobre el
carácter de obra de la obra. El significado que tiene aquí la
palabra origen ha sido pensado a partir de la esencia de la verdad.
La verdad de la que aquí se ha
hablado no coincide con aquello que normalmente se conoce bajo ese
nombre y que se le atribuye a modo de cualidad al conocimiento y la
ciencia a fin de diferenciarla de lo bello y lo bueno, que son los
nombres que se usan para designar a los valores del comportamiento
no teórico.
La verdad es el desocultamiento
de lo ente en cuanto ente. La verdad es la verdad del ser. La
belleza no aparece al lado de esta verdad. Se manifiesta cuando la
verdad se pone en la obra. Esta manifestación -en tanto que ser de
la verdad dentro de la obra y en tanto que obra-, es la belleza.
Así, lo bello tiene su lugar en el acontecer de la verdad. No es
algo relativo al gusto, en definitiva, un mero objeto del
gusto. Por
el contrario, lo bello reside en la forma, pero únicamente porque
antaño la forma halló su claro a partir del ser como entidad de lo
ente. En aquel entonces el ser aconteció como
eädow. La
Þd¡a se
ordena en la morf®. El
sænolon, la totalidad unida de la
morf® y la
êle, esto es, el
¦rgon, es al modo de la
¤n¤rgeia. Este modo de
presencia se convierte en actualitas del
ens actu. La actualitas
llega a ser a su vez realidad efectiva. La realidad efectiva se
torna objetividad. La objetividad pasa a ser vivencia. En ese modo
en que lo ente es como efectivamente real para el mundo determinado
por Occidente, se esconde una peculiar manera de ir siempre juntas
la belleza y la verdad. A la transformación de la esencia de la
verdad corresponde la historia de la esencia del arte occidental.
Ésta se comprende tan poco a partir de la belleza tomada en sí misma
como a partir de la vivencia, suponiendo que el concepto metafísico
del arte pueda llegar hasta su esencia.
Apéndice
En las páginas 55 y 62 al lector
atento se le plantea una dificultad esencial ante la impresión
aparente de que las palabras «fijación de la verdad» y «dejar
acontecer la llegada de la verdad» nunca pueden llegar a estar de
acuerdo. En efecto, en la palabra «fijación» está implícito un
querer que le cierra las puertas a la llegada y, por lo tanto, la
hace imposible. Por el contrario, en el dejar acontecer se anuncia
un plegarse, esto es, un no querer, que permite toda libertad de
movimientos.
Esta dificultad se resuelve
cuando pensamos la fijación en el sentido en el que está entendida a
lo largo de todo el texto y sobre todo en la determinación directriz
del «poner a la obra». Al lado de «situar» y «poner» también debe
entrar «depositar», pues estas tres palabras estaban englobadas
todavía de modo unitario en el latín ponere.
Debemos pensar el término
«situar» en el sentido de la
y¡siw. Por ejemplo, en la página 52 se
dice así: «Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí (¡) a
partir del sentido griego de la
y¡siw, que significa poner en lo no
oculto». El «poner» griego quiere decir situar, en el sentido de
dejar surgir, por ejemplo, dejar surgir una estatua, es decir,
poner, depositar una ofrenda sagrada. Situar y depositar tienen el
sentido del alemán Her [hacia aquí], vor [ante, delante] y bringen
[traer], es decir, traer hacia lo no oculto o traer a la presencia,
en definitiva, traer delante: ‘Hervorbringen’. Situar y poner no
significan aquí nunca esa manera provocadora de ponerse en frente de
(del Yo-sujeto) tal como lo concibe la modernidad. El alzarse de la
estatua (es decir, la presencia del resplandor que nos contempla) es
diferente del alzarse de eso que se alza enfrente al modo del
objeto. «Erigirse, establecerse» es (vid. p. 29) la constancia del
resplandecer. Por el contrario, en el contexto de la dialéctica de
Kant y del Idealismo alemán, tesis, antítesis y síntesis significan
una manera de situar dentro de la esfera de la subjetividad de la
conciencia. En consecuencia, Hegel interpretó la
y¡siw griega -desde
su punto de vista con toda la razón- en el sentido de un poner
inmediato del objeto. Si, para él, este poner sigue siendo no
verdadero es porque no está mediado todavía por la antítesis y la
síntesis (vid. Hegel und die Griechen, en Wegmarken, 1967).
Con todo, tengamos presente el
sentido griego de la
y¡siw en este ensayo sobre la obra de arte:
dejemos que yazca ante nosotros en su resplandor y presencia y, así,
la «fijación» no tendrá nunca el sentido de algo rígido, inamovible
y seguro.
«Fijo» significa rodeado de un
contorno, dentro de unos límites (p¡raw), introducido en el contorno
(p. 54). Tal como se entiende en griego, los límites no cierran
todas las puertas, sino que son los que hacen que resplandezca lo
presente mismo en tanto que traído delante él mismo. El límite pone
en libertad en lo no oculto; gracias a su contorno bajo la luz
griega, la montaña se alza hacia lo alto y reposa. El límite que
fija es aquello que reposa -concretamente en la plenitud de la
movilidad- y todo esto es válido para la obra en el sentido griego
del
¦rgon, cuyo «ser» es la
¤n¤rgeia, que agrupa dentro de sí
infinitamente más movimiento que las «energías» modernas.
Por lo tanto, la «fijación» de
la verdad, pensada convenientemente, no puede de ninguna manera
entrar en oposición con el «dejar acontecer». En efecto, por un lado
este «dejar» no es ningún tipo de pasividad, sino el quehacer
supremo (vid. «Vorträge und Aufsätze», 1954, p. 49) en el sentido de
la y¡siw, un « efectuar» y un «querer» que en el presente ensayo,
véase la página 58, es caracterizado como el «sumirse extático del
hombre existente en el desocultamiento del ser». Por otro lado, este
«acontecer» del dejar acontecer de la verdad, es el movimiento que
reina en el claro y el encubrimiento, y más exactamente en su
unidad, concretamente es el movimiento del claro del autoencubrimiento como tal, del que procede a su vez todo lo que se
ilumina. Este «movimiento» exige incluso una fijación en el sentido
del traer delante, un traer que hay que comprender en el sentido
explicado en la página 53 en la medida en que el traer delante
creador «es más bien un recibir y tomar dentro de la relación con el desocultamiento».
Conforme a lo que se acaba de
explicar puede determinarse el significado de la palabra «composición»,
mencionada en la página 55, es la agrupación del traer delante (del
producir), esto es, del dejar-venir-aquí-delante (dejar aparecer) al
rasgo como contorno (p¡raw). Por medio de la «composición», así
pensada, se aclara el sentido griego de
morf®
en tanto que figura.
Efectivamente, la palabra «composición», utilizada más tarde como
palabra clave para la esencia de la técnica moderna, está pensada a
partir de aquella composición citada (y no en el sentido de
armazón, dispositivo, andamiaje, montaje, etc.). Esta conexión es
esencial, puesto que determina el destino del ser. En tanto que
esencia de la técnica moderna, la composición procede de la
concepción griega del ser de ese dejar-yacer-ante-nosotros, esto es,
el
logow, así como del griego
poÛhsiw y
y¡siw. En el poner de la com-posición,
esto es, en el mandato que obliga a asegurar todo, habla la
aspiración de la ratio reddenda, es decir, del logon didñnai, de tal
manera que hoy esta aspiración de la composición se hace cargo de la
dominación de lo incondicionado y que -basándose en el sentido
griego de la percepción- la representación (poner-delante) toma su
forma como un modo de fijar (poner-fijo) y asegurar (poner-seguro).
Cuando en el ensayo sobre El
origen de la obra de arte oímos las palabras fijación y composición
debemos, por una parte, apartar de nuestra mente el significado
moderno de poner (Stellen) y armazón (Gestell) pero, sin embargo, no
debemos pasar por alto el hecho de que el ser que determina la Edad
Moderna en tanto que composición proviene del destino occidental
del ser, que no ha sido pensado por los filósofos, sino pensado para
los que piensan (vid. Vorträge und Aufsätze, 1954, pp. 28 y 49).
Lo que sigue siendo difícil es
explicar las determinaciones dadas brevemente en la página 52 acerca
del «establecer» y «establecer de la verdad en lo ente». Una vez
más, debemos evitar entender el término «establecer, instalar» en el
sentido moderno, como en la conferencia sobre la técnica, esto es,
como un «organizar» y poner a punto. Por el contrario, este
«establecer, instalar» piensa en la «tendencia [de la verdad] hacia
la obra» citada en la página 53, que hace que la verdad que se
encuentra en medio de lo ente, y que es ella misma con carácter de
obra, alcance el ser (p. 53).
Debemos pensar en qué medida la
verdad en tanto que desocultamiento de lo ente no dice otra cosa más
que la presencia de lo ente como tal, es decir, del ser (vid. p. 62,
y de este modo el discurso acerca del establecerse de la verdad
‑es decir, del ser-dentro de lo ente,
tocará la parte cuestionable de la diferencia ontológica (vid. «Identität
und Differenz», 1957, pp. 37 y ss.). Por eso, en «El origen de la
obra de arte» (p. 52) se dice cautamente: «Cuando
alude a ese establecerse de la apertura en el espacio abierto, el
pensar toca una región que no podemos detenernos a explicar todavía».
Todo el ensayo sobre El origen de la obra de arte se mueve, a sabiendas
aunque tácitamente, por el camino de la pregunta por la esencia del
ser. La reflexión sobre qué pueda ser el arte está determinada única
y decisivamente a partir de la pregunta por el ser. El arte no se
entiende ni como ámbito de realización de la cultura ni como una
manifestación del espíritu: tiene su lugar en el Ereignis, lo
primero a partir de lo cual se determina el «sentido del ser»
(vid. Ser y Tiempo). Qué sea el arte es una de
esas preguntas a las que no se da respuesta alguna en este ensayo.
Lo que parece una respuesta es una mera serie de orientaciones para
la pregunta. (Vid. las primeras frases del Epílogo).
Una de estas orientaciones la
tenemos en dos importantes indicaciones que se hacen en las páginas
61 y 66. En ambos lugares se habla de una «ambigüedad». En la página
66 se habla de una «ambigüedad esencial» respecto a la determinación
del arte como el «poner en obra de la verdad». Aquí, la verdad es
tanto «sujeto» como «objeto» de la frase.
Ambas caracterizaciones
son «inadecuadas». Si la verdad es «sujeto», la definición que habla
de un «poner a la obra de la verdad» quiere decir en realidad el
«ponerse a la obra de la verdad» (vid. pp. 61 y 29). Por lo tanto el
arte es pensado como Ereignis. Sin embargo, el ser es una llamada
hecha a los hombres y no puede ser sin ellos. En consecuencia, el
arte también ha sido determinado como un poner a la obra de la
verdad, esto es, ahora la verdad es «objeto» y el arte consiste en
la creación y el cuidado humanos.
Es dentro de la relación humana
con el arte donde se da la segunda ambigüedad del poner a la obra de
la verdad, que en la página 61 es nombrada como creación y cuidado.
Según lo que puede leerse en las páginas 62 y 48, la obra de arte y
el artista reposan «al tiempo» en lo esencial del arte. En la frase
«poner a la obra de la verdad» -en la que queda sin determinar pero
es determinable quién o qué de qué manera «pone»-, se esconde la
relación del ser y la esencia del hombre, relación que en este caso
ha sido pensada de manera inadecuada. Ciertamente se trata de una
dificultad muy considerable y que veo con toda claridad desde Ser y
Tiempo, habiéndola expresado después en muchos lugares
(vid. por último Zur Seinsfrage y en la página 52 del presente ensayo, el
texto que empieza: «Diremos simplemente que...»).
Todo lo que resulta cuestionable
aquí se congrega, a partir de este momento, en el auténtico lugar de
la explicación, allí donde se tocan de pasada la esencia del
lenguaje y la poesía, una vez más con la mirada dirigida
exclusivamente hacia la mutua pertenencia del ser y el decir.
El lector, que como es lógico
llega a este ensayo desde fuera, se verá constreñido al inevitable
esfuerzo de detenerse primero durante largo tiempo a tratar de
representarse e interpretar los asuntos tratados sin acudir al
callado ámbito de donde brota lo que hay que pensar. Por su parte,
el autor se ha visto obligado a hablar el lenguaje que parecía más
adecuado para cada uno de los diferentes hitos del camino.
[Versión
española de Helena Cortés y Arturo Leyte en: HEIDEGGER, MARTIN,
Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996.]
* Publicado
originalmente en
http://www.heideggeriana.com.ar/textos/origen_obra_arte.htm
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