La tragedia
tiene su origen en los ditirambos dionisíacos, que progresivamente
fueron transformándose, apolineamente, en un espectáculo también
visual. Comienzan en tiempos de Pisístrato aunque su consolidación
se realiza bajo la democracia del siglo V. No es contingente que la
representación teatral surgiera en relación a los cultos
dionisíacos; es detrás de este dios, que desdibuja el límite entre
la realidad y la ilusión, que el teatro griego encuentra ese efecto
que Aristóteles llamaba mimesis. Según
Nietzsche la tragedia griega
surgiría en la conjunción de dos formas expresivas del mundo griego:
una dionsíaca, de la embriaguez y la música, así como la pérdida de
límites y contornos; la otra apolínea, de la mesura y la contención.
Lo apolíneo actuaría en la tragedia de modo "estético"; como modo de
expresión que contiene y hace asimilable una experiencia dionisíaca
que de otra manera se volvería terrible. Vemos como del espíritu
musical dionisiaco emerge progresivamente lo escultórico
apolíneo,
por ejemplo en la progresiva teatralización de los cantos, a través
de la introducción de actores y una puesta en escena. Al dar una
forma expresiva a lo dionisiaco, la tragedia griega efectúa un
movimiento psicológico en el sujeto, que permite un plegamiento de
las pasiones a una semiótica teatral y a una simbolización de las
afecciones que organiza y da coherencia a lo que en un momento se
mostraba desorganizado. La
tragedia tiene un modo particular de subjetivación que permite efectuar un movimiento reflexivo en el
sujeto.
Tomando a Vernant, vemos en la tragedia la problematización del
mundo griego y sus transformaciones. El mundo trágico se sitúa en un
"entre", en el cruce de dos mundos. Por un lado el
mundo heroico, el
del héroe homérico (hippeus), mundo donde el poder y la voluntad son
facultativos de las genealogías divinas. El sujeto es un campo
abierto atravesado por lo divino y no una estructura mental plegada
sobre sí. Lo estructurante es el parentesco y el modo de
subjetivación se configura en relación a éste. Por otro lado está el
mundo de la polis y el guerrero ciudadano (hoplita), donde el poder
y la voluntad son plegados progresivamente al ideal de ciudadano. Se
trata de un movimiento progresivo que comienza con Solón y que
consiste, por un lado, en la desterritorialización de las
genealogías divinas, por otro de una recodificación de la estructura
social que lleva a la construcción de la figura del ciudadano y del
espacio político.
Entre ambos mundos, la tragedia griega problematiza las
contradicciones inherentes a este cruzamiento. Por un lado la
voluntad de los dioses y el ser humano como conciencia trágica que
entiende sus males como destino forjado por los dioses; por otro el
sujeto reflexivo, responsable, origen de sus propias faltas. Se
trata de una problematización del destino en torno a una concepción
determinista del ser humano y otra que lo sitúa como agente
responsable de sus actos. En la tragedia confluyen problemas
religiosos, filosóficos y jurídicos.
"La tragedia no sólo aplica el
espejo distanciador del mito a los problemas contemporáneos, también
refleja alguna de las más importantes instituciones de la ciudad. De
éstas, las que más tienen que ver con la tragedia son los tribunales
de justicia… Las tragedias, en efecto, hacen que sus públicos, en
cierto sentido, sean jueces de complejas cuestiones morales en las
que ambas partes invocan la justicia, y lo bueno y lo malo resultan
difíciles de distinguir" (Segal, Ch. En: Vernant, 1995:241).
La
tragedia griega "psicologiza" los mitos dando una interioridad
profunda a los personajes; pero también desgarra la psicología del
personaje, exponiendo sus órganos internos a sus orígenes cósmicos.
Lo trágico se encuentra en la contradicción entre dos mundos. El
Edipo de Homero muere sentado en el trono tebano. Es con Esquilo y
Sófocles que se transforma en un ciego voluntario y un exiliado. Es
con la tragedia griega que el
héroe de la nobleza se problematiza
como figura ausente del tiempo mítico en el despliegue de un espacio
citadino democrático. En el bardo o poeta, la función de sujeto del
enunciado está puesta en lo social, en tanto el bardo es una función
dentro de un texto oral tradicional, un engranaje más en la
maquinaria. Desde Platón por el contrario, el filósofo
se concibe como autónomo al contexto, quizás debido a la
influencia de la escritura, siguiendo a Havelock.
Es relevante que entre los griegos no se distinguiera la figura del
arista en el proceso de producción general. El concepto ars,
proveniente del latín, correspondía al de
techne para los griegos, y
cubría un campo muy extenso de actividades: escultura, carpintería,
en suma, ser un technites, un "saber hacer" especializado. No
existía por lo tanto una palabra específica para denominar aquello
que nombramos como
arte, y que se vincula íntimamente con un proceso
histórico que surge en el renacimiento y continúa en la modernidad.
Sin embargo, podríamos trazar una línea de comunicación en las
reflexiones griegas en torno a lo que denominaban technai mimetikai,
que podríamos traducir como "artes miméticas". La
mimesis en los
griegos no sólo consiste en una imitación. Sus orígenes son
religiosos, por lo que el actor de la tragedia no sólo juega un
papel aprendido, sino que a través de él se expresan las fuerzas
divinas en una suerte de "posesión ritual dionisíaca". Esto
significa que el teatro griego tiene una raíz ritual, donde se
despliega lo sagrado. Será con la progresiva secularización del
mundo antiguo que este carácter sagrado perderá su
fuerza. Uno de
los primeros en desacralizar la mimesis es Platón, que concibe las
artes miméticas como producción de imágenes (Eidolopoietiqué):
ficción, ilusión y simulacro inútil. Las ideas responden a la verdad
eterna; el artesano por ejemplo busca una copia imperfecta de ellas.
El arte imitativo degrada aún más mediante la introducción de lo que
no es. Con Aristóteles el carácter ficcional de las artes cobra un
sentido positivo, pues en tanto no existe un mundo de las esencias
separado de la existencia terrenal, el carácter imitativo se vuelve
poiesis, en tanto actividad creadora que no sólo copia sino que a su
vez produce. La más elevada sería la tragedia, la más versadas entre
todas para generar una experiencia purificadora -catarsis-. A través
del terror -phobos- y la piedad -éleos- el espectador se identifica
con los personajes, así como es capaz de presenciar la impotencia
del ser humano frente a las potencias divinas. Pero, a través de la
contemplación de una trama de carácter ficticio, es que lo
"apolíneo" de la tragedia vela el rostro de una mirada dionisíaca
que, en su forma desnuda, resultaría insoportable, en un decir
nietzscheano.
Vemos como
en Aristóteles la tragedia asume el papel de "obra de arte total",
en el sentido que permite, mediante un espectáculo que integra las
diversas artes, una contemplación a través de todos los sentidos. Al
igual que Nietzsche asume el carácter superior de las artes poéticas
en relación a la historia, "…por cuanto la primera tiende a
representar lo universal; mientras que la segunda se refiere más a
lo particular" (Aristóteles, 2004:55).
Sin embargo para
Nietzsche el
arte no se vinculará con equilibrio alguno, sino que justamente lo
contrario; será provocador, trasgresor; no buscará la reconciliación
sino que fracturará la armonía. El acto creativo se vinculará a la
traición y su efecto será bélico y no sedante. El arte de la
tragedia podría entonces vincularse por un lado a una experiencia
estética no sólo de lo bello sino también de
lo sublime, en tanto el
terror emerge como impulso dinámico que permite reconciliarnos con
la impotencia humana frente a la mirada dionisíaca de la avasallante
y magnánime naturaleza. Es un enfrentamiento del sujeto consigo
mismo, pues lo bello y lo sublime son afecciones situadas en un
entre que no pertenece ni al objeto contemplado ni al ojo
contemplador. En suma, se trata de un modo de subjetivación
particular, del orden de lo estético, pero de fuerte contenido
ético, que atrapa al sujeto en una fascinación movilizante, que trae
a la conciencia bloques de afecciones nuevos o reprimidos.
Se trata
de una terapéutica, en tanto permite realizar al sujeto un
movimiento de reapropiación subjetiva de los afectos que lo
recorren. A su vez implica una forma de subjetivación particular,
por lo que no nos sería lícito pensar en su carácter no
autoreflexivo, en el sentido dado por Foucault o en el sentido más
tradicional. Hegel por ejemplo distingue tres momentos en la
historia del arte. El primer momento es el del arte simbólico, donde
la idea busca su verdadera expresión pero no la encuentra. Tal sería
le caso de el brahamanismo (el dios se manifiesta en los diversos
seres) y del arte egipcio (las pirámides representan algo que las
trasciende). En el arte clásico idea y forma se encuentran, al
antropomorfizarse las cualidades divinas estas se hacían presentes
como tales en las obras de arte. En el momento del arte romántico,
que comienza en la Edad Media y el arte cristiano, idea y forma se
desencuentran nuevamente, aunque esta vez a causa del sujeto, que se
descubre como tal, como sujeto libre.
Muerto Dios, éste es
sustituido por el
hombre, y los contenidos religiosos serán sustituidos por los de la cotidianidad profana. La consecuencia
negativa será la desacralización del arte, que Hegel asocia a un
movimiento de degradación de la idea y de decadencia del arte, que
deberá ser sustituido por la
filosofía. Kierkegaard, bajo una
perspectiva cristiana, diferenciará la concepción trágica de la
Grecia antigua de la del mundo moderno. La tragedia griega sería el
producto de una subjetividad diferente, sin autoreflexividad. A
diferencia de la subjetividad moderna, para la que la caída del
héroe es consecuencia de una conciencia reflexiva que debe hacerse
cargo de sus propias acciones, el héroe trágico de la Grecia antigua
fluctúa entre la culpa y la inocencia, existiendo un padecimiento
inherente al acontecer divino, y siendo la subjetividad tan sólo un
tema de familia, estado y estirpe.
El terror y la conmiseración que
según Aristóteles despierta la tragedia Griega en el espectador
carecería de culpa en su sentido ético-cristiano. La culpa trágica
antigua sería por lo tanto estética, en tanto la culpa moderna -al
sufrir un proceso de cristianización- sería ética. La culpa estética
se relaciona con el contexto, relativizándose las acciones y
produciendo el sentimiento de pena, sentimiento característico del
niño. La culpa ética se relaciona con el individuo y supone un
arrepentimiento y una conciencia reflexiva que se apropia de las
causas de lo sucedido. Se trata de un punto absoluto de autoreconocimiento de sí mismo, que produce ya no pena, sino dolor,
algo más propio del adulto. En suma, interiorización de la culpa,
siendo Cristo y su sufrimiento el modelo por excelencia.
"Sin ningún prurito se puede afirmar que en el sentido estético, lo
trágico es para la vida humana algo así como lo que en su orden
representan para ella la gracia y la misericordia divina. Incluso
diría que es más sensitivo, y por esa razón estaría dispuesto a
llamarlo: un amor de madre que acuna al que está atribulado. Lo
ético es inclemente y duro… su camino no conduce a la estética sino
a la religión… Lo religioso sería la expresión del amor paternal ya
que contiene en sí la ética, aunque moderada" (Kierkegaard,
2005:28,29). Dicha perspectiva (patriarcal, ¿psicoanalítica?), si
bien coincide en ciertos puntos con la de Vernant, no lo hace en su
conclusión final, pues Vernant cuestiona y genealogiza la
racionalidad, el sujeto occidental y su libre albedrío, inclinando
la balanza en favor de la perspectiva trágica.
Bennet Simon analiza el efecto terapéutico de la tragedia. En el
Ayax de Sófocles, la locura se presenta a través de la diosa Atenea.
Al no aceptar Ayax que las armas del difunto Aquiles fueran dadas a
Odiseo, Ayax se propone matar a este último, así como a Agamenón a Menelao. Es entonces que Atenea le hace confundir a estos tres con
ganado. Ayax mata y tortura al ganado, y, cuando despierta del
delirio, se avergüenza de sí mismo y se suicida con su espada. Ayax
no puede marcar un corte con su orgullo, y es incapaz tanto de ceder
las armas a Odiseo, como de aceptar la locura divina como algo más
allá de él. Su omnipotencia, su hybris, lo lleva a la
muerte.
Distinto será el caso del Heracles de Eurípides, quien luego de
matar a su familia por una locura divina provocada por Hera, es
frenado por Teseo al intentar matarse:
"Este es mi consejo: sé paciente,
sufre lo que debes,
y que el dolor no te domine.
El destino no perdona a los hombres;
Todos los humanos son perjudicados,
Y también los dioses, a no ser que mientan los poetas".
Con la ayuda de Teseo, Heracles es capaz de tomar distancia de la
locura, objetivarla, y ligar nuevamente su libido al mundo en tanto
philia con lo humano, y aceptación de su propia debilidad e
impotencia, incorporando el sufrimiento y la vulnerabilidad psíquica
a su historia como sujeto. No se trata entonces tan sólo de
catarsis; ya sabemos como en la historia del objetiva (ananké), al
mejor decir de Freud. Pero también se trata de la reelaboración de
un vínculo interno en relación a un eros que sostiene al sujeto y
que, en determinado momento se desmorona, haciendo peligrar la
estructura psíquica. Es la locura divina la que, mediante el terror,
pone en las cuerdas de la
muerte a Heracles, pero es a través de la
compasión -en tanto reelaboración empática del vínculo y no simple
catarsis- que éste es capaz de aceptar la desdicha y continuar
viviendo:
"El 'conocimiento trágico' implica que al final de la obra los
personajes y el público conocerán todo aquello que no conocían al
principio de la misma, y se conocerán ellos mismos en un sentido que
antes no habían experimentado". (Simon, 1984:171)… "Por lo tanto, la
terapia y el buen teatro tienen en común una serie de procesos de
interiorización. El teatro no es, ni lo fue para los griegos, una
terapia para las personas perturbadas o trastornadas. Se esperaba de
él que suministrase cierto tipo de placer; era parte integrante de
la paideia, educación en el sentido más amplio, de cada ateniense" (ibid.,
172)
Algo similar ocurre en el análisis que Devereux (1970) realiza sobre
Las Bacantes de Eurípides. En dicha obra el rey de Tebas Penteo
rechaza la llegada de Dionisos y su procesión de bacantes. Según
Vernant "La tragedia de las bacantes muestra los riesgos de un
repliegue de la ciudad sobre sus propias fronteras. Si el universo
de lo mismo no acepta integrar en sí mismo ese elemento de alteridad
que todo grupo, todo ser humano lleva consigo sin saberlo, como Penteo rehúsa reconocer, esa parte misteriosa, femenina, dionisíaca,
que le atrae y le fascina hasta en el horror que ella parece
inspirarle, entonces lo estable, lo regular, lo idéntico, oscilan y
se desploman, y es lo Otro en su forma odiosa, la alteridad
absoluta, el retorno al caos lo que aparece como la verdad
siniestra, la faz auténtica y terrorífica de lo Mismo" (Vernant. En:
Vernant; Vidal-Naquet, 2002a:243).
Es en el
rechazo al dios que Penteo cae en la desdicha; su madre Agave es
atrapada por el frenesí menádico y Penteo, al espiar el culto, es
descuartizado por ésta. Devereux define el posterior encuentro entre
Agave y su padre Cadmus como un momento psicoterapéutico. Luego del
frenesí menádico de Agave, Cadmus atrae su atención al luminoso y
soleado cielo, que actúa como tranquilizante externo. Luego de esto, Cadmus procede a recordarle quien era, resocializarla, mostrando sus
lazos como madre y esposa, para luego hacerla recordar que ella
misma mató a su hijo, y la cabeza que sostiene en su mano es
justamente la de Penteo. El recurso es psicoterapéutico, dado que
Cadmus no provee las respuestas, sino que procede a iniciar un
proceso de cuestionamiento que guía a Agave hacia su propia verdad,
de acuerdo a lo que ella progresivamente pueda aceptar. A su vez
provee a Agave de una vía para recomponer su vínculo social mediante
la identificación de su estado con el resto de la ciudad, que
también ha padecido su mal, todo esto sin excluir radicalmente que,
de todos modos, fue ella quien se ha vuelto loca. Este paso final le
permite proteger su vínculo en tanto persona social, sin la
necesidad de negar su locura y los actos cometidos
André Green sitúa al teatro entre el sueño y el cuento, como
encarnación de esa otra escena que es el inconsciente.
El enigma del
teatro se sitúa entre lo que sucede y su interpretación, al igual
que el infante debe descubrir la verdad detrás de la trama familiar.
Dicho enigma formará parte de la palabra, de lo enunciable, por lo
que el teatro será el arte del malentendido. Edipo es para Green
aquel que a través del saber intenta escapar de la verdad. Si
hubiera sido cauteloso frente a las predicciones del oráculo,
hubiera tenido mucho cuidado en matar a alguien de la edad de su
padre, como de acostarse con alguien mayor. El desconocimiento y
ocultamiento de dicha verdad es la misma que muestra el neurótico; y
cuando se resquebraja su saber y Edipo llega a esta verdad, Edipo se
ciega, y lamenta no poder hacer lo mismo con sus oídos. El drama
teatral y el drama inconsciente se encuentran en la obra y el
espectador, en tanto parricidio e incesto son fantasías propias del
deseo humano, y negarlas también. Devereux parte de la idea que la
conexión entre castración y el arrancarse los ojos por parte de
Edipo, no responde únicamente a un tema simbólico que bien señaló
Freud, sino que puede firmemente ser sostenida a través de
información socio-histórica. Tanto en Grecia como en Roma era un
castigo común para las conductas sexuales aberrantes, así como el
simbolismo entre genitales masculinos y ojos. En suma, a lo que queremos llegar aquí, mas allá de estar de acuerdo
o no con la connotación psicoanalítica de estos distintos autores,
es cómo en el teatro griego antiguo se genera una reflexividad
particular, un modo de subjetivación propio que cuestiona y
problematiza al sujeto griego en su devenir histórico, sus
transformaciones culturales, y su conciencia psicosocial. Quizás
resulte extraño para el filósofo concebir determinadas formas de
expresión como reflexivas, en tanto su oficio depende de
distinguirse a sí mismo como el pensador por excelencia, por lo que
diversos mecanismos de legitimación pueden otorgarle una función que
quizás no sólo a él competa. Creemos que -siguiendo a Nietzsche en
muchos aspectos- se puede reivindicar el arte como forma de
expresión de extrema importancia en la exploración de la naturaleza
humana; expresión que involucra mecanismos muy sutiles, más allá de
lo meramente lingüístico.
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