También
desde adentro del arte, de la cultura, del saber específico,
se clama (se
produce, se consume, se celebra) por lo "poético",
que no es cuestión (solamente) de masas: desde
un comercial con filtros de luz hasta signos indudables de realismo
mágico, pasando por posters con versos, cuplès
de murga,
reflexiones sobre el ser, revelaciones de "otra dimensión"
de los hechos: abanico amplio, el de lo "poético".
Lo que tienen en común todos esos datos es la intención
de belleza, apoyada en la idea de que producir algo bello es
pasar una capa agradable por encima de las asperezas de lo real.
Llámese "real" a la Historia, a la historia
o al texto mismo, sobre el cual se despliega la búsqueda
de un santo Grial de lo cotidiano. Páginas y páginas
se han escrito, se han leído en torno de ese problema,
en procura de una conciliación de opuestos del universo
de la cual emerja, luminosa y solemne, la voz del enunciante.
Sólo la voz del enunciante: se hace un silencio que barre
de un solo golpe el tiempo de la percepción, la condición
física del texto y la posibilidad de reflexionar sobre
él, y queda sólo la subjetividad del que exhibe
su mundo para enseñar una perspectiva rara, original:
un poco de loco, de bohemio, de visionario, de poeta. En esa
interrupción estética, la obra se convierte en
mágica, es la revelación a que no pocos libros
de autoayuda apelan: es lo "poético", es el
enmascaramiento que se necesita (digamos "se", sin identificar
a nadie en particular) para pasar a una condición de
arte elevado, enaltecido y enaltecedor de la experiencia humana
en un momento de calma.
En realidad, nada cambia en esa experiencia por eso. O así
parece: el mundo y el tiempo siguen iguales, pero ese contacto
con lo "bello" (fácil,
chato, complaciente, descartable) crea un espejismo, el de lo eterno.
Ese lugar de "cosa linda" y adormecedora que se da al
arte por oposición a la fealdad de la vida, a la fealdad
de la crítica, a la fealdad de
la inteligencia, encuentra una confirmación en esa voz
creativa, simple y suave, que agrega a su receta un toque de universalidad.
La operación de escamoteo del kitsch, que acecha
donde menos se piensa, que se nutre de la fatiga y el ablandamiento
del artista, encuentra allí su lugar
preciso: ése donde se junta con la fatiga y el ablandamiento
del consumidor para elaborar un criterio supuestamente nuevo, saludable, de
evaluar las producciones artísticas.
Lo "poético" roba de la propia poesía
canónica de los signos de su validación: el kitsch,
o el mal gusto travestido de arte prestigioso, se hace diabólico
porque incorpora y diluye lo que ya se sabe que está "bien".
Y lo que "está bien" es, desde siempre, la forma
separada del contenido, el rasgo de genio de esas reflexiones
sobre la vida con que tantas veces se rescató a Kafka, a Cervantes, a Bergman, a Onetti, sin tocarlos.
Mitificar es no tocar sino mirar hacia arriba, mirar hacia lo
que se desprende de la obra y reconocer allí lo que siempre
se supo. De ahí la tranquilidad de somnífero que
permite lo "poético", ese hermano maligno de
lo poético que hace confundir la basura con la maravilla,
por el solo acto de complacer.
*Publicado originalmente
en Insomnia Nº 52
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