Los premios(1)
–digámoslo de entrada– están lejos de ser una práctica neutra o
inocente. No lo fueron ayer. No lo son hoy. Ninguna estructura de
dominio va a recompensar nunca cualquier tipo de producción, de
actividad o de conducta que representen una amenaza real a su
perpetuación. Y más bien habría que preguntarse si un
arte tan
inocente o neutro como para ser recompensado por una sociedad como
esta, no habrá abdicado –ya desde el principio– de su más genuina
vocación. Entre otras razones,
porque una reflexión sobre los premios literarios puede perderse
fácilmente en la pintoresca angelología medieval, si no tenemos muy
a la vista el inevitable “lado oscuro” de esta práctica, su negativo
exacto, a saber: los castigos.
No hay premios sin
castigos.
No lo olvidemos.
Los premios son la orilla
diurna de la Institución literaria capitalista: son lo visible, lo
central, lo que se pregona a los cuatro vientos, esa imagen ideal en
que la institución se representa y se celebra a sí misma como un
regazo benefactor, como una madre ecuánime, generosa y
desinteresada. Los castigos, en el extremo opuesto, son su lado
nocturno, lo invisible, el margen, lo callado, lo que queda sujeto a
una rigurosa “omertá”, esa realidad profundamente cruel, sucia y
violenta, mediante la cual la institución/madrastra se defiende de
todo aquello que la ignora, la pone en cuestión o la amenaza de un
modo efectivo.
En este sentido, la
historia de la literatura y del
arte está repleta de testimonios
dramáticos y conmovedores sobre esos
artistas implacablemente
castigados por los dispositivos pseudoculturales burgueses, cuando
no por los tribunales de orden público o –en el caso de algún
irreductible– por la vía mucho más expeditiva del pelotón de
fusilamiento. De algunos de ellos tenemos noticia, pues han sufrido
la ignominia de una recuperación post–mortem bajo el rótulo de
“olvidados”, “heterodoxos”, “raros” o “malditos” (y hoy su dolor
pasa a engrosar los balances de beneficios de las multinacionales de
la edición). De muchos otros, los que recularon, los disuadidos a
tiempo, los silenciados definitivamente, los que se perdieron por el
camino, aquellos que acaso ensayaron formas inéditas de
arte que “no
se parecían” en absoluto a lo reconocido como tal por las
instituciones de su tiempo, ya no tendremos conocimiento nunca.
“La astucia del diablo es
convencernos de que no existe”, advirtió el clásico. Y una astucia
enteramente similar le es achacable a la Institución literaria que,
hasta el momento, ha conseguido que permanezcan disociados, en la
conciencia del medio, este haz y este envés de una de sus prácticas
más características y centrales.
Sobra añadir que esta
disociación y/o invisibilización, a su vez, depende por completo del
recurso, también aquí, a otros mecanismos tradicionalmente ligados
al ejercicio del poder. El reparto de premios por parte de la
Institución, de hecho, tiene lugar siguiendo un procedimiento
fuertemente ceremonial, ritualizado y periódico. Los premios se
otorgan –ya está dicho– de una manera pública; y su concesión queda
sujeta (al menos en apariencia) al campo de la explicación racional
(el jurado, en efecto, elabora un acta en donde se argumenta el
por qué de esa distinción). En la imposición de castigos, en cambio,
lo que prevalece es el procedimiento inverso: imposible determinar
fuentes, nombres, responsabilidades cuando un autor es castigado,
las decisiones son siempre difusas, el hecho se atribuye vagamente a
una maraña de “intrigas”; y el castigo mismo –allí donde se hace
efectivo– raramente parece responder a una implacable lógica
institucional sino que adopta la apariencia de lo excepcional, lo
incidental, lo arbitrario, lo inexplicable incluso.
Obviamente, un cierto
grado de aleatoriedad resulta indispensable para el funcionamiento
de este mecanismo, pues en caso contrario el dispositivo en su
conjunto se vería privado de su lubricante fundamental, a saber: la
angustia. De este modo, cuando un artista resulta premiado atribuirá
este logro a sus méritos, por una parte, y por otra al tupido
intercambio de favores, servicios prestados y prolijísimos
tejemanejes que son corrientes en la vida de la Institución. Ahora
bien, todo autor sabe que a pesar del aval de este “trabajo” el
resultado podría haber sido muy distinto, que nada garantiza el
premio siguiente, con lo cual la tarea ha de iniciarse una vez más,
en una especie de condena absurda solo equiparable al tormento de
Sísifo. Al autor castigado, por su parte, le oiremos gañir y
quejarse (no protestar ), en la medida exacta en que haya acertado a
reconvertir su angustia en culpa subjetiva, más o menos consciente.
El resultado de este
funcionamiento salta a la vista. Y no es otro que el de una clase
artística e intelectual infantilizada, dependiente y sumisa, de la
que todos, por ahora, formamos parte. La angustia que el
arte mismo
está llamado a elaborar –la pregunta incesantemente renovada por las
posibilidades de lo humano– resulta, de este modo, suplantada y
falseada por una angustia neurótica: por la demanda dirigida a un
Otro supuestamente omnipotente, capaz de resolver mi ser. Los
escritores somos niñitos angustiados por esa mamá histérica que es
la Institución literaria, una mamá que alternativamente nos seduce y
nos frustra, sin más razón que su capricho. Nos desvivimos por
aplacar a un hada que puede a cada instante convertirse en bruja, e
intentamos, a fuerza de obediencia, que la bruja se convierta en
hada, y nos revele finamente quiénes somos, cuánto valemos, y nos
diga que nos quiere mucho y nos lleve a Disneyland–París.
Castigos y premios, pues,
son las dos caras –luminosa y oscura, dura y “blanda”– de una misma
estrategia de doma y sumisión, de una misma violencia. ¿Sería
posible relativizar esto? Siempre es posible relativizarlo todo, qué
duda cabe... Pero la oligarquía capitalista de hoy –la misma clase
que ha convertido el
arte en
Industria Cultural– no se hace muchas
cábalas con este tipo de cuestiones. Más bien se atiene (por mucho
que afinemos en los análisis) a una añeja pedagogía social de palo y
zanahoria.
Defender –como se hace
cada cierto tiempo– que los premios sean limpios, ecuánimes y
justos, equivale a abogar, se quiera o no, porque los
correspondientes castigos sean merecidos, racionales y
proporcionados. En un caso o en otro lo que se da por sentado es la
noción de un arte heterónomo y siervo: un
arte llamado a perderse de
sí, y a plegarse a las estructuras y a las prácticas de poder
vigentes en esta sociedad.
(1) Nota de la editora:
El autor refiere, por sobre todo, a los premios en España, y a los instituidos
por las trasnacionales del libro.
* Publicado originalmente
en <www.lafieraliteraria.com/>
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