Trágicamente, el mundo está perdiendo
la originalidad de sus pueblos, la riqueza de sus diferencias, en su
deseo infernal de “clonar” al ser humano para mejor dominarlo. Quien
no ama su provincia, su paese, la aldea, el pequeño lugar, su
propia casa por pobre que sea, mal puede respetar a los demás. Pero
cuando todo está desacralizado la existencia es ensombrecida por un
amargo sentimiento de absurdo [1].
El
arte es aquello
que resiste: resiste a la muerte, a la servidumbre, a la infamia, a
la vergüenza [2].
En una época en la que la estética se ha convertido
en mercancía, y, al mismo tiempo, en un discurso homogenizador que
se constituye en la “educación sentimental” de los pueblos y los
hombres, el arte es y seguirá siendo una senda para escapar de los
mecanismos de control que detentan las grandes maquinarias
generadoras de frivolidad y pensamiento corriente. Las catástrofes y
las guerras, por ejemplo aquí en Colombia, en el contexto
televisivo, son interrumpidas y amenizadas por comerciales muchísimo
más extensos que las secciones dedicadas a la política nacional o a
los hechos internacionales, y, si a esto le sumamos que las notas de
farándula ocupan una extensa franja del noticiero, entonces, es muy
fácil comprender que la realidad en los medios es una macronarrativa
que se vende como un anestésico local para bloquear la reflexión y
la sensibilidad. El arte, entonces, es una práctica de resistencia
y, sobre todo, de disidencia frente a la estandarización de los
afectos y la percepción. Asomarse, por unos breves instantes, a una
obra pictórica, o a un poema, es explorar y sumergirse en el corazón
del hombre, insondable laberinto que atraviesa fronteras de tiempo y
espacio. El arte potencia la imaginación y la creatividad; mas no
así, el discurso monológico del poder que busca afanosamente borrar
las diferencias para promover coordenadas de sentido por las cuales
las sociedades se guíen como una recua de ganado conducida por un
único patrón. En el imperio de lo frívolo, el fascismo de las
imágenes ha uniformizado (bajo una misma camiseta), los gustos y las
mentalidades, por eso no es extraño, ni fortuito que desde Canadá
hasta Ushuaia se escuchen con admiración a las vedettes de la
MTV. Frente a estos “artistas” del escándalo que han inundado, con
sus portentosas parafernalias publicitarias, al planeta de
contaminación audiovisual, habría que dejarse hospedar por ese
conocimiento silencioso de aquellos que, como Marc Chagall, le
cantaron (desde una polifonía de las formas y el color) a su pequeña
aldea en la que nacieron y jugaron; esa pequeña tierra que es, en
últimas, la única república que tiene todo hombre: su infancia.
Aunque buena parte de su vida transcurrió fuera de
Rusia, Marc Chagall convirtió su tierra natal, sus tradiciones y
símbolos en protagonistas absolutos de su labor artística. Un buen
ejemplo de ello es la tela La aldea y yo, pintada en París
pero vinculada al recuerdo de su patria y de la comunidad judía en
la que nació. Junto a una iconografía personal y recurrente
(corderos, vacas, hombres de
campo...), se advierten los rasgos que definen la obra de Chagall:
la síntesis entre los nuevos lenguajes pictóricos y la imaginación
popular [3].
Chagall nunca dejó de ser un niño y un provinciano,
porque el amor que tuvo por su pueblo y la fidelidad que sintió por
su infancia, hicieron que su arte fuera universal e inactual. Si, en
este sentido, seguimos a Sócrates cuando afirmó que sólo aquel
que se conoce a sí mismo, llegará a conocer a los demás;
entonces, parafraseando esta máxima, podríamos argüir que solo aquel
que conoce su aldea, podrá llegar a comprender e interpretar con
intensa y profunda sensibilidad los otros lugares en los que habita
el resto de la gente. El arte le permite al hombre transitar
poéticamente por la tierra y hacer de esta su morada,
y fue exactamente eso lo que logró
este pintor, quien quedó marcado por su origen judío y la vida
aldeana [4].
Chagall, nació en Vietbsk (Rusia)
el 7 de julio de 1887 y murió en Saint-Paul-De-Vence (cerca de Niza)
el 28 de marzo de 1985. Este artista de familia judía muy devota
se trasladó en 1907 a San Petersburgo, donde acudió a una escuela
elemental de arte [5]. Este aspecto de la religiosidad de su
familia en la que él se crió fue fundamental y fundacional en su
expresión artística. Recordemos solamente dos obras con este
carácter místico: Isaac recibe a Rebeca como esposa,
1977-1978, vidriera, San Esteban (Maguncia). Marcos y Mateo,
1978, vitral Tudeley (Kent). Son estos vínculos con lo sagrado los
que le permiten un vuelo poético para remontarse a la abyección y a
la muerte que sufrió su pueblo en la segunda guerra mundial, por
eso, si bien en él hubo inspiraciones e influencias por parte de
movimientos, escuelas y artistas de la vanguardia, como, por
ejemplo, el cubismo, Chagall:
... estaba prevenido contra las
teorías, las cuales no seducen más que a los seres que se entregan
fácilmente a las ideas por cierta holganza interior. Él estaba
poseído por todos los poderes de la raza judía que circulaban por su
sangre y habían embrujado su infancia, en Vietbsk, y también por los
de su ser interior, poderes de amor y de ensueño. De las leyendas
oídas, de los espectáculos contemplados, de esos deseos, de esas
nostalgias e incluso de esas angustias, sobre todo cuando estallaron
las persecuciones contra su pueblo, creó una pajarera de sueños,
impacientes por volar y que, una vez abierta la jaula, llenaron su
cielo. “Sólo es mío el país que se halla en mi alma” ha declarado.
Este país se despliega en un espacio que escapa a las leyes físicas,
especialmente a las de la gravedad... [6]
Recordemos, a propósito de vuelo,
su pintura El cumpleaños (óleo sobre lienzo, 1915) en que los
amantes (Chagall y su esposa Bella) están gravitando sobre el
estudio del pintor, en el que hay una ventana por la cual se puede
observar la iglesia de Ilitch. El vuelo es el que le permite
remontarse por encima de los prejuicios y prelecturas de su tiempo,
posibilitándole crear una alquimia con la cual transforma o
metamorfosea la realidad. El artista al igual que el poeta y el niño
poseen la mirada del extrañamiento y del asombro. Ellos descubren lo
singular en aquello que para la muchedumbre sólo es monotonía y
obviedad. La levedad, en la actitud vital y artística de Chagall, lo
llevó a desplazar o nomadizar sus pensamientos y afectos, y a
experimentar con su trabajo, con su lenguaje y con las maneras y
formas de expresarse. Él, junto con otros artistas como:
... el italiano Amadeo
Modigliani
(1884-1920), (...) el lituano Chaim Soutine (1894-1943), el polaco
Moïse Kisling (1891-1953), el búlgaro Jules Pascin (1885-1930), la
francesa Marie Laurencin (1885-1956) o el japonés Tsugouharu Forjita
(1886-1968). Casi todos ellos nacieron en la década de 1880, como
Picasso, lo que los sitúa en el corazón de la primera oleada de la
vanguardia histórica. Fueron camaradas y amigos en la época de la
bohemia de Montmartre y por lo general asimilaron las corrientes
dominantes del Expresionismo y el Cubismo, a veces sucesivamente,
otras incluso sintetizando aspectos de ambas simultáneamente. En
todo caso, llevaron a cabo una poderosa y muy interesante obra
personal, aunque fuera al margen de la vanguardia organizada [7].
Chagall, por todo esto, estuvo
cercano al surrealismo, porque, para este creador el mundo de lo
onírico y de lo inconsciente se constituía en una extensa geografía
que había que recorrerla y reconocerla para ampliar las fronteras
que encierran a la llamada realidad dentro de los límites de una
racionalidad burguesa e instrumental que enfatiza la productividad y
la rentabilidad como dos de sus valores más preciados. En este
sentido, Chagall (como todo gran
artista), era alguien que no se sentía cómodo dentro de unos
rieles que predeterminaban los accesos y las rutas que un hombre
tiene para movilizarse dentro de la existencia. Su arte conlleva una
revolución poética que les permite a los demás hombres intensificar
o amplificar la vida gracias a que Chagall, con sus colores y
trazos, abre las puertas de la percepción [8].
En El sacrificio de Isaac,
(1960-1966, Musée Marc, Niza), Chagall recrea e interpreta
estéticamente lo narrado en el libro del Génesis, capítulo 22,
versículos del 1 al 19. Abraham (un anciano de barbas largas,
blancas y espesas), sostiene con profunda concentración un cuchillo
y una vela; al lado de él está su hijo Isaac. Pero entre ambos está
un ángel, quien es el que detiene a Abraham, porque Dios ya había
comprobado su fidelidad. En un extremo de la pintura aparece el
cordero, que simbólicamente es el animal sacrificial por excelencia,
el cual es ofrendado ante Dios. Chagall sacraliza ese instante de
inmensa tensión de un hombre que se debate ante el profundo amor que
siente por su hijo y el amor y el temor ante Dios que se lo
ha dado. Ese momento, eterno del hombre abocado ante la muerte, es
el que el artista explora con sus pinceles y su intuición para
darnos como resultado una obra que nos alegoriza la inmensa piedad
de Dios ante la fragilidad y transitoriedad del ser humano, pero
también está presente que todo sacrificio será recompensado por la
divinidad.
La obra de Chagall es un puente o
si se quiere una puerta que nos conduce a lo sagrado, y, en esta
época en que se ha banalizado la vida y la muerte, es necesario
volver la mirada a aquellos lugares de conciencia cósmica que como
las obras de este artista nos llevan a provincias de dignidad en
donde el hombre habla con
Dios y lo eterno.
Notas:
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