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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ARTE - ARTISTA - FRAUDE - CAVELL, STANLEY -
 

Arte y fraude*

Carlos Rehermann

 

La banalización de los aspectos formales y materiales de las obras (una cama sucia, los muebles de una farmacia, una carpa, una pila de bosta de elefante) hace que no tenga sentido la falsificación de las obras

 

La idea de fraude
 

En un artículo[1] publicado en 1969, el filósofo estadounidense Stanley Cavell analiza el discurso de dos publicaciones[2] especializadas en música contemporánea. Acerca del fondo ideológico que las caracteriza, dice:

Lo que sugieren es que la posibilidad de fraude, y la experiencia del fraude, es endémica en la experiencia de la música contemporánea. […] No sé cómo alguien que ha experimentado el arte moderno puede haber esquivado ese tipo de experiencias, y no solo en el caso de la música. ¿Es arte el Arte Pop? ¿Son arte los bastidores con unas pocas tiras o incisiones? ¿Son arte las novelas de Raymond Roussel o Alain Robbe-Grillet? ¿Lo es el cine arte? Una respuesta común es que el tiempo lo dirá. Mi pregunta es ¿qué dirá el tiempo? […] Pero mientras esperamos que el tiempo lo diga, nos perdemos lo que dice el presente: que los peligros del fraude, y de la confianza, son esenciales en la experiencia del arte[3]

El artículo fue escrito por Cavell en los años de auge de la música serial, cuando los términos preferidos a la hora de hablar de composición eran “azar”, “incertidumbre” e “improvisación”. Las publicaciones a las que hacía referencia el autor hacían énfasis en la novedad y se detenían en relatos de los procesos de composición. La sensación que dominaba ciertos círculos artísticos con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial era de agotamiento. Acerca de esto, Cavell revisa la idea de la ausencia de progreso en el arte. Es frecuente mencionar la idea de progreso en la ciencia para explicar que no puede existir progreso en el arte.

Aun sin cuestionar la idea de progreso científico[*] (por ejemplo, por parte de Kuhn o de Popper[4]), es posible poner en duda que el arte está exento de progreso. Aunque no se puede sostener seriamente una teoría del progreso artístico, Cavell dice que los artistas, los críticos y hasta los historiadores con frecuencia expresan que una generación “ha resuelto un problema” planteado por una generación anterior. Ejemplos de lapsos en los que puede hablarse de esta clase de progreso pueden ser el establecimiento de la perspectiva cónica en Italia en el siglo XV, o la instalación de la novela en el siglo XIX como género narrativo dominante.

Tampoco puede decirse que la sucesión de estilos sea una mera sustitución de unos por otros exenta de progreso. Cuando el cubismo aparece luego del post-impresionismo de Cézanne, simultáneamente lo resignifica. Cuando un estilo se impone con intensidad (profundidad artística) y extensión (dominio de un ambiente cultural), tiende a permitir nuevas miradas o interpretaciones de vastos períodos anteriores. El cubismo no solo resignificó un estilo inmediatamente anterior sino que permitió interpretar la representación de la profundidad espacial desde el Renacimiento hasta llegar a las distorsiones de la representación de la tridimensionalidad de Cézanne que abrirían la puerta a la destrucción cubista del sistema cónico y monocular. Esta sensación de progreso que experimentan los artistas tiene un paralelo en la impresión de agotamiento que surge en grandes porciones de público ante ciertas manifestaciones que fuerzan los límites hasta entonces aceptados para la definición del arte.

Esta presión sobre la definición del arte supone necesariamente cierta idea de progreso o al menos de cambio. Pero si el progreso podía ser admitido por los artistas clasicistas como un intento de apropiación de la tradición y un deseo de llevar la técnica hasta estadios superiores de virtuosismo y belleza, el choque entre las instituciones oficiales (especialmente las Academias nacionales, y en los países periféricos como Uruguay, el apoyo sesgado y arbitrario, basado en aprobaciones educadas de los gobernantes de turno) y los artistas más talentosos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, representantes de una clase culta que desaprobaba la corrupción burguesa y reclamaba más libertades y una moral revolucionaria, convirtió el arte nuevo en rupturista. Las rupturas formaron una cadena cada vez más estruendosa de escándalos a partir de la irrupción de los impresionistas, en el último tercio del siglo.

A partir de ese momento (y con la adhesión de los nuevos artistas a las teorías científicas del color de Chevreul, como si quisieran afirmar que el progreso del arte corre junto con el progreso de la ciencia), al arte se convirtió en vanguardia. Un artista “actual” debía ser un luchador del frente. El enemigo era muy claramente identificable: las autoridades que no aceptaban ese nuevo arte en las exposiciones oficiales. Casi invariablemente, el grueso del público se sentía atacado por esos agresivos soldados del arte nuevo. Y la clase de agresión que sentían tenía que ver con el fraude.
 

Falsificación
 

En arte el fraude suele asumir la forma de falsificación, práctica de larga tradición. Cuando durante el Renacimiento los artistas comenzaron a ser admirados por su estilo personal, y los clientes reclamaban en los contratos que los rostros y las manos de los personajes fueran pintados “por la mano del maestro”[5], los propios maestros emprendieron una carrera de falsificadores: era más provechoso para ellos enseñar su estilo a un aprendiz que perder el tiempo realizando los cuadros, salvo casos excepcionales. Otras falsificaciones se hacían con la connivencia del cliente, como el enterramiento de esculturas de mármol en suelos ácidos, por parte de Miguel Ángel, de acuerdo con las instrucciones de su patrón Lorenzo de Medici, para darles la apariencia de antigüedades, según cuenta Vasari.

Los fraudes más espectaculares comenzaron a darse a principios del siglo XX, cuando los precios de las pinturas sufrieron aumentos explosivos. La falsificación, la realización de copias o la imitación del estilo de un artista del pasado dieron grandes dividendos a algunos estafadores virtuosos.

El caso de un notable falsificador de mediados del siglo XX ilustra extensamente la moral que se adhiere a las ideas de falsificación, originalidad, identidad, valor cultural y propiedad. Durante los años 1930, el arquitecto holandés Hans Van Meegeren vivía en el sur de Francia, donde pintaba cuadros con el estilo de algunos pintores del siglo XVII, especialmente de Jan Vermeer. Gran conocedor de la vida y la técnica de ejecución de sus compatriotas, fue capaz de engatusar al experto más influyente de su época, que certificó que un cuadro suyo era un auténtico Vermeer. Meegeren vendió al menos ocho cuadros pintados por él haciéndolos pasar por obras de Vermeer y de Hooch. Poco antes de comenzar la  Segunda Guerra Mundial volvió a su país, donde continuó vendiendo sus pinturas con firma falsa. Se hizo millonario. Pero durante la guerra cometió un error: vendió un cuadro a Hermann Goering.

Cuando al terminar la guerra los aliados nombraron un comité de rescate de obras de arte robadas por los nazis, se descubrió que en la colección de Goering había un Vermeer. Fue fácil rastrear el origen y llegar a van Meegeren. Lo que querían los investigadores era conocer la genealogía del cuadro, para dar con su legítimo propietario. Van Meegeren dijo que se lo había comprado a un italiano pero como no dio el nombre de ese supuesto vendedor fue acusado de traición por vender el patrimonio cultural holandés al enemigo, y procesado con prisión.

El abogado de van Meegeren sorprendió al juez con una declaración inverosímil: el Vermeer era en realidad un van Meegeren. Por lo tanto no debía ser considerado un traidor sino más bien un héroe, por haber engañado al enemigo. Se nombró una comisión de expertos, que determinaron que el cuadro era un temprano, pero clarísimo, notable, característico y perfecto Vermeer.  Van Meegeren dijo, entonces, que si le daban materiales él pintaría, delante del juez y los jurados, un cuadro en el estilo de Vermeer.  Así lo hizo, mientras guardaba arresto domiciliario. El cuadro que resultó de su desafío se titula El joven Cristo.

Lo que terminó por delatar las falsificaciones no fueron pruebas de expertos en arte, sino de científicos. El blanco de plomo, un azul de cobalto (que en un apuro usó en lugar de lapislázuli) y un proceso de plastificación para otorgar al óleo una dureza similar a la que le da el paso del tiempo, demostraron el fraude. Van Meegeren murió a los pocos días de ser sentenciado a un año de cárcel por falsificación. Pero al menos no murió como traidor a la patria. Para muchos holandeses, es un héroe que engañó a los nazis. Para otros es un héroe porque engañó a los expertos.
 

Diferencias entre un Vermeer y un van Meegeren
 

El fraude de van Meegeren pone en cuestión casi todo lo que tiene que ver con Vermeer. Muchos museos prefieren no mencionar su existencia, sobre todo los que compraron Vermeers durante los años 1930 y 1940. El fetichismo y el culto a la personalidad se manifiestan en toda su potencia cuando puestos uno junto a otro no es posible diferenciar un cuadro de Vermeer de uno de van Meegeren.

Lo primero que comienza a trastabillar es el significado que damos a la obra de Vermeer. Hay que preguntarse por qué Vermeer no pintó un Cristo joven. Quizá hay motivos que aun desconocemos por los cuales es completamente imposible que Vermeer haya podido hacer algo semejante. Pero los estudios iconológicos (en el sentido de Panofsky[6]) no han avanzado lo suficiente como para poder determinar con exactitud qué podría o no haber pintado alguien en el pasado. El mercado se trastorna. Los Vermeers se siguen vendiendo a precios altos, pero según algunos, casi a la mitad de lo que se podría obtener de no ser por la sombra de van Meegeren.

Para muchos, los verdaderos villanos en esta historia son los expertos, que cuando no logran reconocer la diferencia entre un Vermeer y un van Meegeren, demuestran que los criterios que emplean para otorgar valor a las obras no son rigurosos ni confiables. Es muy interesante hacer notar que el reclamo de un saber objetivo para determinar el valor artístico parece afirmarse cuando la condena de van Meegeren se debe a la química y no a la sabiduría acerca de arte de los expertos.

Un imitador como el gran falsificador húngaro Elmyr De Hory, que copiaba obras de sus contemporáneos (Picasso, Matisse, Modigliani) está a salvo incluso de los científicos que pueden detectar la composición de sus materiales. Van Meegeren tenía en su contra la distancia temporal entre él y Vermeer, que permitía discernir, mediante métodos científicos de datación, la antigüedad de los objetos artísticos. En el caso de De Hory el papel de la ciencia lo toma la administración comercial: listas, certificados, actas de transacciones, declaraciones de testigos, una suma de documentos que dan fe de la autenticidad de una obra. Pero ninguna verdad objetiva, ningún conocimiento positivo que provenga de un conocimiento sobre arte.

El fraude de las falsificaciones tiene el aura de las aventuras de los bandidos ilustrados, y al mismo tiempo de los benefactores de los pobres, como Robin Hood. Después de todo, los falsificadores solo roban a millonarios y engañan a unos pedantes que mantienen al común de la gente sometida a sus arbitrariedades, los expertos en arte.
 

La obra de arte en la era posterior a la reproducción mecánica
 

En la época de auge del capitalismo, de la comercialización de objetos de arte, las tendencias más actuales son las que rechazan la producción de objetos comercializables: performances, video arte, instalaciones, intervenciones. Si esto en parte reafirma la espectacularización general de la civilización[7], no hay que atribuirle a ese hecho toda la responsabilidad.

Las nuevas formas artísticas forman parte de la constelación eventual, de lo efímero, pasajero, in-permanente, autodestructivo, fugaz, biodegradable, putrescible, que no deja huellas. Esta ausencia de huellas es esencial para el sistema capitalista. La prohibición de conservar la forma es la característica más acentuada de la producción de nuestra actual cultura. De lo que se trata es de impedir la consolidación con el fin de lograr una venta incesante. El arte actual no puede venderse individualmente (salvo casos excepcionales), y depende de una activa intervención de grandes corporaciones y del Estado para producir una circulación de dinero que termine financiando la producción.

El comercio de arte se virtualiza: obras inmateriales son comercializadas mediante transacciones virtuales por sumas que tienen una existencia nominal. En Uruguay, que hasta hace muy poco tiempo había permanecido prácticamente al margen de esta forma de comercialización del nuevo arte, se está produciendo una actualización acelerada. El Ministerio de Educación y Cultura apoya decididamente las nuevas formas efímeras en que se manifiesta el arte, porque el nuevo gobierno de izquierda tiene como una de sus misiones esenciales la actualización de los procesos de intercambio capitalistas.

En la película de 1975 About Fakes (literalmente “Acerca de las falsificaciones”, que en español recibió el título “F de fraude”, siguiendo una de las versiones anglófonas, “F for Fake”) de Orson Welles, Elmyr de Hory dice: “Si los cuelgas [los cuadros falsos] en un museo o en una colección de pintura durante suficiente tiempo, se vuelven auténticos”. Pero el arte actual hace imposible esa clase de fraude, que no es la clase de fraude a la que se refería Cavell. En la misma película, el estafador Clifford Irving, que fue amigo y biógrafo de de Hory  (y quiso estafar a McGraw Hill con una falsa autobiografía de Howard Hughes), explica que la cuestión, ante una obra, no es discernir si es una falsificación o una obra auténtica, sino si es una buena o una mala falsificación. Irving decía eso en Ibiza, en la misma época en la que Cavell planteaba el tema del fraude ante el mundo académico.

De alguna manera, el estafador especialista en falsificaciones (el propio Irving había falsificado la escritura y la firma de Hughes), percibió que una de sus defensas más eficaces sería acusar a los propios artistas de falsificadores. De lo que dice surge la idea de que el falsificador profesional, quien trata de hacer pasar una obra suya por la de otro, busca acercarse a un ideal, y respeta el verdadero arte incluso más que los artistas de hoy. Su proceso es idéntico al de los aprendices de los grandes maestros del Renacimiento. En cambio, el artista que engaña al público haciendo pasar una ocurrencia circunstancial por una obra de arte no trata de esforzarse por llegar a una forma que sabe de antemano valiosa (es decir, que cumple con algunos requisitos previamente aceptados para ser considerada arte), sino que propone algo que se va a aceptar por motivos ajenos a la propia obra.

El arte actual se ha espectacularizado y eventualizado, y como siempre la crítica y la administración van rezagadas: de hecho la terminología de la comercialización a veces resulta anacrónica, como el “Premio Adquisición” que otorgó el Ministerio de Educación y Cultura a una obra que incluye la participación de la autora en una presentación a lo largo de 30 años. Es imposible adquirir un evento. Al mismo tiempo, la reducción drástica de cantidad de objetos artísticos que se está produciendo en todo el mundo genera una relativa escasez que tiende a mantener los precios en un nivel satisfactorio para la mayoría de los involucrados en el mundo del arte: galeristas, administradores de museos, y artistas.

La banalización de los aspectos formales y materiales de las obras (una cama sucia, los muebles de una farmacia, una carpa, una pila de bosta de elefante) hace que no tenga sentido la falsificación de las obras. La copia es inútil porque no se requiere ninguna habilidad especial para hacerla. Cualquiera la puede hacer, y por lo tanto nadie va a pagar por esa obra a no ser que el vendedor sea confiable. De hecho el artista es con frecuencia un diseñador que produce indicaciones para que unos artesanos habilidosos (y anónimos) den forma objetual a la obra. Por eso el artista debe ser él mismo vendible y hábil para relacionarse con los financiadores, es decir, seductor.

Si la británica Tracy Emin presenta su cama sucia a un concurso de arte de su país, habrá una serie de jurados que se sentará a examinarla y decidirá si merece o no un premio, una mención, o ninguna de esas distinciones. Pero si un plomero de Liverpool lleva su cama sucia al mismo lugar, probablemente tenga problemas con el personal de seguridad. Una cosa es Tracy Emin, y otra un plomero de Liverpool. Los jurados pueden decir que Tracy Emin tiene una trayectoria y por lo tanto hay que atender a su propuesta de cama sucia, y que el plomero no tiene ninguna trayectoria, sino solo una cama sucia. En resumen, la obra no interesa en lo más mínimo, porque todo se reduce a la figura del artista.

En una época de masificación, pérdida de definición de las identidades, desdibujamiento de los rasgos individuales, la pérdida de materialidad de las obras de arte es significativa e imprescindible.
 

Rechazos y acusaciones
 

Pertenecer a una vanguardia y ser rechazado por la sociedad fue un estigma de los artistas del siglo XX. Los artistas más creativos fueron acusados de engañar al público con obras incomprensibles, mal hechas, obscenas y feas. Una acusación que aun hoy es común consiste en denunciar que la obra podría haber sido hecha por cualquier persona, a tal punto carece de dificultades técnicas o parece estar torpemente hecha. Por más que la discusión acerca de ese asunto en particular fue desarticulada a principio del siglo XX (piénsese en el Dadá y en Duchamp), sigue siendo la objeción popularmente más recurrida.

Cuando las vanguardias se ganaron un espacio económico y dispusieron de una clientela adinerada (y en muchos casos notablemente esnob, particularmente a partir del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando el centro económico del arte se desplazó de París a Nueva York), se puso a punto un discurso según el cual las vanguardias son movimientos heroicos llevados adelante por mártires incomprendidos. El pasado estaba lleno de casos lacrimógenos como los de Van Gogh y Modigliani, que otorgaban salvoconductos a sus descendientes artísticos.

Para los críticos y los académicos resultaba problemático acusar de fraude a un artista. Por un lado corrían el riesgo de cometer las mismas imprudencias de los muchos que rechazaron el impresionismo, el cubismo o el fauvismo. Por otra parte, el transcurso del siglo puso en cuestión la definición misma del arte, por lo cual resultaba peligroso ponerse en la posición de cuestionar a un artista contemporáneo ya que, de resultar un contraataque del artista, el académico probablemente sufriera lesiones ideológicas, políticas y sociales graves.

Un ingrediente adicional a esta pérdida de capacidad de juicio fue el rápido crecimiento del mercado de arte. La moneda es un signo que tiende a abandonar su significado para conservar solo el significante, un proceso que se inició antes del abandono del patrón oro pero que desde ese momento se acentuó notablemente. En cuanto interviene un signo tan universal y ya sin significado como el dinero, todo juicio queda supeditado a una transacción[8]. El juicio se suspende.

Esta suspensión del juicio no tenía las características de la abstención voluntaria de Pirrón. Al contrario, forzada por una suma de condiciones sociales y económicas, conduce a una ataraxia que se parece bastante a la idiocia. Así, el fraude es inefable porque el artista es un mártir que se ofende cuando se le pide que defina su campo de acción (el arte). La respuesta tiende a ser (como corresponde a un mártir) una acusación de persecución, de sostenimiento de viejos órdenes injustos, de oscurantismo y rechazo al nuevo mundo del que el artista es embajador. La confianza es esencial entonces para el juicio acerca de la obra. La idea de Cavell parece hoy acercarse al centro de los temas de discusión sobre arte: los peligros del fraude y de la confianza son esenciales en la experiencia del arte


Notas:
 

[*] Un ejemplo recurrido es el de la comparación entre la física newtoniana y la Teoría de la Relatividad. Quienes cuestionan el progreso científico aducen que el paradigma einsteniano es independiente del newtoniano, de tal modo que una discusión newtoniana  y una einsteniana pueden llevarse a cabo sin la menor interacción; sin embargo, parece impensable que un físico domine la Teoría de la Relatividad sin conocer la teoría de la gravitación universal de Newton. En ese sentido se establece una continuidad (a través de las instancias formativas del científico) que permiten aceptar la idea de progreso en la ciencia.

 

[1] “Music Discomposed”, en Stanley Cavell, Must we mean what we say? A Book of Essays, New York: Charles Scribner’s Sons, 1969.

[2] “Die Reihe” fue una revista publicada en alemán, editada por Herbert Eimert y Karlheinz Stockhausen, en Viena entre 1955 y 1962. Entre 1957 y 1968 se publicó en Estados Unidos una versión en ingles, aunque conservó el título en alemán, que hace referencia a la música serial. “Perspectives of New Music” fue editada en Estados Unidos por primera vez en 1961 por Arthur Berger y Benjamin Boretz, y se sigue publicando en la actualidad.

[3] Stanley Cavell, Op. Cit. P. 188.

[4] Ver Thomas S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, Chicago: University of Chicago Press, 1962, y  Karl Popper, The Logic of Scientific Discovery. London: Hutchinson, 1959.

[5] Ver Michael Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, Barcelona: Gustavo Gili, 1982.

[6] Ver Erwin Panofsky, “Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento”, en El significado en las artes visuales. Madrid: Alianza Editorial, 1983

[7] Ver Guy Debord, La sociètè du spectacle. Paris: Champ Libre, 1967.

[8] Ver Amir Hamed, “Fin y monedas”, en Mal y neomal. Rudimentos de geoidiocia. Montevideo: Amuleto, 2007.
 


 

* Publicado originalmente en revista La pupila http://www.revistalapupila.com/

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