La idea de fraude
En un artículo[1]
publicado en 1969, el filósofo estadounidense Stanley Cavell analiza
el discurso de dos publicaciones[2]
especializadas en
música contemporánea. Acerca del fondo ideológico
que las caracteriza, dice:
Lo que sugieren
es que la posibilidad de fraude, y la experiencia del fraude, es
endémica en la experiencia de la
música contemporánea. […] No sé
cómo alguien que ha experimentado el
arte moderno puede haber
esquivado ese tipo de experiencias, y no solo en el caso de la
música. ¿Es
arte el Arte Pop? ¿Son arte los bastidores con unas
pocas tiras o incisiones? ¿Son
arte las novelas de Raymond Roussel o
Alain Robbe-Grillet? ¿Lo es el cine arte? Una respuesta común es que
el tiempo lo dirá. Mi pregunta es ¿qué dirá el tiempo? […] Pero
mientras esperamos que el tiempo lo diga, nos perdemos lo que dice
el presente: que los peligros del fraude, y de la confianza, son
esenciales en la experiencia del arte[3].
El artículo fue escrito por Cavell en
los años de auge de la música serial, cuando los términos preferidos
a la hora de hablar de composición eran “azar”, “incertidumbre” e
“improvisación”. Las publicaciones a las que hacía referencia el
autor hacían énfasis en la novedad y se detenían en relatos de los
procesos de composición. La sensación que dominaba ciertos
círculos artísticos con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial
era de agotamiento. Acerca de esto, Cavell revisa la idea de la ausencia de progreso en el arte. Es frecuente mencionar la idea
de progreso en la ciencia para explicar que no puede existir
progreso en el arte.
Aun sin cuestionar la idea de
progreso científico
(por ejemplo, por parte de Kuhn o de Popper[4]),
es posible poner en duda que el arte está exento de progreso. Aunque
no se puede sostener seriamente una teoría del progreso artístico, Cavell dice que los artistas, los críticos y hasta los historiadores
con frecuencia expresan que una generación “ha resuelto un problema”
planteado por una generación anterior. Ejemplos de lapsos en los que
puede hablarse de esta clase de progreso pueden ser el
establecimiento de la perspectiva cónica en Italia en el siglo XV, o
la instalación de la novela en el siglo XIX como género narrativo
dominante.
Tampoco puede decirse que la sucesión
de estilos sea una mera sustitución de unos por otros exenta de
progreso. Cuando el cubismo aparece luego del post-impresionismo de Cézanne, simultáneamente lo resignifica. Cuando un estilo se impone
con intensidad (profundidad artística) y extensión (dominio de un
ambiente cultural), tiende a permitir nuevas miradas o
interpretaciones de vastos períodos anteriores. El cubismo no solo resignificó un estilo inmediatamente anterior sino que permitió
interpretar la representación de la profundidad espacial desde el
Renacimiento hasta llegar a las distorsiones de la representación de
la tridimensionalidad de Cézanne que abrirían la puerta a la
destrucción cubista del sistema cónico y monocular. Esta sensación
de progreso que experimentan los artistas tiene un paralelo en la
impresión de agotamiento que surge en grandes porciones de público
ante ciertas manifestaciones que fuerzan los límites hasta entonces
aceptados para la definición del
arte.
Esta presión sobre la definición del
arte supone necesariamente cierta idea de progreso o al menos de
cambio. Pero si el progreso podía ser admitido por los artistas
clasicistas como un intento de apropiación de la tradición y un
deseo de llevar la técnica hasta estadios superiores de virtuosismo
y belleza, el choque entre las instituciones oficiales
(especialmente las Academias nacionales, y en los países periféricos
como Uruguay, el apoyo sesgado y arbitrario, basado en aprobaciones
educadas de los gobernantes de turno) y los artistas más talentosos
a partir de la segunda mitad del siglo XIX, representantes de una
clase culta que desaprobaba la corrupción burguesa y reclamaba más
libertades y una moral revolucionaria, convirtió el
arte nuevo en rupturista. Las rupturas formaron una cadena cada vez más
estruendosa de escándalos a partir de la irrupción de los
impresionistas, en el último tercio del siglo.
A partir de ese momento (y con la
adhesión de los nuevos artistas a las teorías científicas del color
de Chevreul, como si quisieran afirmar que el progreso del
arte
corre junto con el progreso de la ciencia), al arte se convirtió en
vanguardia. Un
artista “actual” debía ser un luchador del
frente. El enemigo era muy claramente identificable: las autoridades
que no aceptaban ese nuevo arte en las exposiciones oficiales. Casi
invariablemente, el grueso del público se sentía atacado por esos
agresivos soldados del arte nuevo. Y la clase de agresión que
sentían tenía que ver con el fraude.
Falsificación
En
arte el fraude suele asumir la forma de falsificación, práctica de
larga tradición. Cuando durante el Renacimiento los artistas
comenzaron a ser admirados por su estilo personal, y los clientes
reclamaban en los contratos que los rostros y las manos de los
personajes fueran pintados “por la mano del maestro”[5],
los propios maestros emprendieron una carrera de falsificadores: era
más provechoso para ellos enseñar su estilo a un aprendiz que perder
el tiempo realizando los cuadros, salvo casos excepcionales. Otras
falsificaciones se hacían con la connivencia del cliente, como el
enterramiento de esculturas de mármol en suelos ácidos, por parte de
Miguel Ángel, de acuerdo con las instrucciones de su patrón Lorenzo
de Medici, para darles la apariencia de antigüedades, según cuenta
Vasari.
Los fraudes más espectaculares
comenzaron a darse a principios del siglo XX, cuando los precios de
las pinturas sufrieron aumentos explosivos. La falsificación, la
realización de copias o la imitación del estilo de un
artista del
pasado dieron grandes dividendos a algunos estafadores virtuosos.
El caso de un notable falsificador de
mediados del siglo XX ilustra extensamente la moral que se adhiere a
las ideas de falsificación, originalidad, identidad, valor cultural y propiedad. Durante los años
1930, el
arquitecto holandés Hans Van Meegeren vivía en el sur de Francia,
donde pintaba cuadros con el estilo de algunos pintores del siglo XVII, especialmente de Jan Vermeer. Gran conocedor de la vida y la
técnica de ejecución de sus compatriotas, fue capaz de engatusar al
experto más influyente de su época, que certificó que un cuadro suyo
era un auténtico Vermeer. Meegeren vendió al menos ocho cuadros
pintados por él haciéndolos pasar por obras de Vermeer y de Hooch.
Poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial volvió a su país, donde continuó
vendiendo sus pinturas con firma falsa. Se hizo millonario. Pero
durante la guerra cometió un error: vendió un cuadro a Hermann
Goering.
Cuando al terminar la guerra los
aliados nombraron un comité de rescate de obras de arte robadas por
los nazis, se descubrió que en la colección de Goering había un
Vermeer. Fue fácil rastrear el origen y llegar a van Meegeren. Lo
que querían los investigadores era conocer la genealogía del cuadro,
para dar con su legítimo propietario. Van Meegeren dijo que se lo
había comprado a un italiano pero como no dio el nombre de ese
supuesto vendedor fue acusado de traición por vender el patrimonio
cultural holandés al enemigo, y procesado con prisión.
El abogado de van Meegeren sorprendió
al juez con una declaración inverosímil: el Vermeer era en realidad
un van Meegeren. Por lo tanto no debía ser considerado un traidor
sino más bien un héroe, por haber engañado al enemigo. Se nombró una
comisión de expertos, que determinaron que el cuadro era un
temprano, pero clarísimo, notable, característico y perfecto
Vermeer. Van Meegeren dijo, entonces, que si le daban materiales él
pintaría, delante del juez y los jurados, un cuadro en el estilo de
Vermeer. Así lo hizo, mientras guardaba arresto domiciliario. El
cuadro que resultó de su desafío se titula El joven Cristo.
Lo que terminó por delatar las
falsificaciones no fueron pruebas de expertos en arte, sino de
científicos. El blanco de plomo, un azul de cobalto (que en un apuro
usó en lugar de lapislázuli) y un proceso de plastificación para
otorgar al óleo una dureza similar a la que le da el paso del
tiempo, demostraron el fraude. Van Meegeren murió a los pocos días
de ser sentenciado a un año de cárcel por falsificación. Pero al
menos no murió como traidor a la patria. Para muchos holandeses, es
un héroe que engañó a los nazis. Para otros es un
héroe porque
engañó a los expertos.
Diferencias entre un
Vermeer y un van Meegeren
El
fraude de van Meegeren pone en cuestión casi todo lo que tiene que
ver con Vermeer. Muchos museos prefieren no mencionar su existencia,
sobre todo los que compraron Vermeers durante los años 1930 y
1940. El fetichismo y el culto a la personalidad se manifiestan
en toda su potencia cuando puestos uno junto a otro no es posible
diferenciar un cuadro de Vermeer de uno de van Meegeren.
Lo primero que comienza a
trastabillar es el significado que damos a la obra de Vermeer. Hay
que preguntarse por qué Vermeer no pintó un Cristo joven.
Quizá hay motivos que aun desconocemos por los cuales es
completamente imposible que Vermeer haya podido hacer algo
semejante. Pero los estudios iconológicos (en el sentido de Panofsky[6])
no han avanzado lo suficiente como para poder determinar con
exactitud qué podría o no haber pintado alguien en el pasado. El
mercado se trastorna. Los Vermeers se siguen vendiendo a precios
altos, pero según algunos, casi a la mitad de lo que se podría
obtener de no ser por la sombra de van Meegeren.
Para muchos, los verdaderos villanos
en esta historia son los expertos, que cuando no logran reconocer la
diferencia entre un Vermeer y un van Meegeren, demuestran que los
criterios que emplean para otorgar valor a las obras no son
rigurosos ni confiables. Es muy interesante hacer notar que el
reclamo de un saber objetivo para determinar el valor artístico
parece afirmarse cuando la condena de van Meegeren se debe a la
química y no a la sabiduría acerca de arte de los expertos.
Un imitador como el gran falsificador
húngaro Elmyr De Hory, que copiaba obras de sus contemporáneos
(Picasso, Matisse, Modigliani) está a salvo incluso de los
científicos que pueden detectar la composición de sus materiales.
Van Meegeren tenía en su contra la distancia temporal entre él y
Vermeer, que permitía discernir, mediante métodos científicos de
datación, la antigüedad de los objetos artísticos. En el caso de De Hory el papel de la ciencia lo toma la administración comercial:
listas, certificados, actas de transacciones, declaraciones de
testigos, una suma de documentos que dan fe de la autenticidad de
una obra. Pero ninguna verdad objetiva, ningún conocimiento positivo
que provenga de un conocimiento sobre
arte.
El fraude de las falsificaciones
tiene el aura de las aventuras de los bandidos ilustrados, y al
mismo tiempo de los benefactores de los pobres, como Robin Hood.
Después de todo, los falsificadores solo roban a millonarios y
engañan a unos pedantes que mantienen al común de la gente sometida
a sus arbitrariedades, los expertos en
arte.
La obra de
arte en
la era posterior a la reproducción mecánica
En
la época de auge del capitalismo, de la comercialización de
objetos
de arte, las tendencias más actuales son las que rechazan la
producción de objetos comercializables: performances, video arte,
instalaciones, intervenciones. Si esto en parte reafirma la
espectacularización general de la civilización[7],
no hay que atribuirle a ese hecho toda la responsabilidad.
Las nuevas formas artísticas forman
parte de la constelación eventual, de lo efímero, pasajero,
in-permanente, autodestructivo, fugaz, biodegradable, putrescible,
que no deja huellas. Esta ausencia de huellas es esencial para el
sistema capitalista. La prohibición de conservar la forma es la
característica más acentuada de la producción de nuestra actual
cultura. De lo que se trata es de impedir la consolidación con el
fin de lograr una venta incesante. El arte actual no puede venderse
individualmente (salvo casos excepcionales), y depende de una activa
intervención de grandes corporaciones y del
Estado para producir una
circulación de dinero que termine financiando la producción.
El comercio de arte se virtualiza:
obras inmateriales son comercializadas mediante transacciones
virtuales por sumas que tienen una existencia nominal. En
Uruguay,
que hasta hace muy poco tiempo había permanecido prácticamente al
margen de esta forma de comercialización del nuevo arte, se está
produciendo una actualización acelerada. El Ministerio de Educación
y Cultura apoya decididamente las nuevas formas efímeras en que se
manifiesta el arte, porque el nuevo gobierno de izquierda tiene como
una de sus misiones esenciales la actualización de los procesos de
intercambio capitalistas.
En la película de 1975 About Fakes
(literalmente “Acerca de las falsificaciones”, que en español
recibió el título “F de fraude”, siguiendo una de las versiones
anglófonas, “F for Fake”) de Orson Welles, Elmyr de Hory dice: “Si
los cuelgas [los cuadros falsos] en un museo o en una colección de
pintura durante suficiente tiempo, se vuelven auténticos”.
Pero el arte actual hace imposible esa clase de fraude, que no es la
clase de fraude a la que se refería Cavell. En la misma película, el estafador
Clifford Irving, que fue amigo y biógrafo de de Hory (y quiso
estafar a McGraw Hill con una falsa autobiografía de Howard Hughes),
explica que la cuestión, ante una obra, no es discernir si es una
falsificación o una obra auténtica, sino si es una buena o una
mala falsificación. Irving decía eso en Ibiza, en la misma época
en la que Cavell planteaba el tema del fraude ante el
mundo
académico.
De alguna manera, el estafador
especialista en falsificaciones (el propio Irving había falsificado
la escritura y la firma de Hughes), percibió que una de sus defensas
más eficaces sería acusar a los propios artistas de falsificadores.
De lo que dice surge la idea de que el falsificador profesional,
quien trata de hacer pasar una obra suya por la de otro, busca
acercarse a un ideal, y respeta el verdadero arte incluso más que
los artistas de hoy. Su proceso es idéntico al de los aprendices de
los grandes maestros del Renacimiento. En cambio, el
artista que
engaña al público haciendo pasar una ocurrencia circunstancial por
una obra de arte no trata de esforzarse por llegar a una forma que
sabe de antemano valiosa (es decir, que cumple con algunos
requisitos previamente aceptados para ser considerada
arte), sino
que propone algo que se va a aceptar por motivos ajenos a la propia
obra.
El arte actual se ha
espectacularizado y eventualizado, y como siempre la crítica y la
administración van rezagadas: de hecho la terminología de la
comercialización a veces resulta anacrónica, como el “Premio
Adquisición” que otorgó el Ministerio de Educación y Cultura a una
obra que incluye la participación de la autora en una presentación a
lo largo de 30 años. Es imposible adquirir un evento. Al mismo tiempo, la reducción
drástica de cantidad de objetos artísticos que se está produciendo
en todo el mundo genera una relativa escasez que tiende a mantener
los precios en un nivel satisfactorio para la mayoría de los
involucrados en el mundo del arte: galeristas, administradores de
museos, y artistas.
La banalización de los aspectos
formales y materiales de las obras (una cama sucia, los muebles de
una farmacia, una carpa, una pila de bosta de elefante) hace que no
tenga sentido la falsificación de las obras. La copia es inútil
porque no se requiere ninguna habilidad especial para hacerla.
Cualquiera la puede hacer, y por lo tanto nadie va a pagar por esa
obra a no ser que el vendedor sea confiable. De hecho el
artista es
con frecuencia un diseñador que produce indicaciones para que unos
artesanos habilidosos (y anónimos) den forma objetual a la obra. Por
eso el artista debe ser él mismo vendible y hábil para relacionarse
con los financiadores, es decir, seductor.
Si la británica Tracy Emin presenta
su cama sucia a un concurso de arte de su país, habrá una serie de
jurados que se sentará a examinarla y decidirá si merece o no un
premio, una mención, o ninguna de esas distinciones. Pero si un
plomero de Liverpool lleva su cama sucia al mismo lugar,
probablemente tenga problemas con el personal de seguridad. Una cosa
es Tracy Emin, y otra un plomero de Liverpool. Los jurados pueden
decir que Tracy Emin tiene una trayectoria y por lo tanto hay que
atender a su propuesta de cama sucia, y que el plomero no tiene
ninguna trayectoria, sino solo una cama sucia. En resumen, la obra
no interesa en lo más mínimo, porque todo se reduce a la figura del
artista.
En una época de masificación, pérdida
de definición de las identidades, desdibujamiento de los rasgos
individuales, la pérdida de materialidad de las obras de arte es
significativa e imprescindible.
Rechazos y
acusaciones
Pertenecer a una vanguardia y ser
rechazado por la sociedad fue un estigma de los artistas del siglo XX.
Los artistas más creativos fueron acusados de engañar al público con
obras incomprensibles, mal hechas, obscenas y feas. Una acusación
que aun hoy es común consiste en denunciar que la obra podría haber
sido hecha por cualquier persona, a tal punto carece de dificultades
técnicas o parece estar torpemente hecha. Por más que la discusión
acerca de ese asunto en particular fue desarticulada a principio del
siglo XX (piénsese en el Dadá y en Duchamp), sigue
siendo la objeción popularmente más recurrida.
Cuando las
vanguardias se ganaron un
espacio económico y dispusieron de una clientela adinerada (y en
muchos casos notablemente esnob, particularmente a partir del
comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando el centro económico
del arte se desplazó de París a Nueva York), se puso a punto un
discurso según el cual las vanguardias son movimientos heroicos
llevados adelante por mártires incomprendidos. El pasado estaba
lleno de casos lacrimógenos como los de Van Gogh y Modigliani, que
otorgaban salvoconductos a sus descendientes artísticos.
Para los críticos y los académicos
resultaba problemático acusar de fraude a un
artista. Por un lado
corrían el riesgo de cometer las mismas imprudencias de los muchos
que rechazaron el impresionismo, el cubismo o el fauvismo. Por otra
parte, el transcurso del siglo puso en cuestión la definición misma
del arte, por lo cual resultaba peligroso ponerse en la posición de
cuestionar a un artista contemporáneo ya que, de resultar un
contraataque del artista, el académico probablemente sufriera
lesiones ideológicas, políticas y sociales graves.
Un ingrediente adicional a esta
pérdida de capacidad de juicio fue el rápido crecimiento del mercado
de arte. La moneda es un signo que tiende a abandonar su significado
para conservar solo el significante, un proceso que se inició antes
del abandono del patrón oro pero que desde ese momento se acentuó
notablemente. En cuanto interviene un signo tan universal y ya sin
significado como el dinero, todo juicio queda supeditado a una
transacción[8].
El juicio se suspende.
Esta suspensión del juicio no tenía
las características de la abstención voluntaria de Pirrón. Al
contrario, forzada por una suma de condiciones sociales y
económicas, conduce a una ataraxia que se parece bastante a la
idiocia. Así, el fraude es inefable porque el artista es un mártir
que se ofende cuando se le pide que defina su campo de acción (el
arte). La respuesta tiende a ser (como corresponde a un mártir) una
acusación de persecución, de sostenimiento de viejos órdenes
injustos, de oscurantismo y rechazo al nuevo mundo del que el
artista es embajador. La confianza es esencial entonces
para el juicio acerca de la obra. La idea de Cavell parece hoy
acercarse al centro de los temas de discusión sobre arte: los
peligros del fraude y de la confianza son esenciales en la
experiencia del arte.
[1]
“Music Discomposed”, en Stanley Cavell, Must we
mean what we say? A Book of Essays, New York: Charles
Scribner’s Sons, 1969.
[2]
“Die Reihe” fue una revista publicada en alemán, editada por
Herbert Eimert y Karlheinz Stockhausen, en Viena entre 1955
y 1962. Entre 1957 y 1968 se publicó en Estados Unidos una
versión en ingles, aunque conservó el título en alemán, que
hace referencia a la música serial. “Perspectives of New
Music” fue editada en Estados Unidos por primera vez en 1961
por Arthur Berger y Benjamin Boretz, y se sigue publicando
en la actualidad.
[3]
Stanley Cavell,
Op. Cit. P. 188.
[4]
Ver Thomas S. Kuhn, The Structure of Scientific
Revolutions, Chicago: University of Chicago Press, 1962,
y Karl Popper, The Logic of Scientific Discovery.
London: Hutchinson, 1959.
[5]
Ver Michael Baxandall, Pintura y vida cotidiana en
el Renacimiento, Barcelona: Gustavo Gili, 1982.
[6]
Ver Erwin Panofsky, “Iconografía e iconología:
introducción al estudio del arte del Renacimiento”, en El
significado en las artes visuales. Madrid: Alianza
Editorial, 1983
[7]
Ver Guy Debord, La sociètè du spectacle.
Paris: Champ Libre, 1967.
[8]
Ver Amir Hamed, “Fin y monedas”, en Mal y neomal.
Rudimentos de geoidiocia. Montevideo: Amuleto, 2007.
* Publicado
originalmente en
revista La pupila
http://www.revistalapupila.com/ |
|