Desde Nietzsche,
se califica a la filología de arte de la
lectura lenta.
Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente por los textos
cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va
desapareciendo. Hoy me planteo la tarea de reflexionar un momento
sobre la estructura específica de la
lectura. La lectura
refiere a la escritura,
manuscrita o impresa, y la
escritura tiene su origen en el
lenguaje. Leer es dejar que le hablen a uno. Aquí hay un momento
hermenéutico. ¿Quién puede leer sin comprender? Todo lo que no sea
introducirse desde el
lenguaje en lo suscitado por él, es balbucear, hablar
entrecortadamente, deletrear. El habla requiere, pues, comprensión,
comprensión de la palabra que
se dice. También de la propia
palabra. Todos sabemos lo que significa no comprender las
palabras de uno mismo. Algo así se dice cuando hay demasiado ruido
en el ambiente. Con ello, uno refiere a algo esencial, a saber, que
no se comprende la palabra de
uno mismo porque no se puede ver cómo la recibe el otro. Esto no
quiere decir que haya que escuchar las palabras de uno mismo, pero
sí que hay que procurar que el otro pueda oírlas. Lo que importa es
que lleguen al destinatario. Incluso hay que preguntarse si todo
estancamiento en la comprensión de uno mismo —que es, probablemente,
una de las experiencias básicas que nos dan que pensar— no será
siempre una llegada a uno mismo que se retrasa. Cuando considero el
fenómeno del leer vinculado a los de oír y el ver, el tema presenta
dos aspectos, uno antropológico y otro poetológico. El aspecto
antropológico es antiquísimo. La rivalidad de estos nuestros dos
sentidos más humanos es un fenómeno conocido. Sabemos que un azor
(ave accipitriforme) ve mejor y que un gato oye mejor
que cualquiera de nosotros. Pero el funcionamiento combinado del
oído y la vista distingue específicamente al hombre desde antaño.
Oír no quiere decir solo oír, sino que oír quiere decir oír
palabras. Aquí aparece una característica del oído. Así, en la
conocida expresión que afirma que uno se queda consternado, que uno
pierde los sentidos (eínem vergeht Hören und Sehen) el oído
ocupa el primer lugar.
Ciertamente, Aristóteles tiene razón cuando, al comienzo de la
Metafísica, dice que de todos los sentidos del hombre el de la
vista es el más importante, pues presenta la mayor parte de las
diferenciaciones, la mayor parte de las diferencias y es, por ello,
entre todos los sentidos, el más próximo al conocer, al establecer
diferencias. Aristóteles dice también algo respecto de la primacía
del oír. El oído puede recibir el discurso humano y su universalidad
lo sobrepasa todo. Pues sabemos cómo se compensan estos dos sentidos
esenciales del hombre. Todos los hombres que ven mal entrenan su
oído mucho más que los demás. Y sabemos, en cambio, hasta qué punto
el ojo puede sustituir al oído, por ejemplo, mediante la
lectura del movimiento de
los labios. Pero las relaciones entre el oído y la vista, entre el
ver y el oír, son mucho más complicadas de lo que parece a primera
vista. Obviamente, cuando hablamos del oír y el ver en relación con
el leer, no se trata de que haya que ver para poder descifrar lo
escrito, sino que lo que importa es que hay que oír lo que dice lo
escrito. Tener la capacidad de oír es tener la capacidad de
comprender. Este es el verdadero tema de mis reflexiones. El nexo
entre leer y oír es evidente. Solo en las fases tardías de nuestra
cultura europea ha sido, en general, posible leer sin hablar.
Sabemos por un pasaje de Agustín que el padre de la Iglesia Ambrosio
quedó atónito ante el hecho de poder leer sin hablar en voz alta.
Recuerdo que, en mi juventud, el profesor de alemán del Instituto
de Breslau me observaba al principio con desconfianza —hasta que
se hubo convenido de mi inocencia— porque yo siempre movía los
labios al escribir, como si estuviese hablando. Quizá fue una
primera y temprana disposición al talento hermenéutico: cuando leo
algo quisiera siempre, además, oírlo. De lo que se trata es, pues,
de volver a convertir lo escrito en
lenguaje y del oír
asociado a esa reconversión.
Nos encontramos aquí, en cierto modo, ante preguntas todavía no
exploradas. Hay que distinguir si un texto ha sido redactado para
ser recitado o si un texto debe ser leído rápidamente o si un texto
debe ser leído en voz alta y está escrito para ello o si al fin y al
cabo, como ha llegado a ser cada vez más frecuente en nuestra
cultura,
sólo hay que contar con la lectura silenciosa. No es que en todos
estos casos haya claras diferencias, pero el modo en que se va a
utilizar lo escrito ha de jugar un papel en el arte de
escribir.
Aquí se inserta el problema de la oral poetry,
muy discutido en la actualidad. Lo que yo, como filólogo clásico
había aprendido, a saber, que sustancialmente la tradición épica
solo pudo desarrollarse basándose en la
escritura, queda cercenado porque ha sido conocida la
existencia, sorprendentemente larga, de una tradición oral de
leyendas y de poesía épicas. Esto lo ha hecho ver una expedición
americana a las montañas albanesas. Naturalmente, se debe valorar
con corrección la importancia de este conocimiento. Significa que
hay que reconocer la mneme, la memoria, el engrama
(hipotético cambio que se produciría en el
cerebro al producirse un
almacenamiento memorístico) en nosotros mismos, como
la primera forma de la
escritura que
ha sido cincelada en la psique. Cualquiera ve en las
epopeyas homéricas, igual que en
otras epopeyas que fueron aún compuestas para la tradición
rapsódica, cuánto alivian la memoria del rapsoda, igual que la del
oyente, la repetición, las flores retóricas, los medios estilísticos
y metáforas reiterativas. La estabilización por medio de la
escritura es
casi anticipada ya en la tradición oral de la poesía.
Ahora bien, no podemos discutir aquí en qué parte de la redacción de
nuestras epopeyas clásicas ha influido la tradición oral y en qué
parte lo ha hecho la reducción escrita de esa tradición oral. Tengo
interés en que se dirija la
mirada a la relación
general entre leer y oír y, con ello, no desatender a los
destinatarios a quienes se dirige el que escribe, el escritor, y
para quien son tan importantes. Por la retórica sabemos que los
grandes representantes griegos del arte de la
palabra elaboraron, por
regla general, discursos escritos, es decir,
literatura. Cuando
tenían sus famosos altercados, leían textos ante el público. Por
tanto, ya había entonces una estrecha vinculación entre retórica y
literatura. Ciertamente, nos
encontramos aquí en una época relativamente tardía, en la que
comenzó nuestra tradición
discursiva. Pero los diferentes modos en que lo legible se
transforma en audible tienen, evidentemente, un significado más
amplio. Piénsese en la diferencia que hay entre la manera de cantar
ante el público de un rapsoda profesional o la manera de entonar del
recitador de un
género
determinado, por ejemplo, la epopeya, o cómo se ejecuta la lírica
coral. Lírica coral quiere decir que muchos cantan y actúan
conjuntamente. Si se consigue hacer presente toda la cadena de
fenómenos que enlazan en este punto, se aprenderá algo sobre qué son
el leer y la lectura. Conecto
aquí con investigaciones que realicé cuando era un joven docente en
1929 cuando, en el seminario de filosofía, a lo largo de todo un
semestre, examiné la cuestión: ¿qué es realmente la
lectura: es una especie de
representación ante un escenario interior?
Ésa fue la denominación que le dio una vez Goethe
a la lectura. La expresión no
está, por cierto, mal elegida, pues, al leer, hay que crear un
escenario si se quiere aquilatar o hacer presente la articulación
del lenguaje en toda su envergadura. Pero la comparación tiene,
evidentemente, límites muy estrechos. Esto quedará claro si menciono
una traducción como la
que hizo Friedrich Gundolf de
Shakespeare. La utilizo como ejemplo en este pequeño trabajo
precisamente porque la última vez que oí hablar a Rudolf Sühnel fue
en una bonita conferencia sobre Gundolf. Mostró entonces cómo la
recepción alemana de Shakespeare estuvo, con creciente intensidad,
motivada por la época clásica de la
cultura de la lectura y,
en consecuencia, por el escenario interior de la
lectura. En el caso de
Gundolf, su poético trabajo de traducción se agudizó hasta el punto
de convertirse en una forma incapaz de ser representada en el
teatro. Son cuestiones
interesantes.Goethe las ha considerado, por completo, en el mismo
sentido cuando, por ejemplo, dice que Shakespeare tiene reservado un
lugar de honor en la poesía y que su lugar en el
teatro es más bien accidental y
extrínseco. La recepción que de Shakespeare hizo el clasicismo
alemán estuvo, en efecto, enteramente dominada por la
palabra y dirigida al efecto
poético del lenguaje. Esto quiere decir, obviamente, que se basó
esencialmente en la lectura
en voz alta. Goethe fue un lector sobresaliente de sus propias
poesías y sabemos que Ludwig Tieck fue un maestro inigualable en la
recitación de los dramas de Shakespeare.
Pero, ¿qué clase de
lectura es esa lectura en voz alta? ¿Es mimo? ¿El ideal consiste
en una transformación total de la voz, de manera que se tenga la
impresión de que, sin interrupción, es realmente otra persona quien
habla? ¿O es más bien una ligera entonación en la dirección de las
diferentes personas que hablan la que se mantiene unida a la canción
y a la melodía de la voz de la obra poética y de los que la recitan?
Es claro que se trata de una forma intermedia entre la ejecución
real sobre el escenario y esa ejecución sobre el es-cenado interior
que, de ningún modo,es una ejecución, sino únicamente un oír
interior el hacerse sonido del
lenguaje. Ahora bien, para cualquiera es evidente que esto
último es el rasgo distintivo de la
literatura. Es
cierto que se llama
literatura, pero su objeto es el
lenguaje y no la
escritura. El lenguaje es
la realidad propia de lo transmitido en la
literatura y es la máxima
posibilidad de sustraerse a todo lo material y de alcanzar, a partir
de la realización lingüística del texto, una, por así decir, nueva
realidad de sentido y sonido.
Todas las demás artes —el teatro,
naturalmente, también— están ligadas a condiciones materialmente limitadas. Así, se puede decir de una pieza teatral que no es
representable, y ello quiere decir que las condiciones limitadoras
que se originan en el hecho de tener que transponerla a un modo de
presentación distinto que el del
lenguaje atentan contra
la soberanía del sentido que se manifiesta en el
lenguaje. Aquí se capta
el núcleo del nexo interior entre el leer y el oír. Donde tenemos
que habérnoslas con
literatura, la tensión entre el signo mudo de la
escritura y la audibilidad de todo
lenguaje alcanza su solución
perfecta. No sólo se lee el sentido, también se oye. No falta, pues,
razón para hablar, como hace Goethe, de una ejecución interior. Esto
me lleva al segundo punto, el de la relación entre leer y ver. No se
trata, naturalmente, del sentido trivial —hay que ver para poder
leer lo escrito—, sino de que por medio de la
lectura se despierta
algo a lo que se le da el nombre de «intuición». Se trata, en suma,
del milagro de la fuerza evocadora del
lenguaje y de su
perfeccionamiento en la fuerza evocadora de la palabra poética. Se
puede sencillamente decir que la palabra poética prueba su autonomía
por esta fuerza que posee. A quien, por ejemplo, pretenda encontrar
en la realidad el paisaje descrito en una poesía o en una narración
para comprender mejor la poesía, se le puede calificar de persona
trivial. La fuerza evocadora del lenguaje conduce más bien a una
intuición y a una claridad, que posee una enigmática presencia que
da, directamente, fe de sí misma.
Este es el segundo punto sobre el que quisiera hacer una observación
porque hace alusión a un problema reiteradamente discutido desde que
Emil Staiger, impresionado por las ideas de
Heidegger, trató el
tiempo como medio de la imaginación poética. En la actualidad, la
cuestión ha sido llevada al extremo en la poetología
post-estructuralista. En este contexto, se le levanta un proceso a
cualquier presente. Considero que esto es un malentendido. Derrida
ve en esa presencia una continuación de la metafísica griega.
Heidegger nos ha enseñado, en efecto, que la metafísica griega y su
comprensión del ser se concentran en el presente. Lo que está ante
los ojos en este momento, lo presente, constituye el carácter propio
de la comprensión griega del ser. Este modo temporal de la presencia
del ser contradice, efectivamente, la temporalidad del hablar y del
oír, que incluye la sucesión. Pero hay que considerar que esto mismo
es válido para la intuición que suscita el habla. El mismo Goethe
distingue, en el contexto de su pequeño ensayo sobre Shakespeare,
entre el sentido de la vista, del ojo corporal, y el sentido
interior, al que solo se puede acceder adecuadamente a través de la
palabra. Aquí se encuentra nuestro problema: ¿en qué consiste y cómo
se constituye el carácter intuible que sabemos apreciar como calidad
de la expresión lingüística, no sólo en el poeta, sino también en
cualquiera que usa el lenguaje?
De un relato decimos que es muy
gráfico, es decir, que se puede «intuir», que se puede palpar. Quien
cuenta algo y despierta en nosotros el sentimiento de haber estado
allí, no necesita ser ningún poeta. En particular, elogiamos del
discurso poético que conmueva nuestra imaginación y que, de entre
una plétora de imágenes cambiantes, emergentes y ensambladas,
instaure dentro de nosotros algo parecido a un efecto y a una
intuición completos. ¿Qué clase de acontecimiento es éste?
Naturalmente, no se trata de un sentido interno al modo como de él
hablan los filósofos, por ejemplo,
Kant. Cuando
Kant llama a la
forma de la intuición del tiempo, sentido interno, se refiere al tiempo en cuanto sucesión. A diferencia de la simultaneidad
de las cosas en el espacio, el tiempo representa, como forma de la
intuición, la serie de lo uno después de lo otro. Naturalmente, esto
es correcto para los objetivos en cuyo contexto Kant halló esa
diferenciación. Pero, notoriamente, esto no tiene directamente que
ver con el problema del carácter intuible que, con fundamento,
tenemos presente cuando hablamos de la
lectura genuina. Para
cualquier acto de leer es constitutivo, no que lo uno venga detrás
de lo otro, la sucesión en cuanto tal, sino la presencia de lo que
no es simultáneo. Quien no capta y reproduce los textos realizando
el conjunto de su articulación, modulación y estructuración, no
puede, en realidad, leer. Leer no es, por supuesto, yuxtaponer una
palabra y otra palabra y otra palabra. Esto es deletrear o decir de
memoria. Leer es, por el contrario, una manera silenciosa de dejarse decir
nuevamente algo, lo cual presupone anticipaciones de comprensión.
Todos sabemos lo que entendemos por una buena lectura en voz alta.
Debe ser tal que se entienda bien y sólo puede ser así cuando el
lector mismo ha comprendido lo que lee. No creo que, en el fondo,
sea posible leer en voz alta algo de manera que otro lo entienda si,
después de todo, uno mismo no lo ha comprendido.
Por cierto, ¿qué quiere decir aquí comprender? Seguramente tenemos
que habérnoslas aquí con un continuo que va desde la más vaga
suposición del sentido a un concebir susceptible de dar cuenta de
sí. El caso más llamativo y extremo se da allí donde no sólo se lee
o se recita, sino que se representa
teatro en toda regla. Los
distintos grados de comprensión que, por ejemplo, venían a coincidir
en el juicio concordante del público del teatro ático, no son meras
extensiones de una comprensión parcial en dirección al ideal de la
comprensión perfecta. Los grados están más bien dispuestos
concéntricamente unos dentro de los otros. También el actor de hoy
se sitúa siempre dentro de este espacio de variación entre la
«actuación según medida» y la interpretación consciente. Tenemos
noticia de esto por los ejemplos contrarios, como la recitación
memorística de poesías que tuvimos que hacer cuando éramos niños
pequeños en el cumpleaños de nuestros padres. Es una suerte de
declamación que no es tal. Pues, en este caso, la ejecución del
lenguaje se abandona por completo al extremo de la forma mecánica de
la memorización y no queda depositada en un acto comprensivo, que no
es imitación, sino «formación según medida», una ejecución completa.
De manera que es evidente la diferencia esencial que hay entre la
configuración temporal del carácter intuible del presente y aquella
configuración temporal de la sucesión, de lo uno después de lo otro,
cuya expresión pura se encuentra en el tiempo fisicalista, en el
tiempo medido.
Evidentemente, esta diferencia guarda relación con la
esencia del lenguaje, con esta anticipación del sentido que orienta
todo hablar que busca, que yerra y que encuentra. El hablar real se
concentra, pues, en hacer que despierte la intuición, de manera que
la presencia intuible de lo dicho resulte, no simplemente de llevar
a término una sucesión, sino de que el papel conductor lo tiene una
anticipación de la unidad que logra configurarse. Hablamos entonces,
dado el caso, de la unidad de configuración, sobre la que nos ha
instruido la psicología de la Gestalt. O hablamos, siguiendo a
Dilthey, de concentración en un punto medio y la mejor manera de
conocer todos estos asuntos es la audición de música. Pues, ¿qué
significa, en este caso, comprensión? El interés dirigido a un
contenido informativo
no puede comprender nada. Así, pues, ¿quién comprende? El extremo
negativo resalta claramente cuando, al final de una pieza musical,
uno tiene que mirar antes temerosamente a su alrededor para ver si
debe empezar a aplaudir. Luego la comprensión implica que, por así
decir, uno se adelante a lo que todavía falta o a lo que ya no falta
y que uno lo tenga todo tan seguro en el oído que no surjan
problemas de ese estilo. ¿En qué se basa esta formación de unidad?
¿Qué es el tiempo en que tiene lugar esa comprensión de
configuraciones lingüísticas hechas de sentido y sonido? Seguro que
no tiene su esencia en la serie medible de puntos del ahora.
Aristóteles trata en cierta ocasión la esencia del cambio brusco. Se
refiere con ello a
fenómenos tales como la congelación repentina de un liquido
refrigerado, la metabolé. Quiere decir que no todo movimiento
discurre en la dimensión del tiempo. Para esta física de las
apariencias es válido también lo repentino del cambio brusco. Pues
bien, eso repentino del cambio brusco se da también en cualquier
comprensión. Tenemos experiencia de ello cuando escuchamos una
sencilla comunicación en la vida cotidiana. Prestamos atención hasta
que lo «tenemos». En el momento en que lo «tenemos» aparece, por así
decir, la totalidad. A las personas impacientes ni siquiera les
gusta que el otro siga hablando hasta el final.
Es cierto que en el caso de la literatura no ocurre de la misma
manera. Aquí se tiene en cuenta la totalidad de la manifestación
lingüística junto a la totalidad del sentido del discurso. Pero
tampoco esta totalidad, que es traída a una presencia intuitiva por
medio del lenguaje y, en especial, por medio del lenguaje poético,
es compuesta palabra por palabra, sino que aparece, de golpe, como
totalidad. Y, naturalmente, esta clase de presencia no tiene el
carácter presente del instante, sino que abarca también una
simultaneidad espacial. En el romanticismo alemán, en Novalis, en
Baader, Schelling, tenemos las primeras indicaciones en esta
dirección, que más tarde alcanzaron un reconocimiento general
gracias a Matiére et mémoíre, de Bergson. Esto se refleja claramente
en el uso lingüístico del extranjerismo präsenz (presencia). Por
ejemplo, de un hombre decimos que tiene presencia cuando se nota que
entra donde estamos, mientras que no lo notamos cuando lo hacen
otros.
También de un gran actor se dice que tiene presencia, es
decir, ocupa todo el escenario aunque esté junto a los bastidores,
mientras que otros se esfuerzan mucho más sin lograr esa presencia.
Presencia quiere decir, pues, lo que se extiende como una suerte de
presente propio, de manera que lo enigmático e inhóspito del
discurrir del tiempo, del permanente rodar de los instantes en el
fluido del tiempo, queda como detenido. En eso se basa el arte del
lenguaje. Permite que algo sea duradero en el momento, en el cual
nada parece resolverse. En realidad, no leemos una obra de arte
literaria atendiendo a la información que nos ofrece, sino que nos
vemos obligados a retroceder continuamente a la unidad de la
construcción, que siempre se articula de un modo diferente. Por la
ciencia —desde la retórica antigua, pasan o por la filología, hasta
la lingüística del texto y la fonología— conocemos cuáles son los
mecanismos de estabilización que dotan al discurso de solidez.
La
función del ritmo y de la rima, de las asonancias y de las simetrías
fonológicas, penetra en todo lo lingüístico, desde el texto
publicitario hasta la poesía. No siempre lo rimado es poesía.
Ciertamente, la rima es uno de los mecanismos estabilizadores del
discurso que se
encuentran en la poesía. Quizás es uno de los medios artísticos de
la lírica más difíciles de manejar. Puede ser que la poesía moderna
haya llegado a ser tan parca en el empleo de la rima porque el abuso
de la rima se ha ido extendiendo. Y, de esa suerte, es cada vez más
difícil evitar el ruido de la rima. Pero también se da el mismo
abuso en relación con otros medios artísticos, por ejemplo, en la
asonancia que sigue las reglas de la aliteración. En realidad, la
particularidad de la construcción poética es siempre una defensa
frente al deterioro del lenguaje. Pero el deterioro del lenguaje
significa que el lenguaje no siempre rinde lo que puede: crear una
nueva presencia, una nueva familiaridad que no se deteriore, sino
que
constantemente gane en profundidad.
Ciertamente, en esto queda
incluido el que las palabras no son primero registradas en la
exterioridad del sonido, a continuación en su ser soportes de
significados, y después en el marco de un contexto significativo, y
así, poco a poco, son dispuestas en una totalidad. Más bien ocurre
que la unidad efectual de sentido y sonido que se sostiene como un
todo, está ya inserta en cada palabra. Pero éste estar inserto de la
totalidad en todo lo particular de la construcción, engloba que lo
que ésta construcción realiza desaparece completamente en ella,
igual que quien intuye en la intuición o quien canta en su canción.
En esto está encerrado el verdadero sentido del saberse de memoria
la poesía. El que la presencia de la palabra poética esté recién llegada,
constantemente, es lo que nos hace encontrarnos
plenamente en casa. En efecto, hablamos de saberse una poesía de
memoria y también de sabérsela interiormente, y esto es el estar en
casa, el habitar en algún sitio que, por lo demás, hace posible
también la superación de la extrañeza. Goethe usó una vez «habitar»
en este contexto. Heidegger la ha tratado expresamente. De manera que, al final, el
tema «oír — ver— leer», en las limitaciones que le son propias y en
la indisolubilidad de los distintos aspectos en que se presenta, se
plantea en un contexto más amplio. Toda nuestra experiencia es
lectura, elección de aquello sobre lo que nos concentramos y estar
familiarizados, por la re-lectura, con la totalidad así articulada.
También la lectura que nos familiariza con la poesía permite que la
existencia se vuelva habitable.
* Publicado
originalmente en <http://www.bibliotecah.org.uy/escribir/biblio/oirverleer.pdf>
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