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ISSN 1688-1672

 



TERATOLOGÍA - MONSTRUO - CINE

Teratología


Sandino Núñez

El sincretismo estilístico es grotesco o barroco. Es la destrucción de todo asentamiento psicológico: la imposibilidad radical de poner, en el monstruo, un tempo dramático -ya que el monstruo psicopático es estratégico, mimético, inteligente.



El monstruo parece estar cambiando otra vez. Ya no estamos en tiempos del monstruo informe, ese furor que arranca con el Alien de Scott, en el 80, y culmina en el
metal líquido del Terminator 1000, pasando por el Depredador, cazador mimético y viscoso, o La Cosa, inadjetivable, o la garra onírica de Freddy Krueger, o el plasma verdoso y siniestro de El Príncipe de las Tinieblas, o la gelatina carnívora de La Mancha Voraz. Este gusto,
en los 90, parece haber querido afincarse, reencontrar un territorio y un momento fundantes, una arcadia: el siglo XIX. Drácula y Frankenstein: Bram Stoker & Mary Shelley.

La ansiedad morfológica del protozoo, en el formato de
la distopía futurista de la Science Fiction, regresa como restauración culta de la bestia o la máquina antropoide,
en el juego del gusto excéntrico, y típicamente culto, por
el pasado. Ya mucho, demasiado quizá, se ha hablado de
la cita, el pastiche, el palimpsesto, la euforia del cliché y
el collage. Quizá las películas dirigidas o presentadas por Coppola (a fin de cuentas más tranquilo, más educado, más culto) quieran violentar la estética del clisé de las películas de Spielberg.

El monstruo protozoo obedece, en parte, a ese juego: del comic al cine hay un diseño: Blade Runner o Mad Max.
Hay una estética del comic europeo que parece haber sido pensada para germinar en los sets cinematográficos.
De ahí quizá, que las tempranas experiencias de pasar
al cine a Superman (comic clásico norteamericano, the golden age), no hayan obtenido la menor adhesión ni la menor respuesta intelectuales: eran tiempos de mutantes, punkies y desencantados, de capitales europeas tomadas
por la horda alienígena de la migración, de neonacionalismos violentos, del terror nuclear, de la indiferencia apocalíptica del no future.

Una heráldica de los 80: John Hurt, un hombre embarazado, muere violentamente de parto, en Alien. Eso era el monstruo: el decline and fall de una vieja fortificación
militar: el cuerpo de un varón caucásico ha sido asaltado (penetrado) y tomado (fecundado) por algo, y eso no es todo: el monstruoso hijo (barroco genético del otro y el mismo), para vivir, hace, literalmente, estallar a su madre varón. Se había creado una nueva mitología clásica.

La complicada teratología de la cultura de masas en los 80, llena de sincretismos, de irrespetuosidades, de irresponsabilidades (cerca de Lovecraft, en definitiva), ha estado derivando y plegando incesantemente la función romántica y el empuje antimoderno del monstruo europeo decimonónico. El Alien ya es un monstruo-Frankenstein, o un Drácula veloz y letal, pero sacados de lo imaginario más crudo, más elemental, y por eso, quizá, más eficaz. Freddy Krueger no deja de ser una versión infantilizada, elementarizada y deteriorada (cara de pizza, su piel fue arrasada por el fuego, su vestimenta es vieja, apretada, sin gusto), del homicida carnicero victoriano (sombrero de ala ancha), que se había convertido, a su vez, en aquella mezcla extravagante de psycho y clochard del cine clase B de los treinta (apariciones intrusivas, puñal en mano, a plena luz, realmente inquietantes: sin precauciones, sin atmósfera, sin estilo).

Pero estas versiones proteínicas, y ahí quizá resida cierta falla, cierta insatisfacción que motiva el reciclaje de Coppola, carecen de drama propio, interno. Si la ecuación romántica, en cierta medida, puede entenderse como un repliegue de lo impersonal histórico o de lo objetivo científico, en una subjetividad exacerbada, crecida, y en suma, monstruosa, ahí es que fracasa netamente el monstruo lovecraftiano. El único drama del monstruo proteico es su opacidad, su fatal objetividad. Es decir, como toda materia, el drama es su impenetrabilidad. Mostrar eso (monstrum, es una de las acepciones de la palabra en cuestión) es lo inapelable: el Urizen de Blake.

Coppola, en cambio, como Herzog, quiere contar historias románticas, en tanto eso supone transparentar al monstruo, penetrarlo, conocerlo. La monstruosidad no deja de ser un pretexto para hablar de la marginalidad, y hoy, de la inactualidad: el amor carnívoro, la tormenta, la pasión, la locura, la muerte. Coppola ya había ensayado una densa figura romántica en el coronel Kurtz, catedral gótica en medio de la selva indochina, que escribe, lee a Eliot y discute de metafísica mientras el mundo se desmorona (Apocalypse now). Drácula fue su barroco manifiesto, cita diferente y traspuesta del teatro filmado -el expresionismo gótico, austero y preciso de Herzog (Murnau: Nosferatu).

El drama romántico del monstruo, su padecimiento, su interior conflictivo, solamente pueden ser indicados (sobreindicados) a través de su novela familiar, de sus prolongaciones, de las marcas que su interioridad
contagiosa pone en su ambiente, en sus objetos
-el alma es la propiedad privada. En suma, cuando la psicología se objetiva en estilo (y no en lenguaje proposicional, en tematizaciones, racionalizaciones).
El monstruo romántico no puede ser conocido (lenguaje proposicional) pero sí puede ser simulado (estilo).
Para ello, es necesario que esté en su lugar: el vampiro
en su castillo, el jorobado en su catedral, la larva en su ambiente estilístico -proyecciones de su alma: la noche,
la tormenta.

El monstruo de los 80, en cambio, era un monstruo irruptivo: la monstruosidad era menos el monstruo que
su propio desplazamiento, su nomadismo. Los saltos inmotivados y dañinos del psicópata, sus actings
sangrientos e inexplicables, son saltos de un mundo a otro, de un estilo a otro. Aparearme con un hombre, violarlo, invadirlo; o invadir, como zombies, las calles del pueblo,
en pleno día; o matar valiéndome de recursos miméticos
y camaleónicos; o tener la propiedad de ser todas
y cada una de las cosas, como el T-1000: todo eso no es sino un modo fatigoso de decir, en definitiva, que no soy, que no tengo una esencia, ni un adentro, ni un alma.
Y ese drama no es mío, es de mi víctima.

El sincretismo estilístico es grotesco o barroco. Es la destrucción de todo asentamiento psicológico, es la imposibilidad radical de poner, en el monstruo, un tempo dramático -ya que el monstruo psicopático es estratégico, mimético, inteligente.

Si lo que me propongo, en cambio, es psicologizar al alien (en el sentido trivial de ponerle una interioridad afectiva,
una histeria, un conflicto), no puedo sacarlo del siglo XIX, no hay alternativa: el simulacro es absoluto o no es (si lo ubico hoy, jugaré con la idea de un residuo o un empecinamiento del ayer, para extraerle un plus dramático,
o cómico). El retro parece ser el juego culto de la pureza y no el juego intelectual de la mezcla (como los Indiana de Spielberg). Hacer versiones cinematográficas de las novelas originales es, en rigor, el único modo de conservar el pedigree romántico del monstruo: su nobleza, su grandeza, su soledad, su melancolía.

(De todas maneras, detalle inquietante, cuando Coppola necesita, en Drácula, mostrar al vampiro, se sale del drama romántico de la subjetividad: usa rápidos travellings rastreros, y final y aparatosamente, usa a la propia bestia lovecraftiana: un bípedo dientudo de color verdoso con algo de fauno).

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