El monstruo
parece estar cambiando otra vez. Ya no estamos en tiempos del
monstruo informe, ese furor que arranca con el Alien de
Scott, en el 80, y culmina en el
metal líquido del Terminator 1000, pasando por el Depredador,
cazador mimético y viscoso, o La Cosa, inadjetivable,
o la garra onírica de Freddy Krueger, o el plasma verdoso
y siniestro de El Príncipe de las Tinieblas, o
la gelatina carnívora de La Mancha Voraz. Este
gusto,
en los 90, parece haber querido afincarse, reencontrar un territorio
y un momento fundantes, una arcadia: el siglo XIX. Drácula
y Frankenstein: Bram Stoker & Mary Shelley.
La ansiedad morfológica del protozoo, en el formato de
la distopía futurista de la Science Fiction, regresa como
restauración culta de la bestia o la máquina antropoide,
en el juego del gusto excéntrico, y típicamente
culto, por
el pasado. Ya mucho, demasiado quizá, se ha hablado de
la cita, el pastiche, el palimpsesto, la euforia del cliché
y
el collage. Quizá las películas dirigidas o presentadas
por Coppola (a fin de cuentas más tranquilo, más
educado, más culto) quieran violentar la estética
del clisé de las películas de Spielberg.
El monstruo protozoo obedece,
en parte, a ese juego: del comic al cine
hay un diseño: Blade Runner o Mad Max.
Hay una estética del comic europeo que parece haber sido
pensada para germinar en los sets cinematográficos.
De ahí quizá, que las tempranas experiencias de
pasar
al cine a Superman (comic clásico norteamericano, the
golden age), no hayan obtenido la menor adhesión ni la
menor respuesta intelectuales: eran tiempos de mutantes, punkies
y desencantados, de capitales europeas tomadas
por la horda alienígena de la migración, de neonacionalismos
violentos, del terror nuclear, de la indiferencia apocalíptica
del no future.
Una heráldica de los 80: John Hurt, un hombre embarazado,
muere violentamente de parto, en Alien. Eso era el monstruo:
el decline and fall de una vieja fortificación
militar: el cuerpo de un varón caucásico ha sido
asaltado (penetrado) y tomado (fecundado) por algo, y eso no
es todo: el monstruoso hijo (barroco genético del otro
y el mismo), para vivir, hace, literalmente, estallar a su madre
varón. Se había creado una nueva mitología
clásica.
La complicada teratología
de la cultura de masas en los 80, llena de sincretismos, de irrespetuosidades,
de irresponsabilidades (cerca de Lovecraft, en definitiva), ha
estado derivando y plegando incesantemente la función
romántica y el empuje antimoderno del monstruo europeo
decimonónico. El Alien ya es un monstruo-Frankenstein,
o un Drácula veloz y letal, pero sacados de lo imaginario
más crudo, más elemental, y por eso, quizá,
más eficaz. Freddy Krueger no deja de ser una versión
infantilizada, elementarizada y deteriorada (cara de pizza, su
piel fue arrasada por el fuego, su vestimenta es vieja, apretada,
sin gusto), del homicida carnicero victoriano (sombrero de ala
ancha), que se había convertido, a su vez, en aquella
mezcla extravagante de psycho y clochard del cine
clase B de los treinta (apariciones intrusivas, puñal
en mano, a plena luz, realmente inquietantes: sin precauciones,
sin atmósfera, sin estilo).
Pero estas versiones
proteínicas, y ahí quizá resida cierta falla,
cierta insatisfacción que motiva el reciclaje de Coppola,
carecen de drama propio, interno. Si la ecuación romántica,
en cierta medida, puede entenderse como un repliegue de lo impersonal
histórico o de lo objetivo científico, en una subjetividad
exacerbada, crecida, y en suma, monstruosa, ahí es que
fracasa netamente el monstruo lovecraftiano. El único
drama del monstruo proteico es su opacidad, su fatal objetividad.
Es decir, como toda materia, el drama es su impenetrabilidad.
Mostrar eso (monstrum, es una de las acepciones de la
palabra en cuestión) es lo inapelable: el Urizen de Blake.
Coppola, en cambio, como Herzog, quiere contar historias románticas,
en tanto eso supone transparentar al monstruo, penetrarlo, conocerlo.
La monstruosidad no deja de ser un pretexto para hablar de la
marginalidad, y hoy, de la inactualidad: el amor carnívoro,
la tormenta, la pasión, la locura, la muerte. Coppola
ya había ensayado una densa figura romántica en
el coronel Kurtz, catedral gótica en medio de la selva
indochina, que escribe, lee a Eliot y discute de metafísica
mientras el mundo se desmorona (Apocalypse now). Drácula
fue su barroco manifiesto, cita diferente y traspuesta del teatro
filmado -el expresionismo gótico, austero y preciso de
Herzog (Murnau: Nosferatu).
El drama romántico
del monstruo, su padecimiento, su interior conflictivo, solamente
pueden ser indicados (sobreindicados) a través de su novela
familiar, de sus prolongaciones, de las marcas que su interioridad
contagiosa pone en su ambiente, en sus objetos
-el alma es la propiedad privada. En suma, cuando la psicología
se objetiva en estilo (y no en lenguaje proposicional, en tematizaciones,
racionalizaciones).
El monstruo romántico no puede ser conocido (lenguaje
proposicional) pero sí puede ser simulado (estilo).
Para ello, es necesario que esté en su lugar: el vampiro
en su castillo, el jorobado en su catedral, la larva en su ambiente
estilístico -proyecciones de su alma: la noche,
la tormenta.
El monstruo de los
80, en cambio, era un monstruo irruptivo: la monstruosidad era
menos el monstruo que
su propio desplazamiento, su nomadismo. Los saltos inmotivados
y dañinos del psicópata, sus actings
sangrientos e inexplicables, son saltos de un mundo a otro, de
un estilo a otro. Aparearme con un hombre, violarlo, invadirlo;
o invadir, como zombies, las calles del pueblo,
en pleno día; o matar valiéndome de recursos miméticos
y camaleónicos; o tener la propiedad de ser todas
y cada una de las cosas, como el T-1000: todo eso no es sino
un modo fatigoso de decir, en definitiva, que no soy, que no
tengo una esencia, ni un adentro, ni un alma.
Y ese drama no es mío, es de mi víctima.
El sincretismo estilístico es grotesco o barroco. Es la
destrucción de todo asentamiento psicológico, es
la imposibilidad radical de poner, en el monstruo, un tempo dramático
-ya que el monstruo psicopático es estratégico,
mimético, inteligente.
Si lo que me propongo,
en cambio, es psicologizar al alien (en el sentido trivial
de ponerle una interioridad afectiva,
una histeria, un conflicto), no puedo sacarlo del siglo XIX,
no hay alternativa: el simulacro es absoluto o no es (si lo ubico
hoy, jugaré con la idea de un residuo o un empecinamiento
del ayer, para extraerle un plus dramático,
o cómico). El retro
parece ser el juego culto de la pureza y no el juego intelectual
de la mezcla (como los Indiana de Spielberg). Hacer versiones
cinematográficas de las novelas originales es, en rigor,
el único modo de conservar el pedigree romántico
del monstruo: su nobleza, su grandeza, su soledad, su melancolía.
(De todas maneras, detalle inquietante, cuando Coppola necesita,
en Drácula, mostrar al vampiro, se sale del drama romántico
de la subjetividad: usa rápidos travellings rastreros,
y final y aparatosamente, usa a la propia bestia lovecraftiana:
un bípedo dientudo de color verdoso con algo de fauno).
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