Un eufemismo burgués
En Uruguay existe la
creencia de que sus habitantes son magníficamente ilustrados,
superiores en todo punto a esos franceses o austríacos
que ¡atrevidos! no saben dónde queda Montevideo
(en cambio, evidentemente,
cualquier niño
que mendiga en un semáforo de esta cultísima ciudad sabe que la capital de
Tuvalu es Fongafale, aunque desconozca el sabor del churrasco,
lo que por otra parte es una ventaja: ya se sabe que el exceso
de carne roja es perjudicial para la salud). Esa superstición encantadora
nos ha hecho creer que basta con ser inteligentes
para tener una industria cultural, con lo cual hermosamente demostramos
que no somos inteligentes.
Por lo demás, ¿puede existir algo como una industria
cultural? Más allá de la arbitrariedad congénita
del significado del término cultura,
casi siempre que se dice "industria cultural" sólo
se intenta dar valor al conjunto de servicios y productos que
se consumen durante el ocio.
Esta palabra viene del
latín, con el significado original de "reposo".
La acepción de ocio como tiempo
en el que simplemente no hay obligación de hacer algo,
adquirió su actual sentido luego de la Revolución
Industrial. Salvo el sector parásito que siempre formó
parte de las clases dominantes, antaño, cuando la gente
no trabajaba lo que hacía era descansar, pero el capitalismo
industrial inventó el tiempo libre de los trabajadores
cuando dio origen a la desocupación,
fenómeno antes desconocido.
De manera que "ocio" se ha convertido en "tiempo
libre", una definición bien burguesa -libertad es
una palabra que se multiplicó
a tasas bacterianas simultáneamente con el desarrollo
de la industria-. El tiempo libre es una consecuencia de la organización
industrial del trabajo. El capitalismo necesita el tiempo libre
para asegurar un reposo mínimo que permita dos cosas esenciales:
la conservación de la integridad física y la reproducción
de la fuerza de trabajo.
Buena parte de las conquistas de la clase trabajadora (horarios laborales, seguridad social,
protección de la salud y de la familia) se basaron en el uso del discurso burgués
acerca de la libertad.
Pero el ocio es fundamental para el capitalismo por la misma
esencia del proceso de reproducción del capital: el tiempo
libre es el espacio social destinado para el consumo, meta inmediata
de la producción industrial.
El ocio es un requisito para la construcción de una sociedad
de consumo, pero para el capitalismo, paradójicamente,
es una mala palabra. No
hacer nada está mal, es un desperdicio de oportunidades
de acrecimiento del capital.
Para convertir el ocio en un concepto respetable hubo que inventar
una expresión que contuviera la palabra más valiosa
del orden burgués (industria), y ajustar la definición
con alguna expresión de prestigio aristocrático
(arte,
cultura): industria cultural.
Industria del ocio
Lo que debería producir una industria cultural, en caso
de que existiera, es arte;
lo que produce la industria del ocio es entretenimiento.
Me adelanto a quienes supongan que considero que el arte
es superior al entretenimiento: no establezco jerarquías
entre ambas esferas. Son simplemente asuntos distintos. Pero
la industria del entretenimiento sí se esfuerza por estar
en la misma bolsa que el arte,
debido a su característico complejo de inferioridad.
El problema de una hipotética industria cultural es que
el beneficio económico es casi imposible de prever; en
cambio, la industria del ocio dispone de sistemas de prospección
con márgenes de seguridad similares a los de cualquier
industria. El arte no
toma en cuenta las apetencias y expectativas de la gente; la
producción para el ocio, por el contrario, se basa en
el estudio de los deseos
de la gente, para producir sobre esa base.
El mercadeo cultural, que en teoría consiste en dejar
en libertad al creador y luego, en posesión del objeto
artístico producido, buscar la porción de mercado
que podría estar interesada en él, tiene enormes
márgenes de incertidumbre. El arte,
para un inversor razonablemente cuerdo, tiene un riesgo inaceptable.
El capitalismo acepta el arte sólo
en cuanto sea capaz de convertirse en capital.
La costumbre aristocrática del coleccionismo de arte,
heredada por la burguesía, favoreció el desarrollo
de instituciones generosamente dotadas de fondos públicos:
los museos de arte y
las bienales, generadores a su vez de una fuerte demanda de carreras
universitarias especializadas, y una robusta industria editorial
de sucedáneos para pequeñoburgueses (incapaces de invertir en originales).
Para los poseedores de objetos de arte
-cuyo valor está en principio sometido a los vaivenes
del gusto- es de primerísima importancia que la academia
sacramente el arte. El choque
entre la valuación de los objetos de arte
y su valoración artística se resuelve adjudicando
por un lado prestigio social a quienes se interesan por el arte, y poder a quienes son dueños
de los objetos.
Los analistas de mercado
aseguran que la gente sabe lo que quiere (o
más bien que ellos saben lo que la gente quiere); los artistas
sostienen que es imposible saber que se quiere o no se quiere
algo que no se puede concebir de antemano, como característicamente
es el arte.
El mundo del análisis de mercado
es un mundo anclado en el pasado. Se basa en análisis
de fenómenos de consumo que ya han ocurrido. El análisis
de mercado es incapaz
de decir nada acerca del arte,
porque este fenómeno es por definición impredecible.
Esta limitación esencial del mercadeo
tiene dos consecuencias: por un lado, sólo es capaz de
referirse al arte del pasado (la obsesión global por la protección
del "patrimonio artístico" -obsérvese
la terminología asociada a la posesión de un capital- responde a la
necesidad de mantener las cotizaciones bajo control); por otro lado, cuando informa
acerca de lo que es posible hacer, sólo es capaz de generar
productos para el ocio que son sistemáticamente más
de lo mismo. La industria exige planificación y el arte no admite planes. Por
eso es imposible que exista en este mundo una industria cultural.
Se trata de un conjunto vacío.
En el principio,
el arte
Sin embargo, hay una relación entre arte
y entretenimiento, parecida a la que hay entre ciencia
y tecnología: la industria del entretenimiento se alimenta
del arte, y no puede desarrollarse
donde no hay un robusto movimiento artístico.
Cuando se hacen análisis económicos del sector
entretenimiento en Uruguay
-donde no hay industria, sino importación y artesanado
del entretenimiento-, cuando algunos políticos se entusiasman
con esas cifras y comienzan a hablar de "industria cultural",
es el momento de delimitar los campos de acción.
Así como el desarrollo tecnológico es impensable
sin una política de investigación científica
(aunque por cierto, la mayoría
de los gobernantes uruguayos aun no lo han percibido), del mismo modo, si queremos
una industria del entretenimiento nacional debemos estimular
el desarrollo del arte.
Por otra parte, es necesario entender cómo funciona el
negocio del ocio implantado en el país. Hay que entender
lo que está ocurriendo con la distribución de cine, con la distribución
de libros, con la
distribución de discos,
con la financiación de obras de dramaturgos europeos a
través del trabajo de embajadas e institutos culturales.
Hay que entender qué forma tienen las empresas que se
dedican a esos sectores, de qué manera canalizan los flujos
de dinero, cuál
es su comportamiento fiscal. Hay que preguntarse si una multinacional
del libro que gira miles de
millones de dólares tiene que tener las mismas exoneraciones
impositivas que una editorial
nacional.
Porque cuando no hay medidas específicas de protección,
la distribución de entretenimiento tiende a sofocar e
impedir la distribución de arte.
Como en otras áreas del comercio, la regla del negocio
de distribución es el cierre, el bloqueo y el copamiento.
Las cuotas de pantalla (intercambio
de exhibiciones de cine
nacional en el extranjero y cine extranjero en el país), que en otros países
regula en Estado,
lo imponen en Uruguay
las empresas de distribución. El tiempo de antena en radio
y televisión
también obedece a criterios impuestos por algunas empresas.
Se dirá que las medidas regulatorias limitan la libre
competencia, cierran el mercado y por lo tanto dificultan la
llegada de capitales de la industria del ocio.
Pero lo cierto es que aun con la situación actual (no hay ninguna regulación), en Uruguay
la inversión brilla por su ausencia. Nuestro país
difícilmente podrá desarrollar una industria y
una red de distribución capaz de imponerse en los mercados
internacionales, pero si se insiste en pensar en esa posibilidad,
empecemos por el principio: estimulemos la producción
artística, protejamos el trabajo de los artistas nacionales,
fomentemos la formación de gestores y agentes artísticos.
* Publicado
orginalmente en Quincenario 2030 (abril de 2004).
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