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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ARTE - VECELLIO, TIZIANO -  LA ASUNCIÓN -
 

La lejanía del maestro*

Carlos Rehermann

El origen de muchos malentendidos acerca de lo que vale y lo que no vale en arte tiene su origen en la defensa cerrada que algunos tratan de hacer del “valor eterno” de obras como las de Tiziano, contra el ataque cerrado de otros que decretan la caducidad indefectible de los estilos del pasado

El más grande
 

Visto desde nuestra época amojonada por museos, Tiziano es, para la mayor parte de los visitantes de esos recintos que forman una vía láctea que conduce a la satisfacción del turista, uno más de aquellos pintores de lejanos temas religiosos, oscuras escenas mitológicas, y retratos de señoritas entradas en carnes. Para el bachiller un poco más informado (aunque con frecuencia igualmente falto de interés), Tiziano fue un pintor veneciano, esto es, “colorista”, en oposición a los florentinos, más afectos a “dibujar” y parcos en colores. Algunas de sus pinturas, sin embargo, tocan directamente la sensibilidad de cualquier observador: la Venus de Urbino, donde una mujer recostada en un diván, desnuda, mira a los ojos al observador, en una composición que parte en dos el encuadre y lo abre a interpretaciones sin fin por el contraste de los dos fondos que yuxtapone; el Retrato del Dux Andrea Gritti, líder político de Venecia, cuya poderosa personalidad es implacablemente desnudada por el cuadro; la Dánae del Museo del Prado, en cuya actitud de abandono sensual es posible reconocer el inicio de una larga tradición de representación del desnudo femenino en Occidente.

Pero aun cuando sea posible para cualquiera reconocer la maestría del viejo pintor, la mayor parte de su obra probablemente nos resulte, hoy, difícil de entender, artificiosa e inocente. Tiziano ha sido considerado, desde su propia época, por sus colegas y por los amantes del arte de la pintura, como uno de los más grandes pintores desde los tiempos de Apeles, el pintor de la corte de Alejandro de Macedonia cuya maestría era legendaria en tiempos del Renacimiento. Artistas como Rubens, Velázquez, van Dyck, Rembrandt, Turner o Manet (su Olympia es una reelaboración explícita de la Venus de Urbino), son seguidores del maestro, y a través de ellos toda la pintura al óleo europea posterior al siglo XVI puede considerarse su heredera. Esa maestría reconocida unánimemente no hace sino problematizar la cuestión del valor de la obra de arte. La pregunta por el valor del arte es relativamente fácil de contestar si uno se mueve en el mundo del comercio de obras.

Pero lo interesante del estudio de los grandes maestros del pasado, como Tiziano, es que resulta muy difícil mirarlo hoy como un artista, debido a que la concepción del arte que defendió y ayudó a construir ha caducado. La facilidad con que puede valorarse la obra de Tiziano (como la de muchos otros) desde un punto de vista monetario tiene que ver con la defensa del patrimonio material de los estados e instituciones que poseen objetos antiguos. Los cuadros de Tiziano valen por unas pocas razones: son originales, antiguas, bien conservadas, reflejan una época y un lugar, y sobre todo, son escasas. Su valor actual no puede ser artístico, porque la estética no puede otorgarles valor sin encuadrarse históricamente, tal como podía valorar esa obra un contemporáneo del artista. El arte del pasado está condenado a ser examinado a través de puntos de vista sociológicos, antropológicos o iconológicos. En todo caso, modos de ver reductores de lo que los creadores de las obras y sus destinatarios primeros consideraban su esencia.
 

Nuevas clases sociales, nuevos modos de ver
 

Tiziano nació en un pueblito montañés cercano a Venecia, Pieve di Cadore. Él y su hermano Marco fueron enviados a estudiar pintura a la ciudad, y allí se quedaron. El trabajo de Tiziano en el taller del pintor Giorgone, de quien tomó su estilo primero, lo preparó para postularse a encargos de mayor envergadura. Tiziano confiaba temerariamente en sus habilidades, de manera que aceptó encargos difíciles, que algunos pintores más conocidos habían rechazado, debido a que, por ejemplo, las obras no serían muy vistas por encontrase en sitios oscuros o de difícil acceso. No tenía una cultura clásica muy sólida (cosa por lo demás bastante frecuente entre los pintores), y fue famoso su desconocimiento del latín. Pero su espíritu audaz lo llevó a proponer interpretaciones compositivas para temas mitológicos y religiosos que resultaron innovadoras. Pese a esa ignorancia de las letras clásicas, trató a grandes poetas y escritores de su tiempo, como el temible Aretino, perseguido y desterrado por las víctimas de su sarcasmo, o el grandioso Ariosto, de quienes hizo extraordinarios retratos, y con quienes compartió una larga amistad.

Un retrato que se creyó durante mucho tiempo que representa a Ariosto es un cuadro especialmente notable, porque es el primero en el que emplea una innovación compositiva luego muy imitada: el cuadro dentro del cuadro. Ese “autoenmarcado” y la posición del cuerpo del retratado, en torsión —que preanuncia otro cambio, esta vez reducido al ámbito de los estilos pictóricos, el manierismo—, impuso una modalidad dinámica que desde entonces ha sido la norma: la cara mira hacia un lado, el torso hacia el otro, los ojos se desvían del eje frontal para mirar al espectador, y el antebrazo descansa casi sobre el borde inferior, generando la sensación de que constituye un marco dentro del cuadro.

La modernidad que se inauguraba con el nacimiento del capitalismo fue trascendida por Cervantes en su segunda parte de Don Quijote (quizá la primera manifestación de la posmodernidad), cuando hace intervenir en la trama algunos personajes que han leído el primer libro. De modo menos explícito, Tiziano pone en discusión el meollo filosófico de la pintura de caballete: el marco, razón de ser, organizador, creador de un universo autónomo. Este universo, que a mayor escala está constituido por lo que John Berger llama “la pintura al óleo europea”, para evidenciar que esa técnica, que permite representar con hiperrealismo y sensualidad las superficies de las pertenencias de los poderosos (oro, joyas, tejidos y mujeres), fue el sistema de signos que se construyó para representar al capitalismo naciente.

Tiziano fue protagonista de la construcción de un sistema pictórico capaz de servir a las nuevas clases dominantes. En el norte de Europa, pintores como Jan van Eyck habían iniciado un poco antes ese camino ya que el capitalismo nórdico fue más precoz que el italiano en la usurpación de los medios de representación hasta entonces usados por la nobleza.
 

El pasado es un país extranjero
 

La mayor parte de las pinturas que se conservan en los museos y otros recintos son meramente antigüedades. Las obras que definimos como “arte” fueron construidas mediante procesos distintos a los que los artistas de hoy emplean para crear sus obras, y para satisfacer necesidades sociales diferentes a las de hoy. En la actualidad la principal función de un Tiziano es servir de medio para entender una época, para comprender la evolución del arte europeo, y también de las relaciones de poder, económicas y políticas de aquellos tiempos. Otra de sus funciones (esta mucho menos específica, ya que la comparte con infinidad de otros artistas del pasado) es la de constituir un fondo de capital de ciertas instituciones.

Los historiadores del arte pueden detenerse en el análisis de la maestría de Tiziano para resolver la transición de color y claroscuro que define, en Flora, el asomo de la aréola del pezón izquierdo de la muchacha, y cualquiera, ciertamente, a medias sugestionado y un poco entendiendo las dificultades técnicas del asunto, puede llegar a admirar el fenómeno, pero esa cuestión, que era un rasgo que definía el arte del pintor, hoy parece sólo una huella antropológica. Podemos admirar la maestría, pero esa maestría no constituye arte. Nuestra valoración, hoy, se funda en otras concepciones.

El origen de muchos malentendidos acerca de lo que vale y lo que no vale en arte tiene su origen en la defensa cerrada que algunos tratan de hacer del “valor eterno” de obras como las de Tiziano, contra el ataque cerrado de otros que decretan la caducidad indefectible de los estilos del pasado. Una de las dificultades que tienen los legos a la hora de tratar de generar sus propios criterios de valoración, es que cuando se acercan a las obras reciben una andanada de elogios y una sentencia previa de la grandiosidad del objeto de estudio. Lo peor es que en la misma bolsa que Tiziano se colocan una gran cantidad de otros pintores, cuyas obras quizá nunca fueron valiosas, pero que por motivos económicos y financieros entran en el cofre de los tesoros del arte universal.
 

La conexión con la actualidad
 

El proceso de aceptación de la tabla La Asunción ilustra a la perfección algo que sí ha seguido funcionando de manera idéntica desde el Renacimiento hasta nuestros días: la imposición de un nombre, la creación de fama artística.

Tiziano fue un hábil comerciante, un amable servidor público, y también un atrevido empresario. Su taller producía una gran cantidad de trabajo, y su vida larga e intensa lo convirtió en uno de los más prolíficos pintores de todos los tiempos. Esas características, sumadas al éxito económico casi instantáneo que tuvo cuando comenzó su carrera profesional, lo emparentan fuertemente con Pablo Picasso, igualmente longevo, renovador, exitoso, prolífico y amabilísimo con sus clientes.

Los frailes franciscanos de la más grande iglesia de Venecia, Santa Maria Gloriosa dei Frari, le encargaron al pintor un gran retablo para colocar en el altar mayor. La tabla fue terminada en 1518. Las innovaciones del pintor son compositivas pero especialmente conceptuales: el dinamismo de la escena pide una participación del observador radicalmente diferente a la actitud de adoración que reclamaban las obras destinadas a las iglesias hasta ese momento. Los personajes están completamente absorbidos por la situación representada, lo cual generó, cuando la obra se inauguró, un fuerte rechazo. Los franciscanos dudaron si debían pagar por la obra lo que habían prometido, porque les resultaba tan extraña que no sabían si podía siquiera calificarse de obra de arte sacro. El personaje de un apóstol, que ocupa una parte central y es la figura más grande de la obra, aparte de la Virgen, está completamente de espaldas, lo cual era, para el público de aquel momento, una espectacular transgresión. Para los clientes, el hecho de que el apóstol no pudiera ser visto les parecía una tomadura de pelo, ya que una de las funciones tradicionales de la pintura sagrada era la de permitir una actitud adoratriz por parte de los fieles. Colocar una figura de espaldas al observador marcó un cambio filosófico importante. La pintura renunció a su función mágica de invocar la presencia de un personaje sagrado, y se convirtió en representación de una escena o situación que tiene una existencia dentro de un ciclo narrativo, sea histórico o mítico. 

Los monjes no pecaron de ignorantes cuando se sintieron molestos por el cuadro, sino que entendieron perfectamente el cambio que introducía Tiziano, y justamente eso los inquietaba. Fueron los colegas de Tiziano y el público de la iglesia quienes zanjaron el asunto. Los artistas reconocieron la maestría técnica y la audacia compositiva; el público quedaba absorbido de inmediato por la enorme tabla que podía ser perfectamente comprendida —tan claro es su planteo compositivo— desde el momento mismo de entrada a la gran iglesia gótica. Y la espalda del apóstol convertía el cuadro en una representación vívida, dramáticamente realista de la asunción, que tocaba intensamente las emociones de los feligreses. 

Un asunto no menor en la aceptación de la obra por parte de los frailes radica en que el valor comercial de la obra del pintor no cesaba de aumentar. Cuando la tabla estaba casi terminada, el embajador alemán ofreció a los frailes, que estaban aun indecisos, molestos y desconcertados por el trabajo, comprársela por un precio mucho mayor al que ellos iban a pagar; eso les permitiría resarcirse del costo que debían pagar a Tiziano, y además disponer de dinero para hacer el encargo a un pintor que los dejara conformes. Pero cuando los frailes vieron que se ofrecía tanto dinero por un trabajo del pintor, la codicia hizo su trabajo y los empujó a aceptar el cuadro. Hace 500 años que está allí, en el ábside de la iglesia.
 

Una cierta tristeza
 

Durante el siglo de Tiziano se produjeron tantos cambios y revoluciones que no es posible exagerar su importancia en el curso de la cultura mundial. Se descubrió América, se produjo el cisma de la Iglesia, Copérnico explicó el universo, trabajaron Cervantes, Ariosto, y Shakespeare, Leonardo, Miguel Angel y Rafael, nació el capitalismo, la modernidad y la globalización, se inventó la inflación, el cambio de los estilos se aceleró desde el clasicismo hasta el barroco, Maquiavelo, Erasmo, Moro y Montaigne mostraron nuevos modos de usar el cerebro, y se inventó la perspectiva cónica, manera civilizada y elegante de imponer a los demás el propio punto de vista.  

Todo decae, y aunque Tiziano perduró medio milenio como el moderno Apeles, su gloria no será eterna. Su maestría ya no es percibida de inmediato por cualquiera: cada vez se hace necesaria más información previa, más preparación del observador. La comprensión del significado del artista nos hace más sabios, quizá, pero al mismo tiempo nos obliga a una extenuante mediación de largos repertorios de razones que nos alejan irremediablemente de la intensidad del goce que sus contemporáneos eran capaces de experimentar ante sus obras.

* Publicado originalmente en El país Cultural

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