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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



LITERATURA - ARTE - CULTURA - INDUSTRIA CULTURAL - CRÍTICA - BEST SELLERS - PREMIO CERVANTES - MARSÉ, JUAN - MARÍAS, JAVIER - PÉREZ REVERTE, ARTURO - RICO, FRANCISCO -

Malvenidos al renamuriento*

Manuel García Viñó

 

 

Se habla de industria cultural, pero lo que manda, lo que define, es solamente la industria. ¿Se ha traspasado algún umbral significativo con el derrumbe del arte y la literatura serios, y la sustitución del espíritu y la mente por el reconocimiento  mediático y la ganancia? En cualquier caso, el resultado es la desaparición de los intelectuales y los artistas, eclipsados por los diletantes y los mercaderes

La novela española se ha desintelectualizado. ¿Quién la intelectualizará? Los escritores del sistema, los que escriben, o procuran escribir best sellers, desde luego, no. Los profesores universitarios y los críticos literarios, menos.
 

Hace poco, me invitaron a dar una charla sobre “la novela y las novelas” en uno de esos llamados “talleres de literatura”. Antes de iniciar la que ellos llamaban, en las papeletas de convocatoria, “lección magistral”, quise saber algo sobre la preparación de aquellos jóvenes de uno y otro sexo aspirantes a escritores. Y entonces fue la abominación de la desolación, que diría el profeta. Salvo dos chicas, ¡ni uno solo había leído el Quijote! ¡Todos! ignoraban qué era la novela picaresca. De la gran novela del siglo XIX hablaban de oídas, menos una de las dos chicas, que había leído Rojo y negro, traducida, y había iniciado La Regenta, “que había terminado de conocer por la serie de televisión”. Tampoco sabían nada de los colosos del siglo XX, salvo –la misma chica– una obra de Hemingway, “de cuyo título no me acuerdo”. Sólo –todos– hablaban con soltura de lo reciente, que por lo visto no tiene para ellos antecedentes: los grandes best sellers mundiales del tipo El código da Vinci, y los productos de la cuadra de Prisa-Alfaguara y compañía, como Anagrama, Tusquets y Espasa. Y Planeta, claro. De Grecia y Roma, nada. De Oriente, nada. De los clásicos, nada. Absolutamente nada tampoco de la poesía de cualquier época. Pero todos tenían en la cabeza una novela sobre La mano de Fátima, El Santo Grial, El hijo de Nostradamus, Los piratas del Mar Negro, En busca del Arco Iris… No sabían quienes eran Dante ni Petrarca, pero sí Almudena Grandes y Javier Marías, “que salen mogollón en El País”. “Y Pérez Reverte, que lo han nombrado académico y por algo será”. “Yo me estoy preparando para escribir sobre el Gran Capitán, anunció uno, como una especie de Alatriste”. La abominación de la desolación. La gran catástrofe, que diría Alexis Zorba.

Nadie sabía allí lo que era la literariedad. Ni distinguía una novela de un relato. Ni se había asomado a la Historia Universal, ni a la Filosofía ni a la Física Teórica. ¿Tengo que añadir que tampoco a la Gramática ni a la Lógica? Composición, forma de presentación de la realidad, elipsis, elusiones, alusiones, literariedad, perspectivismo, contraste, tiempo y tempo, monólogo interior, extrañamiento… eran conceptos que nada les decían. Claro que tampoco dicen nada a Muñoz Molina, Pérez Reverte, Almudena Grandes, Marsé, Ruíz Zafón…

Ha habido momentos en la historia –y en la prehistoria– en que la humanidad ha traspasado lo que Gehelen llamó –y Hans Sedlmayr aplicó a la historia del arte– “un nivel absoluto de cultura”. Este filósofo de la historia, profesor en las universidades de Viena, Munich y Salzburgo, nos ponía varios ejemplos muy claros, de los cuales sólo recuerdo uno: el del paso del paleolítico de los cazadores al neolítico de los agricultores. Por si acaso no entendí bien el concepto, o no lo abarqué en toda su amplitud, simplemente me atrevo a preguntar si no se traspasó un nivel de cultura –aunque no fuera absoluto-, con el fin del Antiguo Régimen y el advenimiento de la Modernidad.

En el siglo XX, y coincidiendo con el cambio de paradigma que habían propiciado la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica, aboliendo la visión del universo de Isaac Newton, y otorgando una nueva configuración a los absolutos clásicos –espacio, tiempo, movimiento–, las artes, y muy especialmente la novela y la pintura, experimentaron cambios sustanciales que, en el caso de la primera, le posibilitaron el acceso a la categoría de obra de arte literario, que no había tenido hasta entonces, como con rotundidad había señalado Paul Valéry. “La novela no forma parte del arte literario por su prosaísmo antiartístico”, decía el autor de El cementerio marino. Antes, los neoclásicos se habían negado a alinearla junto a los géneros literarios más nobles, como la epopeya y la tragedia.

Nuestros periodistas, críticos literarios y profesores de literatura se mueven en un caos muy parecido al de los “estudiantes” del Taller. Ellos sí conocen y sí han leído lo que los “meritorios” ignoran. Pero no saben dónde colocarlo sin autoexcluirse de la monarquía de las letras. Ni saben hacia dónde mirar para mantener sus respectivos estatus sin enfadarse con nadie o, mejor dicho, sin que nadie se enfade con ellos. Y como lo que manda desde hace tiempo en el campo que anteriormente ocupaba la cultura es la industria del libro, a ella se someten. Saben que si quieren continuar “vigentes”, económica y mediáticamente hablando, tienen que aceptar las normas del Sistema.  Se habla de industria cultural, pero lo que manda, lo que define, es solamente la industria. ¿Se ha traspasado algún umbral significativo con el derrumbe del arte y la literatura serios, y la sustitución del espíritu y la mente por el reconocimiento  mediático y la ganancia? En cualquier caso, el resultado es la desaparición de los intelectuales y los artistas, eclipsados por los diletantes y los mercaderes.

¿Dónde están los escritores comprometidos como aquéllos de los años medios del siglo XX? Ahora no los hay. Ni los más interesados quieren que los haya. Es decir, ni los que podrían serlo quieren serlo. A Muñoz Molina, uno de los escritores más incompetentes, pero más valorados, de la actualidad, lo he leído decir, citando a un escritor sudamericano que no recuerdo, que “quien quiera lanzar un mensaje ponga un telegrama". Añadiendo que los tiempos han cambiado respecto a la pasada centuria y que ahora no hay temas con los que comprometerse, seguramente lleva razón. Porque las guerras agresivas del Imperio, el holocausto palestino por Israel, el ecologismo, el feminismo, la droga, la situación infrahumana de los africanos, no son evidentemente temas para  preocuparse ni comprometerse. Cuando haya otra guerra en Vietnam y se convierta en moda criticarla, ya será cosa de pensárselo. Les pasa igual con la forma del Estado: serán monárquicos hasta que les convenga ser republicanos.

Hace unos días, respecto a aquél en que redacto este artículo, se publicó en el diario El Mundo (18 de agosto de 2009) una entrevista al fabricante de best sellers Carlos Ruiz Zafón, anunciada en la primera página del suplemento con el reclamo: Ruiz Zafón arremete en Edimburgo contra “los policías de la alta cultura”, y titulada en la página 4: Ruiz Zafón contra la “alta cultura”. Es de preguntarse por qué un escritor, por pésimo que sea  –y el que nos ocupa es espantoso–, clama contra la alta cultura. Leída la entrevista, pienso que porque lo enrabieta haber sido clasificado donde lo ha sido. Es evidente que a él le habría gustado vender millones de libros y además ser considerado un gran escritor. Como ya ha comprendido que eso no va a ocurrir, la emprende contra la cultura, contra las novelas serias, contra todo lo que él no es ni practica, enarbolando “razones” tan analfabetas como ésta:

“…no existe algo a lo que se pueda denominar ‘buena literatura’, sino que únicamente existe el hecho de escribir bien y de escribir mal”. No cabe mayor simplismo. Sólo en una cabeza absolutamente hueca se puede incubar semejante monstruosidad. ¡Lo que es la falta de ignorancia!, que diría Cantinflas. Pues si, como dicen, La sombra del viento, el engendro firmado por el autor del dicho disparate, se ha convertido en el libro español más vendido después del Quijote, no nos queda otra opción que hacer rogativas.

En un nuevo alarde de no saber de qué estaba hablando, contraponía la “literatura” que él practica a ¡la erudición! Añadiendo que “haber establecido una diferencia entre la erudición o alto nivel intelectual y la cultura de nivel popular es el mayor fraude cultural del siglo XX”. Ya dijera lo que dice, ya dijera lo que parece que dice, ya dijera lo que no quería decir, ya dijera lo contrario, expelió una chorrada memorable, sólo explicable desde una carencia total de fundamentos culturales.

Luego parece que se habla a sí mismo, aunque sin entenderse: “yo, por mi parte, no estoy en absoluto interesado en tener a mi lado una especie de pensamiento policial, totalmente esnob, que me vaya diciendo, a cada momento, lo que es bueno o lo que es malo”. Según el entrevistador, Ben Hoyle, Zafón lo que hacía, o quería hacer, en esa entrevista, era defenderse del ataque indirecto de Jonathan Mills, director del Festival de Edimburgo, quien había dicho que estaba seriamente preocupado sobre lo que podía ocurrir “si, como sociedad, lo único que sabemos hacer es entretenernos, en lugar de satisfacer cumplidamente nuestras necesidades espirituales, intelectuales y emocionales.”

Su pobreza de ideas, el ridículo concepto que tiene el vendedor de libros de la literatura en general y de la novela es particular, se refleja en estas palabras: “Para mí, el arte estriba exclusivamente en su ejecución y no en sus pretensiones”.  ¿Habrá leído Zafón algo sobre estética literaria? ¿Sobre teoría de la literatura? Sin duda, no. En largo párrafo final demuestra que, para él, en literatura, todo se reduce a escribir bien o a escribir mal.

Otra contestación que recibió el ufano superventas le llegó de la novelista británica Rose Tremain, quien afirmó que, en la argumentación de Ruiz Zafón se ignoraba la significativa diferencia existente entre “los libros escritos con el único propósito de entretener y la ficción seria que se encuentra más allá del mero hecho de relatar una historia, aquella que, además, intenta hacer pensar al lector sobre la condición humana”.

Lo he escrito más de una vez: el escritor español, como el crítico literario, como el periodista, como el profesor de literatura, también como el lector, parece como si tuviera alergia a pensar. “Yo no estoy aquí para pensar ni para hacer pensar”, parece decir el “novelista”, sino para contar una historia. Que Ruiz Zafón abomine del intelectualismo no sería especialmente grave si no fuera porque los críticos del sistema lo arropan y sitúan entre los escritores de verdad, portadores de una misión, como quería Nietzsche. Pese a todo, no sería especialmente grave. Que lo haga Juan Marsé, un novelista sobrevalorado por una crítica que sobrevaloró también a Juan García Hortelano y a Miguel Delibes, a Salinas y a Ferres, mientras dejaba fuera de su atención a superescritores de talla europea como Antonio Risco, Juan Ignacio Ferreras, Carlos Rojas, José Luis Acquaroni, Andrés Bosch, José Tomás Cabot, José Vidal Cadellans, Manuel San Martín, Antonio Martínez  Menchén, Fernando Gutiérrez, Antonio Prieto, José María Castillo Navarro, José Mª Vaz de Soto, Antonio Zoido, José Luis Castillo Puche y, durante mucho tiempo, a Gonzalo Torrente Ballester y Álvaro Cunqueiro, junto a los que hay que poner a los sí atendidos, aunque no lo suficiente, Juan Goytisolo y Alfonso Grosso, lo es bastante más. Sobrevalorado, decía, y apadrinado por la crítica oficiosa, que durante años ha exigido –hasta conseguirlo– para él el Premio Cervantes, un premio político, sí, pero de impacto en el público, con el que el Ministerio de Cultura refrenda cada año su vulgaridad y su convencionalismo.

En su discurso de aceptación de dicho premio, dijo Juan Marsé, haciendo dejación de cualquier compromiso ético o estético del novelista con la novela: “Para la famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil famosas respuestas, que nunca […] me han servido de gran cosa.”. Apuesto el brazo que no perdí en Lepanto a que no sólo no tiene mil, sino que no tiene ninguna. Bastaría con que tuviese una. Después del paso por la literatura de la gran novela del siglo XX –el siglo más sabio de la historia– ningún verdadero escritor puede dejar de tener su propia concepción del mundo ni su propia teoría de la novela. El que no las tenga no será un escritor, sino, como ellos mismos se declaran –lo han hecho, respondiendo a entrevistas leídas por mí, Pérez Reverte, Muñoz Molina, Almudena Grandes– profesionales de la escritura. A su propósito, habría que recordar lo que decía Nietzsche: “Tomar por una profesión el estado de escritor, hay que tomarlo, cuando menos, por una forma de estulticia”.

El laureado Marsé confiesa no tener ni una concepción del mundo ni una teoría de la novela, y añade: “no me considero un intelectual, solamente un narrador”. Penoso. En el texto con que contribuyó Colin Wilson al Manifest de los angry young men, dijo: “El escritor representa la más elevada conciencia de la época y trata de extender esa conciencia a otras personas”. Julio Cortázar se apuntó a esta postura cuando escribió: “La novela antigua nos enseña que el hombre es; la novela de hoy –1950– se preguntará su por qué y su para qué”. “Los grandes novelistas, resumió Albert Camus, son novelistas filósofos”. Exactamente lo que no quiere ser Juan Marsé, con el aplauso de la crítica que lo ha aupado, para desdicha de la literatura española de principios del milenio.

Viví con intensidad aquella ebullición del género novelístico que se prolongó hasta 1968, cuyo espíritu contribuyó a impulsar en buena medida. Podría aportar cientos de testimonios, que he conservado, de lo que entendían era el papel de la novela los  novelistas y los críticos; testimonios que quitarían el sueño a Marsé y sus acompañantes o sucesores: los que más suenan hoy, interesados todos en contar una historia, en entretener y en vender.  Voy a aducir solamente unas palabras de Maurice Nadeau en su libro Le roman français depuis la guerre (Gallimard, París, 1963): “Por una evolución natural, la novela ha pasado de la descripción enciclopédica (del mundo o de las pasiones) a la apropiación moral, poética, filosófica o metafísica de este mundo por un individuo privilegiado: el autor […]” del que “más que su creación, es su visión personal lo que nos importa, la expresión original y verosímil que, a través de su obra, nos da del universo y de las relaciones que mantiene con él”.

Arrastrados por la corriente de fango de la industria cultural, ya en los años finales del siglo XX, los novelistas vinieron a ser simplemente esos “contadores de cosas” que la crítica bautizó porque sí, ignorando la realidad anterior de, por ejemplo, la llamada “novela metafísica”, como “nueva narrativa” –nueva ¿por qué?–, para colmo sin originalidad, en la que se han convertido con el beneplácito de una crítica y una cátedra cuyos ocupantes se preocupan más de salir en los medios y ganar dinero que de la literatura. A esa “nueva narrativa” la adornaron con las virtudes –que nunca tuvo– del cosmopolitismo, frente al realismo anterior, y el democratismo (¡!) producto de las nuevas circunstancias, aparte de llegar más a los lectores. A uno de los críticos más falseadores de la verdad,  por incompetencia o por “política”–junto con Rafael Conte, Darío Villanueva, Santos Sanz Villanueva, Ignacio Echevarría, Miguel Ángel Rojo, Ayala Dip, Jordi Gracia, etc.– Miguel García Posada, le produjo un ataque de nervios la afirmación de Mario Vargas Llosa, en una entrevista, de que la crítica española que se inaugura con la transición “no posee el rango intelectual que tuvo la de los cincuenta y los sesenta”. Y no sólo eso, sino también que la de ahora “está al servicio de las grandes editoriales y practica sistemáticamente el amiguismo y el enemiguismo”.

Aquella visión del universo del que hablaba Nadeau a mediados del siglo veinte ya sabe el lector en qué se ha convertido en los libros de Muñoz Molina, Antonio Gala, Almudena Grandes, Maruja Torres, Pérez Reverte, Javier Marías, Juan Manuel de Prada…: en la visión del barrio o de la familia del autor. Compárese el contenido de las citas de autores del siglo XX que he aducido con lo que decía también Marsé sobre su “oficio”, en el discurso que todos los medios de comunicación masiva calificaron de brillante: “Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua (lo que decía Zafón, recordémoslo), no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo”. Me rasgo las vestimentas. Y esto lo dijo en presencia de los representantes de la supuesta España culta –del Rey abajo, todos– y no se quemaron asientos ni se hicieron disparos ni nadie pidió la cabeza de nadie. Es escandaloso que un escritor tenga una idea tan paupérrima del quehacer del novelista.

Los dos, Ruíz Zafón y Juan Marsé, que, como el primero, se declaraba “amante incondicional de la fabulación” en el discurso comentado, reducen la bondad de la novela, un género altamente complejo, al interés de la historia y a la bondad del lenguaje, que por cierto tampoco es lo que ellos ejercitan. Y es el caso que ninguna de las dos, ni la fábula ni el lenguaje, son elementos esenciales, desde el punto de vista de la estética literaria, de la novela. Son los elementos de composición, que antes he enumerado, los que le otorgan su densidad ontológica y estética. Dostoievski, Zola, Flaubert, Leopoldo Alas y muchos otros, en el siglo XIX, ya tenían una idea más seria del “mester de novelista”.

Me he preguntado muchas veces, sin acertar a darme una respuesta, por qué la inmensa mayoría de los críticos literarios y los profesores de literatura españoles –y, con ellos, los lectores–, junto a su alergia al pensar a que ya me he referido, profesan tan grande apego a los escritores costumbristas castizos, como Cela, Umbral, Muñoz Molina, Almudena Grandes, etc., y a los que yo llamaría costumbristas provincianos; para que se me entienda: los Miguel Delibes, García Hortelano, Marsé, y también etcétera. Tanto apego al costumbrismo de uno u otro signo como rechazo al intelectualismo, a las ideas. Diríase que renuncian, en favor de un extraño “patriotismo”, al europeismo, al universalismo a que debe aspirar todo artista.

No es de extrañar que, en un panorama como el dibujado, fuese acogido con alborozo un personaje tan vacío intelectualmente y tan descomprometido ética y estéticamente como Arturo Pérez Reverte, quien no se cansa de pregonar sus principales méritos, que consisten en tener muchos lectores y ganar mucho dinero: refrendo, para él, de su categoría literaria. En la onda de Zafón y Marsé, pregona Pérez Reverte, en volandas de los críticos, que la novela estaba secuestrada por los Joyce, Faulkner, Hesse, Mann, Virginia Wolf, Camus, Steinbeck, Huxley y demás maestros del siglo XX –los que de verdad renovaron el género en lo ético, lo intelectual y lo estético–, hasta que ha venido él a rescatarla. Una revolución, una auténtica revolución del género, que él ha podido llevar a cabo simplemente imitando torpemente a Dumas, Walter Scott, etc., como ha comprendido muy bien el profesor José Belmonte, que ya ha organizado, jaleado por Marsé, Alfonso Ussía, Jordi Gracia y Darío Villanueva, entre muchos, como los que voy a nombrar, dos congresos a su paisano en la Universidad de Murcia; congresos en los que se ha llegado a la conclusión de que Pérez Reverte ha renovado y revolucionado la novela. José Belmonte, junto con José Carlos Mainer y Gregorio Salvador, también catedráticos, y Francisco Rico, profesor de Literatura Medieval en la Universidad Autónoma de Barcelona, son los principales valedores de Pérez Reverte que, con Javier Marías –también del sumo gusto de los mentados– constituye uno de los dos grandes fraudes que han cometido los medios y las editoriales, como han demostrado los críticos del Centro de Documentación de la Novela Española, pues ambos son (sendos son, diría Marías) tan incompetentes como risibles. [Ver los Cuadernos de Crítica publicados por dicho Centro.]

Impulsado por sus ansias de universalidad doméstica, Pérez Reverte, recordando sus disfrutes de lector juvenil poco exigente, decidió dedicarse a cultivar un tipo de novela como la que hacían los entreguistas del siglo XIX, decisión que contó con las bendiciones de una crítica y una cátedra cansadas, como Zafón y Marsé, de la literatura seria, esa que obliga a pensar, esa que es algo más que entretenimiento. Fue otro profesor universitario, Darío Villanueva, quien con más énfasis saludó, siguiendo los pasos de Belmonte, la llegada redentora del epígono de Fernández y González, Walter Scott, Alejandro Dumas, etc. Y ello después de despotricar contra el más importante movimiento de renovación estética de la novela, el nouveau roman francés o escuela de la mirada, que ha habido en la historia. Él, José Belmonte y, a su rueda, los demás críticos y profesores antes nombrados, han pregonado que quien no es más que un fabricante de aburridos pastiches es el mejor novelista español actual.

En el panorama literario español inaugurado con la llamada Transición y la irrupción de la industria cultural, de inspiración yanqui, se han cometido muchos engaños. (El lector que quiera tener cumplida información sobre ellos puede acudir a mis libros El País: la cultura como negocio [Txalaparta, Tafalla, 2006] y La gran estafa: Alfguara, Planeta y la novela basura [Vosa, Madrid, 2005]). Los dos más grandes fraudes, repito, haciendo creer a los lectores, mediante la publicidad indirecta –nombrándolos académicos, por ejemplo; fotografiándolos junto a Saramago; manteniéndolos continuamente en las páginas literarias– y el marketing, que Javier Marías y Arturo Pérez Reverte son grandes novelistas, cuando no son ni siquiera novelistas. Ambos escriben relatos, nunca novelas. Quedó demostrado en los citados Cuadernos de Crítica del CDNE, que, por ende, mostraron también que eran personajes ridículos, que hacían reír sin quererlo, con sus vaciedades, sus chistes involuntarios y sus torpezas idiomáticas.

Causa asombro que ni un solo crítico literario se haya preguntado por qué Javier Marías ha escrito absolutamente todas sus “novelas” en primera persona. ¡Cuidado! Yo no digo que no se deban escribir narraciones en primera persona, como me ha achacado por ahí alguna imbécil. Las conozco geniales. Yo he escrito tres de ellas. Pero en primera persona se escriben relatos, no novelas, a menos que se tenga el talento del Pérez Galdós  de Lo prohibido. En el caso de Javier Marías, está claro que de lo que se trata es de su total incapacidad para levantar ese segundo mundo –vida posible fingida, decía Andrés Bosch– en que consiste una novela. Si a esto añadimos que no sabe hacer diálogos, que no crea personajes, que no dibuja ambientes, nos encontramos con la clase de gran  novelista que es.

En el caso de Pérez Reverte, no les bastó con “nombrarlo” gran novelista. Para esta partida de agentes de publicidad, el Conde de Montecristo, como lo llaman en algunas webs juveniles, es un clásico (sic). Fue José Belmonte el primero que lo afirmó, después de equipararlo con Cervantes (El País, 24 de enero de 2003), sin duda porque un clásico es para él quien sitúa la acción de sus relatos en el siglo XVII y trata de imitar el lenguaje de entonces… Con poco éxito, por cierto, porque en el CDNE le han pescado docenas de anacronismos. En cualquier caso, ¿cómo va a ser clásico un epígono fabricante de pastiches?

Años después, Francisco Rico, que fue quien contestó –con un discurso delictivo–, al ingreso de Marías en la Academia (V. Cuadernos), ha centuplicado el disparate en un artículo, Alatriste: el clásico, los clásicos (Babelia/El País, 23 – 05 – 09), que a ráfagas parece –como el discurso–, una tomadura de pelo al beneficiado. Como no tiene por qué serlo, pues es buen amigo de ambos, puede decirse que se trata del artículo más irresponsable y menos razonado de los tiempos modernos. Rico, cervantista, académico, catedrático, hombre de mundo, comunica siempre la impresión de que se cree que sabe más de lo que sabe. Y de que se autoadmira como ocurrente. A veces, hasta se deja caer con unos sonetos espantosos y pseudo-ingeniosos, como diciendo: “ahí va eso, de propina”. Ignoro si se trata de un juego intelectual o si de verdad cree lo que dice. El caso es que se nota que disfruta haciendo juegos de manos, intentando sacar jugo de donde no hay nada, como es la tontería que Javier Marías explayó en su discurso, como es el clasicismo de P. Reverte. Tanto el discurso de contestación al que he aludido, como el artículo sobre el “clasicismo” revertiano, se empeñan, sin resultado, en  justificar lo injustificable. [Un comentario al discurso lo puede encontrar el lector interesado en el Cuaderno de crítica nº 18.]

Del tan sofisticado como inútil artículo paso a ocuparme ahora: “Pérez Reverte es un clásico”, pero él, don Francisco, además de afirmarlo, va a decir por qué, pues “lo es por más de una razón”.

Digo yo: si hace esta afirmación un especialista en el Quijote, ¿qué va a decir el pobre y analfabeto lector español?  Así es como empieza a hacer daño la venalidad y falta de honradez intelectual de esta gente.

La primera razón es que ha creado un personaje que, como ya afirmó José Belmonte, es a su autor lo que don Quijote es a Cervantes (sic). ¿Desde cuándo es Alatriste un personaje? En todas las novelas de P. Reverte hay nombres que aluden a personas, pero no a personajes. Alatriste no está caracterizado en ninguna de las “novelas” de Pérez Reverte; no es más que un portavoz del autor que pasea y comenta mucho más que combate, y que sirve a éste para expeler su patriotismo testicular e infantiloide. Y que se pasa todo el tiempo mirando de soslayo, adelantando el mentón, frunciendo el entrecejo, arrugando la frente, atusándose el mostacho y haciendo todas las demás muecas que se suelen encontrar en las clásicas novelas de quiosco. Carece de vida propia. Es, como he dicho, un portavoz del autor omnipresente.

Dice el inagotable Rico que también es clásico “por la formidable medida en que el relato de sus aventuras –(¿qué aventuras, mon dieu?)– se hace eco de los clásicos españoles por excelencia. La literatura del Siglo de Oro, en efecto –sigue diciendo–, está presente por todas partes y en todas las formas: aludida, aducida, presentada en acción, incorporada a la fábula, como trasfondo tácito…”. Pueees… Ya decía yo que Rico no sabe tanto como cree. Del género novelístico se nota que sabe poco. Eso que aduce no es una virtud. Eso es un gravísimo defecto. Eso es antinovelístico. Que un autor de supuestas novelas lleve consigo, como dice Rico con entusiasmo, “todo el Rivadeneyra” es lo contrario a lo que debe hacer un escritor de novelas, que lo que tiene que hacer es asimilar y convertir funcionalmente lo que tiene en la cabeza, decantarlo, para fingir la vida, no para hacer alarde de sus conocimientos. Para mí, es evidente que Pérez Reverte se atiborra de documentación sobre la época y sobre las galeras, los vestidos, la comida, la geografía y la historia de los lugares, etc., y no quiere desperdiciar ni una coma. Y recarga de tecnicismos marineros, de citas en verso, de alusiones a sucesos históricos, de descripciones geográficas etc., su relato, hasta lograr, sin darse cuenta, una sucesión de estampas de cartón piedra, un documental. No hay ninguna vida (ninguna idea) en los libros de este hombre, que se debe de creer un cruzado cuando escribe. Es ridículamente infantil la forma en que amontona palabras alusivas a los vientos, las partes de la galera, el mar, los vestidos, las comidas… Palabras que no conocerán ni los estudiantes actuales de la Escuela Naval, y que el lector normal igualmente desconoce, por lo que no se entera de nada.

¿Qué dirán Rico y la compaña ante novelas como Los idus de marzo, Memorias de Adriano, Dios ha nacido en el exilio, La muerte de Virgilio, María de Magdala, Yo Claudio, Jesucristo y el juego del amor, Juliano, Todos los hombres son mortales, Perseguid a Boecio, Una mujer para el Apocalipsis, Heliópolis, Un amor infinito, Auto de fe, Antes muerto que mudado?

Además de clásico, Rico encuentra a P. Reverte apasionante. Yo acabo de leer, no sin fatiga, Corsarios de Levante. Aparte una batalla naval que, de puro atiborrada de documentación, resulta pesadísima y nada viva, lo demás son paseos por Nápoles, visitas a amigos, paradas en varias tascas, conversaciones sobre nada, descripciones del barco. No hay argumento. No hay trama. No hay aventura. Me parece grandemente revelador que un profesor universitario ignore lo que es –debe ser– el lenguaje novelístico, y qué dota de clasicidad una obra. Debió de tratarse de un encargo de la editorial, bien pagado, para ayudar a vender ejemplares a Alatriste, porque, si no, no se explica que un profesor universitario ponga en juego su prestigio derramando tantas sandeces e infamias sobre un producto que no merece que se diga de él lo que afirma.

Tras leer el artículo, cabe preguntarse: ¿sabe el profesor Rico lo que es una novela? A mí no me cabe la menor duda de que sabe muchas cosas –cómo se llamaba el hermano gemelo de Cervantes, qué año se publicó la enésima edición del Quijote, qué comía los viernes el abuelo de Pérez Reverte, etc.– , pero ¿sabe lo que es una novela? ¿Sabe distinguirla de un relato? ¿Sabe lo que es un personaje y, por lo tanto, que Alatriste no lo es? ¿Sabe lo que es un mundo novelístico? Porque es el caso que en los relatos, que no en las novelas, de Pérez Reverte no hay un mundo novelístico ni, en su sucedáneo, por tanto, “viven” personajes de ficción. Pérez Reverte no es novelista, señor Rico. De hecho, con su intento de redactar unos textos con realismo verista, documentalista, de información mostrenca, ni siquiera es escritor, en el  sentido de lo que se entiende que es un escritor, desde el punto de vista de la estética literaria.

Pérez Reverte basa sus relatos no en la creación de un mundo inventado, sino en la trascripción casi literal de cuanto ha leído en libros sobre una época y un oficio. Y no crea una peripecia –mucho menos, un argumento y, menos aún, una trama–  sino que prácticamente transcribe escenas paradigmáticas de, como casi he dicho ya, las personas, el lugar, la época y el ambiente elegido. Es seguro que los forofos de Pérez Reverte, con José Belmonte, Darío Villanueva, García Posada, Pozuelo Yvansos, Gregorio Salvador, Jordi Gracia y Francisco Rico a la cabeza, pese a ser profesores universitarios de literatura, creen que un personaje novelístico es simplemente un nombre a cuyo detentador se le achacan determinadas acciones sin que las viva y, como consecuencia de ello, se representen ante el lector y éste las “vea”, no simplemente las “oiga”. Por otra parte, todos los supuestos “personajes” son Pérez Reverte: nada los diferencia, porque piensan igual que él, hablan igual que él, actúan como él actuaría, exhiben la misma chulería, idéntica pedantería e igual patriotismo testicular.

El autoproclamado cervantista pronunció, el 12 de junio de 1998 en una entrevista con un redactor de El País, una de las frases más desgraciadas que jamás ha pronunciado un ser humano: “Lo mejor de la novela de hoy [en España] es que combina calidad literaria con éxito de ventas”. Dejando de lado la imposibilidad de que se combinen dos magnitudes tan heterogéneas, que contemplan el objeto desde puntos de vista irreconciliables, y teniendo en cuenta sólo lo que es evidente que quiso decir el sujeto halagador de editores y pseudo-escritores, la verdad es que en aquel entonces, como ahora, para cualquier amante de la literatura, es exactamente lo contrario. Y ya entonces lo admitía todo el mundo – menos él– aunque hablando en términos generales, sin personalizar, sin duda por causa de los intereses económicos.

Para lo que estoy diciendo aquí, todavía me resulta más útil otra desdichada afirmación, porque demuestra que, como sospechaba, Rico no sabe qué es lo que define una novela. En El País –otra vez, sí; Rico pertenece a la cofradía del matinal global y dependiente– del 5 de julio de 2003, dijo y se quedó tan ignorante: “El estilo de la novela ha de ser transparente como un vaso de agua”. Un vaso de cristal, es de suponer; porque, si se trata de uno de loza o de cerámica, se va al traste la transparencia. Pero, aunque Rico no sea muy claro escribiendo, también en este caso suponemos lo que quiso decir. Y lo que quiso decir demuestra que ignora lo que es, lo que debe ser, la prosa de una novela. Cualquier prosa tiene que ser inteligible, pero, en el caso de la novela, la prosa –no el estilo, como Rico dice con imprecisión propia de un académico– lo que tiene que ser, por encima de todo, es funcional. La misión del lenguaje novelístico es levantar una realidad delante del lector con el mayor bulto, consistencia y expresividad. Todo lo demás son florituras líricas o épicas, o documentales. Dicho de otra manera: el lenguaje del novelista tiene que presentizar, delante del lector, ese segundo mundo en que consiste la novela. Al llamar clásico a su amigo, me parece que dice lo que no quería decir. O quizá ocurra que, tire por donde tire, le acontece decir lo que es la verdad. Esto es, que lo que hace Pérez Reverte, en el mejor de los casos, no es más que un pastiche de los clásicos.

Con el análisis de estos tres, o quizá cuatro, ejemplos, pienso que he hecho ver claramente cómo se encuentra la novela española en su relación con los compromisos éticos y estéticos que debe mantener el novelista. A los mencionados, podríamos añadir los nombres de Almudena Grandes, Rosa Montero, Maruja Torres, Elvira Lindo, Rosa Regás, Espido Freire, Lucía Etcheverría, Muñoz Molina, Antonio Gala, Juan Manuel de Prada, Juan José Millás y otros reconocidos y amparados por el sistema. Que sean pésimos escritores y sean tan falsamente valorados, casi es lo de menos. Lo peor es que han quebrado la trayectoria ascendente que seguía un género que ellos, con ayuda de los mencionados críticos y profesores, han devuelto a las cavernas.
 

* Publicado originalmente en <www.lafieraliteraria.com/>
 

"Escribo desde el convencimiento de que sólo hay dos tipos de profesiones que merecen la pena: aquéllas en que se juega uno la vida y aquéllas en que se juega uno la razón." 

"En la novela, como en la pintura, sólo se salva aquel tipo de obra que, con término pedido prestado a la física, en su papel de cosmología, podríamos llamar una singularidad."

M. García Viñó
 

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