La novela
española se ha desintelectualizado. ¿Quién la intelectualizará? Los
escritores del sistema, los que escriben, o procuran escribir
best sellers, desde luego, no. Los profesores universitarios y los
críticos literarios, menos.
Hace poco, me invitaron a dar
una charla sobre “la novela y las novelas” en uno de esos llamados
“talleres de literatura”. Antes de iniciar la que ellos llamaban, en
las papeletas de convocatoria, “lección magistral”, quise saber algo
sobre la preparación de aquellos jóvenes de uno y otro sexo
aspirantes a escritores. Y entonces fue la abominación de la
desolación, que diría el profeta. Salvo dos chicas, ¡ni uno solo
había leído el Quijote! ¡Todos! ignoraban qué era la novela
picaresca. De la gran novela del siglo XIX hablaban de oídas, menos una de
las dos chicas, que había leído Rojo y negro,
traducida, y había
iniciado La Regenta, “que había terminado de conocer por la serie de
televisión”. Tampoco sabían nada de los colosos del
siglo XX, salvo –la
misma chica– una obra de Hemingway, “de cuyo título no me acuerdo”.
Sólo –todos– hablaban con soltura de lo reciente, que por lo visto
no tiene para ellos antecedentes: los grandes
best sellers mundiales
del tipo El código da Vinci, y los productos de la cuadra de
Prisa-Alfaguara y compañía, como Anagrama, Tusquets y Espasa. Y
Planeta, claro. De Grecia y Roma, nada. De Oriente, nada. De los
clásicos, nada. Absolutamente nada tampoco de la poesía de cualquier
época. Pero todos tenían en la cabeza una novela sobre La mano
de Fátima, El Santo Grial, El hijo de Nostradamus,
Los piratas del
Mar Negro, En busca del Arco Iris… No sabían quienes eran
Dante ni Petrarca, pero sí Almudena Grandes y Javier Marías, “que salen
mogollón en El País”. “Y Pérez Reverte, que lo han nombrado
académico y por algo será”. “Yo me estoy preparando para escribir
sobre el Gran Capitán, anunció uno, como una especie de Alatriste”.
La abominación de la desolación. La gran catástrofe, que diría
Alexis Zorba.
Nadie sabía allí lo que era la
literariedad. Ni distinguía una novela de un relato. Ni se había
asomado a la Historia Universal, ni a la Filosofía ni a la
Física
Teórica. ¿Tengo que añadir que tampoco a la Gramática ni a la
Lógica? Composición, forma de presentación de la realidad, elipsis,
elusiones, alusiones, literariedad, perspectivismo, contraste,
tiempo y tempo, monólogo interior, extrañamiento… eran conceptos que
nada les decían. Claro que tampoco dicen nada a Muñoz Molina, Pérez
Reverte, Almudena Grandes, Marsé, Ruíz Zafón…
Ha habido momentos en la
historia –y en la prehistoria– en que
la humanidad ha traspasado lo
que Gehelen llamó –y Hans Sedlmayr aplicó a la historia del arte–
“un nivel absoluto de cultura”. Este filósofo de la historia,
profesor en las universidades de
Viena, Munich y Salzburgo, nos
ponía varios ejemplos muy claros, de los cuales sólo recuerdo uno:
el del paso del paleolítico de los cazadores al neolítico de los
agricultores. Por si acaso no entendí bien el concepto, o no lo
abarqué en toda su amplitud, simplemente me atrevo a preguntar si no
se traspasó un nivel de cultura –aunque no fuera absoluto-, con el
fin del Antiguo Régimen y el advenimiento de la Modernidad.
En el siglo XX, y coincidiendo
con el cambio de paradigma que habían propiciado la Teoría de la
Relatividad y la Mecánica Cuántica, aboliendo la
visión del universo
de Isaac Newton, y otorgando una nueva configuración a los absolutos
clásicos –espacio, tiempo, movimiento–, las artes, y muy
especialmente la novela y la pintura, experimentaron cambios
sustanciales que, en el caso de la primera, le posibilitaron el
acceso a la categoría de obra de arte literario, que no había tenido
hasta entonces, como con rotundidad había señalado Paul Valéry. “La
novela no forma parte del arte literario por su prosaísmo
antiartístico”, decía el autor de El cementerio marino. Antes, los
neoclásicos se habían negado a alinearla junto a los
géneros
literarios más nobles, como la epopeya y la tragedia.
Nuestros periodistas, críticos
literarios y profesores de
literatura se mueven en un
caos muy
parecido al de los “estudiantes” del Taller. Ellos sí conocen y sí
han leído lo que los “meritorios” ignoran. Pero no saben dónde
colocarlo sin autoexcluirse de la monarquía de las letras. Ni saben
hacia dónde mirar para mantener sus respectivos estatus sin
enfadarse con nadie o, mejor dicho, sin que nadie se enfade con
ellos. Y como lo que manda desde hace tiempo en el campo que
anteriormente ocupaba la cultura es la industria del libro, a ella
se someten. Saben que si quieren continuar “vigentes”, económica y mediáticamente hablando, tienen que aceptar las normas del Sistema.
Se habla de industria cultural, pero lo que manda, lo que define, es
solamente la industria. ¿Se ha traspasado algún umbral significativo
con el derrumbe del arte y la
literatura serios, y la sustitución del
espíritu y la mente por el reconocimiento mediático y la ganancia?
En cualquier caso, el resultado es la desaparición de los
intelectuales y los
artistas, eclipsados por los diletantes y los
mercaderes.
¿Dónde están los
escritores
comprometidos como aquéllos de los años medios del siglo XX? Ahora
no los hay. Ni los más interesados quieren que los haya. Es decir,
ni los que podrían serlo quieren serlo. A Muñoz Molina, uno de los
escritores más incompetentes, pero más valorados, de la actualidad,
lo he leído decir, citando a un escritor sudamericano que no
recuerdo, que “quien quiera lanzar un mensaje ponga un telegrama".
Añadiendo que los tiempos han cambiado respecto a la pasada centuria
y que ahora no hay temas con los que comprometerse, seguramente
lleva razón. Porque las guerras agresivas del Imperio, el holocausto
palestino por Israel, el ecologismo, el feminismo, la droga, la
situación infrahumana de los africanos, no son evidentemente temas
para preocuparse ni comprometerse. Cuando haya otra
guerra en
Vietnam y se convierta en moda criticarla, ya será cosa de
pensárselo. Les pasa igual con la forma del
Estado: serán monárquicos
hasta que les convenga ser republicanos.
Hace unos días, respecto a aquél
en que redacto este artículo, se publicó en el diario El Mundo (18
de agosto de 2009) una entrevista al fabricante de
best sellers
Carlos Ruiz Zafón, anunciada en la primera página del suplemento con
el reclamo: Ruiz Zafón arremete en Edimburgo contra “los policías de
la alta cultura”, y titulada en la página 4: Ruiz Zafón contra la
“alta cultura”. Es de preguntarse por qué un escritor, por pésimo
que sea –y el que nos ocupa es espantoso–, clama contra la alta
cultura. Leída la
entrevista, pienso que porque lo enrabieta haber
sido clasificado donde lo ha sido. Es evidente que a él le habría
gustado vender millones de libros y además ser considerado un gran
escritor. Como ya ha comprendido que eso no va a ocurrir, la
emprende contra la cultura, contra las novelas serias, contra todo
lo que él no es ni practica, enarbolando “razones” tan analfabetas
como ésta:
“…no existe algo a lo que se
pueda denominar ‘buena literatura’, sino que únicamente existe el
hecho de escribir bien y de escribir mal”. No cabe mayor simplismo.
Sólo en una cabeza absolutamente hueca se puede incubar semejante
monstruosidad. ¡Lo que es la falta de ignorancia!, que diría
Cantinflas. Pues si, como dicen, La sombra del viento, el engendro
firmado por el autor del dicho disparate, se ha convertido en el
libro español más vendido después del Quijote, no nos queda otra
opción que hacer rogativas.
En un nuevo alarde de no saber
de qué estaba hablando, contraponía la “literatura” que él practica
a ¡la erudición! Añadiendo que “haber establecido una diferencia
entre la erudición o alto nivel intelectual y la cultura de nivel
popular es el mayor fraude cultural del siglo XX”. Ya dijera lo que
dice, ya dijera lo que parece que dice, ya dijera lo que no quería
decir, ya dijera lo contrario, expelió una chorrada memorable, sólo
explicable desde una carencia total de fundamentos culturales.
Luego parece que se habla a sí
mismo, aunque sin entenderse: “yo, por mi parte, no estoy en
absoluto interesado en tener a mi lado una especie de pensamiento
policial, totalmente esnob, que me vaya diciendo, a cada momento, lo
que es bueno o lo que es malo”. Según el entrevistador, Ben Hoyle,
Zafón lo que hacía, o quería hacer, en esa entrevista, era
defenderse del ataque indirecto de Jonathan Mills, director del
Festival de Edimburgo, quien había dicho que estaba seriamente
preocupado sobre lo que podía ocurrir “si, como sociedad, lo único
que sabemos hacer es entretenernos, en lugar de satisfacer
cumplidamente nuestras necesidades espirituales, intelectuales y
emocionales.”
Su pobreza de ideas, el ridículo
concepto que tiene el vendedor de libros de la
literatura en
general y de la novela es particular, se refleja en estas palabras:
“Para mí, el arte estriba exclusivamente en su ejecución y no en sus
pretensiones”. ¿Habrá leído Zafón algo sobre estética literaria?
¿Sobre teoría de la literatura? Sin duda, no. En largo párrafo final
demuestra que, para él, en
literatura, todo se reduce a escribir
bien o a escribir mal.
Otra contestación que recibió el
ufano superventas le llegó de la novelista británica Rose Tremain,
quien afirmó que, en la argumentación de Ruiz Zafón se ignoraba la
significativa diferencia existente entre “los libros escritos con el
único propósito de entretener y la ficción seria que se encuentra
más allá del mero hecho de relatar una historia, aquella que,
además, intenta hacer pensar al lector sobre la condición humana”.
Lo he escrito más de una vez: el
escritor español, como el crítico literario, como el periodista,
como el profesor de literatura, también como el lector, parece como
si tuviera alergia a pensar. “Yo no estoy aquí para pensar ni para
hacer pensar”, parece decir el “novelista”, sino para contar una
historia. Que Ruiz Zafón abomine del intelectualismo no sería
especialmente grave si no fuera porque los críticos del sistema lo
arropan y sitúan entre los escritores de verdad, portadores de una
misión, como quería Nietzsche. Pese a todo, no sería especialmente
grave. Que lo haga Juan Marsé, un novelista sobrevalorado por una
crítica que sobrevaloró también a Juan García Hortelano y a Miguel Delibes, a Salinas y a Ferres, mientras dejaba fuera de su atención
a superescritores de talla europea como Antonio Risco, Juan Ignacio
Ferreras, Carlos Rojas, José Luis Acquaroni, Andrés Bosch, José
Tomás Cabot, José Vidal Cadellans, Manuel San Martín, Antonio
Martínez Menchén, Fernando Gutiérrez, Antonio Prieto, José María
Castillo Navarro, José Mª Vaz de Soto, Antonio Zoido, José Luis
Castillo Puche y, durante mucho tiempo, a Gonzalo Torrente Ballester
y Álvaro Cunqueiro, junto a los que hay que poner a los sí
atendidos, aunque no lo suficiente, Juan Goytisolo y Alfonso Grosso,
lo es bastante más. Sobrevalorado, decía, y apadrinado por la
crítica oficiosa, que durante años ha exigido –hasta conseguirlo–
para él el Premio Cervantes, un premio político, sí, pero de impacto
en el público, con el que el Ministerio de Cultura refrenda cada año
su vulgaridad y su convencionalismo.
En su discurso de aceptación de
dicho premio, dijo Juan Marsé, haciendo dejación de cualquier
compromiso ético o estético del novelista con la novela: “Para la
famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil
famosas respuestas, que nunca […] me han servido de gran cosa.”.
Apuesto el brazo que no perdí en Lepanto a que no sólo no tiene mil,
sino que no tiene ninguna. Bastaría con que tuviese una. Después del
paso por la literatura de la gran novela del siglo XX –el siglo más
sabio de la historia– ningún verdadero escritor puede dejar de
tener su propia concepción del mundo ni su propia teoría de la
novela. El que no las tenga no será un escritor, sino, como ellos
mismos se declaran –lo han hecho, respondiendo a entrevistas leídas
por mí, Pérez Reverte, Muñoz Molina, Almudena Grandes– profesionales
de la escritura. A su propósito, habría que recordar lo que decía
Nietzsche: “Tomar por una profesión el estado de escritor, hay que
tomarlo, cuando menos, por una forma de estulticia”.
El laureado Marsé confiesa no
tener ni una concepción del mundo ni una teoría de la novela, y
añade: “no me considero un intelectual, solamente un narrador”.
Penoso. En el texto con que contribuyó Colin Wilson al Manifest de
los angry young men, dijo: “El escritor representa la más elevada
conciencia de la época y trata de extender esa conciencia a otras
personas”. Julio Cortázar
se apuntó a esta postura cuando escribió:
“La novela antigua nos enseña que el hombre es; la novela de hoy –1950– se preguntará su por qué y su para qué”. “Los grandes
novelistas, resumió Albert Camus, son novelistas filósofos”.
Exactamente lo que no quiere ser Juan Marsé, con el aplauso de la
crítica que lo ha aupado, para desdicha de la
literatura española de
principios del milenio.
Viví con intensidad aquella
ebullición del género novelístico que se prolongó hasta 1968, cuyo
espíritu contribuyó a impulsar en buena medida. Podría aportar
cientos de testimonios, que he conservado, de lo que entendían era
el papel de la novela los novelistas y los críticos; testimonios
que quitarían el sueño a Marsé y sus acompañantes o sucesores: los
que más suenan hoy, interesados todos en contar una historia, en
entretener y en vender. Voy a aducir solamente unas palabras de
Maurice Nadeau en su libro Le roman français depuis la guerre (Gallimard,
París, 1963): “Por una evolución natural, la novela ha pasado de la
descripción enciclopédica (del mundo o de las pasiones) a la
apropiación moral, poética, filosófica o metafísica de este mundo
por un individuo privilegiado: el autor […]” del que “más que su
creación, es su visión personal lo que nos importa, la expresión
original y verosímil que, a través de su obra, nos da del universo y
de las relaciones que mantiene con él”.
Arrastrados por la corriente de
fango de la industria cultural, ya en los años finales del siglo XX,
los novelistas vinieron a ser simplemente esos “contadores de cosas”
que la crítica bautizó porque sí, ignorando la realidad anterior de,
por ejemplo, la llamada “novela metafísica”, como “nueva narrativa”
–nueva ¿por qué?–, para colmo sin originalidad, en la que se han
convertido con el beneplácito de una
crítica y una cátedra cuyos
ocupantes se preocupan más de salir en los medios y ganar dinero que
de la literatura. A esa “nueva narrativa” la adornaron con las
virtudes –que nunca tuvo– del cosmopolitismo, frente al realismo
anterior, y el democratismo (¡!) producto de las nuevas
circunstancias, aparte de llegar más a los lectores. A uno de los
críticos más falseadores de la verdad, por incompetencia o por
“política”–junto con Rafael Conte, Darío Villanueva, Santos Sanz
Villanueva, Ignacio Echevarría, Miguel Ángel Rojo, Ayala Dip, Jordi
Gracia, etc.– Miguel García Posada, le produjo un ataque de nervios
la afirmación de Mario Vargas Llosa, en una entrevista, de que la
crítica española que se inaugura con la transición “no posee el
rango intelectual que tuvo la de los cincuenta y los sesenta”. Y no
sólo eso, sino también que la de ahora “está al servicio de las
grandes editoriales y practica sistemáticamente el amiguismo y el enemiguismo”.
Aquella visión del universo del
que hablaba Nadeau a mediados del siglo veinte ya sabe el lector en
qué se ha convertido en los libros de Muñoz Molina, Antonio Gala,
Almudena Grandes, Maruja Torres, Pérez Reverte, Javier Marías, Juan
Manuel de Prada…: en la visión del
barrio o de la familia del autor.
Compárese el contenido de las citas de autores del siglo XX que he
aducido con lo que decía también Marsé sobre su “oficio”, en el
discurso que todos los
medios de
comunicación masiva calificaron de
brillante: “Con respecto al trabajo mantengo algunos principios,
pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena
historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote
en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua (lo que decía
Zafón, recordémoslo), no solamente la singularidad, la bondad o la
oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del
tiempo”. Me rasgo las vestimentas. Y esto lo dijo en presencia de
los representantes de la supuesta España culta –del Rey abajo,
todos– y no se quemaron asientos ni se hicieron disparos ni nadie
pidió la cabeza de nadie. Es escandaloso que un escritor tenga una
idea tan paupérrima del quehacer del novelista.
Los dos, Ruíz Zafón y Juan Marsé,
que, como el primero, se declaraba “amante incondicional de la
fabulación” en el discurso comentado, reducen la bondad de la
novela, un género altamente complejo, al interés de la historia y a
la bondad del lenguaje, que por cierto tampoco es lo que ellos
ejercitan. Y es el caso que ninguna de las dos, ni la fábula ni el
lenguaje, son elementos esenciales, desde el punto de vista de la
estética literaria, de la novela. Son los elementos de composición,
que antes he enumerado, los que le otorgan su densidad ontológica y
estética. Dostoievski, Zola, Flaubert, Leopoldo Alas y muchos otros,
en el siglo XIX, ya tenían una idea más seria del “mester de
novelista”.
Me he preguntado muchas veces,
sin acertar a darme una respuesta, por qué la inmensa mayoría de los
críticos literarios y los profesores de
literatura españoles –y, con
ellos, los lectores–, junto a su alergia al pensar a que ya me he
referido, profesan tan grande apego a los escritores costumbristas
castizos, como Cela, Umbral, Muñoz Molina, Almudena Grandes, etc., y
a los que yo llamaría costumbristas provincianos; para que se me
entienda: los Miguel Delibes, García Hortelano, Marsé, y también
etcétera. Tanto apego al costumbrismo de uno u otro signo como
rechazo al intelectualismo, a las ideas. Diríase que renuncian, en
favor de un extraño “patriotismo”, al europeismo, al universalismo a
que debe aspirar todo
artista.
No es de extrañar que, en un
panorama como el dibujado, fuese acogido con alborozo un personaje
tan vacío intelectualmente y tan descomprometido ética y
estéticamente como Arturo Pérez Reverte, quien no se cansa de
pregonar sus principales méritos, que consisten en tener muchos
lectores y ganar mucho dinero: refrendo, para él, de su categoría
literaria. En la onda de Zafón y Marsé, pregona Pérez Reverte, en volandas
de los críticos, que la novela estaba secuestrada por los Joyce,
Faulkner, Hesse, Mann, Virginia Wolf, Camus, Steinbeck, Huxley y
demás maestros del siglo XX –los que de verdad renovaron el género
en lo ético, lo intelectual y lo estético–, hasta que ha venido él
a rescatarla. Una revolución, una auténtica revolución del
género,
que él ha podido llevar a cabo simplemente imitando torpemente a
Dumas, Walter Scott, etc., como ha comprendido muy bien el profesor
José Belmonte, que ya ha organizado, jaleado por Marsé, Alfonso
Ussía, Jordi Gracia y Darío Villanueva, entre muchos, como los que
voy a nombrar, dos congresos a su paisano en la Universidad de
Murcia; congresos en los que se ha llegado a la conclusión de que
Pérez Reverte ha renovado y revolucionado la novela. José Belmonte, junto
con José Carlos Mainer y Gregorio Salvador, también catedráticos, y
Francisco Rico, profesor de Literatura Medieval en la Universidad
Autónoma de Barcelona, son los principales valedores de
Pérez Reverte que,
con Javier Marías –también del sumo gusto de los mentados–
constituye uno de los dos grandes fraudes que han cometido los
medios y las editoriales, como han demostrado los críticos del Centro de Documentación de la Novela Española,
pues ambos son (sendos son, diría Marías) tan
incompetentes como risibles. [Ver los Cuadernos de Crítica
publicados por dicho Centro.]
Impulsado por sus ansias de
universalidad doméstica, Pérez Reverte, recordando sus disfrutes de lector
juvenil poco exigente, decidió dedicarse a cultivar un tipo de
novela como la que hacían los entreguistas del siglo XIX, decisión
que contó con las bendiciones de una
crítica y una cátedra cansadas,
como Zafón y Marsé, de la literatura seria, esa que obliga a pensar,
esa que es algo más que entretenimiento. Fue otro profesor
universitario, Darío Villanueva, quien con más énfasis saludó,
siguiendo los pasos de Belmonte, la llegada redentora del epígono de
Fernández y González, Walter Scott, Alejandro Dumas, etc. Y ello
después de despotricar contra el más importante movimiento de
renovación estética de la novela, el nouveau roman francés o
escuela
de la mirada, que ha habido en la historia. Él, José Belmonte y, a
su rueda, los demás críticos y profesores antes nombrados, han
pregonado que quien no es más que un fabricante de aburridos
pastiches es el mejor novelista español actual.
En el panorama literario español
inaugurado con la llamada Transición y la irrupción de la industria
cultural, de inspiración yanqui, se han cometido muchos engaños. (El
lector que quiera tener cumplida información sobre ellos puede
acudir a mis libros El País: la cultura como negocio [Txalaparta, Tafalla, 2006] y
La gran estafa: Alfguara, Planeta y la novela
basura [Vosa, Madrid, 2005]). Los dos más grandes fraudes, repito,
haciendo creer a los lectores, mediante la publicidad indirecta
–nombrándolos académicos, por ejemplo; fotografiándolos junto a
Saramago; manteniéndolos continuamente en las páginas literarias– y
el marketing, que Javier Marías y Arturo Pérez Reverte son grandes
novelistas, cuando no son ni siquiera novelistas. Ambos escriben
relatos, nunca novelas. Quedó demostrado en los citados Cuadernos de
Crítica del CDNE, que, por ende, mostraron también que eran
personajes ridículos, que hacían reír sin quererlo, con sus
vaciedades, sus chistes involuntarios y sus torpezas idiomáticas.
Causa asombro que ni un solo
crítico literario se haya preguntado por qué Javier Marías ha
escrito absolutamente todas sus “novelas” en primera persona.
¡Cuidado! Yo no digo que no se deban escribir narraciones en primera
persona, como me ha achacado por ahí alguna imbécil. Las conozco
geniales. Yo he escrito tres de ellas. Pero en primera persona se
escriben relatos, no novelas, a menos que se tenga el talento del
Pérez Galdós de Lo prohibido. En el caso de Javier Marías, está
claro que de lo que se trata es de su total incapacidad para
levantar ese segundo mundo –vida posible fingida, decía Andrés Bosch–
en que consiste una novela. Si a esto añadimos que no sabe hacer
diálogos, que no crea personajes, que no dibuja ambientes, nos
encontramos con la clase de gran novelista que es.
En el caso de Pérez Reverte, no
les bastó con “nombrarlo” gran novelista. Para esta partida de
agentes de publicidad, el Conde de Montecristo, como lo llaman en
algunas webs juveniles, es un clásico (sic). Fue José Belmonte el
primero que lo afirmó, después de equipararlo con Cervantes (El
País, 24 de enero de 2003), sin duda porque un clásico es para él
quien sitúa la acción de sus relatos en el siglo XVII y trata de
imitar el lenguaje de entonces… Con poco éxito, por cierto, porque
en el CDNE le han pescado docenas de anacronismos. En cualquier caso,
¿cómo va a ser clásico un epígono fabricante de pastiches?
Años después, Francisco Rico,
que fue quien contestó –con un discurso
delictivo–, al ingreso de Marías en la
Academia (V. Cuadernos), ha
centuplicado el disparate en un artículo, Alatriste: el clásico, los
clásicos (Babelia/El País, 23 – 05 – 09),
que a ráfagas parece –como
el discurso–, una tomadura de pelo al beneficiado. Como no tiene por
qué serlo, pues es buen amigo de ambos, puede decirse que se trata
del artículo más irresponsable y menos razonado de los tiempos
modernos. Rico, cervantista, académico, catedrático, hombre de
mundo, comunica siempre la impresión de que se cree que sabe más de
lo que sabe. Y de que se autoadmira como ocurrente. A veces, hasta
se deja caer con unos sonetos espantosos y pseudo-ingeniosos, como
diciendo: “ahí va eso, de propina”. Ignoro si se trata de un juego
intelectual o si de verdad cree lo que dice. El caso es que se nota
que disfruta haciendo juegos de manos, intentando sacar jugo de
donde no hay nada, como es la tontería que Javier Marías explayó en
su discurso, como es el clasicismo de P. Reverte. Tanto el discurso de
contestación al que he aludido, como el artículo sobre el
“clasicismo” revertiano, se empeñan, sin resultado, en justificar lo
injustificable. [Un comentario al discurso lo puede encontrar el
lector interesado en el Cuaderno de crítica nº 18.]
Del tan sofisticado como inútil
artículo paso a ocuparme ahora: “Pérez Reverte es un clásico”,
pero él, don Francisco, además de afirmarlo, va a decir por qué,
pues “lo es por más de una razón”.
Digo yo: si hace esta afirmación
un especialista en el Quijote, ¿qué va a decir el pobre y analfabeto
lector español? Así es como empieza a hacer daño la venalidad y
falta de honradez intelectual de esta gente.
La primera razón es que ha
creado un personaje que, como ya afirmó José Belmonte, es a su autor
lo que don Quijote es a Cervantes (sic). ¿Desde cuándo es Alatriste un
personaje? En todas las novelas de P. Reverte hay nombres que aluden a
personas, pero no a personajes. Alatriste no está caracterizado en
ninguna de las “novelas” de Pérez Reverte; no es más que un portavoz del
autor que pasea y comenta mucho más que combate, y que sirve a éste
para expeler su patriotismo testicular e infantiloide. Y que se pasa
todo el tiempo mirando de soslayo, adelantando el mentón, frunciendo
el entrecejo, arrugando la frente, atusándose el mostacho y haciendo
todas las demás muecas que se suelen encontrar en las clásicas
novelas de quiosco. Carece de vida propia. Es, como he dicho, un
portavoz del autor omnipresente.
Dice el inagotable Rico que
también es clásico “por la formidable medida en que el relato de sus
aventuras –(¿qué aventuras, mon dieu?)– se hace eco de los clásicos
españoles por excelencia. La literatura del
Siglo de Oro, en efecto –sigue diciendo–, está presente por todas partes y en todas las
formas: aludida, aducida, presentada en acción, incorporada a la
fábula, como trasfondo tácito…”. Pueees… Ya decía yo que Rico no
sabe tanto como cree. Del género novelístico se nota que sabe poco.
Eso que aduce no es una virtud. Eso es un gravísimo defecto. Eso es
antinovelístico. Que un autor de supuestas novelas lleve consigo,
como dice Rico con entusiasmo, “todo el Rivadeneyra” es lo contrario
a lo que debe hacer un escritor de novelas, que lo que tiene que
hacer es asimilar y convertir funcionalmente lo que tiene en la
cabeza, decantarlo, para fingir la vida, no para hacer alarde de sus
conocimientos. Para mí, es evidente que Pérez Reverte se atiborra de
documentación sobre la época y sobre las galeras, los vestidos, la
comida, la geografía y la historia de los lugares, etc., y no quiere
desperdiciar ni una coma. Y recarga de tecnicismos marineros, de
citas en verso, de alusiones a sucesos históricos, de descripciones
geográficas etc., su relato, hasta lograr, sin darse cuenta, una
sucesión de estampas de cartón piedra, un documental. No hay ninguna
vida (ninguna idea) en los libros de este hombre, que se debe de creer un cruzado cuando escribe. Es ridículamente infantil la forma
en que amontona palabras alusivas a los vientos, las partes de la
galera, el mar, los vestidos, las comidas… Palabras que no conocerán
ni los estudiantes actuales de la Escuela Naval, y que el lector
normal igualmente desconoce, por lo que no se entera de nada.
¿Qué dirán Rico y la compaña
ante novelas como Los idus de marzo, Memorias de Adriano,
Dios ha
nacido en el exilio, La muerte de Virgilio, María de Magdala,
Yo
Claudio, Jesucristo y el juego del amor, Juliano,
Todos los hombres
son mortales, Perseguid a Boecio, Una mujer para el Apocalipsis,
Heliópolis, Un amor infinito, Auto de fe, Antes muerto que
mudado?
Además de clásico, Rico encuentra a
P. Reverte apasionante. Yo
acabo de leer, no sin fatiga, Corsarios de Levante. Aparte una
batalla naval que, de puro atiborrada de documentación, resulta
pesadísima y nada viva, lo demás son paseos por Nápoles, visitas a
amigos, paradas en varias tascas, conversaciones sobre nada,
descripciones del barco. No hay argumento. No hay trama. No hay
aventura. Me parece grandemente revelador
que un profesor universitario ignore lo que es –debe ser– el
lenguaje novelístico, y qué dota de clasicidad una obra. Debió de
tratarse de un encargo de la editorial, bien pagado, para ayudar a
vender ejemplares a Alatriste, porque, si no, no se explica que un
profesor universitario ponga en juego su prestigio derramando tantas
sandeces e infamias sobre un producto que no merece que se diga de
él lo que afirma.
Tras leer el artículo, cabe preguntarse:
¿sabe el profesor Rico lo que es una novela? A mí no me cabe la
menor duda de que sabe muchas cosas –cómo se llamaba el hermano
gemelo de Cervantes, qué año se publicó la enésima edición del
Quijote, qué comía los viernes el abuelo de Pérez Reverte, etc.– , pero ¿sabe
lo que es una novela? ¿Sabe distinguirla de un relato? ¿Sabe lo que
es un personaje y, por lo tanto, que Alatriste no lo es? ¿Sabe lo
que es un mundo novelístico? Porque es el caso que en los relatos,
que no en las novelas, de Pérez Reverte no hay un mundo novelístico ni, en su
sucedáneo, por tanto, “viven” personajes de ficción. Pérez Reverte no es
novelista, señor Rico. De hecho, con su intento de redactar unos
textos con realismo verista, documentalista, de información
mostrenca, ni siquiera es escritor, en el sentido de lo que se
entiende que es un escritor, desde el punto de vista de la estética
literaria.
Pérez Reverte basa sus relatos no en la
creación de un mundo inventado, sino en la trascripción casi literal
de cuanto ha leído en libros sobre una época y un oficio. Y no crea
una peripecia –mucho menos, un argumento y, menos aún, una trama–
sino que prácticamente transcribe escenas paradigmáticas de, como
casi he dicho ya, las personas, el lugar, la época y el ambiente
elegido. Es seguro que los forofos de
Pérez Reverte, con José Belmonte, Darío Villanueva, García Posada, Pozuelo Yvansos, Gregorio Salvador, Jordi Gracia y Francisco Rico a la
cabeza, pese a ser profesores universitarios de
literatura, creen
que un personaje novelístico es simplemente un nombre a cuyo
detentador se le achacan determinadas acciones sin que las viva y,
como consecuencia de ello, se representen ante el lector y éste las
“vea”, no simplemente las “oiga”. Por otra parte, todos los
supuestos “personajes” son Pérez Reverte: nada los diferencia, porque
piensan igual que él, hablan igual que él, actúan como él
actuaría, exhiben la misma chulería, idéntica pedantería e igual
patriotismo testicular.
El autoproclamado cervantista
pronunció, el 12 de junio de 1998 en una entrevista con un redactor
de El País, una de las frases más desgraciadas que jamás ha
pronunciado un ser humano: “Lo mejor de la novela de hoy [en España]
es que combina calidad literaria con éxito de ventas”. Dejando de
lado la imposibilidad de que se combinen dos magnitudes tan
heterogéneas, que contemplan el objeto desde puntos de vista
irreconciliables, y teniendo en cuenta sólo lo que es evidente que
quiso decir el sujeto halagador de editores y pseudo-escritores, la
verdad es que en aquel entonces, como ahora, para cualquier amante
de la literatura, es exactamente lo contrario. Y ya entonces lo
admitía todo el mundo – menos él– aunque hablando en términos
generales, sin personalizar, sin duda por causa de los intereses
económicos.
Para lo que estoy diciendo aquí,
todavía me resulta más útil otra desdichada afirmación,
porque demuestra que, como sospechaba, Rico no sabe qué es lo que
define una novela. En El País –otra vez, sí; Rico pertenece a la
cofradía del matinal global y dependiente– del 5 de julio de 2003,
dijo y se quedó tan ignorante: “El estilo de la novela ha de ser
transparente como un vaso de agua”. Un vaso de cristal, es de
suponer; porque, si se trata de uno de loza o de cerámica, se va al
traste la transparencia. Pero, aunque Rico no sea muy
claro escribiendo, también en este caso suponemos lo que quiso
decir. Y lo que quiso decir demuestra que ignora lo que es, lo que
debe ser, la prosa de una novela. Cualquier prosa tiene que ser
inteligible, pero, en el caso de la novela, la prosa –no el estilo,
como Rico dice con imprecisión propia de un académico– lo que tiene
que ser, por encima de todo, es funcional. La misión del
lenguaje
novelístico es levantar una realidad delante del lector con el mayor
bulto, consistencia y expresividad. Todo lo demás son florituras
líricas o épicas, o documentales. Dicho de otra manera: el
lenguaje
del novelista tiene que presentizar, delante del lector, ese segundo
mundo en que consiste la novela. Al llamar clásico a su amigo, me
parece que dice lo que no quería decir. O quizá ocurra que, tire por
donde tire, le acontece decir lo que es la verdad. Esto es, que lo
que hace Pérez Reverte, en el mejor de los casos, no es más que un pastiche
de los clásicos.
Con el análisis de estos tres, o
quizá cuatro, ejemplos, pienso que he hecho ver claramente cómo se
encuentra la novela española en su relación con los compromisos
éticos y estéticos que debe mantener el novelista. A los
mencionados, podríamos añadir los nombres de Almudena Grandes, Rosa
Montero, Maruja Torres, Elvira Lindo, Rosa Regás, Espido Freire,
Lucía Etcheverría, Muñoz Molina, Antonio Gala, Juan Manuel de Prada,
Juan José Millás y otros reconocidos y amparados por el sistema. Que
sean pésimos escritores y sean tan falsamente valorados, casi es lo
de menos. Lo peor es que han quebrado la trayectoria ascendente que
seguía un género que ellos, con ayuda de los mencionados críticos y
profesores, han devuelto a las cavernas.
* Publicado originalmente
en <www.lafieraliteraria.com/>
"Escribo desde el
convencimiento de que sólo hay dos tipos de profesiones que merecen
la pena: aquéllas en que se juega uno la vida y aquéllas en que se
juega uno la razón."
"En la novela, como en la
pintura, sólo se salva aquel tipo de obra que, con término pedido
prestado a la física, en su papel de cosmología, podríamos llamar
una singularidad."
M. García Viñó
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