Quiero jugar con la equivalencia
entre ecología y una especie de estética paisajística
beata. La clave de esta estética es la fotografía.
Como garantía o testimonio: la fotografía es un registro
realista, habla de aquello que estuvo-ahí. Como abonitamiento:
toda fotografía -aún los retratos, las instantáneas
o los reportajes fotográficos- es fatalmente paisajística;
y aunque no haga sino calcar a su objetivo, inevitablemente lo
embellece, o por lo menos, lo estiliza.
Y como fijación. Rigurosamente, esta fijación,
este
eleatismo es la forma misma de la estética fotográfica:
el esfuerzo del atleta, el gesto desencajado, una gota de transpiración,
la ansiedad del espectador en segundo plano: pienso en el hai-ku,
o en algunos pintores japoneses
que a través de las técnicas de un arte de la inmovilidad
intentaban captar el sentido del movimiento.
Curiosamente, la estética fotográfica pasa a la
televisión,
ya revistiendo las modalidades explícitas del discurso
ecológico: Uruguay: Naturaleza Viva, National
Geographic, Memorias de la Costa, Animal Planet.
Equilibrio o armonía, ejes de la "conciencia ecológica",
son nociones de estética renacentista -todo paisaje, toda
fotografía supone un equilibrio composicional (ese equilibrio
solamente puede ser estética: ¿qué sentido
tiene, si no, la rana tomada a través de la transparencia
de una hoja, el juego de los verdes?). Un orden en el que el
hombre no puede participar sin lesionar severamente. Sólo
puede contemplar, voyeur separado por la magia óptica,
la
burbuja del ojo, el clic que corta y divide definitivamente
al que mira de lo mirado, al sujeto del objeto, o que bidimensionaliza
aquello originalmente envolvente.
Quiero asociar, por un lado, lo contemplativo y lo discriminativo,
con el paisaje, la fotografía y lo planar,
y con la noción estético-ecológica de equilibrio.
Y, por
otra parte, lo participativo-interactivo, con el ambiente
y lo tridimensional.
Naturalmente, la fotografía se organiza alrededor de una
lejanía, es decir, de un horizonte: la ecología
es la medida misma de una distancia, o mejor, de una imposibilidad:
no puedo intervenir (interferir). Esto, naturalmente, presupone
que esa exterioridad no puede intervenir en mí. Una vez
fotografiado, una vez representado en el plano -hechizo congelante-
el mundo es impenetrable, inmodificable.
La estética ecológica nace de una técnica
óptica de distanciamiento. Pienso en la deriva cósmica
del Enterprise (la nave de Star Trek), ciudad tecnológica
volante con una regla de oro negativa: no interferir en los procesos
naturales del universo; más interesante resulta descubrir
que esta macromáxima incluye la pequeña y perversa
variante de no interferir en los procesos sociales de otros pueblos.
Desde la mirada orbital (divina) del Enterprise los procesos
sociales o históricos de otros pueblos (terrenos) se asimilan
al equilibrio natural del cosmos. Una flor negra en la quinta
luna de Laertes, una dictadura sangrienta en Troblacam, un microorganismo
complejísimo arrasa la civilización Trmph, un sol
estalla, una cultura descubre la fisión del átomo:
preciosos y únicos avatares del equilibrio, emergencias
y manifestaciones del ecosistema.
De la distancia óptica se derivan -más bien como
metáforas- la distancia cultural, o tecnológica,
o divina. Toda mirada es, como la del Enterprise, superior, elevada,
aérea, armonizante: todo es parte del espectáculo
del ecosistema, menos yo; en la medida en que lo invento y lo
bautizo me separo, me alejo.
Pero la distancia y la bidimensionalización de la fotografía
también tienen que ver, indudablemente, con una especie
de "descubrimiento" de la otredad (la propia distancia),
bajo la forma de lo espectacular o de lo curioso: la zoología,
la microbiología, el mundo submarino, el espacio exterior,
las comunidades humanas primitivas, lo salvaje, las otras culturas,
en fin.
Me gustaría entonces definir como ecológico a todo
discurso voyeurista (i.e. que utilice técnicas ópticas
de distanciamiento, separación y elisión del que
mira -y, como contrapartida, de paisajización, estetización
y conservación de lo mirado-) sobre lo otro. La distancia
o la lejanía del discurso ecológico no es necesariamente
(aunque casi siempre lo es) geográfica: la historia, el
pasado, "de mitos y memorias", resulta la forma misma
de un espacio lejano, cerrado, concluído: un lugar en
el que no me es posible participar y al que sólo me resta
contemplar (el modelo mismo de este lugar es el libro).
Vinculado a esto, otra idea que se manejaba en los
artículos a los que remití al comienzo era la de
una especie de redención a través del retro -otra
técnica típicamente ecológica. Retro es
un procedimiento bastante hábil y complejo que combina
la participación y la contemplación.
Más específicamente, es una técnica que
habilita la participación y la interacción (digamos,
una fiesta:
un sujeto ensamblado en un ambiente tridimensonal),
pero neutralizándolas, "inofensivizándolas"
como un juego estetizado (un espectáculo), en el cual
los compromisos, las implicancias, el disfrute, los terrores,
la proximidad, pueden fingirse o actuarse como un simulacro,
un casco de realidad virtual, un mundo ficcional.
Ejemplos: Montevideo juega a hacerse veraniega, como lo fue antes;
las formas cultas de la música popular uruguaya juegan
a disfrutar de boleros y tangos, de los registros considerados
excesivos, cursis y poco cultos de la sensibilidad estética.
Contrariamente (y bastante se ha hablado de esto) la televisión
ha inventado otra estética (más bien se trata de
lo contrario a una estética), radicalmente distinta a
la ecológica. Ésta descubre el placer de la proximidad,
de los pequeños espacios, de la envoltura y el compromiso.
En su momento fueron las muelas de Tinelli, o el color de sus
calzoncillos, los nombres y las caras de sus hijas, su maestra,
sus compañeros de clase, su dentista. O, también
en su momento, Nicolás Repetto, sus admiradoras y su forma
de tratarlo como a un primo churro y simpático, como a
alguien con quien creen tener un derecho legítimo para
intimar, para bromear, para tocar, para piropear y conversar
a la hora de la siesta.
Si ecológico era todo discurso voyeurista (distante) sobre
lo otro, me gustaría llamar ambiental a todo discurso
próximo de lo familiar. Allí donde la estética
ecológica cerraba e incomunicaba los hemisferios de espectador
y espectáculo,
el discurso de la proximidad suele utilizar conexiones directas,
teléfonos, móviles, exteriores, juegos y disputas
contra la tevé, agujeros en la pantalla, puertas transdimensionales
-nada puede separar al que mira de lo mirado. Estas conexiones,
aunque útiles y necesarias,
no son imprescindibles.
Lo único verdaderamente imprescindible es la observación
de una máxima: el programa no debe ser grabado, debe salir
al aire en vivo (o, por lo menos, como si fuera en vivo).
La estética ecológica pasa a la tele en una clipización,
en una estética de la producción (escenario, paisaje,
equilibrio cromático, belleza del objetivo) y sobre todo
de la edición y la posproducción (cortes, montajes,
tempo, sobreimpresos, música), mientras que el discurso
ambiental fusiona (inevitablemente: estética del vivo)
stage y backstage, escenario y trastienda, show y show-off
(cables, camarógrafos, utileros, maquilladores, errores).
Lo ecológico, desde la prohibición original de
participar (tocar), desata las formas distantes (visuales) de
la calificación adjetival (hermoso, sublime, bonito, expresivo,
enérgico, vital, mediocre, pobre, malo).
Lo ambiental, en cambio, es pathos en estado casi puro,
enganche afectivo, indiscriminación y fusión (hay
estribillos y rituales comunicativos, rutinas fáticas
carentes de significado y llenas de fuerza tribalizante).
Soy el compinche de la figura pública, el amigo del barrio,
hablo como él, tengo un humor parecido, conozco su vida
y sus detalles. Una estética expresiva y distante de museo
contra una fusión afectiva de casa de pensión.
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