Difícilmente haya
quien acuda a una cena que esté amonestada por el adjetivo
experimental. Del mismo modo, no hay prójimo, por más
snob que se asuma, que vaya desprevenido a degustar el plato de
moda si éste es
merluza al sambayón. En este sentido, siempre es más
sensato creer en cosas probadas y nutritivas -incluso si son insectos
mexicas- que en tentativas churriguerescas de aspirantes al gorro
blanco.
Curiosamente, si la
fragilidad de tripas y esófago nos previenen contra todo
tipo de propuesta experimental, la indolencia de la crítica
y las excusas de las vanguardias del vigésimo (siglo)
nos hicieron creer que experimental podía ser término
aplicable a cualquier arte otro del culinario.
Si se lo mira con escrúpulo,
se notará que, aunque complaciente, es adjetivo que generalmente
denuesta, ya que no se encasilla a Picasso
(por más fases que
haya tenido), Kafka o Griffith como experimentales: cualquiera
de ellos abrió surcos en sus respectivos campos, que trastornaron
sus disciplinas y las hicieron otra cosa. Pero eran artistas
y no escolares manipulando retortas de juguetería.
Se afirma que la naturaleza
procede por ensayo y error, que las especies realizan tentativas
de mutación que,
en contacto con el entorno, aprueban o descartan. Igual hace el
arte: debe enfrentar la resistencia de aquello que lo rodea -los
códigos del público, la consistencia y maleabilidad
de los materiales, el paredón o herencia de obras que lo
anticipan. Al pastorear la fuerza, el
artista va tentando por dónde se
abren resquicios, dónde la resistencia se hace vulnerable,
cuándo y cómo ese empuje, al desbaratar la materia,
va haciendo sentido.
Si bien se trata de una
metamorfosis, ésta no es descartable.
Dentro del vastísimo emporio de transformaciones
posibles, hay una que es plena. Proteo
podía ser mil caras del ente, pero la forma de atraparlo
era esperar que alcanzara aquella que le era propia, aquella a
la que lo obligaba su ergon.
Dentro de la ceguera que empuja a la obra,
dentro de la combinación de elementos heterogéneos
que van dragando canaletas, el artista
debe discriminar cuál es la vía, aunque desconocida
aún, que llevará a una meseta donde, por un segundo,
Proteo alcanza una forma
que lo sosiega y acomoda. En literatura,
por ejemplo, esa plenitud, sin que el que escribe aún lo
sepa, será lenguaje
nuevo (no balbuceo); así entre otras surgieron
la tragedia griega, los distintos estadios de la novela, la gauchesca o el soneto, formas a las que,
hasta el presente, nadie ha catalogado de experimento.
El experimento, en último
término, no es más que el reconcomio de un aprendiz
de brujo que desencadena la fuerza sin
saber cómo dirigirla. Como se sabe, en esos casos, la fuerza
subvierte, choca contra los paredones que debería haber
evitado, se revuelve contra el que la desencadenó y, como
un plato indigesto, destroza.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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