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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VAMPIRO - ESPEJOS - NARCISISMO - JUVENTUD - DRÁCULA - STOKER, ABRAHAM

Victorianas (I): llamando a Nosferatu*

Amir Hamed
"Piensa, luego yo existo" parece decir Drácula, y así, después de él, estas criaturas de la tiniebla se han convertido en el símbolo melancólico de la juventud más tediosa e insistente.


El más experto de los vampirólogos, el doctor Van Helsing, dio con la gran verdad en 1931. Era Drácula, la película de Todd Browning con Bela Lugosi: "La fuerza de un vampiro reside en el hecho de que no existe"
(The strenght of a vampire resides in the fact that no one will beleieve it). Ya en esa fecha, Van Helsing sabía que los vampiros estaban condenados a ser uno de los iconos fundamentales de este siglo, y siguiendo puntualmente las reglas con las que las proyectara, hace un siglo, la fabulosa novela de Bram Stoker.

Sobre todo en Asia y desde hace milenios se tuvo certeza de estas criaturas, y a Europa entraron por los balcanes. Pero fue Stoker en su Drácula quien delineó sus rasgos definitivos y su poder más estremecedor. Había que estar, como Stoker, sumido en la Inglaterra más puritana y encarcelado en la consolidación del individualismo y del narcisismo más ramplón. Toda una civilización que, desde que se democratizaron los espejos en el siglo XVI, sabe como Descartes rebotarse en la superficie fría de un vidrio, y creyendo haber encontrado al Sujeto.

Los vampiros no se ven en la superficie de un vidrio porque, precisamente, ya están ahí, y por eso no necesitan verse. Son los otros, cuando ponen su cara endurecida para repetirse frente a la frialdad del espejo quienes los están convocando. Y por eso, como el diablo, los vampiros no pueden entrar a una casa salvo que hayan sido invitados. Cuando alguien intente seducir o seducirse ya estará llamando al nosferatu y su beso de noche perpetua. "Piensa, luego yo existo" parece decir Drácula, y así, después de él, y pasando por la Entrevista de Anne Rice, estas criaturas de la tiniebla se han convertido en el símbolo melancólico de la juventud más tediosa e insistente.

Cuanto más se sabe de ellos, más intensa resulta la lectura de la novela de Stoker. Como nadie, él supo que había que temerles, y que para tener miedo es imprescindible ponerlo en escena. Así, con agobiadora delicia, con la morosidad más puritana, el lector asiste a un escenario casi trágico, donde el vampiro es más temible cuanto más ausente, cuanto más invisible. Solas, en la intimidad de sus alcobas a las que los caballeros, ni siquiera el médico Van Helsing -ni siquiera el lector-, pueden entrar, Lucy Westenra o Mina Morris quedan liberadas al pudor de su albedrío. Sólo se escuchan golpes de viento, ventanas heladas y heridas que se abren. El escenario ciego en el que unos varones estremecidos no encuentran cómo objetivizar a su enemigo y sólo, desde lejos e impotentes, creen adivinar el susurro, el beso rabioso, la hipnótica saudade del vampiro.

Pocos libros hay más estremecedores que Drácula: van pasando las páginas y se eriza la piel. Es tan grande la escena del miedo que no hay forma de volverla terapéutica; nunca llegará la catarsis, por más que Stoker mienta que Van Helsing y los suyos persiguen y matan a Drácula en su castillo rumano.

Y desde ese miedo, desde esa irresolución, desde ese magro finale (que la fiel versión cinematográfica de Coppola corrobora), nació la verdadera inmortalidad del nosferatu. Porque una vez iniciado ese espeluzno la escena se agranda, el temblor se hace fruición y no hay forma (por más que lo pretendiera el novelista) de matarlo. Ya no se puede vivir, ya no se puede morir. Porque, ¿cómo se puede asesinar a algo que no existe, por más seductor que sea? No es con estacas, ni con cacerías expiatorias, no es con ajos, aguas benditas, tampoco con crucifijos. Sólo se los puede eliminar olvidándolos, no llamándolos, no empecinándonos en existir tanto. Se trata, solamente, de dejar morir el vampiro que tenemos dentro.
 

(sigue)



* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 8

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