Perú- París
El 13 de
julio de 1923 César Vallejo llega a París.
Un testigo -Hans Magnus Engenberger- reconstruye sumariamente
su itinerario: Hotel Ribauté- Hotel des Ecoles, Rue Garibaldi,
Rue Moliére, Rue Delambre, Avenue de Maine, ese ritual
de la miseria que París ofrece a los deslumbrados que venden
su alma a esta ciudad: hornillos de petróleo, cajas de
escalera embadurnadas y bidés sucios. Otros amanuenses
localizan la obra del poeta: "la aparente incoherencia
de algunos versos vallejianos ha hecho pensar en su supuesto dadaísmo.
La presencia constante del subconsciente, de los sueños
oníricos [sic], dio tema para hablar de su superrealismo"
(Luis Alberto
Sánchez). "Las distorsiones y mutilaciones
muestran que el estilo de Vallejo es expresionista" (Saúl
Yurkievich).
"Es cierto que en el panorama de las vanguardias no está
fuera de lugar comparar la poesía de Vallejo con el cubismo"
(Gustav Siebenmann).
Quien parece estar en todas partes -fuera de lugar- es Vallejo.
Si reconstruímos un paradigma crítico en torno a
él, si reensamblamos la trama (tramoya) en que la poética lo escribe,
veremos que con frecuencia se lo consigna a un rol diabólico,
de negador, de oficiante peruano del absurdo. Desde el saber judicial
se pondera de modos diversos y contradictorios este poder antinómico.
Tanto se lo aproxima a un superhombre profético advenido desde
la futura utopía, como -por el otro extremo de la cuerda-
se lo ve como un rudimentario animal venido de América,
incapaz de leer y escribir en un universo indomesticable que termina
por destruírlo: androide de madera salido
del Popol-Vuh.
Una antología de juicios críticos sobre Trilce
se parece a la secuencia de un filme de cine negro,
donde el abanico frenético de titulares de periódico
anuncia vertiginosamente el currículo de un gángster:
Vallejo rompe, Vallejo transgrede, Vallejo pugna, estalla, niega.
Pero tarde o temprano la crítica termina por ver, en estos
gestos, la hipálage o el boomerang de su propia
negación (incapacidad
para establecer claves y categorías, para fundar una racionalidad).
Aquí nace la coartada del nómade, del inquilino. Vallejo se traslada
desde los márgenes más excéntricos de Occidente
(Santiago
de Chuco, por entonces a cuatro días en mula desde Trujillo)
hacia
la Metrópoli que le ofrece sucesivos habitáculos
siempre sórdidos y transitorios. Su obra, sus disonancias
de cholo ectópico (rumbbb..... trrpmrach..... chaz) trazan
un itinerario análogo: desde las periferias de la civilización
y de la lengua hasta el ombligo de la modernidad agonizante. Y
allí los conserjes de la literatura lo van instalando en diversos cotorros
de la vanguardia, lo hacen transitar
de ismo en ismo.
Boedo
El
12 de abril de 1900 nace, en un suburbio de Buenos Aires, Roberto
Godofredo Christophersen Arlt. Ese nombre monstruoso -residuos
de novelas romanticonas, la Jerusalén Liberada,
ruido alemán de tres consonantes tras una sola vocal-
es, se ha dicho, la marca, el tatuaje onomástico que signa
una literatura. Yo no tengo la culpa se titula un artículo
donde el escritor explica su nombre. Otras cosas contó:
"He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado.
Después me echaron por inútil". Y años
más tarde "entre los múltiples momentos
críticos que he pasado, el más amargo ha sido encontrarme
a los dieciséis años sin hogar".
El padre, gringo pobre y despótico, lo había echado
de casa. Estos egresos bien pudieron hacer de Arlt una sombra neoromántica:
bacilos y retórica. Sin embargo, pícaro en la megápolis,
ejerció y atestiguó diferentes oficios y saberes:
los relojeros, la crónica policial, Baudelaire, física,
Nietzsche, teosofía,
Dostoievsky, mecánica, astrología, Rocambole, química,
los farmaceúticos "que tienen conocimientos para
fabricar bombas de dinamita que a veces se ocultan bajo una pastilla
de menta".
Así se hizo la máquina de sobrevivir o el bricoleur.
Desde la crítica ya se lo ha adscripto a esa categoría:
"la pasión de Arlt es, en verdad, la de un bricoleur
(....) la máquina literaria del escritor bricoleur no opera
con materias primas sino con materiales ya elaborados (....) su
universo instrumental no es abierto sino cerrado, carece de capital
originario y propio" (Alan
Pauls).
Su escritura, compuesta -como
su nombre- de piezas desmontadas desde las más heterogéneas
competencias y textualidades, suele adoptar el formato del manual
de instrucciones, del plan, de la maquinación (Los siete locos, Los
lanzallamas), cuyos héroes son inventores
(Erdosain), ingienieros (Balder), idóneos
en mecánica (Silvio
Astier).
Este último, figura de bildungsroman en El juguete
rabioso, declara: "tengo una biblioteca regular, y
si no estudio mecánica, estudio literatura".
El mismo Arlt, ya periodista y escritor exitoso, patenta
un procedimiento industrial para producir medias de mujer cuyo
punto no se corre en la malla. Finalmente, el novelista hace su
tránsito desde los aledaños hasta el centro de la
ciudad
letrada.
Una vez en el escaparate, su obra (La máquina polifacética
de Arlt)
luce como un artefacto poderoso y obsoleto, que no oculta las
conexiones trabajosas, las faltas de ortografía, las costuras
y los tornillos. El saber le cobra el precio del advenimiento,
señalando las cicatrices de aquella tecnología del
requeche, "una ensambladura de estilos distintos y contrapuestos"
(Castelnuovo).
Mvotma
Lo
anterior, vistazo frívolo por el museo, configura ligeramente
dos instancias modélicas: el bricoleur, el inquilino.
El 24 de febrero de 1994, Alonso Miranda encarna en La República
de Platón esos dos personajes. Su artículo "Llamado
el advenedizo"(1) fabula una excursión
del autor por los ámbitos del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento
Territorial y Medio Ambiente.
Allí se pregunta Miranda: "¿Que hago aquí?
y la pregunta era una obstinada negación: éste no
es mi lugar (...) enseguida pensé, contradictoriamente:
este es mi lugar, aunque esté fuera de estilo. No tengo
casa ni posibilidad alguna de comprar una". Más
adelante: "mi identidad social (capa media pobre), mi lugar
geográfico (una ciudad del interior de la República
Oriental del Uruguay), mi investidura (Universidad de la República:
Facultad de Humanidades), forman máquina; mi texto y yo
formamos máquina en el intertexto social".
El extenso colofón de esta viñeta es una ética
del intelectual periférico, un estatuto del arrendatario
o tractatus del bricoleur. Retrato del artista como inquilino
y como máquina. Según Miranda, una infraestructura
espuria -la pobreza, haber nacido en Ismael Cortinas o en Illescas,
ser licenciado en Filosofía- legitima o compone determinada
estrategia, cierta ladina habilidad para percibir y desmontar
las trabazones de cualquier retórica. El ojo reflector
del monstruo gira, se vuelve
sobre sí mismo, proyecta su luz blanca sobre los propios
circuitos. Pero al hacerlo se le pianta un lagrimón. Todo
monstruo lo es a su pesar
(todo inquilino
también). Entonces, interlineada en la lucidez de
la escritura, Miranda filtra una nostalgia por el lugar que no
existe, por el territorio que se ha perdido porque nunca se tuvo.
Esa nostalgia produce una gestualidad culterana, una escritura densa que dice:
soy un monstruo de dos cabezas.
Pacific Heights
John
Schlesinger hace de Michel Keaton otro inquilino. Melanie Griffith
y su concubino compran una mansión enorme y arruinada
en un barrio de San Francisco: Pacific Heigths. Es demasiado
grande y demasiado cara para ellos. Para poder pagar las cuotas
deben dividirla en apartamentos. En uno habitarán los
novios, los demás serán alquilados.
Las
primeras secuencias muestran las entrañas del caserón:
sótanos, cañerías, una puerta trampa, escaleras
de servicio, desvanes, cloacas, cables. En ese decorado ocurre
el bricolage. Allí los enamorados, cómicamente
sucios en ropa de fajina, armados de llaves francesas, martillos
neumáticos y brochas gordas, remiendan, conectan, reconstruyen
en la casa Usher. Sólo paran -entre baldes de pintura
y trozos de madera- para ir haciendo un hijo.
El
resultado es deslumbrante y pintado de blanco. Pero ha de ser
tugurizado y convertido en un conventillo de lujo. Después
de una ansiosa selección, en la cual, equívocamente,
se rechaza a un negro, los inquilinos resultan ser: una pareja
de japoneses (viejos,
apenas anglófonos) y Michael Keaton. Este -el señor
Keaton, el señor K, Mr. Hayes en la ficción- carece
de una cosmética de inquilino. Su gestualidad sombría
y amable, su ropa cara y estándar, su auto caro y exclusivo.
Parece un Wasp; exhibe, como al pasar, una billetera repleta,
menciona vagas multinacionales que lo avalan y (antes de que la parte arrendadora decida
aprobarlo)
se instala en el apartamento sobrante. A partir de allí
el inquilino se dedica a no pagar un solo centavo, a la cría
de cucarachas, a la sodomía, a hacer apagones y ruidos
que terminan ahuyentando a los japoneses y neurotizando a los
propietarios. Con eficacia obstruye caños, corta cables,
traba cerraduras. Intentan investigarlo pero ha trabado la de
su pieza.
Dos rasgos definen su logística: los modales de gentleman
y la minuciosa competencia respecto a la Ley. No hay considerando
trival, ni enésimo otrosí del estatuto de arrendamiento
que no conozca y que no utilize a su favor. El nómade
saboteador se ha apropiado de la legalidad del asentado.
Es un virus
que pervierte la escritura donde él mismo está
escrito. Sabe que los supuestos dueños del territorio son
ocupantes tan precarios como él, población flotante.
No ignora que el edificio deslumbrante está sustentado
por estructuras apolilladas, corroído por ductos y resumideros.
Sobre ese saber desarrolla su praxis cool y precisa, que
conquista espacios. Los ojos angustiados de la pobre Melanie (pobre
negrita)
perciben la fragilidad de la construcción, mientras, trabada
por su propia racionalidad, juicio tras juicio, pieza por pieza,
cede su territorio al intruso.
Este -inquilino viral- ha desarrollado una táctica de
inmiscuición cuya economía no libera ninguna energía
residual. No hay gestos, ni gemidos, no se exhiben las cicatrices
del advenedizo. La respuesta es simple. Melanie -investida en
detective- nos descubre que la verdadera estatregia de Mr. Hayes
es la del terrateniente, de un propietario cuyo rol, casi sacro,
pareciera ser el de poner a prueba la fortaleza de la ley inoculándose
en ella, legitimándola.
* Publicado originalmente en La República
de Platón, Nº 28
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