"Todas nuestras acciones no deliberadas resultan de la
confluencia de pequeñas percepciones" (Nuevos Ensayos,
Libro II, §1)
Leibniz tuvo por cierto que Dios optó por crear un hombre, y quiso que éste
estuviera dotado de razón (por lo pronto negaba la naturaleza
mecánica del pensamiento, apoyaba más bien
la tesis de Locke, según la cual existe una "sustancia
espiritual" a la que le es connatural el pensamiento). Ahora bien, la
razón humana está determinada, aunque libremente,
a obrar según un bien superior, y si no actúa en
consonancia no es porque Dios persiga el mal, sino porque al crear al hombre
lo creó libre. Es decir, no quiso renunciar a su libertad.
La acción de Dios es en todo sentido óptima: si
el hombre yerra es debido a una percepción confusa o insensible
de la realidad (cogitationes
caecas).
"El
alma es un mundo pequeño donde las ideas distintas [en el sentido cartesiano] son una representación de Dios y las
confusas una representación del Universo." (Nuevos Ensayos, Libro
II, §1)
"Cada
alma conoce el infinito, conoce todo confusamente" (Principios de la
Naturaleza y de la Gracia, fundados en Razón, 1714,
§13)
Hemos avizorado, siquiera por un instante, las consoladoras palabras
de Carlyle, portavoz de aquel gran Teufesdröckh, profesor
«de cosas en general» (der Allerley-Wissenschaft) y sabio imperecedero:
"lo que se ve, cuando no se puede ver más, es
casi infinito". Sin embargo, lo que Leibniz nos propone
es un ejercicio más ameno y contemplativo. Escuchar el
sonido de una ola significa tanto como percibir, difusamente,
cada uno de los sonidos, de las pequeñas olas que la componen.
Y aun cuando cada uno de estos movimientos sea imperceptible
para el oído humano, fuera del conjunto, debe poder afectarnos
de alguna forma, de lo contrario no oiríamos el bramido
de cien mil olas, puesto que "cien mil nadas no pueden
hacer cosa alguna".
El lugar que ocupan las percepciones insensibles en el sistema
de Leibniz es una consecuencia directa, según acabamos
de ver, no tanto de la necesidad de justificar el Bien, como de una convicción
mucho más general y aplicable por entero a su filosofía toda (y en esto incluimos también
el Cálculo), como es el Principio de Continuidad
en la Naturaleza. Según éste los cambios naturales
no se operan por saltos (Natura
non facit saltus),
sino a través de un continuo de estados intermedios. Estos
estados, en el hombre, imponen dos molestas restricciones. Primeramente,
son en su mayor parte insensibles; y segundo, son quienes acaban
determinando la acción. El entendimiento, según
Leibniz, puede aportar sus razones para llevar mi mano a la cabeza
o dejarla sobre la mesa, pero éstas de por sí no
bastan para una "necesidad absoluta", digamos metafísica.
Si me fuera completamente indiferente una cosa o la otra, si pusiera
a prueba mi veleidad, vería cómo no encuentro motivos
para salir de una fatal irresolución. Hace falta, por lo
tanto, que algún deseo, que alguna inquietud
apremiante incline la balanza y actúe como acicate de la
voluntad para impulsarla a actuar.
Lo mismo sugirió el Dante en su Comedia divina
(Paraíso
IV, 1):
"Intra duo cibi, distante e moventi
D´un modo, prima si morria di fame
Che liber´uomo l´un recasse ai denti"
Ésta es la mayor inconsistencia de su filosofía.
Intentó congeniar, sin éxito, una realidad contingente
y libre con un principio que otorgaba a las sustancias individuales
todos sus atributos o predicados desde el sexto día de
la creación. Cierto que no se sostuvo mucho tiempo, se
desmoronó bien pronto a los pies de Kant... ese buen lugar
donde acaban las malas teorías. Repasando a Leibniz, años
después, se ocuparía de rebatir sus fallos con una
solución radical, a la vez que objetiva e idealista. Según
Kant, toda elección temporal está predeterminada,
mientras que todo argumento basado en principios puramente racionales
y en particular el reconocimiento de dichos principios, es lo
que nos hace actuar "bajo la idea de la libertad" (Wilkühr). Somos libres en
cuanto nos pensamos libres y pensarnos libres es ser conscientes
de cierto imperativo moral: promover la felicidad ajena y nuestra
propia perfección. En absoluto, como opinaba Leibniz, obedecer
a un bien supremo.
El terceto de Dante nos lleva hasta el siguiente problema: la
Identidad de los Indiscernibles, una fórmula simple que
se deduce del principio de razón suficiente y que se verifica
en todo par de sustancias creadas,
"no
hay en la naturaleza dos seres reales y absolutos indiscernibles
entre sí; pues si los hubiera, Dios y la naturaleza actuarían
sin razón, al ordenar uno en vez de otro [razón suficiente]".
"Dios
[...]
nunca elegiría entre indiscernibles" (The Philosophical Works of Leibniz,
New Haven, 1890)
Si no hay dos sustancias completamente similares o que difieran
sólo número, es una tentación inevitable
asumir que su número sea infinito. A cada una de estas
sustancias simples Leibniz la denominó mónada. El
concepto proviene de Giordano Bruno, aquel hereje terrible que
fue "terriblemente quemado" y que compartía además
con Leibniz la idea de que Dios es fuente de todo. Para ello se
sirvió de una atracción helenística hacia
las formas
bellas,
al afirmar que Dios es una esfera cuyo centro está en todas
partes y la circunferencia en ninguna (De la causa, V, 1584).
Pero lo que en realidad nos interesa son las consecuencias que
se derivan de hacer el número de sustancias infinito. Spinoza
creía en una sustancia única (Deus sive Natura) y fue excomulgado
por panteísta. Para él la sustancia era aquello
que "es en sí y se concibe para sí, es decir,
aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto
de otra cosa" (Ética,
def. 3).
Ésta premisa retoma en parte la definición de Moses
Maimónides, pensador judío del siglo XII, y en parte
la que nos diera Descartes en su respuesta a las objeciones:
"Haec ipsa est notio substantiae, quod per se, hoc est
absque ope ullius alterius substantia, possit existere".
En la terminología de Leibniz podríamos aventurar
que la sustancia es un sujeto que encierra todos sus predicados,
sin ser a su vez atributo de ninguna otra cosa.
Ya distinguía Aristóteles entre sustancia primera
(el ente individual,
v. gr. Sócrates) y sustancia segunda (esto es, la esencia universal
obtenida de lo individual por abstracción, v. gr. el hombre).
Pero entre quienes desarrollaron felizmente esta idea, fue Santo
Tomás
y los escolásticos del siglo XIII quienes se sirvieron
de ella para sentar las bases de una pretendida filosofía
natural, digámoslo así, desnaturalizada. Pues, ¿qué
puede haber en común entre las Sagradas Escrituras y el
pensamiento de Aristóteles?. Sólo la imposición
de la fe y el común desprecio a Averroes.
Según la escolástica, todo cuerpo natural, hombre,
bestia o flor, está compuesto de dos principios sustanciales,
la materia o materia prima (aquello
que es común a lo que perece y lo que nace) y la forma
sustancial (aquello
que distingue al nuevo ente del ente que perece). Los escolásticos
acudieron a estas nociones para poder explicar los cambios en
los procesos naturales y vieron el ello una relación tal
cual existe entre el acto y la potencia. Así, por ejemplo,
en una transformación gaseosa hay un sujeto que pierde
su forma por corrupción (el
líquido)
y otro que la adquiere por generación, generatio
(el gas). Mas esté
último no podría ser tal si el líquido no
estuviera ya en potencia de serlo, es decir, si no hubiera un
principio substancial (la
materia prima)
que lo ordene, como la potencia contiene al acto, y viceversa.
Si bien se ha objetado, y ya desde el siglo XVII fue tomando
forma la nuova scienza hasta desplazar por completo a
las formas sustanciales, que todos estos procesos son reductibles
a una serie de cambios cuantitativos, ya sea en el movimiento
de las partículas o en el balance de las fuerzas. Desde
esta nueva perspectiva, y teniendo presente la definición
antes vista, podríamos concluir que dichos cambios no
son en absoluto substanciales sino accidentales, es decir, no
contemplan al sujeto entero sino a uno de tantos atributos o
cualidades. En este caso los que involucran a los átomos
de la materia.
¿Qué obtuvo Leibniz, entonces, de los escolásticos?.
Una intuición del individuo, de su verdadera unidad o
mónada (unum
per se, a diferencia de lo que opinaba Regius, ens per
accidens) y,
probablemente, una ley de continuidad en los procesos naturales.
"todas
las sustancias creadas forman una serie, en la cual toda posición
intermedia posible entre le primero y el último de los
términos está llenada una vez y sólo una
vez. La afirmación de que toda posición posible
está llenada una vez es el principio de continuidad; aquella
según la cual sólo está llenada una vez
constituye el de la identidad de los indiscernibles"
(Exposición
crítica de la filosofía de Leibniz,
p.74)
Leibniz debió recurrir a la Armonía Preestablecida
para hacer compatible un desmesurado número de sustancias
con el aparente orden de las cosas, que según su apostasía
era irrenunciable ver.
Finalmente, nos ha dejado dos definiciones memorables. Una acomete
al espacio, otra al tiempo. Ambas toman distancia de Descartes.
Ante una visión estática y causal, contraponen
su imaginería fluida y elocuente:
"El
espacio no es más que el orden común de todas las
cosas coexistentes, y el tiempo de las posibilidades no coexistentes"
(Sobre
los principios de la filosofía de Descartes, sobre
los Art. 8-19, p. 150)
Jamás se ha dado con semejante concreción, como
no sea en la parábola de Heráclito, la idea de un
devenir y de un espacio
relativo.
Bibliografía:
- Nuevos ensayos
sobre el entendimiento humano, Introducción y
traducción de J. Echeverría Ezponda, Ed. Alianza,
Madrid 1992.
- Tratados Fundamentales, incluye Nuevo sistema de la Naturaleza,
Monadología, Principios de la Naturaleza y de la Gracia,
etc.
Ed. Losada, Bs. As. 1946.
- Discurso de Metafísica, Introducción y notas
de Julián Marías, Ed.
Alianza, Madrid 1986 (artículo original en "Revista
de Occidente",
1942).
- Teodicea, ensayo sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre
y el
origen del mal, Ed. Claridad, Bs. As. 1946.
- Observaciones críticas sobre los Principios de filosofía
cartesianos, Ed.
Gredos, Madrid 1989.
ESTUDIOS Y CONSULTA
- RUSSELL, Bertrand,
Exposición crítica de la filosofía de Leibniz,
Siglo
Veinte, Bs. As. 1977.
- BURNHAM, Douglas, G. W. Leibniz (1646-1716) Metaphysics, The
internet Encyclopedia of Philosophy.
- COPLESTON, Frederick, Historia de la Filosofía vol.
IV, Ariel, Barcelona 1996.
* Artículo
publicado originalmente en la Revista "mandala" -cuaderno
de artes y letras-, abril 2002.
(*) La primera fue una secta adoradora del hashish. Nació
en Arabia en el siglo XI y a sus jefes se les daba indistintamente
el apelativo de Hombre Viejo de la Montaña. Asolaron Siria
bajo las órdenes de Hassan ben Sebbah y asesinaron, propiamente,
al cruzado Conrad de Montferrat. (Hay testimonios de ello en
el libro Description of the World, atribuido a Marco Polo). Respecto
al dictador de Alba, nos referimos a Meto, despedazado por dos
cuadrigas. Traicionó a los romanos en tiempos de Tulio
Hostilio ("Albano infiel, ¿por qué no cumplías
tus juramentos?" Eneida, VII, 705). Por último, Antíoco
Epífanes mandó exterminar a los judíos aproximadamente
en el siglo IV a.C. (Véase Primer libro de los Macabeos).
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