Simulación
El Golem
es un adefesio antropomorfo creado por un rabí y animado
por la magia y la cábala. El monstruo de Frankenstein es,
propiamente, la máquina-monstruo:
partes de procedencia diversa unidas por ciertas técnicas
de ensamblaje, a las que se va acoplar otra máquina: un
motor.
En este caso, luego del motor místico que anima al Golem
(s. XVIII) viene un motor tecnológico: literalmente, un
motor eléctrico (s. XIX). Entre lo mágico-místico
y lo tecnológico no había (menos hay, aunque por
otros motivos, ahora) una diferencia clara. Con impulsos eléctricos
se podía estimular y provocar movimientos en patas de
rana. La electricidad, hace ciento y tantos años, da vida,
es soplo.
Aún hoy (sobre todo hoy) es maná, manitú,
flujo energético que anima a la máquina, que mata
o da vida, entre lo explicado y lo inexplicable, entre el proyecto
y lo imprevisible, entre el control conciente y el automatismo
pulsional natural.
Una compleja máquina
de dar vida tiene como terminal a la máquina-monstruo de
Frankenstein. Conexiones y
polos lo atan a un complicado ingenio de grandes bobinas, de cajas
negras, de pesados interruptores-palanca (hasta el esfuerzo físico
que demanda el ingenio habla del carácter artesanal y mecánico
de la tecnología, énfasis retórico que separa
la ciencia y la magia, pero también medida de la magnitud
del invento).
Todo, finalmente, fluye
hacia el techo, hacia el cielo: un pararrayos -la otra terminal
de la máquina- se estira esperando la descarga. Mientras
tanto, la electricidad, madre nutriz, agita el cielo: dispara
sus fogonazos entre truenos y ráfagas de viento y lluvia
y ayuda a escenificar el gótico, la tormenta, la gran
máquina natural desatada. Tormenta del alma: la locura
y la psicosis, el desenfreno, la psicodelia y los alucinógenos
(los Shelley en la casa de Byron). Tormenta cerebral: la epilepsia,
las narco y las catalepsias de Poe. Víctor Frankenstein,
cientista loco-poseído, incontenible instinto fáustico
de experimentación y búsqueda, hibris, desafío
a la máquina trascendente. Cae el rayo. La máquina,
acostada sobre la mesa de disecciones, abre los ojos.
Una de las misiones
más importantes y fatigosas de la cultura occidental moderna
ha sido la de construir un hombre (Touraine). Cartesius lo diseña
como materia más espíritu (contenidos ideatorios
formales). Kant mejora el diseño sustituyendo el espíritu
por una inteligencia categorial, por un sistema operativo -se
trata, de hecho, de la primera máquina cognitiva. La revolución
industrial le va agregando un cuerpo, brazos, piernas, fuerza
de producción (medicina, tratados de anatomía).
Las revoluciones políticas le dan una soberanía
y una existencia jurídica, lo abisman en un individuo
al tiempo que lo ensamblan a máquinas externas (éticas
o jurídicas) de regulación y administración.
Hegel lo provee de una conciencia histórica y Marx le
agrega una conciencia social. Freud le da un inconsciente, un
pasado y un sexo.
La máquina,
el monstruo ensamblado, estaba, por así decirlo, completo.
El problema es que cada uno de estos ensamblajes en cadena, reclaman,
en algún momento, el lugar de teorías explicativas
sobre una supuesta unidad.
Las fabricaciones parciales
tienen que ver con la complejización de las distintas
partes. La conciencia histórico-social en Marx debe justificarse
y legitimarse dentro de una máquina más grande:
la gran máquina narrativa de la historia. El complejo
ensamblaje de la máquina social, más un motor,
la lucha de clases. Son ejemplos típicos de máquinas
externas. Internas son, clásicamente, las máquinas
cognitivas (y más tarde, tema romántico, lo afectivo-expresivo
vuelto máquina al aspirar al ámbito científico
y clínico).
Lo que las ciencias
cognitivas contemporáneas llaman simuladores, aproximaciones
y mapeos del funcionamiento de la mente humana desde modelos
artificiales, técnico-computacionales o teórico-formales,
son una de las más viejas aventuras culturales de occidente:
simular al hombre con las prácticas y el saber tecnológico
disponible y dominante, construir al androide.
No tendría el
menor sentido, desde este punto de vista, la objeción
de Searle a la simulación, argumentando acerca de la intencionalidad
de los procesos humanos y anotando que la computadora no es mejor
(ni peor) mapa de las "actividades superiores" que,
digamos, "una centralita telefónica o un motor de
vapor" (no digo que sea falsa, digo que no tiene sentido;
Searle, naturalmente, se niega a ser simulado tecnológicamente
-tengo un plus que ninguna técnica podrá
captar, mis acciones son intencionales, tengo un espíritu)
(1). Entre ese plus y la cadena de
montaje, entre una fenomenología de la conciencia y las
funciones neurobiológicas, no hay nada que agregar, no
hay ninguna sutura a realizar: o bien soy una máquina
o bien soy un espíritu.
Simular las actividades
superiores (cognitivas) resultaba entreverado, digamos, en tiempos
de Russell o de Turing: la gigantesca computadora ENEAC,
cintas magnéticas, tarjetas perforadas, inexistencia de
pantalla, reprogramación a través de manipulaciones
hechas sobre el hardware, entrando literalmente a la máqina,
sustituyendo circuitos, ajustando y aflojando tornillos. Chafe,
de la generación del personal computer y de la miniaturización,
puede proponer un simulador bastante simple, compuesto por un
scanner, más un procesador digital, más
un sistema de archivo en el que la información se organiza
metafóricamente (grafos, dibujos, diagramas) o metonímicamente
(historia, relatos, adición) (2). Naturalmente, no conocemos,
hoy o ayer, mejor (ni peor) al hombre o a sus actividades superiores:
graficamos, con las técnicas que tenemos a mano, aquello
que esas propias técnicas permiten o hacen verosímil.
El problema clásico
de la ciencia cognitiva, esto es, dar una solución simple
y verosímil a la ecuación mente-cerebro, parece
heredar la vieja cuestión cartesiana de resolver la discontinuidad
de la res cogitans y el espíritu en tanto plusvalía
inexplicable en la cadena material de montaje -conectar la química
cerebral y la incesante tormenta neuronal del córtex,
con signos, semiosis, categorías, gramáticas. En
fin, conectar el espíritu y la materia, poner el fantasma
en la máquina. Los niveles de descripción se han
ido afinando al extremo de que el sistema nervioso central ha
ido desplazando al espíritu. Pero no completamente.
Cuando se enciende la pantalla
(es decir, el campo visual) del RoboCop,
las interferencias, los desajustes cromáticos, los sobreimpresos,
las coordenadas y las cuadrículas, un cursor o una mira
que recorre enloquecidamente la pantalla, realizando antojadizamente
violentas aproximaciones del foco (zoom mode, titila
en el ángulo inferior izquierdo), eso, además de
simular la tormenta neuronal de un bebé, nos quiere decir
que alguien hay "atrás", "adentro",
o "antes", de esa compleja prótesis óptico-eléctrica.
Esta metáfora se
capta rápidamente en la economía de la anécdota:
romántico, el drama de RoboCop no es otra cosa que
la desgracia de un fantasma en la máquina, las penas de
un espíritu en un mundo material. Pero exactamente el mismo
procedimiento se usa con la máquina de asalto Terminator
101. La máquina tiene cerebro pero no tiene mente. El filme
usa el recurso de la simulación: mostrarme el mundo a través
de los ojos del Terminator.
Una pantalla monocroma sepia o ladrillo me muestra el mundo.
Ordenadas y abscisas grafican y componen el espacio. Focos y
círculos residuales ayudan a medir y a calcular la distancia,
el movimiento y las posiciones futuras de los objetos. Cuando
le toca dialogar e interactuar, la pantalla despliega un set
de respuestas posibles: un cursor las recorre ansiosamente hasta
seleccionar una, que queda titilando un segundo, antes de ser
dicha por el monstruo: fuck you asshole!
Pero el Terminator
no es un cyborg sino un robot, una máquina antropoide,
pura materia, una montaña de fierro. ¿Por qué,
entonces, está escrita la pantalla? ¿por qué
graficar, diagramar, seleccionar frases con un cursor? ¿quién
lee "dentro" del androide (además, por cierto,
del espectador de la película)?
Acá sí uno sospecha: quizá hay una violenta
prohibición cultural de pensar los monismos radicales.
Hay una verdadera resistencia a resignarse a que detrás
de las prótesis, de las máquinas, de los artefactos
y las tecnologías (la escritura, los libros, la biblioteca,
el archivo, la televisión, la computadora, las fibras
ópticas, el satélite, el microchip) no hay, necesariamente,
alguien. Así, el Terminator 101 es propiamente la máquina
transparente, obediente, funcional: menos que ver lo que ella
ve, yo leo lo que ella hace porque dispongo de registros de su
actividad mental.
Curiosamente, el Terminator
1000, máquina mimética, acrobacia inexplicable
de la futura tecnología del ensamblaje y la animación,
está hecha de metal líquido. Es un policía,
una pared, un flujo mercurial, las losanjes de un piso. No hay
simulación posible para comprenderla: ninguna cámara
puede mostrarme lo que la máquina ve. No podemos meternos
y ser la máquina, pues la animación tecnológica
no es discernible ya de la mágica: se ha vuelto al Golem.
El recorrido se invierte:
del 80 al 90 vamos del monstruo de Frankenstein al Golem, del
siglo XIX al XVIII. La máquina espiritual Terminator 1000
es, otra vez, dualismo, materia organizada y plusvalor de la
inmaterialidad que no puede ser explicada sin magia o sin pensamiento
religioso.
La máquina interna,
desenchufada, parece estar destinada a colapsar. Por eso, para
sostenerla, se recurre frecuentemente a hipótesis fantasmales:
contenidos mentales innatos, alma, Dios.
La máquina cognitiva,
para Kant (gran materialista moderno), era un DOS, un dispositivo
que conecta, categoriza, mide y compara. Pero es una máquina
desenchufada: ha sido arrojada a un mundo de objetos, provista
de ciertos procedimientos de registro de ese mundo, bajo un modelo
esencialmente visual del conocimiento (mirada, contemplación,
ocio). Piaget agrega a la máquina kantiana la capacidad
de manipular sobre el mundo: la máquina categoriza, tematiza
y abstrae no ya objetos puestos a su contemplación sino
sus propias operaciones de manipulación. El modelo del
conocimiento ya no es visual sino accional, pero la máquina
sigue siendo algo inexplicablemente distinto y separado, en medio
de un mundo indiferenciado de objetos.
Los interaccionistas
(Vigotsky) modifican menos la máquina cognitiva que el
mundo en el que le toca operar, pero esta modificación
altera catastróficamente el ensamblaje, el funcionamiento
y el sentido del movimiento de la propia máquina cognitiva.
El mundo ya no es natural y objetivo, sino artificial, cultural,
propiamente maquínico. La máquina no se enfrenta
a objetos sino a vínculos e interacciones. La máquina
ya no interesa. Interesan sus límites, sus zonas de intercambio,
su ensamblaje con otras máquinas y con la enorme máquina
social.
La máquina externa social y la máquina interna
psicocognitiva se reconectan, se envuelven, acompasan sus movimientos.
El sentido del flujo entre ellas parece ser externo-interno.
La máquina social inventa, diseña y ensambla a
la máquina psico, le permite existir en lugares
de retiro, de repliegue. Nadie concibe a la máquina social
como la vasta sumatoria de las máquinas psicocognitivas
-ni siquiera como su composición, organización
y coordina-ción a través de máquinas intermedias
como las instituciones. Ya no hay, en definitiva, interno-externo,
adentro-afuera. El círculo de la sociogénesis parece
un buen antídoto contra la obsesión por el origen.
No mucho es ya lo que
recorta la positividad del hombre sobre un fondo de entidades
(naturaleza, objetos, mundo, sociedad). Tanto se lo ha descrito
y enriquecido como máquina interna, se lo ha conectado
con tantas otras máquinas, otros dispositivos y otros
ingenios, parejamente ricos y microscópicamente descritos,
que el hombre, como algo objetivo, provisto de interioridad,
exterioridad y límites, no se reconoce. De verlo allí,
en la mesa de disecciones, nadie diría que ese hombre
es algo distinto de las máquinas a las que está
conectado. Nadie diría, de hecho, que eso es un hombre
conectado a otras máquinas.
Prótesis
Freud siente lo unheimlich
en el autómata, en el androide, en las repeticiones, las
compulsiones y los automatismos, puertas hacia lo otro y marcas
estilísticas de la locura.
Parece que la experiencia primordial de la locura tiene que ver
con una sospecha atroz: soy (o alguna parte de mí es)
una máquina. Esta experiencia se extiende al olvido, al
lapsus, al sueño, al chiste. De alguna manera, todos somos
cosa, autómata, máquina: los síntomas cotidianos
están ahí para que no lo olvidemos. El cuerpo grotesco
o el cuerpo barroco delata la materialidad horrenda y obscena
de la res extensa -mi cuerpo es aquello que cargo,
como un fardo. La experiencia moderna del cuerpo empieza también
con el trazado del límite de lo estrictamente humano,
en un formato discursivo ya inocultablemente dualista.
Pues la enfermedad
y la locura, casos de degeneramiento, parecen exigir hipótesis
de deshumanización, de maquinización o de zoologización
(para el caso es lo mismo, pues la experiencia maquínica
vive en la torpeza psicomotriz: monos, niños, ciertos
enfermos, están mucho más cerca de la máquina
que los adultos humanos).
La máquina anatómica
parece requerir una atención y un discurso cuando es insuficiente
o excesiva, cuando desobedece, cuando se distrae, cuando se nota,
cuando se hace opaca -cuando se vuelve, en suma, un monstruo.
El lapsus, la repetición compulsiva, el olvido, el sueño,
el síntoma histérico, parecen hablar de que algo
en mí, que no soy yo, está pasando.
Ese algo (enfermedad),
lo no familiar, lo siniestro freudiano, es la aparición
intrusiva y empecinada de la máquina (del autómata)
en la cultura moderna. La enfermedad y la disfuncionalidad orgánica
son uno de los momentos más intensos de experimentación
de la otredad (como "maquinidad") en culturas cartesianas.
El cuerpo, como el
lenguaje, es una máquina que nuestra cultura hace desaparecer
en un ideal de funcionalidad y obediencia: son máquinas-vehículo,
grados-cero, no deben verse o notarse, ambos son recipientes
eficaces de la res cogitans, del soplo espiritual.
Un grano, un dolor, un ruido, un olor, hacen opaco al cuerpo,
lo delatan y al mismo tiempo me arrancan de él, me separan
del autómata. Verifico, con horror, que mi cuerpo hace
cosas que yo no he ordenado o que yo no quiero que haga (eso
no es mi cuerpo, yo no soy mi cuerpo).
Cuando Proust, en un
extenso pasaje del Swan, reflexionaba largamente sobre un grano
que le había salido en la mejilla, orbitaba mansamente
con su escritura alrededor de esa protuberancia inflamada y dolorosa,
sin querer caer víctima de su atracción gravitacional.
Aquí, una verificación rotunda y empecinada pretendía
resumir el evento: eso no soy yo.
Ese grano, paradójicamente,
lo acercaba y lo alejaba de sí mismo. Ponía a su
cachete en un cuadro de interés, de atención mórbida,
en un centro de vigilancia, y posteriormente, de discursividad.
Pero esa misma operación lo discriminaba, lo alejaba,
funcionaba como una especie de cirugía discursiva. Esa
cirugía cubría una doble función protectora,
de tal manera que si una fallaba, la otra se activaba automáticamente:
a. ese punctum doloroso, esa pústula, ese
foco de necrosis, pequeño escándalo alojado en
medio de mi cachete, no es mi cuerpo; b. pero si debo
resignarme a la idea de que eso (esas fallas, esas fisuras, esas
averías) es también mi cuerpo, puedo alejarme nuevamente:
Yo no soy mi cuerpo.
La extirpación,
la eliminación de lo que sobra o cuelga y desborda sus
propios límites (Lorena Bobbit realizó la impecable
penectomía de su marido para eliminar no lo inútil
sino lo excesiva y agresivamente útil), es una operación
quirúrgica que la filosofía moderna realiza a través
de la escritura. O mejor, en el laboratorio de la escritura.
Se trata de una verdadera magia: la escritura no es sólo
el instrumento de la operación, es sobre todo el
territorio virtual sobre el cual se verifica una operación
que expandirá hacia lo real. Así como los alfilerazos
en el cuerpecito del muñeco en el vudu dañan el
cuerpo de mi enemigo. Así como los movimientos remotos
de un joystick, un mouse o un control se verifican en
la pantalla. Representación como simulación.
Proust pudo distinguir
ese grano de su cuerpo, pudo extirparlo, pudo sacar del cuerpo
propio el cuerpo extraño. O, cirugía más
gruesa, pudo -como Cartesius- extirpar su propio cuerpo de sí
mismo, de su yo, de su conciencia, de como se llame. Ese cuerpo
siempre aloja la posibilidad de ser otra cosa, de ser masivamente
extraño a partir de sus pequeños empecinamientos,
sus accidentes o sus descontroles. Un punto de pus con una aureola
rosada, un dolor en la espalda, una uña encarnada, una
calvicie prematura, estrías, placas adiposas, caspa, un
cálculo biliar, prefiguran el inquietante tema del autómata.
El cuerpo moderno se
concibe como una prótesis: yo soy Yo más un ingenio
perceptivo-motor con piernas, brazos, ojos, oídos, nervios
y vísceras. Cyborg es una palabra extravagante
de la ciencia ficción: una composición parasintética
entre organismo (biológico, natural) y cibernética
(un ingenio artificial, electromecánico).
El cyborg es,
quizá, una de las más dramáticas metáforas
de la teoría del conocimiento, y un chispazo de la cultura
de masas para resolver una vieja querella filosófica afincada
en el dualismo, es decir, en la metáfora de los dos mundos.
Un poco groseramente, podría sintetizarse así:
un hombre enchufado a ingenios culturales, ensamblado a ambientes
artificiales, perdido en una prótesis, no puede dejar
de hablarnos de un hombre en un momento anterior, mitológico,
propiamente humano, un hombre arcaico, pastoril, anterior a toda
prótesis, libre, cogitante, natural. Es el ideal estable
del s. XVIII. O las utopías, detención final de
la máquina histórica, del siglo XIX.
La teoría del
conocimiento o la antropología, rara vez han evitado caer
en la tentación de dar (de querer dar) con un hombre rigurosamente
desenchufado, ab origine, anterior a las prótesis,
solamente equipado de sí mismo, ante la faraónica
empresa de conocer, conquistar y organizar el mundo, lo real,
la natura naturata, lo estrictamente exterior.
Desde ese Padre, fundacional y desnudo, podríamos
suponer que la lógica instrumental de las prótesis
(ir poniendo cosas sobre su desnudez) sigue una estricta línea
evolutiva, de perfeccionamiento, que especulariza la supuesta
maduración de su propia conciencia.
La herramienta se suele
concebir como la proyección y la materialización
de una inteligencia, como un esquema anticipatorio de uso: la
herramienta se convierte en una prolongación del
sistema motor (prótesis), pero solamente por haber sido
una proyección mágica del sistema cognitivo
(espejo). En el discurso antropológico la prótesis
seguirá estrictamente los avatares de esta última
magia proyectiva de la conciencia y del espíritu, perfeccionándose,
depurándose, independizándose del inventor para
realizar la metamorfosis de herramienta en máquina, en
el sentido de autómata.
Este esquema, de memoria
hegeliana, es, naturalmente, mítico y abstracto. Por el
contrario, Marx, y luego, McLuhan, insistían en considerar
a la tecnología como extensiones o prolongaciones,
y no como proyectos, proyecciones, como prótesis
y no como espejos. Quizá, hoy, también debamos
abandonar tales nociones (como prótesis o prolongaciones).
La propia metáfora de la prótesis no cesa de exhibir
su falla principal, y es, a fin de cuentas, tributaria de esta
vieja y moderna circunstancia cultural. El cyborg es una
ingeniería material o un ensamblaje que rodea, protege,
apoya y prolonga, como un nicho uterino, a algo específicamente
humano, en el sentido de no maquínico. Pero prótesis,
máquina o ambiente intentan pararse exactamente
al margen de la problemática del origen: ésa es,
quizá, su única virtud.
El problema, típicamente
marxista, adquiere una vigencia especial: no es posible pensar
la producción al margen de sus condiciones sociales. Y
las propias condiciones de producción ya son, de hecho,
prótesis, vale decir, am-bientes artificiales, tecnológicos.
En otras palabras,
no puede pensarse un hombre (o un sujeto, modélico, cognitivo,
metafísico) que sea anterior a su relación con
otros hombres. Esta relación, que no es fundacional sino
fenomenológica, tiene un nombre rim-bombante: ambiente.
El ambiente es, rigurosamente, artificial. No existe posibilidad
alguna de pensar a un primer hombre puesto ante la naturaleza,
ante una objeti-vidad en estado puro (a partir de la cual se
fundaría una cultura, una discursividad, una civilización),
ya que ese hombre está mediado por el ambiente (o, si
se prefiere, por un ambiente), por ciertas condiciones
tecnológicas de apropiación "del mundo"
(se me disculpará el exceso), por una división
del trabajo y de los roles, por técnicas de conservación
del saber, por formas de autogobierno. Esto es, por una máquina
social.
Solamente ignorando
o violentando esta hipótesis es que buena parte de las
ciencias antropológicas articulan su discursividad en
la relevancia de la oposición y la dialéctica naturaleza
y cultura. No hay dialéctica: todo es cultura
(o todo es naturaleza) o nada lo es. No hay un primer hombre
que rompa el silencio precultural del universo. Todo enunciado
replica (en forma más o menos compleja u oblicua) a otro
enunciado. Todo texto se enchufa a otro texto y no a entidades
no textuales que estén afuera o antes del texto. No hay,
decía Derrida, un hors-texte (¿Ur-texto?).
Por otro lado, el reconocimiento,
la tematización y la ontologización de un Sujeto
(y por tanto, también, de un objeto, de una cosa o una
naturaleza, de aquello-que-está-afuera), ocurren como
posibilidades discursivas del funcionamiento de una máquina
(productiva, cultural, cognitiva, institucional, etc.).
Digamos, groseramente:
si hay un sujeto, es porque hay discursos que lo objetivan, lo
topicalizan, lo predican. Debemos pensar que en algún
momento la cultura occidental se vio en la necesidad y estuvo
técnicamente en condiciones (posiblemente sea la misma
cosa) de inventar una ficción filosófica a la que
bautizó con el nombre de Sujeto. De seguir algunas sugerencias
de Carothers, McLuhan, Ong o Tannen, este pequeño milagro
está muy relacionado con la expansión de la linealidad
y la segmentación de la tecnología de la escritura,
de la impresión tipográfica de libros, o, para
decirlo con una terminología más reciente, del
logocen-trismo.
El procesamiento visual
"del mundo" cambiaba dramáticamente: la perspectiva
albertiniana, la organización causal del espacio, la costruzione
legittima, toda una tecnología al servicio de la representación
planar del espacio, de su organización racional. Aquello
que era una envoltura se transforma en un espectáculo,
el ojo que aguarda: el ambiente (en una acepción más
bien trivial), separado, alejado por técnicas ópticas
de simulación, se convierte en paisaje.
Del otro lado del paisaje, el ojo se ha convertido en la gran
trascendencia filosófica. Al margen de todo compromiso,
de toda implicatura, el ojo, altísimo ojo inscripto en
un triángulo, forma misma de la ubicuidad, pudo organizar
la objetividad de lo mirado. El ambiente es devuelto en forma
de objeto paisajístico, y la trascendencia del ojo pudo
preparar la gran tópica metafísica del sujeto.
Así como la
dialéctica naturaleza-cultura mostraba ser absolutamente
pueril, el par individuo-sociedad, de la tópica
sociológica clásica, no puede absorber los problemas
de la relación sujeto-ambiente. Ambiente
es una categoría (no quiero abusar de las palabras) fenoménica.
Es una primitiva, un irreductible (esto no quiere decir que no
se trate de una ficción, de una metáfora de algún
tipo). Sujeto es una derivada de Ambiente. La relación
primitiva-derivada (aunque no es exacta, pues habría que
suponer, en rigor, la posibilidad de extraer infinitas derivadas
de una sola primitiva), no es dialéctica. Ambiente,
y sobre todo, máquina y prótesis,
o aún tecnología, son palabras que resultan
agresivas y sangrientas para una vocación humanista: estas
palabras no son meras categorías teóricas neutras
o inocentes, no están desprovistas de gestualidad ni al
margen de discu-siones y polémicas.
El humanista no siente
que su discur-sividad, es decir, la discursividad que hereda o
que copia, sea una tecnología: él siente, íntimamente,
que es una magia (¿hay algo más ambiental
que la magia?).
Detrás de las
tecnologías, más acá de cualquier ambiente,
hay la esperanza de encontrar una sustancia humana: un alma para
el romántico, una res cogitans para el clásico,
una soberanía y una independencia intelectual para el
liberal. Lo difícil es admitir que tanto la res cogitans
como el alma como la soberanía individual son, antes que
nada, tecnología, artefactos discursivos, efectos especiales
de la escritura moderna.
Dije que los ambientes
son, irreductiblemente, artificiales, vale decir, humanos. Esa
observación, aunque necesaria (pues no deja de estar fabricada
por el deseo de discriminarse de las hipótesis mitológicas
ab origine de la gnoseología o la antropología),
es completamente inútil. Pues evidentemente, en este punto
buena parte de la tópica biplanar del discurso filosófico
moderno infarta y pierde sentido: espíritu-naturaleza,
cultura-naturaleza, physis-thesei, organismo-prótesis,
biológico-artificial, individuo-sociedad.
Todo es artificial o nada lo es. Todo es un casco de realidad
virtual: la escritura, la lectura, la biblioteca, son una cápsula
artificial tan helada como la televisión. Y rigurosamente
hablando, la escritura es la forma misma de una cápsula
helada, pues dispara la lectura en voz baja, o interior, la intimidad,
la individuación, la conspiración silenciosa, la
masturbación siempre solitaria, el civismo, la distancia
hegeliana del intelectual. La televisión en cambio (invirtiendo
los adjetivos macluhanianos), es más caliente, próxima,
gregarizante, tribal.
Siempre, lo que se
dice siempre, hemos estado conectados a innumerables prótesis.
Sobre ellas -se dice- construimos u objetivamos sucesivas etapas
históricas. Estos períodos tecnológicos
constituyen verdaderos ambientes que no son visibles, en el sentido
de objetivables o tematizables, sino vividos. Cabe aplicar, sobre
ellos, todas las negligencias, las inercias, las regularidades
y los eleatismos de las hipótesis y las leyes naturales.
Esta naturalización de las prótesis, que acompaña
su propiedad de ser asimiladas por el organismo biológico,
de convertirse en organismo, de mimetizarse, de desaparecer (característica
fenotípica que se inscribe en el genoma), hace que la
tecnología crezca de acuerdo a una ecuación exponencial.
Barroco tecnológico: prótesis de prótesis
de prótesis.
Una prótesis
(ese terror es absurdo) no deconstruye a la anterior, ni la desplaza
ni la sustituye ni la amputa. Por definición se agrega,
se ensambla a ella como a un ambiente natural. Los medios electrónicos
de comunicación no son pensables sin la esccritura, sin
la tecnología del texto, son texto. Si nuestras sociedades
no escribieran no podrían procesar, por ejemplo, las técnicas
retóricas más elementales del montaje cinematográfico.
Curiosamente, es esta
misma naturalización la que dificulta el ensamblaje de
nuevos artefactos culturales y tecnológicos sobre los
ingenios ya establecidos y ambientalizados. A la ley de exponenciación
o fuga debe oponérsele una fuerza contraria, inercial,
residual: son las visiones que hacen de su condición ambiental
un lugar ideal e inmemorial a conservar. Con frecuencia las viejas
prótesis empecinan su "naturalidad" más
allá de su propia resistencia (más allá
del juego de su verosimilitud), para rechazar, como a un injerto
peligroso, la siempre excesiva artificialidad de la nueva tecnología,
del nuevo ensamblaje, de la nueva prótesis.
Puedo cerrar un libro,
juzgar conceptual o estéticamente un texto, y aún
negarlo violentamente, pero no puedo salirme de la escritura,
de su dinámica social, de su tecnología, de sus
trucos y efectos. Ni bien lo expongo, caigo en la trampa que
pretendía denunciar: el logocentrismo es más fuerte.
La escritura como ambiente comunicativo dio masivamente una crítica
"interior", dentro de sus efectos especiales, de sus
tópicas y contenidos, de los sujetos que la sostienen
y la legitiman, del mundo ficcional que contiene, de su propia
organización necesaria (de todo lo que un filósofo
podría llamar como las trascendencias de la escritura).
Solamente en momentos
limítrofes o críticos aparece una advertencia sobre
la escritura no como objeto sino como medio, como una ingeniería
tecnológica, como retórica, como una máquina
capaz de crear (simular) objetos, sujetos y organización.
Los debates intelectuales librescos sobre los nuevos medios (la
televisión) adolecen de la falla de trasponer las categorías
ficcionales de la crítica literario-filosófica
(objeto o referente como realidad ficcional manifiesta, ideología
como realidad axiológica latente, sujeto o agente del
discurso televisivo, en fin) a un objeto nuevo, sin advertir
que ese objeto constituye un (y está mediado por) un ambiente
nuevo.
Si la ley de fuga instalaba
el barroco tecnológico (pliegues de pliegues de la tecnología,
indiscernible ya, por su carácter exponencial, de la magia),
la ley del residuo instala un barroco
cultural: la coexistencia de distintos ambientes en un mismo momento
y en un mismo punto, cruzándose, mezclando sus líneas
argumentales, sus categorías, sus metáforas.
NOTAS:
(1) "Además de un
nivel de estados mentales, como las creencias y deseos, y un
nivel de neurofisiología, no se necesita nada que rellene
el hueco entre la mente y el cerebro, porque no hay hueco para
rellenar. Como metáfora para el cerebro, el computador
no es probablemente ni mejor ni peor que anteriores metáforas
mecánicas. Aprendemos tanto sobre el cerebro diciendo
que es un computador como diciendo que es una centralita telefónica,
un sistema telegráfico, una bomba de agua o un motor de
vapor", Searle, J. Mentes, Cerebros y Ciencia. Cátedra,
Madrid, 1985.
(2) Ver Chafe, W. "The Deployment
of conciousness in the production of a narrative", in The
Pears Stories: Cognitive, Cultural and Linguistics Aspects of
Narrative Production. W. Chafe (comp.). Norwood, New Jersey,
Ablex, 1980.
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