suturar
En algún momento
comienza a ocurrir algo como una era posconciliar, una era de reconciliación y
“rescate” (de Rodó, para el caso) que parece
ser menos el relevo que cierta inevitable continuación de la utopía culturalista
de la nueva izquierda (uno de los destinos de la utopía culturalista es
el de lograr la plenitud en la comunidad liberal-pragmática). Se trata de una
escena post, que se quiere sin fracturas ni heridas, sin derechas ni
izquierdas. Dos libros, que tratan precisamente de Rodó, me parecen claves para
entender este clima de la cultura uruguaya a comienzos del siglo XXI. Uno es
Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista, de Pablo da Silveira y
Cristina Monreal.
El otro es José Enrique Rodó: una retórica para la democracia, de Diego
Alonso.
Acá Rodó ya no parece funcionar como
padre sino más bien como un hijo prepóstero —ese precursor distante que
inventamos après-coup, como jugando.
Da Silveira y Monreal
trazan y defienden a un Rodó capaz de
encarnar o prefigurar la utopía liberal de una razón polémico-argumentativa. Una
buena ciudad debe ser capaz de combatir o de mantener a raya a la tentación
jacobina del partido único que expresa la verdadera voluntad del pueblo, por
estar hecha de una robusta circulación horizontal e igualitaria de
opiniones e ideas en
debates y justas. Una
circulación amparada siempre por la tibieza tutelar de la filosofía, esa madre
que funciona no como un organizador ideológico o doctrinario sino como una guía
técnico- práctica, y que nos ayuda en cuestiones menos de ideas que de
gestión o desempeño: la toma de las decisiones correctas, el
desenmascaramiento de las inconsistencias y las astucias del adversario, la
exposición del pensamiento en forma coherente y razonable. El carácter inmanente
de esa razón pragmática de la filosofía debe entonces conservarse a
cualquier precio, si es que pretendemos no caer en la hipóstasis jacobina de la
voluntad general o de las mayorías hegemónicas aplastantes.
Aunque más sutil, la
propuesta de Diego Alonso termina por plantear un Rodó que no difiere mucho del
anterior: el utópico escritor oral suturando el campo dividido del
discurso moderno con el maná de la retórica práctica, y cosiendo y
hermanando especialmente a dos grandes antagonistas: el discurso político y el
discurso literario. Todo es retórica, aún la argumentación o la lógica (y quizás
sobre todo la lógica y la argumentación, ya que ellas necesitan ese plus de
retórica para fingirse una no-retórica, una superación de la retórica o un corte
con la retórica). Todo el funcionamiento social del discurso parece agotarse en
un incesante universo imaginario pragmático de ansiedad o urgencias, de
comunicación y enganches, de
performances y gestos persuasivos. La compleja habilidad de crear y
ficcionalizar los conceptos, el arte de manejar la estructura de la
argumentación, la forma narrativa o el estilo, lo meramente ornamental o
enfático: todo le pertenece al orden de la retórica (que es el orden del
discurso, en términos posestructuralistas). Desde la elaborada paciencia
para sugerir la lenta maduración de la idea, hasta la súbita herida a la
sensibilidad con la estocada de una ocurrencia o una provocación. Todo es parte
del genio retórico. Y la retórica, en tanto disciplina que se ocupa del
campo unificado de estos juegos inmanentes del discurso, absorbe los impactos de
la crítica tradicional al pensamiento, la ontología, la ideología o la doctrina
—típicas criaturas de la
escritura.
Termina así por absorber todo intento de trascendentalizar lo social, y termina,
en suma, por absorber y neutralizar a la política misma (una ilusión creada por
la misma retórica), para asegurar la circulación democrática de lo que
verdaderamente interesa: textos y discursos, figuras y tropos.
Ambos libros son, a su
modo, utopías de redención. El primero busca salvar al propio
Rodó, quiere absolverlo de la
condena de su propio discurso exagerado, de la elocutio exuberante y
enfática, de su vaga ensoñación de superioridad intelectual y estética. Descubre
entonces a un Rodó al margen de ese
Rodó, un Rodó por fuera de lo que
oficialmente han sido sus marcas y sus características. Hay algo como un
núcleo sano en su enfermedad poética y esteticista, por fuera de sus
tics modernistas. Hay un Rodó
sensato, un argumentador despierto, práctico y agudo y profundamente
comprometido con las cuestiones públicas. Ese otro
Rodó está allí, en la justa polémica, en
Liberalismo y jacobinismo.
Alonso, más ambicioso, busca redimir menos a Rodó que al esteticismo mismo.
Quiere encontrar lo necesario de su retórica (y de toda retórica, en
suma), engancharla a profundas necesidades cognitivas, comunicativas, didácticas
y políticas.
La retórica no es la borrachera del modernista a la que hay que encontrar una
contrafigura sobria para construir política: es ya, y antes que nada, política.
No quiere ser ya la hermana menor de la lógica, no quiere ser tratada como el
desperdicio de la idea, o como el precio prostitutivo que la idea paga para
comunicarse o socializarse. Y el propio Rodó
resulta ser una especie de héroe paradojal: titular de una retórica crecida y
mórbida pero que se adivina como mucho más que un mero embellecimiento de la
idea. Y si la retórica no es simplemente el emperifollamiento de la idea,
tampoco la lógica es su estructura, su musculatura y su esqueleto. Ningún dios
tiene derecho a separar lógica y retórica, política y
literatura.
Para ambos trabajos, en
definitiva, la escritura
de Rodó encarna algo como una razón
inmanente de los intercambios sociales: la filosofía y la
literatura (en uno
y otro caso), no vistas como grandes aparatos histórico-institucionales sino
entendidas desde la trama molecular de su discursividad: la lógica argumentativa
y el genio retórico. En el paraíso liberal de Da Silveira y Monreal, la
argumentación no está ahí para combatir al fundamentalismo político sino para
disuadir la tentación fundamentalista, para mantener a raya a los fantasmas
totalitarios y conjurar cualquier intento futuro de manifestación. La Verdad,
así, no puede ser una categoría filosófica, metafísica o trascendental (tarde o
temprano, por esa brecha dualista va a entrar el monstruo jacobino), sino que
tiene que ver con la eficacia práctica con la que se resuelve un problema, y con
la sistematización o la metodización en procedimientos instrumentales claros y
simples y reproducibles. Reglas, procedimientos, rutinas, algoritmos, y no Ley.
El campo social así resulta unificado por la estructura racional inmanente de
las reglas de la argumentación: los enemigos de la sociedad liberal no son
antagonistas: son algo del orden de las anomalías, las disfunciones, los
obstáculos, las enfermedades o las taras locales de lo social. El modelo
retórico de Alonso es casi igual, pero va un poco más lejos. El campo social
está unificado en la razón retórica y esa trama cose y sutura la gran herida
dualista de la modernidad, la brecha que separa la política de la
literatura, la filosofía
del arte. Hay retórica en la filosofía
y hay conocimiento en el arte.
Hay literatura en la
política y hay política en la literatura.
La retórica, la verdad retórica, es lo que permite tejer nuevamente la totalidad
del campo, en cualquiera de sus dos hemisferios, sin contradicciones y sin
sobresaltos. Al igual que la verdad argumentativa, la verdad retórica,
evidentemente, tampoco es metafísica: es un brillo, un instante, una posibilidad
local, singular o parcial, inmanente, nacida de la habilidad y del genio del
propio sistema y de la dinámica relacional-dialógica entre los enunciados. Pero
acá, finalmente, la
verdad misma termina por diluirse: no hay enunciado que, en algún punto o en
algún sentido, no constituya algo como una verdad. Una
verdad doctrinaria, eventualmente, o una verdad argumentativa, pero también la
verdad expresiva de un gesto, una discusión, una denuncia, una declaración, una
euforia, una decepción, un enojo. La verdad tiene que ver con la inexorable
transparencia pragmática del juego enunciativo, e incluye privilegiadamente a
algo del orden de lo auténtico.
Si la democracia
liberal Da Silveira-Monreal es obsesiva y ritualista, la democracia retórica de
Alonso es más bien psicótica. Mientras que la segunda, al cancelar el
sentido-verdad deja el campo de inmanencia de los intercambios socio-discursivos
en la hiperproducción libre y azarosa, la multiplicidad ilimitada de las
pequeñas verdades parciales, la primera (temerosa, al fin, del sinsentido liso y
llano) reglamenta el juego de la producción discursiva con una serie de reglas o
normas argumentativas “externas” que ayudan a distinguir y a producir el
enunciado correcto. Es posible que deba corregir mi afirmación de más arriba: el
modelo Da Silveira-Montreal va un poco más lejos que el de Alonso. Ambos, de
todos modos, insisto, son utopías posconciliares: intentan suturar las grandes
heridas modernas, luego de que el pensamiento político crítico (el de la
izquierda tradicional), como hicimos notar más arriba, se constituyera y se
pensara a sí mismo como la conciencia de lo social.
mostrarse, mostrar
Si el desgarramiento
entre la vida y el
lenguaje, entre la existencia y la conciencia, entre el ser social y la
conciencia social, marcaba las contradicciones y la dinámica de los modelos
críticos de la izquierda tradicional ¿a qué clima político-cultural
contemporáneo remiten las utopías de conciliación como las que acabamos de ver?
Quiero remitir a dos claros síntomas uruguayos.
El Edificio
Auditorio del SODRE
es la metáfora de una catástrofe de la cultura, un movimiento implosivo, una
especie de espasmo terminal. Con él entendemos que la Ciudad Letrada ha caído
dentro de su propio centro de masa. El edificio mismo parece resultar de la
inversión del principio centralizador, fecundante y expansivo que había
caracterizado al circuito cultural urbano durante el período de la
civilización uruguaya. Es un paseo vidriado, transparente, ligeramente
obsceno. Si antes el sueño de la
cultura era la épica del centro letrado proyectándose sobre la periferia,
ahora la cultura se hace
lírica y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en una
burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir como espectáculo
su interior creativo. Como esos artefactos de vidrio o acrílico que muestran su
propio mecanismo, la cultura
culta del centro no nos interesaría o seduciría por lo que fuera capaz de hacer
(siempre tememos a la decepción: lo que la máquina es capaz de hacer —en caso de
que sea capaz de hacer algo— podría no resultarnos interesante en absoluto),
sino que nos fascinaría en y por su propio funcionamiento, su misma mecánica.
Donde antes había un
movimiento hacia afuera, una conquista, entonces, ahora aparecía un
retorno al centro que no es sólo metafórico. Un edificio vidriado, una especie
de Aleph, juego de transparencia arquitectónica en el centro del centro
de la ciudad, donde la cultura
estatal exhibiría, para el pasmo y el éxtasis del iletrado dominguero, la
delicadeza de su interioridad atareada. El Auditorio, es verdad, es la
utopía de lo bello, de lo discreto, de lo íntimo: un adentro envuelto en
una epidermis transparente, mostrándose con generosidad. Pero esa utopía parecía
destinada a cerrar en una operación mágica masiva. Cuestiones anecdóticas y casi
accidentales dispusieron que la inauguración del Auditorio llegara fuera
de su propio tiempo.
El edificio aparece, es evidente, mucho después del último suspiro civilizatorio
que aún pretendía, después de la dictadura, restaurar cierto clima perdido
(1985-1990). Pero también mucho después del último estupor del viejo intelectual
aturdido por el confuso ambiente posletrado, absorto ante la estampida
fragmentaria de lo social en la nada barullenta de la lógica técnica del
mercado, del consumo, del beneficio, de la necesidad o de la sobrevivencia
(1990-1995). El edificio llega, digamos, en los tiempos de la consagración y la
celebración del Otro por el Mismo. Llega en tiempos en los que finalmente el
centro (algo-como-el-centro, digamos: la forma administrativa convencional del
centro) está convencido de que la mejor respuesta al ambiente posletrado es
emplazar, en su propio centro imposible, el monumento pleno a la periferia. Y
esto se solapa con el segundo ejemplo.
Veamos. Las dos figuras
se ensimisman al ritmo de una cumbia villera o de un reguetón. Los bailarines se
tocan apenas. Él apoya una mano en el hombro de ella y la otra en su cadera.
Ella hace lo mismo. No sonríen ni miran al público como en un espectáculo. No se
miran a la cara como en una ceremonia de apareamiento. La mirada, concentrada en
los pasos y en los movimientos de los pies, cierra la máquina sobre sí misma. Es
un trance autista del propio baile, el baile como trance autista: todo se
suspende en la burbuja de una vaga concentración de Narciso. La vestimenta es
deliberadamente pobre: tanto la de él como la de ella recuerdan el atavío del
compadrito: sombrero de ala corta volcado sobre los ojos, sacos cortones a
rayas, pantalones caídos a la cadera. En Made in Cante
todo es un simulacro, y la pareja
que baila cumbia villera o cumbia plancha es parte
de un experimento arqueológico. Forma trasplantada de la cultura marginal,
objeto polisémico e interesante colgado en el salón Plataforma del MEC en
la calle San José. ¿No es acaso esa pareja, antes que nada, un objeto de lo que
algunos llaman, enigmáticamente, arte conceptual —i.e. algo destinado a
no mostrar nada que no sea el propio gesto que lo produce: para el caso, la
actual vocación tolerante, amplia y democrática del centro y el
Estado —y también
su vocación de juventud, por así decirlo, encarnada en su nuevo aire de
vaga y discreta contracultura? Los ministros pueden lavar así sus culpas: si la
nación se hizo a golpes de una cultura céntrica expansionista tomando las
periferias con la coartada de la civilización, es hora de pedir disculpas y
recibir a las figuras periféricas en el vientre generoso y transparente del
salón del centro.
Este monumento al Otro
se erige en el gesto puntual de consagrar al Otro en monumento y como monumento
—sin tocarlo, sin decirlo, sin pensarlo siquiera. Es un espejo perverso que
refleja, al mismo tiempo, el milagro imaginario del Otro y el ingenuo poder
consagratorio del Mismo. De todas formas, la tardanza no parece estropear la
figura conceptual original del Edificio Auditorio de una retirada narcisista de
la cultura (desde el proyecto
educativo-civilizatorio a la discreta oferta de sí misma como
espectáculo): la continúa
y la prolonga, por así decirlo. El centro ya no solamente muestra la
transparencia psicótico-narcisista de su propio organismo y de su propio
funcionamiento: lo muestra, ya consagrado, en el Otro. Muestra su ilimitado
poder de mostrar, su inútil poder legitimante. Quiere, desde el punto minúsculo
de su existencia, cubrir todo con la magia contagiosa de su gesto democrático
liberal absoluto e indialéctico. La cultura céntrica ya no civiliza ni
conquista. Ya no agrede a nadie: sólo a sí misma. No se exhibe a sí misma para
el éxtasis del periférico: hace algo mucho más siniestro: exhibe —para su propio
éxtasis o su propio escándalo— la imagen sagrada de la periferia, la intocada
estampita del otro, su souvenir.
Made in Cante
quizá también quiere mostrar que la cumbia villera es como era el
tango orillero y el milongón a
principios del siglo XX: músicas, ritmos y bailes que nacían de las zonas
oscuras de lo social, de la promiscuidad más honda del conventillo y la miseria,
y que terminaron por inscribirse en los salones céntricos, en Broadway y el
cine, y por instalarse finalmente como uno de los bienes culturales de
occidente. Podrían resultarnos agresivos y desafiantes al principio, podrían
comenzar como voces balbuceantes de lo premoderno, marcas de una brutal y
grotesca cultura territorial y de gueto —pero si se los acompañaba, si se les
tenía paciencia, si no se los condenaba a una orfandad sin Dios y sin
Estado, serían
bienes universales, bienes de toda la sociedad. Este es un argumento
justificatorio bastante pérfido si se quiere, ya que la intervención estatal de
Made in Cante, si no la malentiendo, no tiene que ver con estimular o
empujar el salto de la música marginal al gran mundo de la mercancía, el capital
y los negocios (para eso no es necesario el Centro, la Ciudad Letrada, el MEC o
el Estado —y más
bien al revés: se diría que son perjudiciales). Pero tampoco tiene que ver con
alguna voluntad de civilizar al otro y a su música, Dios nos guarde: en
este Centro de hoy ya nadie parece querer someter a la expresión marginal o
periférica a una arquitectura de simbolización e interpretación (que sería, por
fuerza, la del Centro), ya nadie muestra voluntad de traducir al otro
—pues eso sería casi inmoral. Made in Cante, paradójicamente, muestra en
este punto lo contrario de lo que argumenta: su gesto se sitúa en las antípodas
frías de los procesos integrativos de hace cien años, cuando el milongón
orillero, padre del tango, podía
considerarse après coup como una pervivencia infantil o premoderna en la
sociedad que se instalaba. Hoy, aunque diga lo contrario, el propio MEC indica
que ya no parece que fuéramos a asistir a la gloria futura de un género
subprestigiado como antes ocurrió con el
tango, no parece que fuéramos a
ver el triunfo en la ciudad del mañana de una contraestética o de una
intervención marginal: pues la música plancha o villera no es un residuo
premoderno salvaje en un mundo que se va organizando. Es, por el contrario, el
grito de lo que vendrá: un portentoso relámpago ultramoderno o post-civilizatorio
de desterritorialización y fuga.
¿A qué entonces el
gesto del MEC de exponer la cumbia en el centro? O mejor: ¿qué está
haciendo hoy el Centro con su Otro? Pues al final, residualmente, después de
todo este juego de modernidad y posmodernidad, de mesianismo y arrepentimiento,
de desmentidas y reafirmaciones del propio centro letrado, lo que sobrevive de
la pareja y de su baile orillero es ligeramente monstruoso: el brillo opaco de
una simple y absoluta estetización antropológica de la
cultura periférica, y de toda
cultura, en suma. Todo es cultura
ya no remite solamente al viejo llamado ingenuo a abolir la distinción
aristocrática entre cultura alta y
baja. Todo es cultura (todo es arte) quiere decir que todo está tocado,
encantado y hasta milagroseado por la
cultura. Una monumentalización
radical del Otro. En el salón del MEC, sorprendida por la mirada del curioso o
por la cámara del noticiero, esa pareja plancha suspendida en la pista
nunca fue sino un skéma, una polaroid, una instantánea: estampita
triste —y también bella, por qué no— del folclore de la pobreza uruguaya
de principios de siglo XXI. Pero no más. Es un monumento. Un objeto extravagante
clavado en la pared del salón céntrico del Estado. Una muestra, no un concepto.
Un registro o un reflejo, no una interpretación. Un objeto incorporado (clavado
en el cuerpo), no simbolizado.
Entonces, podemos
caracterizar al clima político cultural que invocábamos al comienzo de
este parágrafo. Hoy asistimos a la flotación indiferente y narcisista de las
culturas locales o parciales, acompañada del éxtasis del nuevo intelectual que
ve pasar las partículas como una fiesta de la nueva democracia. Algo como una
deriva centrífuga es el movimiento que marca hoy la dinámica de lo social. Y
lo terrible es que no se trata del cuerpo social huyendo de la democracia: es la
democracia misma lo que parece estar fugándose (fugándose de la política,
digamos). La democracia ya no se entiende en la línea de los procesos
integrativos clásicos, sino en la diseminación de las energías sociales y de la
fuga. Tanto más democrática parece hoy una sociedad cuanto menos se relaciona
con el centro, cuanto más libres corren sus partículas por el territorio, sin
representación ni deseo de representación: voces y no
lenguaje,
expresiones y no juicios o interpretaciones. En rigor, ya no hay centro ni
periferia. Ya no convocatorias o interpelaciones desde el centro republicano de
la ciudad, sino la disuasión fría de la masa, el desparramo de la energía de un
socius que es democrático por ser territorial y ya no por ser político.
En este clima se
inscriben los rescates de Rodó en las post-utopías de la buena circulación de
argumentos (Da Silveira-Monreal) y de los juegos de la retórica (Alonso). Las
dos varían, como veíamos, sobre el tema de la inmanencia de las dinámicas
socio-discursivas, y en esa inmanencia hacen reposar la garantía misma de la
democracia. Una es lógica y tiene que ver con la gestión y la competitividad de
los argumentos. La otra es retórica y tiene que ver con la seducción y la
persuasión de los discursos. La retórica y la lógica parecen resolver todo en el
plano imaginario: el discurso social no es sino la mera circulación inmanente de
argumentos consistentes o aberrantes, o de técnicas de dispositio-elocutio
felices o infelices. Ambas post-utopías suturan así la herida misma del discurso
político: la que separa al yo del otro (al sujeto del individuo, al alma del
cuerpo, al adulto del niño, al centro de la periferia). Ya no hay Otro, ya no
hay deseo del Otro. Y por lo tanto tampoco hay Yo.
releer
Aristóteles observa que
lo público (la República) no es un montón de gente sino la ley en la que la
gente se organiza. Lo privado sería precisamente el “montón de gente” sin
organización y sin Ley, la suma de las voces y el hormigueo de los cuerpos, la
zona de los intercambios y los choques de los intereses parciales, las
conexiones y las redes. Lo privado es una dinámica imaginaria al margen de la
organización centralizada en el logos o la razón. Para un sistema
republicano, la universalidad de la representación pública no es la suma o la
composición de todos los que representan distintos intereses privados o
singulares en la negociación pública, sino más bien la aparición,
necesariamente mesiánica, de alguien que habla en nombre de todos, aunque
ese “hablar en nombre de todos” sea por fuerza imposible y suponga siempre algo
como una falla, una usurpación del universal del
lenguaje (es porque y no aunque:
es por esa falla, por ese desequilibrio, que el
lenguaje mismo funciona).
Lo público no es
simplemente aquello de lo privado que puede mostrarse: lo público es la Ley en
la que se organiza lo privado —lo público es el propio
lenguaje, en
suma. Este es el concepto en el que decidimos reconocer la legitimidad del
ejercicio del gobierno: un contrato y no un pacto o un lazo. Es la Ley fundante:
organiza y da sentido. Los griegos la llamaban logos, y más tarde los
latinos la llamaron ratio. Es una forma de organizar los intercambios
privados espontáneos, que siempre tienden a seguir el clivaje del poder, del
abuso, de la explotación. Es, precisamente, como veíamos, el
lenguaje que
nos permite hablar de “abuso”, “explotación”, e incluso de “poder”. El corte que
arranca lo público de lo privado es, entonces, fundante de política como espacio
universal desde el cual organizar la economía, los intercambios privados
espontáneos y horizontales de personas, cosas, afectos, signos.
Cuando Jesús expulsa a
los mercaderes del templo, el autoritarismo de ese acto es, tal vez, necesario:
está separando lo público-sagrado de lo privado-profano. Hay un espacio que no
estará tocado por los negocios o por los intereses, ni por la lógica del
beneficio ni por la de la sobrevivencia. (El templo, además, como el
Estado, no debe reflejar el
clivaje de grupos, castas o clases.) En ese ademán, Jesús está separando la
economía de una instancia superior, sagrada —lo religioso muestra ahí, por
primera vez, una gran vocación política.
Este espacio sagrado es fundado en la invocación del Padre —“No hagáis de la
casa de mi Padre una casa de mercado”—, y eso refuerza la sospecha de un Amo
despótico detrás de la operación. Hay un momento autoritario en la fundación de
la Ley: para que haya algo como el Nombre del Padre o como la Ley de Dios,
primero debe haber un padre o un Dios (por fuerza despótico) que será
sacrificado en su propio nombre, en su propia ley. El tajo que separa lo sagrado
de lo profano no tiene necesariamente un sentido religioso; o mejor, lo
religioso comienza, en determinado momento de la historia de occidente, a ser
una figura de lo político, de lo público, de la ley en la que se organiza el
cuerpo social. Es el “giro griego” del cristianismo. Sagrada es la institución
de la ekklesía griega; profanos son los intercambios comerciales en el
ágora.
Ahora bien. En este
espacio, precisamente, viene a pararse la oratoria sagrada de Rodó en
Ariel: fundar la política. El lenguaje fundacional de la política parece
condenado a asumir la forma de una oratoria sagrada, en el sentido en que
una oratoria es una especie de “filosofía no filosófica” o de “momento no
filosófico de la filosofía” (para usar el giro de Althusser), y lo sagrado
aquello que se opone, se levanta por encima y finalmente, si tiene éxito,
organiza los juegos profanos de lo social: los intercambios y la economía.
Uno de los gestos
fundamentales de esta oratoria, para mi gusto,
consiste en tratar al nivel pragmático de la economía (entendida como los
intercambios más las reglas inmanentes que los ordenan) como
“utilitarismo”. Necesaria ingenuidad de la filosofía no filosófica:
parecería que es hasta cierto punto necesario tratar a los intercambios —algo
que hoy entendemos como parte de la vida más elemental y espontánea de la
comunidad— como un ismo, como un cuerpo de doctrina. Es necesario que
sean colocados como algo del orden de la idea o del carácter (en el sentido
novelesco de la palabra: el personaje Calibán), que sean ficcionalizados, que
tengan un estatuto narrativo. Hay que exponerlos como algo a combatir, o como un
enemigo a derrotar: plantear una agonística más que un antagonismo.
Quizás Rodó es el
primero en caer en su propio truco ficcional —y quizás, además, el truco no
funciona si su ejecutor no es el primero en caer en él. Y es, una vez más, esa
creencia lo que comienza a fallar en las generaciones posteriores:
carecemos de la necesaria ingenuidad que tenía Rodó y su época para pensar a la
economía como utilitarismo, como algo del orden de la idea, del concepto
o de la doctrina, opuesto a la doctrina “espiritualista” que profesa la gente
educada, civilizada y buena. Pero al romper con la ingenuidad de Rodó,
comenzamos a respirar el aire de nuestra propia ingenuidad: pensamos que la
creencia es un residuo de los tiempos oscuros y puede abolirse con la llegada
del conocimiento y la filosofía verdadera. Ocurren así dos fenómenos paradójicos
(quizás son el mismo, pensado en dos formas distintas). El primero es,
obviamente, que la desarticulación de la creencia de Rodó supone automáticamente
el emplazamiento de nuestra propia nueva creencia, todavía más enquistada y más
ciega. El segundo es algo como un efecto secundario de la propia
racionalización. La creencia en la objetividad del orden económico parece
hacernos vulnerables a que nos enceguezca una especie de “emanación objetiva” de
la propia economía. Ya no creemos que haya algo como un “manifiesto
utilitarista” o un “sujeto utilitarista” contra el cual combatimos, ya no
ficcionalizamos la economía en la forma de una doctrina o una ideología, y ahora
la razonamos como una instancia “objetiva” de la vida social. Y ahí,
precisamente, es que nace y puede prosperar la tendencia a naturalizarla, a
identificar lo privado con la vida misma del cuerpo social y terminamos por
celebrar así la espontaneidad libre de los intercambios de cosas (mercado) y de
signos (comunicación). Cualquier
intento de conceptualizar los intercambios y la economía se condena entonces a
ser un agente de desvitalización y muerte.
Algo como la más redonda expresión de una ideología pragmática de mercado
(“utilitarismo”) termina, por un extraño giro de la historia, por ser la
consecuencia y la consagración de cierta “razón objetiva”. Pero, extrañamente,
esta redonda expresión de ideología pragmática es, a su vez y en cierto modo, lo
opuesto a una ideología: es fetichismo, una fascinación con la “emanación
objetiva” y no una elaboración simbólica. Hay una profunda solidaridad entre el
“utilitarismo” y ciertas formas de “razón objetiva”. Y ahí está la importancia
de la “creencia ingenua” de Rodó: proponer una elaboración simbólica allí donde
la cosa misma (la vida misma) puede encandilar y matar. Al no dialectizar la
creencia y al forzar su disolución en el horizonte de las cosas, aparece lo que
Hegel llama una recaída. Hemos ido de la ideología al fetichismo.
Pero hoy parece incluso
más apropiado que en tiempos de Rodó hablar de la ocurrencia de
doctrinalismos parciales, antisocráticos o antiaristotélicos, que aunque no
podríamos llamar utilitarismos funcionan en forma similar, como
disuasores de cualquier política entendida como paideia. Veamos. Parte de
las reivindicaciones de la neoizquierda, análogamente a cierta tradición
“comunitaria“, comienza a manejar un concepto no republicano de
representación, y,
en suma, de lo público mismo. Así como la
representación pública se
entiende como la suma o la composición de los intereses privados, lo público es
entendido no como la Ley o la razón que permite organizar lo
privado-múltiple-parcial, sino como una mera superficie de inscripción de la
multiplicidad de las diferencias parciales. Es similar a ciertas operaciones de
las luchas de las minorías en el escenario del
lenguaje. Se quiere inscribir en la
superficie de la gramática
la diferencia de
género o/a (ignorando que la dialéctica inclusiva especie/género es
básicamente un organizador y no un simple “diferenciador”). Inmediatamente
entonces otros reclaman también que hay zonas de transgénero, intergénero,
infragénero o ultragénero que siempre están quedando por fuera del mapa
desinencial, y que entonces deberíamos ampliar la alternativa o/a a
o/a/e/i/…/x, es decir, tantas desinencias como variantes genéricas. Y ya que
hacemos ingresar en el paradigma las diferencias de género también podríamos
incorporar las etnias, las profesiones, las clases, las generaciones —porque
sabido es que cuando habla impersonalmente la gramática siempre habla un adulto
educado blanco europeo (la Palabra en tanto voz del Amo). Terminamos así por
obtener algo como lo opuesto a un lenguaje,
algo opuesto a lo público: una coincidencia psicótica entre lo público y lo
privado, entre el lenguaje y las
voces.
No solamente no hay un corte que separe al concepto-sagrado (política) de lo
privado-profano (economía, intercambios), sino que nadie parece ya desear ese
corte. Se diría incluso que se milita y se lucha (desde la neoizquierda,
digamos) por una prolongación de lo privado en lo público, por una
representación (en el sentido pobre o infantil de una proporción o una
cuota) de lo privado en lo público.
Lenguaje no es ya el espacio
conceptual donde se prepara una crítica, un salto emancipatorio, una revolución.
Ahora el lenguaje democrático es
la sumatoria de todas las voces, el registro de una incesante demanda no de
liberación sino de reconocimiento. El
lenguaje de la democracia ya no es político: no habrá críticas, ni
emancipación, ni revoluciones. La democracia actual se despliega también en un
caso de recaída: el fetichismo como fascinación con la
emanación objetiva de lo privado sustituye a la ideología como
elaboración ficcional-conceptual de lo privado.
finalizar
La última gran ingenuidad de Rodó le devuelve la forma a toda la
figura argumentativa que he tratado de exponer. Es la más evidente de todas, por
otra parte: Rodó es nuestro primer intelectual autoproclamado.
Él se siente parte de (y también se ofrece en sacrificio a) esa casta letrada de
virtuosos solitarios, de literatos, escribientes y educadores (que Alfonso Reyes
aproxima en una nómina despareja que incluye nombres como Andrés Bello,
Sarmiento, Justo Sierra, Martí o Juan Montalvo) con cierta conciencia de su
lugar y de su destino modernizador, con ganas de incidir en los destinos
políticos de sus sociedades o de “mediar entre la sociedad y el poder”, como
dice Belén Castro que dice Gutiérrez Girardot.
La gran
ingenuidad es la gran soberbia: ser o sentirse o declararse intelectual.
La innegociable voluntad de ocupar ese grado cero, esa zona media de lo
social —proclamarse intelectual es, precisamente, asumir y desear asumir tal
voluntad, la de tomar ese lugar vacío y portarlo como un estandarte. Doble
ingenuidad y doble soberbia, además: no solamente tengo la voluntad de ocupar el
lugar vacío, sino que soy, insisto, el primero (por así decirlo): la voz
de quien no sólo está ocupando el lugar vacío sino la de quien lo está
inventando o creando. Rodó era una rareza en el
Uruguay en
el tránsito del siglo XIX al XX, un mutante solitario. Hablar en nombre de algo
como la sociedad ante algo como el poder (representación como
suplencia, Vertreten), o, mejor, hacer-dejar que la sociedad hable ante
el poder (representación como
transferencia, Übertragung), a riesgo de ser tomado como una de las
tantas voces del poder, como un mero avatar de la territorialidad, de la
corrupción o de la burocracia. Hablar en nombre del otro y de todo otro, empujar
al otro a hablar, asumir el imposible papel de ser, por un momento, no el Amo,
no el Superyó, sino el Yo del otro, su conciencia, a riesgo de ser
criticado, expulsado por impostor o usurpador, acusado de autoritario o
aculturizante, reducido al error, al anacronismo, al ridículo, o a cierta forma
de insensatez y hasta de locura. Pero toda esa ingenua soberbia era una
derrota en la que dormía la victoria más sorda e ingrata. Para que la operación
tuviera éxito el fracaso del ejecutor era necesario. Y ése es el verdadero
sacrificio de Rodó. La desaparición del personaje para que algo de orden
superior puede aparecer. La muerte del que habla para que se consagre el
lenguaje: la funcionalidad y la
transparencia del propio signo. Es un sacrificio netamente político,
civil —y ya no trágico,
militar-patriótico (juego mi vida y mis bienes, abandono mi comodidad y mis
anclajes afectivos: me esperan la muerte, la gloria, el honor).
Alguna vez,
haciendo un ejercicio tonto, me dije que si bien no podía imaginar a la sociedad
uruguaya sin la intervención de Varela, podía, sin embargo, pensarla sin Rodó.
Ahora entiendo que hay una muda necesariedad de Rodó que parece exigir a
la fuerza su desaparición de nuestra actual “memoria intelectual” —de modo que
su oficialización, su destino de aparato de
Estado, tal vez también ha
sido una forma paradojal de borrarlo, o de borronearlo por lo menos. Desde la
generación del 45, digamos, no podemos ya pensar a Rodó, eso es verdad: pero no
podemos imaginar al 45 sin Rodó.
Pero todo eso se
terminó: la muerte sacrificial dialéctica de Rodó parece hoy dejar paso a una
muerte literal, definitiva, no simbólica. El mundo en el que el intelectual,
entonces, daba su pelea, era extraño, analfabeto y hostil —pero era, antes que
nada, un mundo que comenzaba a encenderse al calor de la nueva praxis
civilizatoria. Y hoy no. Hoy nadie quiere ser, ya, intelectual —no, por
lo menos, en el sentido en el que el 900 entendía esa palabra. Hoy la democracia
misma parece ser el registro de un fetichismo generalizado. Nadie parece
dispuesto a asumir el lugar incómodo del intelectual, en tanto hoy más
que nunca ese lugar parece exigir algo como un mesianismo y una
oratoria sagrada. Y sabido es que esos atributos no son democráticos.
Que quede claro
que el “fin de la civilización” no es solamente la caída objetiva de las
viejas instituciones centralizadoras del lenguaje y la política (partidos,
Estado, sindicatos, escuelas, escritura, libros, leyes) a manos de la oralidad
de los medios, del
analfabetismo funcional
de la masa y de los intercambios generalizados en el mercado y la
comunicación. Es, también, cierta
forma de la recaída, expresada como retirada subjetiva del
intelectual de su lugar en la Ciudad Letrada —la aproblemática renuncia
voluntaria a su papel. Y este es el aspecto que me ha interesado acá: un
aspecto que la desmesura de Rodó (y no su argumentación liberal) metaforiza en
forma extraña y paradojal: el fin de la civilización como fin de la voluntad
civilizadora.
Lo terrible del
actual ambiente post-utópico puede resumirse en la agonía y muerte del otro. Ya
nadie es intelectual, en tanto nadie se detiene en la pregunta por el
otro como la gran pregunta de la política. Nadie parece pensar que la creación
de una zona próxima con el otro, la creación de un otro-semejante, sea
importante para poner a la política como el gran procedimiento de socialización
—y como el vínculo social por excelencia. Nadie parece ya insistir en la
política como educación y en la
educación como paideia o
humanitas.
Los viejos textos
interpelativos de Rodó, su sermón y su arenga, sus ficciones y su novelización,
la vocatio intelectual y todo el aire viejo y oldfashioned de su
discurso, adquieren, así, una rara e incómoda luz nueva.
“Piensa, pues, el
maestro, que una alta preocupación por los intereses ideales de la
especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia. Piensa que la
concepción de la vida, en una sociedad donde ese espíritu domine, se ajustará
progresivamente a la exclusiva persecución del bienestar material como beneficio
propagable al mayor número de personas. Según él, siendo la democracia la
entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese
triunfo.” (Ariel)
Mientras tanto, a veces, Ariel, la Ciudad Letrada, el genio alado de la
civilización uruguaya, empecina discretamente, en el centro, su penoso
itinerario póstumo. El arte de la política, de la
educación, de la planificación o
del gobierno, revierte en una especie de ecología urbana, en una estética
pura. Y afuera el aire se va cargando de algo territorial que aterra. Un
ambiente medieval, bárbaro y hostil. Sin Ley, pero lleno de disciplina
ritual. Sin razón, pero lleno de reglas, de rutinas, de ciclos. Como
un obsesivo. Como un enorme organismo biológico. Un mundo lleno de mutantes,
de populistas, de microfascismos, de poderes
lúmpenes y
advenedizos. Un territorio gobernado
por el azar, un territorio que, como todo territorio, no entiende la
organización y empieza, por tanto, a clamar por orden. Dios nos guarde.
Montevideo,
2010
Notas:
“El Rodó de Liberalismo y jacobinismo se parece poco al que nos
enseñaron en la escuela. Lejos del autor esteticista y aislado del mundo
que nos sugiere la lectura de sus parábolas, el que aparece aquí es un
hombre inserto en el debate político nacional y, sobre todo, fuertemente
involucrado en la discusión interna de la fuerza política a la que
pertenecía: el Partido Colorado. Es además un hombre con vuelo teórico y
bien informado sobre las discusiones doctrinarias de su época.
Justamente por eso, es capaz de avanzar una tesis a propósito de nuestra
cultura política que sigue resultando sugerente a casi un siglo exacto
de haber sido escrita” Da Silveira, op.cit. p. 71.
“Este trabajo se inserta, entonces, dentro de de un debate sobre la
efectividad de un proyecto estético que, articulado en el marco del
ensayo (único género practicado por Rodó) y haciendo gala de un estilo
modernista que le sería distintivo, abordan una serie de temas
que traspasan los límites de la esfera privada para abarcar el amplio
dominio de lo público y lo político.
(…) A
partir de consideraciones de orden estilístico [Real de Azúa] le
cuestiona [a Rodó] una fe excesiva en el poder cognitivo de la belleza
—su “voluntad de ‘vestir’ las ideas y alcanzar “fortísimos” expresivos
mediante símbolos y comparaciones” (…) Rodó es asociado de este modo a
una escritura modernista a la que se condena no sólo por su carácter
anacrónico, sino también por “chocar, en más de un punto, con normas
que, en literatura de ideas, resultan universales”. Haciendo hincapié en
la disfuncionalidad de su estilo, Real de Azúa explicita las razones de
una crítica que da por supuesta una clara distinción entre prosa
artística y prosa de pensamiento.
(…) Tomando
un camino divergente, parto de la premisa que el lenguaje tropológica y
eufónicamente rico que caracteriza a la escritura de Rodó —la “gesta de
la forma”, según su propia expresión—, tiene una vocación pública que
establece los fundamentos y las técnicas de una acción comunicativa”
Alonso, op.cit. pp. 11-13.
Gran centro cultural del Estado uruguayo, de accidentada historia. Nace
como proyecto en la primera administración política posdictadura. Además
de salas e instalaciones, se propone como un paseo de interés para los
civiles curiosos: incluso desde la calle sería posible observar un
ensayo de la sinfónica, digamos, en la sala de paredes de vidrio.
El modo epocal moderno de Rodó, su compromiso con una época o con
una idea y no con la tierra o el paisaje, su proclama de ciudadanía
intelectual y su “internacionalismo intelectual”, tienen una implícita
vocación antiterritorial pero todavía están claramente ligados y son
inevitablemente tributarios de la convocatoria épico-militar y del
estilo territorial patriótico. “Las fronteras del mapa no son las de la
geografía del espíritu. (…) La patria intelectual no es el terruño”,
dice en “La novela Nueva” (Obras Completas, p. 156). Lo que muere
como práctica sobrevive como metáfora.