Era mejor antes
En los buenos viejos tiempos reinaba la paz, había
armonía y estabilidad, la prosperidad era la norma, y los hombres y
mujeres convivían en una sociedad fraterna y solidaria. El poeta
Hesíodo elaboró un catálogo de cinco edades (de oro —la mejor, la
primera—, de plata, de bronce, heroica y de hierro —la peor, la de
su tiempo—); su manía clasificatoria se debió, tal vez, a que
necesitaba insumos para su obra poética, a la que conviene la
variedad. Los judíos y los cristianos necesitaron solo dos edades:
una muy parecida a la Edad de Oro de los paganos —la temporada que
pasaron Adán y Eva en el Paraíso—, y otra, desastrosa por donde se la
mire, que sería, según esas religiones, la nuestra.
A juzgar por la abundancia de protestas acerca de lo
mal que anda el mundo (discursos con esa noticia se remontan a
lejanos faraones, escribas aztecas, místicos hindúes, monjes
japoneses y ermitaños medievales), las cosas nunca estuvieron muy
bien. Una variante vernácula debida a Discépolo, el
tango
Cambalache, destaca por su pesimismo parejo y sin fisuras: el
mundo es, fue y será una porquería. En estas tierras parece que
nunca hubo una Edad de Oro.
Los profetas y los
escritores suelen ser los más
amargos propagandistas del fin. Richard Millet, escritor y editor
francés, acaba de publicar Desencanto de la literatura, un
Apocalipsis literario. La palabra griega significa “revelación”,
pero estamos acostumbrados a creer que quiere decir “final”. Parece
bastante justo, porque no puede haber revelación sin que antes algo
termine para siempre. Millet se declara abrumado por el predominio
de la ignorancia, la estupidez y la frivolidad de la cultura
occidental actual. El estado en que está la
literatura,
especialmente la francesa, es para él un síntoma del desastre en el
que estamos inmersos. Le parece que se está produciendo un deterioro
que solo puede conducir al fin de la
literatura.
“Hemos entrado en la era
posliteraria”, dice. “Hemos llegado a una simple
horizontalidad, el modelo americano. América carece de verticalidad.
Es una especie de horizontalidad vertiginosa, y se puede ver qué es
lo que produce: una proliferación de mosaicos, de cuotas raciales,
la imposibilidad de pensar el mundo fuera de la utopía americana”.
Cerca del fin
Generalmente los anuncios del fin de los tiempos
están asociados a la denuncia de una pérdida de valores. Pero la
intención proselitista no necesariamente convierte el anuncio en una
falsedad. Es cierto que civilizaciones enteras han desaparecido, ha
habido genocidios, etnocidios, exterminios de toda clase, lo que ha
conducido frecuentemente a la desaparición de numerosas
manifestaciones artísticas y culturales. Por ejemplo, no es
disparatado decir que todas las artes murieron en Alemania hacia
1933, y de hecho buena parte de ellas no sobrevivieron hasta la
caída del muro de Berlín. Para muchos ciudadanos de aquellos tiempos
y lugares, sin embargo, el mundo era insuperable, y la arquitectura,
la pintura y las letras no podían estar mejor.
Millet adjudica a la horizontalidad norteamericana la
responsabilidad por el deterioro de la
cultura occidental. La
pérdida de verticalidad a la que se refiere Millet es la perversión
de la idea democrática:
“El problema es que ya no existe una jerarquía de
valores literarios, sino una especie de achatamiento general por el
cual se querría, a partir de una perversión de la idea de
democracia, que valiera todo”.
Sostiene que Europa vive un proceso de islamización,
que reniega culposamente de su cristiandad, y que se viene moviendo
(al menos desde la creación de la Comunidad Económica Europea, y su
culminación, la Unión Europea) hacia un desdibujamiento general de
las identidades nacionales, mediante el maquiavélico trámite de
declarar valiosa cualquier manifestación de usos y costumbres.
Serbia fue, dice, el único país que se levantó contra ese proceso.
Una asociación de ideas (habla de von Hoffmannsthal),
lo hace hablar de Peter Handke, de quien confirma su escasa
presencia física y mediática, salvo en los lugares que los “perros
guardianes” dictaminan equivocados (los funerales de Slovodan
Milosevic, por ejemplo), lo cual llevó a quitarle un premio alemán y
a bajar de cartel una obra suya en Francia. Se lo vilipendia en vez
de leerlo. La causa es que los
escritores ya no son “figuras”, salvo
(afirma) algunos viejos caminantes latinoamericanos y Solienitsin.
El resto de los escritores tienen una imagen fotográfica,
intercambiable.
Lo legible no es, hoy en día, más que una dimensión
de la visibilidad mediática que constituye una medida del tiempo
humano. Y así, por contraste, evoca a Blanchot, ya completamente
desvanecido, apenas cinco años después de su muerte, debido a que carece
de imagen fotográfica, de existencia mediática.
Acerca del énfasis en los anglicismos y la oralidad
de algunas estrellas francesas de las letras, dice que “muy pronto
será más eficaz escribir en inglés”. No es una simple fobia
lingüística sino una denuncia de la desaparición de toda forma de
ficción que no sea la
narración apta para ser convertida en una
película de Hollywood. “Sagan [Françoise], Gavalda y sus
variantes nothombescas son sub-literatura”, afirma.
"Estamos en un extraño invierno: el de la lengua"
Un escritor ya no es alguien que tiene ideas sino un
individuo que produce libros que se venden. Ya nadie busca a los
escritores para preguntarles qué piensan. Millet sostiene que sería
inútil: no hay escritores que tengan algo para decir. Cuando un
escritor dice algo, ya no se entiende. Para Millet, la obsesión de
los escritores exitosos franceses por “la oralidad sumerge
en la oscuridad a los monumentos lingüísticos”.
Un ejemplo citado por Millet es el del
escritor estadounidense Saul Bellow. Un colega de Bellow, Richard
Stern, propuso a la alcaldía de Chicago nombrar una calle en honor
al escritor del que la ciudad más debería enorgullecerse. La edila
Toni Preckwinkle comunicó la negativa del Consejo municipal porque
había sido informada acerca de que Bellow “hizo declaraciones racistas”.
Lo que dijo Bellow, en un reportaje del New York Times, fue: “¿Dónde
está el Proust de los papúes? ¿Dónde está el Tolstoi de los zulús?”. Trataba de decir que no se puede
comparar una cultura preliteraria con una
cultura letrada. Millet
dice que dos mil años de civilización han terminado en el fracaso de
la lectura. No se sorprende de que se pueda entender tan mal a
Bellow. Eso indica, entre otras cosas, que no se lo lee ni se lo ha
leído, y que cuando el medio letrado por excelencia de la actualidad
(el diario) deja escapar alguna de sus frases, la
ilegibilidad se
adueña del proceso.
Millet dice que Francia no es una
sociedad multicultural ni mestiza, como la nueva horizontalidad
insiste en afirmar. Dice que la cultura es aristocrática, blanca y
europea. Se lamenta de la desaparición de los grandes hermeneutas
del Siglo XX (Derrida,
Deleuze, Blanchot, Barthes,
Lyotard, Debord,
Lacan, Ricoeur, Baudrillard). Y que todos esos desaparecidos sean
franceses no es casual, ya que Millet denuncia la desaparición de
Francia y su lengua (es decir, Francia a secas), erradicada por el
progreso de la ignorancia.
Millet es un escritor muy prolífico
(casi treinta libros publicados en poco más de veinte años), y
además es editor y lector de la editorial Gallimard. Solo uno de sus
libros fue publicado en español, en Perú (El gusto por las mujeres
feas, 2004).
Desencanto de la literatura mereció
algunos de los ataques más furibundos de la crítica francesa. Millet
fue acusado de racista y de enemigo de la democracia. Según su colega
Phillipe Sollers (trabajan juntos en Gallimard) el ataque a su libro
intenta evitar (con éxito) el debate. Fusilar a quien pide la
palabra para cuestionar el estado de las cosas no parece ser un
medio eficaz para promover la
cultura y el entendimiento.
Las
voces que disienten con el pensamiento dominante, aunque uno no esté
de acuerdo con lo que dicen, deberían ser siempre bienvenidas.
Richard MIllet
Désenchantement de la littérature
Paris, Éditions Gallimard, 2007.
* Publicado originalmente
en El País Cultural, suplemento del diario El país.
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