Hace unos
días me llegó un correo electrónico, una cadena. La
firmaba una señora tan inteligente como indignada, una profesora. La
carta de la profesora era simpática y bien escrita —algunos tenemos aun
simpatía por los profesores, pese a la insistente prédica en contrario
tanto de la izquierda como de la derecha como del centro. La profesora
combate en su carta a los que modifican los participios activos y les
alteran el género. A los que dicen “presidenta” queriendo hacer valer la
corrección política por encima de la gramática y la costumbre.
A mí no me convence la lógica
de la profesora, pero sí la fiereza de su humor. En todo caso, en
términos de teoría contemporánea del
lenguaje,
no tiene razón. La profesora apela a la gramática como si ésta
tuviese un sustento lógico y duro, para convencernos de que hay que
hablar de determinada manera. Pero hace mucho se sabe que el
lenguaje
no es lógico, ni hay lógica alguna subyacente a la gramática. La lógica
viene después del lenguaje y después incluso de la gramática, aunque
claro, parece al revés. La mayor parte de la gente, y apuesto que el
99% de las profesoras y profesores, está no
obstante convencida de lo contrario. Lo que
dice la profesora no tiene, pues, legitimidad lingüística o
"científica”, porque la única regla del lenguaje es que nadie lo puede
cambiar a gusto, pero todo el mundo es libre de cambiarlo a gusto… En
palabras menos —aparentemente—
contradictorias, la única regla es que uno puede
hablar del modo que se le antoje siempre que haya otro dispuesto
a entenderlo o al menos escucharlo sin quejarse.
La profesora dice como al
pasar algo en su carta, sin embargo, que es para mí
más valioso que la lógica gramatical en la que ella parece creer. Dice:
“aprendí a hablar y a escribir con corrección. Aprendí a amar nuestra
lengua, nuestra historia y nuestra cultura”.
Nadie le puede demostrar a la profesora, ni siquiera un relativista
retóricamente hábil, que la noción y el hábito de la corrección que ella
encarna, su “lengua, su historia y su cultura”
sean
menos valiosas que otras. Tampoco al revés. Pero en todo el asunto hay
un tercer factor, que tiene que ver con el encanto y el respeto que
trasunta aquel que se planta en lo que siente propio y trata de
defenderlo. El asunto es trágico. No tiene solución, y si se lo atacase
solo
lógicamente, dirigiría sensiblemente al aburrimiento y
al
síncope existencial.
Dejemos pues la frialdad lógica por un momento. De un lado, hay una
profesora, convencida de que hay formas correctas de hablar y otras
incorrectas.
Del otro lado, mientras tanto, está todo el resto de la gente (incluida
claro la profesora) que altera el lenguaje constantemente. Dado que
todos lo hacemos inevitablemente, pensemos pues (he aquí la clave)
cuáles pueden ser las razones para cambiarlo. O uno lo cambia porque
quiere, o porque se equivoca, o porque prueba, o porque cree que es
más correcto hacerlo.
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Y aquí está todo el problema. Quienes dicen “presidenta” porque
piensan que si los hombres pueden tener sus participios, por qué no
las mujeres, están operando de acuerdo a una lógica de corrección que es
igualmente inane que la de la profesora, pero más consciente,
más sibilina. Confunden los derechos de la mujer
—que hay que vivirlos—
con las sílabas. Que intenten un lenguaje más consciente, un lenguaje
netamente político, lo hace más feo. Prefiero toda la vida a
alguien que identifica su ser con su palabra, que a otro que lo calcula
—que cree que puede calcular su ser en sus palabras.
Finalmente la profesora, a igual falta de razón, es más respetable.
Desconfío de quienes creen que el lenguaje se puede calcular, manipular,
y no los respeto demasiado, porque noto que no se respetan a sí mismos
lo suficiente.
Quizá la profesora después de todo tenga
derecho, aunque no sea un derecho “lógico”. Hay derechos que no son
lógicos y respetos que son evidentes, aunque no lógicamente respetables.
El problema, siempre, es la excesiva confianza en la lógica, pues uno
debe ganarse su derecho a ser gente primero, para ganarse su derecho a
ejercer la lógica a continuación.
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