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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



RODÓ, JOSÉ ENRIQUE - POLÍTICA -  CRÍTICA - LENGUAJE -  PALABRA - ARIEL - VERDAD - EDUCACIÓN -
 

Apuntes sobre Rodó. Creerle a la política. Creer en la política (II)*

Sandino Núñez
 

La política (la civilización) puede ser criticada una y mil veces, pero no puede ser abolida, ya que la crítica solamente es posible con y desde su lenguaje. No hay nada como valores o bienes excepto como ficciones malintencionadas o como ilusiones en el espíritu del que me domina. Es verdad. Sin embargo, necesito algo-como-valores para que la crítica de los valores (de tales o cuales valores) sea deseable y posible.

Creer
 

Vamos por partes. Más atrás planteé una pregunta que considero clave para cualquier lector contemporáneo de Rodó: ¿cómo leer a Rodó hoy si ya no conservamos casi nada de aquella fe naïf para ser persuadidos por lo que lo entusiasmaba a él? ¿cómo leer sin fastidio su monumentalización retórica de las instituciones clásicas si no tenemos ya una relación ingenua con las instituciones clásicas? ¿cómo leer hoy a Rodó, en suma, si ya no nos asiste la gracia de creer (en la política, en la educación, en las ideas, en la estética)? ¿Cómo creer, finalmente, en la política, si estoy ya en el nivel de quien entiende la política? El discurso de Rodó parece mostrar que el problema resulta ser un pliegue paradójico de sí mismo, pues ¿Cómo entender la política si antes no creo en ella? ¿Cómo criticar a ciertas prácticas sociales si antes no estoy socializado, interpelado, atento al llamado de la sociedad y de la política?

Creer y asentir, dice Marco Tulio Cicerón, es anterior a entender. Es la bejalung freudiana, el Sí primordial: cualquier operación conceptual de juicio o crítica se instala forzosamente sobre ese y sobre esa creencia original, aunque la operación en cuestión suponga o se oriente precisamente hacia la negación (verneinung) de esa creencia (y porque se orienta a la  negación). Acá hay dos creencias que operan a niveles diferentes. Pensemos en la diferencia lacaniana entre “creerle a” y “creer en”. “Creer en” supone ya la posición de trascendencia del sujeto de la creencia con relación a lo que cree. Creer en Dios, digamos, es, llegado el momento, “creer en la necesidad de la idea de” Dios, pero también es creer en la necesidad de creer (en Dios, para el caso). “Creerle a”, en cambio, se sitúa a nivel de una conexión ingenua e inmediata con aquello en lo que se cree: sustancializar aquello en lo que se cree, creer en la mera existencia de Dios. Se parece más a una certeza, en tanto el objeto de creencia todavía no ha sido negado. Es la obediencia de Abraham a la demanda de Yahvé.

Digámoslo así: si “le creemos”, o si discutimos con aquellos que “le creen”, la exaltación de la política y de los valores que hace Rodó puede ser desarticulada sin problemas como mera retórica (¿quién se atrevería a discutir hoy, con cierta seriedad, nociones o giros como “la parte noble y alada del espíritu”, “el ideal” o “el alma joven” con las que Rodó exhortaba casi militarmente a los jóvenes a creer?). Pero si “creemos en ella”, entonces es que hemos logrado descentrarnos de su prédica (la fascinación de su voz) para entender su operación (la racionalidad de su lenguaje): creemos, en realidad, en la necesidad de un espacio discursivo de ese orden, y también creemos en la necesidad de creer. La política (la civilización) puede ser criticada una y mil veces, pero no puede ser abolida, ya que la crítica solamente es posible con y desde su lenguaje. No hay nada como valores o bienes excepto como ficciones malintencionadas o como ilusiones en el espíritu del que me domina. Es verdad. Sin embargo, necesito algo-como-valores para que la crítica de los valores (de tales o cuales valores) sea deseable y posible. Algo como cierta naturalización de la política parece necesaria para su funcionamiento como juicio, concepto o crítica. Parece necesario entender que hay algo catastrófico en esa negación de la política que la evapora en bloque como un error, como mera forma histórico-ideológica, como manifestación jurídica de la dominación burguesa, como proyección del espíritu de la clase explotadora y dominante. La política es siempre algo-más: es constitutiva de lo social mismo, y se arma a partir de algo como un nudo resistente a la historización que es, paradójicamente, la posibilidad misma de historizar, de tener o de asignar sentido, organización diegética de la experiencia: de tener lenguaje, en suma. En otras palabras: la política es, ciertamente, una forma histórica tributaria de la historia de los modos de producción; pero, antes que nada, es el único lugar en el cual pensar el modo de producción, tener un lenguaje sobre el modo de producción. El enunciado mismo “la política es una forma tributaria del modo de producción” no sería posible sin el lenguaje de la política. La política sería menos lo que nos aliena, o lo que legitima la explotación, el poder o el abuso, que la ley o el lenguaje que nos permite pensar en términos de explotación, abuso o poder. O mejor: es lo que nos aliena y lo que nos da conciencia de alienación; nos sujeta y nos subjetiva. Es lo que me aliena o me domina, pero es también lo que me permite pensar la alienación o la dominación, desde un punto paradojal, hecho de alienación, pero necesariamente ya liberado o no alienado. La política es precisamente ese punto aberrante en el que lo singular concreto de un contenido toca lo universal de una tecnología (organización, lenguaje, logos, ratio), o mejor, en el que lo universal solamente puede ser enunciado, dicho o sostenido por un singular concreto. Y creer-en ella quiere decir que entendemos que estamos condenados a usar su lenguaje para liberarnos de su opresión. Es el tema de la Ley o del Nombre del Padre.

Entonces, contra los esquematismos de la paleoizquierda en su vulgata marxista o anarquista, que haría de la política una ideología en el sentido de una mistificación reaccionaria y alienante, Rodó habita ese lugar y ese tiempo, antiguos y extraños, en los que la política debe ser fundada, aceptada y creída. Su solemne entusiasmo romántico tardío para tratar a los valores griegos de la política podría funcionar, para nosotros, como un impensado rescate argumentativo. Su discurso estaría ahí menos para exaltar, arengar y soplar entusiasmo sobre los corazones jóvenes, que para hacer creer en la política, para hacernos creer en la necesidad de la razón política, la necesidad de un lenguaje capaz de resistir al furioso antihumanismo de los intercambios. Ése es, precisamente, el asunto de Ariel, por otra parte, un asunto extrañamente vigente hoy. Su sermón es educativo.[12] Aunque para este propósito educativo (hacer-creer-en) deba, hasta cierto punto, arengar.

“(...) voz magistral, que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu, bien la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe incisivo del cincel en el mármol, bien el toque impregnante del pincel en el lienzo o de la onda en la arena (...)”.

“Quisiera para mi palabra la más suave y persuasiva unción que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación (...)” [13]
 

Es evidente que los límites entre la exaltación y la persuasión no son claros. También está claro que son convencionales. Los efectos, las figuras, la música, los giros enfáticos, son quizás parte de la delicada tarea de convencer al otro. Y esta obviedad permite postular siempre la absorción de cualquier práctica discursiva por la matriz retórica, como hacen Gorgias o Protágoras, digamos.[14]

Para mí, en cambio, es necesario mantener no sólo una distinción entre entusiasmar y persuadir, sino, más bien, una distinción ontológica entre convencer-persuadir y educar, entre convencer-de y hacer-creer-en. Educar, es claro, no es persuadir o convencer a alguien de algo: educar supone precisamente algo como un punto de duda o de creencia por donde fugan o caen, justamente, la convicción y la persuasión (la certeza, el creerle-a).

Esta característica alcanza su gran momento dramático en la exhortación de Rodó:

“Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros mismos”. (Ariel)
 

El sermón laico toca así, sin darse cuenta tal vez, el pliegue mismo del acto educativo, al interpelar a su otro (los jóvenes, para el caso) en un punto paradojal. La clave socrática del acto educativo (subjetivante) consiste en lograr ese punto en el que el maestro funciona, para el otro, no como quien transfiere saber o contenidos, sino como coadyuvante de un proceso de parto:[15] la verdad es menos lo que trae el maestro que aquello que siempre estuvo adormecido en el interior del discípulo y que ahora salta en el milagro paradojal del reconocimiento (¡ah, claro, sí: era eso!).[16] La clave cartesiana del acto educativo está en la inevitable separación entre esa “fuerza que llevo dentro de mí” y que el maestro me enseña a descubrir, y mi propia conciencia de esa fuerza, ya que, inevitablemente, si yo descubro esa fuerza es porque soy algo distinto a esa fuerza —soy también una negación de esa fuerza, una reflexión sobre esa fuerza, una conciencia de esa fuerza. La tensión misma entre la conciencia y la fuerza es lo que no debe morir, y a robustecer esa relación lúcida entre un yo-fuerza y un yo-conciencia está orientada la advertencia que le sigue:

“No creáis, sin embargo, que ella [la fuerza] esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un impulso sin objeto”.
 

Ambas claves (la socrática y la cartesiana) se anudan en un solo acto —por así decirlo— freudiano: la verdad (la fuerza) que debía yo descubrir en mi interior era, finalmente, mi propia conciencia de esa verdad (o de esa fuerza). Por tanto, ya no importa que esa verdad o esa fuerza existan, en el sentido ingenuo de la palabra. Existe la creencia, como conciencia de la creencia (ya no soy solamente mi creencia). Así, la máquina educativa funciona ya en una especie de metanivel. (La expresión “impulso sin objeto”, por otra parte, como esa torpe forma calórica en lo que se desvanece o se “quema” la fuerza, es bastante sorprendente: caída en la pulsión, apetito o hambre allí donde debería haber aparecido el deseo).

Es claro que la operación de hacer-creer-en la política, operación educativa que he decidido separar de la simple retórica como aparato persuasivo, es, antes que nada, bastante ingrata. Es muy difícil que el discurso de esa operación pueda ser algo distinto, curiosamente, de una simple exacerbación retórica de la política que adopta un aire virtuoso y aristocrático: es un discurso casi condenado, se diría, a postular de un modo inocente la noble pureza de sus valores, su trascendencia, su forma irritante de estar por fuera de la materialidad vulgar de los utilitarismos, incontaminada, bella, altísima. En otras palabras, este discurso inaugural se condena a aparecer siempre como un discurso conservador y reaccionario en un formato naïf y con una retórica exaltada, para quienes pertenecemos a generaciones posteriores ya políticas, ya educadas en el horizonte de la política, que ya han aceptado y negado a la política. Ya llegará el momento de “superar” las prácticas y los rituales intelectuales y políticos de Rodó. Podremos sentirnos por fuera de su fe en la encendida oratoria republicana de Simon, Renan, Guyau y los “predicadores laicos”. Seremos ligeramente ajenos al concepto romántico aristocrático del intelectual-escritor-poeta como la gran reserva de autoridad espiritual, moral y estética que guía y orienta a la sociedad. Pero primero debemos creer-en eso. Debemos creer en el papel mesiánico del intelectual, pongamos por caso, y discutirlo desde ese lugar, y no como quien le ha creído-a e intenta enmendar la ingenuidad de haberle creído con otra todavía más grande: dejar de creerle.[17] Es la gran diferencia entre la crítica, su lucidez interpretativa, y todo un continente de registros que van desde la mera expresión de la decepción hasta la refutación argumentativa.

Traducir

La máquina educativa subjetivante, la necesidad de esta máquina, dibuja, precisamente, el problema de la universalidad organizativa del lenguaje contra el color local de las voces parciales. La sensibilidad territorial de la nueva izquierda culturalista suele negar empecinadamente la universalidad porque lesiona cierto principio de equidad democrática, esa forma de diálogo entre iguales que debería observar cualquier intercambio social. La neoizquierda tiende automáticamente a disolver toda la riqueza conceptual del punto de universalidad confundiéndolo con algo como la voz del Amo, el gesto hispostático del poder de hablar en nombre del otro y de hacer aparecer su propia voz como Verdad sin historia. Una voz que traduce a las demás o que habla en nombre de las demás. Así, para esta nueva sensibilidad de la izquierda, Rodó ya no encarna a aquel que amoneda, legitima o justifica con literatura un modelo reaccionario de sociedad, sino a aquel que compone la retórica doctoral del Amo, el punto infame del poder —un punto que suele ser ingenuo, excesivo, ridículo (lo ubuesco que menciona Foucault), como la propia retórica de Ariel.

Esta nueva evaluación va a resultar devastadora no para Rodó, sino para lo que él quiere encarnar: la política y el concepto educativo republicano de política (civilización). Mientras la izquierda tradicional mantenía con las voces dominantes de la política una actitud crítica, deconstruyendo su enfoque, su visión o sus metáforas en la consagración de su lenguaje o de su Ley (el creer-en que mencionamos), la neoizquierda estropea precisamente la posibilidad misma de lenguaje, al confundirlo simple y plenamente con la Palabra en tanto voz del Amo. Destituye cualquier filosofía de la universalidad y arruina al mismo tiempo cualquier operación educativa —se entiende que política, sujeto, conciencia, universalidad, etc., están directamente vinculadas al formato educativo-transferencial, y que la modernidad ha bautizado esta operación educativa a gran escala con el nombre de civilización. Ahora cualquier operación educativa es sospechosa: es una forma subrepticia de poder, encubre un ademán totalitario. No hay un Dios político que separe las voces de la calle o la doxa del pueblo, del saber y la verdad del hombre céntrico ilustrado (ambos tienen alma), sino como una mera variante soft del Dios despótico-militar que separa los gruñidos de la naturaleza (lo que no tiene alma) del lenguaje articulado de los ángeles (almas puras).

Supongamos un equipo de intelectuales universitarios del centro (se mueven con relativa comodidad en la sociología, la antropología, la política, el psicoanálisis) que hace un trabajo de investigación sobre alguna subcultura. Digamos, la ceremonia de ofrendas a la diosa Iemanja la noche del 2 de febrero en las playas de Montevideo. El informe habla de las culturas ritualizadas, del potlach o del gift, de lo femenino, del mar y el amnios, de la música y el trance, del erotismo y el cuerpo, del sincretismo, el kitsch y las raíces afrobrasileñas, en fin. Es claro que el discurso del investigador funciona aproblemáticamente como un traductor del del otro; es decir, opera como una matriz neutra (sin sujeto, sin sociedad, sin historia) que permite resimbolizar el discurso del otro, a condición de que su propia enunciación sea una especie de zona ciega. El discurso del investigador no ve su propio lugar, no ve el juego de su propio imaginario, por así decirlo, no ve su “mundo de la vida”, las condiciones de posibilidad de su enunciación. Hablamos de sectores sociales provistos de estabilidad, con ciertas comodidades, capaces de educación curricular y formación terciaria, que participan de las líneas estatales de organización de los saberes, que creen y comparten el juego de metáforas básicas que traman su propio discurso (como la idea de verdad, o la madurez de su discurso con relación al del otro, cierta neutralidad, o más específicamente, la universalidad de temas como lo femenino, el familiarismo, la sexualidad), en fin. En ese sentido es perfectamente lícito plantearse el tema de lo abusivo de la interpretación, el autoritarismo del discurso céntrico que hace prevalecer su propio imaginario como traductor del del otro. ¿Por qué? ¿Quién dijo que el discurso céntrico universitario es mejor, más apto o más apropiado que el periférico umbandista, religioso, animista, etc.? Pero la verdad de la operación de interpretación-traducción no está en el imaginario autoritario del que traduce sino en su teoricidad, en el hecho de que es capaz de una teoría o una ficción teórico-explicativa sobre sí mismo y de una teoría proyectiva sobre su otro (ambas son la misma, por otra parte). Es la voluntad de teoría, la teoricidad y no tal o cual teoría, lo que pone a un discurso en condiciones de lenguaje.[18]

Y la educación es ese formato en el cual el otro me interesa como un avatar proyectivo de mi propio lenguaje. Si el grupo de umbandistas decidiera hacer un trabajo acerca de la subcultura universitaria humanística de Montevideo, ellos serían, por definición, el Centro o la Ciudad Letrada o el Yo o el criterio de universalidad, ya que el Centro está definido no por su posición ni por su imaginario sino por la estructura inclusiva (educativa) de su lenguaje. Pero el pliegue está precisamente en que sólo ciertas condiciones singulares de vida social le dan al discurso la posibilidad de tener una estructura inclusiva y autorreflexiva; sólo ciertos sectores o ciertas clases sociales han estado históricamente ligados a la voluntad-posibilidad de política, a la voluntad-posibilidad de interpretar-educar, al deseo del otro. El acto educativo nunca transcurre entre iguales; no presupone la igualdad de los intervinientes sino su semejanza: la asimetría es vital para que la máquina pueda funcionar, para que se pueda crear eso que Vigotsky llamaba zona de desarrollo próximo, y que el psicoanálisis llama transferencia. La asimetría presupone el punto de universalidad: uno de los intervinientes debe-funcionar-como docente o maestro, debe ocupar el lugar de la episteme, debe ser sujeto-supuesto-saber. Ese polo entonces será o encarnará al Tercero Excluido de la ecuación: el punto impropio de lo universal. 

Digamos entonces que universalidad es ese punto conjetural, imposible-necesario (la expresión es de Ernesto Laclau), en el que una voz singular parcial (la voz de tal o cual sector, grupo o clase) toca algo del lenguaje (la Ley, la racionalidad misma del habla, su autoconciencia). O mejor quizás, es ese momento en el que el lenguaje (logos) aparece, pero sólo a condición de estar emplazado, encarnado en tal o cual voz singular histórica concreta. O todavía mejor: es precisamente esa voz singular que por alguna razón ha tenido la necesidad de separar voz y lenguaje, de escindirse de sí misma, de pensarse como el emplazamiento (o caída en materia) de algo trascendental o universal. La universalidad no se opone a la historia, pero no es solamente “histórica” (es posible pensar el punto preciso en el que aparecen en el occidente moderno la tecnología de la educación asociada a la conciencia y a la subjetividad), sino que es, sobre todo, lo que me permite pensar o decir la historia —la historicidad misma. La dinámica de las voces o de las energías sociales no es, o no debería ser, algo meramente territorial: no debería sacrificarse a un modelo foucaultiano simple de estrategia, conquista, lucha, contrapoderes —o a uno bajtiniano de réplicas, parodias, inversiones, performances. Con estos modelos es que opera, a grandes rasgos, la neoizquierda.

He observado en otro lado [19] que sería útil un itinerario crítico que procediera al revés de la genealogía de Foucault y nos llevara desde las estructuras sociales e históricas del poder a las cuestiones formales de las posibilidades del conocimiento y la verdad. O mejor: que nos deje entramar el problema de la historia del poder y la metafísica de la verdad de modo de advertir que el poder no se liga a la verdad en la historia a no ser en algo que he denominado línea de no contingencia.[20] No solamente ocurre que la verdad es dicha desde un lugar de poder sino que hay un poder nuevo que solamente puede ejercerse desde la verdad. Es totalmente insuficiente relativizar o anular la cuestión de la verdad (la teoría, el juicio, la interpretación), desdibujando la Verdad en la multiplicidad de todas las pequeñas verdades locales. El asunto, más complejamente, no es saber quién inventa tal o cual verdad, sino quién (qué sujeto social, qué clase) inventa el procedimiento-verdad, la tecnología-verdad, quién tiene capacidad de teoría y de concepto, quién produce verdad y cómo establece el problema del sentido o de la legitimidad de la verdad, quién cumple o respeta las condiciones de posibilidad del juicio interpretativo, en fin. El problema no es diluir el contenido de la Verdad en la democracia de los discursos y las voces, sino ubicar a la verdad como forma dominante (y no solamente como la ideología del sujeto dominante en el sentido de titular de tal o cual poder), es decir determinar por qué, cómo y hasta qué punto algo como “verdad”, “juzgar” o “tener una teoría” comienza a tener sentido y a regular la producción social de discursos.

En suma, esta antigenealogía vendría a invertir la máxima de la reina en Alicia: “el asunto no es saber quién tiene razón sino saber quién es el jefe” —el asunto, acá, es más bien saber quién es el jefe porque tiene razón, porque se liga a la producción de lo razonable, lo verdadero, etc.. Y quizás desde esta antigenealogía es que se puede recuperar cierto perfil olvidado de Rodó: su deseo del otro, su voluntad de hablar en nombre del otro.
 

(sigue)


Notas:

 

[12] Rodó sigue, inevitablemente, una línea de pensamiento no pragmática, confiando quizás en ese corte que la rara variante de pragmatismo de José Pedro Varela había instalado como eje de la construcción de una nación civil: la educación del pueblo. El otro de Rodó será ya menos el pueblo que las juventudes llamadas a ser clases políticas en América.

[13] José Enrique Rodó. Ariel, en Obras completas (introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal). Ed. Aguilar, Madrid, 1967. Todos los fragmentos citados son de esa obra. Los destacados son míos (SN).

[14] Y en eso consiste el proyecto de lectura retórica de Rodó que hace Diego Alonso que veremos un poco mejor más adelante. Alonso, D. José Enrique Rodó: una retórica para la democracia. Trilce, Montevideo, 2009.

[15] Se entiende que no dije que “el maestro es un partero”, sino que “funciona como un partero”, es decir, en cierto modo: el problema no qué es, sino qué es necesario que sea.

[16] Este es el tema de reconocimiento-desconocimiento ideológico en Althusser.

[17] De esa mecánica está hecha en parte el discurso inmanentista del posestructuralismo, como la producción deseante de Deleuze-Guattari, la arqueología y la microfísica del poder de Foucault. Decepcionado con el carácter trascendente ahistórico de la Verdad filosófica, se lanza a una especie de abolición nietzscheana de esa Verdad.

[18] Aún en caso de vernos obligados a separar artificialmente la tecnología o el acto interpretativo del contenido de la interpretación, habría que decir quizás que la razonabilidad del contenido no es separable del carácter abusivo del acto. Pero este abusivo no amonesta a lo razonable, es decir, no destituye a la razonabilidad como criterio, ya que la razonabilidad se relaciona con la estructura simbólica de aquel que tiene la voluntad de interpretar, indisociable de la de educar.

[19] Ver Núñez, S. Lo sublime y lo obsceno, Libros del Zorzal, Bs.As., 2005.
 

[20] La línea de no contingencia es la articulación de una práctica social con los conceptos o las teorías que lo tematizan y le dan una cierta “forma objetiva”. El “sujeto”, pongamos por caso, no es algo-que-está-ahí, una entidad colocada en el orden del mundo o de la realidad, sino que es la forma necesariamente ficcional-simbólica que adoptan ciertas prácticas histórico-sociales (educación, derecho, política, prácticas introspectivo-reflexivas de la escritura, etc.). Una cultura no habla nunca de cosas que están en el mundo sino de cosas que ella misma hace. La articulación misma entre una práctica social y su forma teórico-ficcional es la línea de no contingencia: es histórica, pero no arbitraria. Ver Núñez, S. Disneywar, Lapzus, Montevideo, 2006, y Cosas Profanas, Trilce, Montevideo, 2009.


 




* Estos textos forman parte del libro
La vieja hembra engañadora, publicado por editorial Hum en noviembre de 2012.

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