“Es ciertamente una loca
vanidad querer cambiar las verdaderas fatigas del proletariado por
las ilusorias languideces de los burgueses. ¿Pero si la más penosa
de esas fatigas fuera justamente que ellas no dejan tiempo para esas
languideces, si el dolor más verdadero consistiera en no poder gozar
de los falsos?”
I) El dios que nos formó puso oro en la composición
de quienes debían mandar, plata en la de los soldados, y mezcló
bronce y hierro en la de los campesinos y artesanos. Como cada ser
pertenece al linaje que lo engendra, el oro dará oro y el bronce
dará bronce. Sin embargo, podría suceder que un vástago de plata
naciera del oro, o bien que la plata diera oro, o cualquier otra
combinación similar. Por esta razón, ese dios hacendoso exhortó a
los magistrados a que vigilaran a los niños y se fijaran en el metal
que compone sus almas y, si llegado el caso, el alma de un hijo de
magistrado tuviera alguna mezcla de bronce o de hierro, el dios
indicó que no se tuviera piedad con este niño, sino que se le
rindiera justicia a su naturaleza y se lo relegara entre los
artesanos y campesinos. Para el caso de que estos últimos
engendraran niños que dejaran ver el oro o la plata de su alma, el
dios ordenó que se les reconociera ese valor y fueran elevados al
rango de soldados y guardias.
Esta fábula aparece en
la República (Libro III),
en boca de Sócrates, quien luego de contarla pregunta de qué manera
esta invención podría llegar a ser creída. Difícilmente la fábula
podría ser creída por esta generación, pero se podría hacer que la
creyeran sus hijos, sus descendientes y los hombres del futuro,
responde Glauco
—su interlocutor— al filósofo.
El relato fabuloso permite a Sócrates referir un
modelo de Estado rigurosamente caracterizado por su tripartición
estricta, es decir, por el respeto absoluto de los lugares que la
naturaleza (oro, plata, hierro) atribuyó a sus miembros. Es más,
según este modelo, la unidad y la indivisibilidad del
Estado
—entiéndase su poderío— resultan garantizadas por la dedicación
exclusiva de cada uno de los individuos al empleo único que le es
propio, y es tarea de los gobernantes velar para que esto se cumpla:
“todos y cada uno de los ciudadanos deben dedicarse a una tarea
igualmente única, la tarea a la que la naturaleza de cada uno lo
predestina de modo que cada uno, cumpliendo con una tarea única
—la
que le es propia— no corra el riesgo de convertirse en varios
hombres, sino que sea uno, y que de igual modo el
Estado, en su
conjunto, se desarrolle como un ser único, y no como varios.” (Libro IV, 423-424)
(De paso y a modo de digresión: de esta postura
podría entenderse que el reconocimiento de las “diversidades”,
“pluralidades” y “multiculturalismos” no constituye una amenaza para
el Estado, puesto que justamente estas naturalezas/identidades
se basan en que cada uno ocupe un lugar y se mantenga en él,
comportándose como se espera que se comporte quien ocupe ese lugar,
sea el lugar del “afrouruguayo”, del “gay”, del “charrúa”, del “nini”,
del “plancha”, del “intelectual”, del “guaraní”, del “pichi”, del “cheto”,
etc.. La abundancia y variedad de puestos no subvierte el orden,
sino que lo garantiza, en la medida en que cada uno queda atado a su
lugar, sin salirse del libreto. En todo caso, de grupo a grupo
pueden esperarse litigios, sustentados justamente en sus
incompatibles “naturalezas” o, si se dice según su ayer antónimo y
hoy sinónimo, en sus incompatibles “culturas”.)
En la República en más de una oportunidad se
reitera la idea de que cada individuo debe ejercer un único empleo
en la sociedad, ese empleo al que su nacimiento
—su naturaleza— lo
destina. Inclusive, ese orden puede ser visto como una imagen de la
justicia: “Era, lo veo ahora, una imagen de la justicia: encontrar
correcto que el zapatero por naturaleza haga zapatos y no se ocupe
de nada más, que el carpintero haga sillas y así unos y otros.” (Libro IV-443)
En ese universo discursivo, es un
lugar común afirmar
que la diferencia decisiva entre las tres naturalezas posibles
—magistrado, soldado, artesano— no radica en las riquezas materiales
inherentes, aunque Sócrates observa la inconveniencia de que el oro
del alma de los magistrados se junte con el oro material y concreto,
cuya posesión y acumulación quedan reservadas a la rutina austera de
artesanos y campesinos. Por el contrario, la diferencia decisiva sí
radica en la posesión de un bien intangible y finito:
tiempo.
En efecto, el tiempo del zapatero está destinado a la
producción de zapatos, depositado e inmovilizado en su actividad que
es solo rutina productiva; en cambio, el tiempo del gobernante se
emplea en el ejercicio de la epimeleia heauton, por decirlo
con la expresión que
Michel Foucault traduce en francés como “le souci de soi”: el cuidado de sí mismo. Gracias a un conjunto de
técnicas que operan sobre su alma y su cuerpo, el ciudadano se
transforma y alcanza fuerza y sabiduría, de las que sacarán provecho
él mismo y sus conciudadanos. Disponer de “scholé”, palabra de la
cual derivará la actual palabra “escuela”, significa no estar
destinado a la producción de objetos materiales, estar disponible
para la edificación propia, para el cultivo de sí mismo, obligación
y privilegio del buen gobernante.
Dicho de otro modo, dedicarse al ejercicio de la
mente y del cuerpo, buscando alcanzar perfección y felicidad, es el
destino de quienes están llamados a gobernar; en cambio, los
artesanos y los campesinos no cuentan con tiempo libre puesto que su
tiempo está empeñado en la producción y el descanso: la
despreocupación por el tiempo permite el cuidado de sí mismo,
indispensable para el cuidado de los otros, para la
política. De
manera complementaria, la preocupación por el tiempo
—la obligación
de contarlo repartiéndolo entre producción y descanso— anula la
posibilidad de la preocupación de sí mismo y de la polis.
II) Cuenta Jacques Rancière
que, en los años que siguieron a 1968, comenzó a preguntarse en
dónde había radicado el malentendido
—el desencuentro—
entre la
ciencia marxista y el movimiento estudiantil-obrero: había habido un
movimiento de masa y lo que, en principio, debería haber sido su
teoría, se había cortado de ese movimiento. Era necesario hacer el
balance del 68 y de lo que había venido después; en particular, el
balance de la manera en que los grupúsculos volvían a seguir las ya
recurridas lógicas de quienes saben por dónde va el movimiento y por
dónde pasa la historia y que además saben por qué las personas se
equivocan, y por consiguiente se proponen esclarecer a los
equivocados sobre sus equivocaciones. Lógicas de vanguardia.
Rancière consideró entonces que, si Marx había
empezado a escribir alrededor de 1840, valía la pena adentrarse en
los archivos obreros de esa época, en los folletos, librillos,
correspondencia privada, poemarios y revistas en que debía estar
plasmado “el pensamiento obrero”, para así medir cómo y cuánto el
marxismo se había alejado de éste. Rancière fue entonces en búsqueda
del pensamiento verdaderamente obrero, de su historia, de sus
transformaciones y de sus deformaciones en el seno de la teoría y de
la práctica marxistas. Buscaba entonces algo que verdaderamente
fuera “una emanación de la clase, de las prácticas en los talleres,
de las culturas populares”. Sin embargo, encontró que justamente tal
cosa no existía. En efecto. En lugar de encontrar un pensamiento que
surgiera de un terruño, de una condición social, de un modo de vida,
lo que Rancière descubrió leyendo los archivos obreros del siglo XIX
fue una voluntad de ruptura. Encontró el poder de la ruptura: la
construcción de la emancipación obrera como ruptura con una
identidad.
De esta lectura da cuenta su libro La noche de los
proletarios, obra que registra “la red de relaciones y de
razones en cuyo seno cierto número de individuos obreros del siglo XIX habían buscado salir de su condición, habían pensado esa
salida”. Notablemente, a esa salida no se accedía simplemente
gracias a una teoría que fuera a liberarlos, sino construyendo
“modos de vida, de percepción y de pensamiento que ya eran una
ruptura con respecto a una identidad obrera impuesta”. Y, el propio título “La noche de los proletarios” da
cuenta de la ruptura con un modo de vida y una percepción del tiempo
que destina a los obreros al trabajo diurno y al descanso nocturno.
Los archivos obreros leídos por Rancière revelan cómo los
trabajadores que estaban destinados al descanso nocturno reparador
de las fuerzas diurnas gastadas, rompen ese círculo, sacándole horas
al sueño y dedicándolas a las actividades usualmente realizadas por
quienes no estaban destinados a la producción: escribir poesía
amorosa, sufrir
— como sufrían los poetas románticos— por el dolor de
haber nacido, dolerse por el tedio vital, por no tener lugar en la
sociedad (“llegué demasiado tarde a un mundo demasiado viejo”,
decía el poeta Alfred de Musset).
Justamente, los destinados a no tener tiempo, los
destinados a la ocupación continua, sacaban horas al sueño para
vivir la vida
—con las palabras y sus cargas de afectos— de quienes
estaban destinados a paladear el sufrimiento del tiempo que poseían.
En ese sentido, dice Rancière, no hubo mucha diferencia entre los
obreros de 1830 y los estudiantes de 1968. Luego de la revolución de
1830, se plasmó la idea de que nada volvería a ser como antes, así
como se instaló el deseo de cambiar la vida construyéndose otro
cuerpo y otro pensamiento.
“Esos obreros que, en los años 1830, creaban periódicos,
asociaciones, escribían poemas, se unían a los grupos utopistas,
reivindicaban sin cortapisas su condición de seres hablantes y
pensantes, querían, antes que nada, apropiarse del idioma y de la
cultura del otro, de la noche de los poetas y de los pensadores.
Ellos mismos eran esa población de seres anfibios denunciados por
Platón y por Marx, una población de viajeros entre los mundos y las
culturas, viajeros que entreveraban el reparto de las identidades,
las fronteras de las clases y de los saberes”.
Y la burguesía sentía el peligro de que los obreros
escribieran versos y se dedicaran a “lo inútil”; porque trabajar,
estar desconformes con las condiciones de trabajo, luchar y luego
volver a trabajar formaba parte del papel que supuestamente debían
desempeñar, formaba parte de su mundo y de su ciclo en ese mundo.
Pero cuando los obreros quisieron ser escritores o filósofos se
produjo un desplazamiento, una desidentificación, una subversión.
III) La publicación de La noche de los proletarios
ocurrió en 1981, por lo que coincidió con la victoria electoral de
la coalición de izquierda que se instaló en el gobierno de Francia.
La inicial euforia por esa victoria no duró mucho (a los dos años
los comunistas se retiraron, en desacuerdo con la política de rigor
presupuestal y de privatizaciones que impulsaban sus ex aliados
socialistas) y el desencanto se abatió con fuerza. Sus efectos
devastadores se extendieron durante varios decenios, en que solo se
hizo oír una política que decía que la política no existía más,
desplazada por la economía y sus mecanismos “naturales”,
inevitables, inmodificables. Durante aquellos años, el libro de Rancière no pudo
ser oído por una subjetividad que se imaginaba impotente, sometida a
las determinaciones del mercado, regida por la instrumentalidad
económica, atada a un futuro que solo había de ser una réplica de
ese presente de impotencia. ¿Cómo prestar oídos a una obra que
insiste en el poder transformador que siempre está inscripto en el
tiempo presente?
Hoy, unos cuantos años más tarde, cuando se vuelve a
pensar en lo que se puede y en lo que se quiere, La noche de los
proletarios ilumina otra manera de vivir el tiempo. No ya el
tiempo como determinación que el presente imprime al futuro, sino el
tiempo como posibilidad de emancipación ofrecida por el aquí y
ahora. Hoy quizás podamos pensar un tiempo que no es la
pista por la que avanza la evolución; quizás podamos pensar un
tiempo despojado de su sentido predeterminado, de sus cometidos y de
sus propósitos, despojado de sus fines, etapas, avances,
acumulaciones y retrocesos.
“El arte de la emancipación consiste justamente en
salir de la relación entre los medios y los fines, lo que en la
tradición de la izquierda se representa con la idea de que se crean
las armas del futuro, las condiciones de un porvenir mejor”, dice Rancière en una entrevista en 2009.
Contrariamente a algunos clichés descalificadores, si
la gente se compromete con la política
—si le dedica sus energías
vitales— es para hacerse una vida más intensa, con más comunidad. Y
esta intensificación de la vida, este espesor alcanzado, sucede en
presente. “El futuro comunista siempre fue un presente”, dice Rancière. Porque la lectura de los archivos obreros puso de
manifiesto un ejercicio de la emancipación en presente, en el aquí y
ahora; en ese sentido, la revolución no es pensada como lo que
traerá un tiempo por venir, no es lo que quedará determinado por la
acumulación de tiempo, sino que es pensada como la posibilidad
siempre presente del aquí y ahora. Esto no supone que haya que
dejarse tragar por la cotidianeidad, advierte Rancière, sino que
implica rechazar el tiempo como forma de coacción, como excusa para
la prohibición: “ustedes podrán tener esto en el futuro, ahora no”.
Experimentar placer en la pena y en el dolor es
propio de la experiencia estética: en Atenas, las personas acudían
al teatro a disfrutar de la puesta en escena de los dolores de
Prometeo, de Edipo, de Antígona. Luego, en la época clásica, solo
las personas de condición privilegiada, las personas con scholé
— con tiempo disponible— podían disfrutar con la representación de
esos sufrimientos de seres falsos. Y fue en un tiempo nocturno,
sustraído al tiempo del descanso, que obreros del siglo XIX crearon
una alternativa a su destino robador de tiempo para gozar con los
sufrimientos de la
ficción.
Desde hace varios decenios, una corriente pedagógica
de inspiración sociológica defiende las virtudes de adaptar la
enseñanza a lo que “son” los alumnos, a los contextos a los que
pertenecen, a sus supuestos destinos laborales, a sus limitaciones,
a sus intereses. Se espera así evitarles la violencia de someterlos
a conocimientos ajenos, lejanos, supuestamente solo aprovechables
por las elites. De manera patente, esta corriente está reñida con
las prácticas observadas por Rancière en los archivos obreros del
siglo XIX, en la que vivirse como otro en la noche de los poetas era
una ficción fundadora de la experiencia emancipadora.
* Publicado
originalmente en
Cuadernos de la Base Compañera,
Cuaderno Temático Nº 2, diciembre de 2012. |
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