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Tontamente, cuando este
cronista se animó al local del Mvotma para postular en
el sistema integrado de acceso a la vivienda (un exquisito giro expresivo), pensó: no voy a encontrar
aquí excondiscípulos de la Facultad
de Humanidades, ni a actuales docentes -ni siquiera a alguno
de los alumnos de mis grupos y seminarios itinerantes de filosofía. Les ahorro,
y me ahorro, una descriptio dramática del local,
de la gente, de los funcionarios, las asistentes sociales
(otro bello giro expresivo) que entrevistan y asignan puntaje
a las solicitudes. Pensé: ¿qué hago aquí?,
y la pregunta era una obstinada negación:
éste no es mi lugar.
Arrastraba involuntariamente
residuos de una mirada heredada,
de una sensibilidad social para ubicar mi lugar: el lugar
del universitario, del docente, del filósofo,
del crítico
y del humanista, del
intelectual y del mago de la escritura
-debía tratarse de un lugar especial, sin dudas.
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Enseguida pensé,
contradictoriamente: éste es mi lugar, aunque esté
fuera de estilo -no tengo
casa ni tengo posibilidad alguna de comprar una. El resto es estilo,
literatura (un
sicoanalista Winnicott creo, hablaba de "falso self"). El malentendido (social
e histórico, creo yo)
es que alguien sin dinero
y sin prosapia, alguien que ni siquiera puede vivir su
pobreza
con la coartada de la decadencia (algo
que fui y que he dejado de ser puede hacer de mí el aristócrata
gótico, el conde vampiro en su castillo Usher), se hace universitario, filósofo,
intelectual.
Por alguna razón,
en Uruguay, una capa
media pobre y sin mayores posibilidades ni aspiraciones, pudo
parir hijos filósofos y literatos -hijos que tuvieran acceso
a las-formas-superiores-de-la-cultura.
En otras partes del mundo,
supongo, el intelectual, el humanista y el escritor,
aparecen en aquellos sectores sociales que pueden o deben producirlo,
generarlo, y, llegado el caso, estimularlo o protegerlo: rentistas,
diplomáticos, hacendados, familias asentadas (dos o más generaciones de profesionales
o comerciantes, por ejemplo).
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En el sentido mitológico
en que un monstruo es la sumatoria
de partes de procedencia diversa, la monstruosidad,
en este caso, es múltiple. Yo,
Alonso Miranda, nacido en el interior de Uruguay
(este dato no es nada trivial:
en Montevideo el ritual
democrático se cumple sin mayores dolores), me hice filósofo y literato,
dentro de un sector sociocultural en el que razonablemente podía
esperar -en el mejor de los casos, un puesto burocrático,
un matrimonio afortunado (bragueteur), políticos conocidos de
papá.
Pequeño milagro
de promiscuidad social, de sociedad abierta como el liberalismo
de Popper, de una escasa y torpe distribución de papeles
e identidades sociales, de la creencia ingenua de que todos podemos
ser todo, de la tendencia a una mimesis
inexplicable y a vivir homeopáticamente los prestigios
de las humanidades,
las artes y las letras,
la Cultura, la Espiritualidad,
los Valores Superiores. Así, me hice, socialmente, otro.
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El periférico
se muda al centro. Esto crea un intelectual conflictivo, avinagrado,
resentido, neurótico -alguien a quien la investidura intelectual
le queda grande, o chica, pero en todo caso no le queda bien,
a medida. Alguien que no es capaz de dejarse llevar por la euforia
silenciosa y ritual de lo socialmente intelectual, que no puede
pensarse como heredero, o como relevo generacional de una identidad
social ya dibujada y resuelta. Pues el intelectual como identidad
social también me habla de comodidad, de asentamiento,
de la placentera respiración de una atmósfera libresca
y lectora, de la clonación
de relevos y sustitutos.
Nuestra cultura
nos provee básicamente de dos estrategias para conquistar
cierto estado de espiritualidad. Una se conecta con la tradición
cristiana: el ascetismo, una renuncia a la materialidad y a los
objetos -austeridad y frugalidad se sostienen para no olvidar
que el espíritu se parece a la nada, a un vaciamiento de
materia. Otra, más bien helénica, consiste en saturar
el espacio de objetos espirituales: libros,
lenguaje, el arte, la belleza,
lo culturalmente valioso, lo afectivamente significativo. Estas
estrategias son excluyentes: el intelectual debe saber utilizar
la segunda; el pobre debe creer la primera. (Dicho
entre paréntesis: noto que la alienación no es necesariamente
algo que me arrebatan o que no me permiten tener o ser, sino también,
y sobre todo en el triste caso de Miranda, es, o deriva de algo
que me dan, una dádiva, una concesión: lo que me
incomoda -aquello que me dan termina por funcionar, negativamente,
exhibiendo y enfatizando aquello
que no soy).(1)
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En este tipo socialmente barroco
de intelectual, monstruo
bicéfalo, toda acción (escribir, dar una clase, criticar,
exponer, leer), lejos de confirmarla, barre sistemáticamente
su identidad social: ¿quién
habla? ¿cómo puede sostener, ése que habla,
ciertas técnicas estables de objetivación y reconocimiento
de una voz socialmente asentada, de un sector, de un grupo, de
una comunidad, de una institución? ¿como puede hablar
intelectualmente alguien que no es capaz de reconocer en la literatura,
en la filosofía, en los libros,
el soporte y la legitimidad de una práctica social verosímil,
sin que esas contradicciones, en algún momento, colapsen?
Soy incapaz (y repito: incapaz) de ocupar un lugar intelectual;
no puedo hablar desde el lugar de una disciplina, de un género
o una formación discursiva, de una zona de prestigio, de
una ciencia o una institución.
Esta extraterritorialidad(2),
me transforma fatalmente en una figura orbital cuyas intervenciones
no pueden ser sino prácticas y gestuales (ninguna interioridad significativa a
objetivar o representar, ninguna ontología fuerte a sostener,
ninguna "visión del mundo" socialmente relevante
a exponer y difundir)(3). Y por otro lado, estas intervenciones
no pueden ser sino críticas con respecto a las "interioridades
significativas" y a las "visiones del mundo" ajenas,
viendo práctica y gestualidad, movilidad, emergencia y
estrategia, allí donde se finge o se cree en un estado
de reposo o de deriva, en una gran praxis intelectual (el asentamiento, el plaisir,
la selección de alumnos y herederos).
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Una tradición política,
laica y civil, que en un momento produjo con buen ritmo intelectuales,
pensadores, razonadores e investigadores integrados y asentados
-abogados, legisladores, intérpretes
de la sociedad y de la historia-
acompasa residualmente, al tiempo de la decadencia y del desarraigo
social y cultural de una capa media sin discurso y sin identidad,
la promoción de un intelectual también desarraigado,
exiliado, mutante
y nihil.
El intelectual barroco entiende que
entre no ser y ser otro, existe razonablemente una zona inestable
de ejercicio excéntrico de la crítica
intelectual. No es desde el asentamiento del intelectual que luego
será tomado como utopía
o como modelo ejemplar. Descubrir que mi lugar no es mi lugar
impide a priori toda introspección (que
en última instancia es siempre confirmatoria de ese lugar), toda posibilidad de curar el ser
como condición previa para comenzar a hacer, detiene
toda búsqueda y confrirmación de una identidad, de un adentro, como
condición para lanzarme proyectivamente hacia un afuera.
Este proceso se invierte: no puedo hacer si no es a condición
de destruirme, de no verificar una identidad, una persona,
una investidura social.
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Esta figura realiza la operación crítica en el preciso
instante en que no se confunde con lo que lee (yo no soy ese texto, esa institución,
esa disciplina, esa comunidad de lectura), ni con lo que escribe.
Así como observé que el monstruo
es la suma de partes de procedencia diversa, también la
máquina es
un ensamblaje de partes heterogéneas -barroco es máquina:
mi identidad social (capa
media pobre), mi
lugar geográfico (una
ciudad del interior
de este país),
mi investidura (Universidad,
Fac. de Humanidades),
forman máquina; mi texto
y yo formamos máquina en las condiciones del intertexto
social (máquina persuasiva,
máquina calificativa, máquina autolegitimadora,
máquina narcisista,
máquina de extorsionar, máquina de castigo, de asalto,
de crítica, en fin).
Es la intervención
intelectual nihil del advenedizo, del nuevo, del no asentado,
de aquel que no "vive" los discursos, las tópicas
y los géneros, pues no puede vivirlos sin dejar de ser
o sin convertirse en otro. En esa línea imprecisa, donde
nada confirma o justifica el rescate de una identidad positiva
y no meramente opositiva, la crítica
aparece como una capacidad operatoria sobre discursos y textos,
y no como una capacidad de argumentación o comentario sobre
contenidos. Una capacidad de escritura
y no de lectura. Una
capacidad de relacionarse con el universo maquínico de
la intertextualidad estratégica (escribir,
maquinar, reciclar), contra cierto tipo de relaciones
fantasmáticas y fetichizadas
con el libro, la
autoría, la disciplina, la academia,
la episteme, lo serio, etc. (leer,
obedecer).
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El adevenedizo quiso
ser intelectual de primer orden (ser
otro), intentando
participar en los juegos discursivos de éste; como su
desempeño en este juego no es bueno siempre corrió
el riesgo de transformarse en un intelectual de segundo orden,
una aproximación por defecto a la excelencia del primero
(no ser). Antes, decidió cambiar el juego
de acuerdo a sus posibilidades, habilidades y estrategias.
Armando
Bo pondría,
al finalizar la cinta: ¿y si leo este conmovedor testimonio
de Alonso Miranda como una alegoría?
Mirar a Montevideo
desde el interior, mirar al intelectual desde la pobreza, mirar
a París desde Montevideo, exponer o criticar a Habermas
desde el Instituto de Filosofía de la Facultad de Humanidades
de Uruguay, leer y comentar
a Fyre, a Auerbach, a Adorno, a Lacan, a Hegel, a Joyce, desde
un barrio de una ciudad del interior de un país
de la periferia. Decoloraciones del discurso.(4)
Notas:
1- El nuevo rico fornega, el
muchacho del rioba que triunfó en el fulbo o en el boseo:
el auto deportivo, la casa entreverada y la ropa cara (lo que
tiene, lo que le han dado, lo que se ha ganado), indican y sobreindican
su falta de gusto, de educación, de nobleza, de familiaridad
con la riqueza (lo que no es). Este juego de ausencias, sobreentendidos
y presuposiciones es típicamente barroco.
2- Un aspecto interesante que no se me ocurrió a tiempo.
El Mvotma es, todos lo sabrán, el Ministerio de Vivienda,
Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. Ordenamiento territorial
es una expresión sabia. Como sujeto socioeconómico,
formo parte de los problemas de extraterritorialidad que tiene
el Estado (inquilino, itinerante, revoltoso). Como sujeto sociocultural,
soy impensable al margen de un territorio, de un asentamiento,
aún del sentido literal de la expresión (morada,
familia, barrio, estabilidad) -fue sumamente curiosa, en este
sentido, la accidentada entrevista con la asistente social (Pregunta:
¿Escolaridad?, respuesta: Soy egresado de la Universidad
de la ROU. Pregunta: ¿Sabe leer y escribir?, etc): terminó
por preguntarme, al igual que yo ni bien entré, qué
hacía allí.
3- Preveo aquí una objeción fácil: si no
hay ninguan interioridad significativa a objetivar, ¿por
qué la irrupción lírica un poco sobreactuada
de la primera persona, el género testimonial y biográfico,
y el tono y el estilo de la confidencia y la confesión?
Porque (independientemente de que este texto no es en realidad
un testimonio ni una biografía ni una confesión),
en todo caso, género y estilo serían estrategias
escriturarias de verosimiltud, lejos de la exposición
neutra de un estado interno fantasmal. Naturalmente, esto no
quiere decir que haya mentido o inventado los datos anecdóticos.
4- "Decoloraciones" (etiolations), es una noción
de Austin. Remite a actos de habla sin consecuencia por haberse
realizado en contextos que los anulan. El Profesor Ruben Tani
("Alienaciones y decoloraciones del discurso", Coloquio
sobre inteligencias del lenguaje y transformación de poderes,
Filosofar Latinoamericano, Montevideo, octubre de 1991), discute
esta noción y la amplía en una (digamos) sociología
del discurso o de las culturas (Norte-Sur, Centro-Periferia,
Mismo-Otro).
* Publicado
originalmente en la República de Platón Nº
18
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