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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CULTURA - VARGAS LLOSA, MARIO - DEBORD GUY - LIPOVETSKY, GILLES - LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO - LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO - FERNÁNDEZ HUIDOBRO, ELEUTERIO - GIL - PELANDRÚN - TANGO - TWITTER -


Yo bailo el tweet. Estrategias de acicalado cultural*
 

Amir Hamed
 

Con maravillosa puntualidad, Vargas Llosa viene a proclamar la civilización del espectáculo justo cuando el espectáculo acaba de retirarse. Semejante puntería habla de una estrategia: lo que hace el pelandrún es twitear en cualquier formato hasta que alguien atienda.


“Con gomina, y un poquito de betún/ se acicala el viejito pelandrún”, explicaba ya hace buen tiempo el Diccionario del argentino exquisito de Adolfo Bioy Casares. La entrada lexical era para “pelandrún”, término que todavía el diccionario de la Real Academia no recoge, pero que sí atesora cualquier glosario lunfardo como adjetivo aplicado a la persona abandonada en su aspecto, o descuidada u holgazana, pero que sostiene también sinonimia con palabras como “pícaro”, “bribón”,
“sinvergüenza”, “diablo”, etc. Es decir que este arcaísmo lunfa anda por ahí para seguir hablando de la viveza criolla.

Hasta hace unos meses acaso se pudiera declarar sin escándalo que el término pelandrún, incluso toda la entrada del diccionario, debería estar recluido, como buena parte de la dicción lunfarda – y del tango que la amalgamó – en la gloria mómica y en la casi impronunciable sonoridad de una lengua muerta. A fin de cuentas, hasta hace semanas se consideraba que el adulto mayor, llegada la hora de acicalarse, recurre a severas dietas y regímenes de ejercicio, a sesudas cirugías, a prótesis, a injertos, en fin, todo un emporio celestial de tecnologías de la salud que hacen del vejete de ayer un pseudojoven alisado con bótox, estirado como un tiento, sonriendo a través de una generosa ración de denticiones postizas. En esta línea de razonamiento, el acicalamiento del viejito de hoy reconvertiría la bribonada en un ascetismo casi homérico, en un combate agónico contra la finitud, la entropía y el horror de los espejos, lo que recluiría al viejito vivillo y desprolijo a un lejano baúl de los recuerdos. Sin embargo, los últimos meses nos hacen advertir que el tango, al menos en esa dicción que le rescataba Bioy, tiene todavía algo para decirnos. 
 

El gil y el otro
 

Hace semanas en vísperas de la Pascua, el actual ministro de defensa uruguayo, Eleuterio Fernández Huidobro, amonestó al Obispo de Minas por desconocer la jerga del tango y, por tanto, malinterpretar su previa afirmación, precipitadamente recogida por los medios, relativa a que Jesucristo, ese “flaco”, fue un “gil” crucifixionable. El ministro recordó que no estaba diciendo que Jesucristo fuera un abombado sino que, por el contrario, y como transpira cualquier tango, fue un buenazo superhonesto.[1] Sobre las derivas más inmediatas del lunfardino e íntimo trato del jerarca con la divinidad – de ñato a flaco – se ha expedido con celeridad y brillo Sandino Núñez, coordinador de este suplemento; lo que aquí cumple anotar es que Fernández Huidobro, en su filípica, nos hace saber, por un lado, que desatender la vetusta fabla lunfarda es omisión imperdonable en el ciudadano, y que, por lo que canta el tango, el gil viene a ser la antípoda de otra cosa, y esa otra cosa, cabe agregar, no es otro que el pelandrún.

 “Gil”, aclara Fernández Huidobro, es término de la jerga delincuente que reivindica, o debiera reivindicar, el  vecino honesto y trabajador. Viene a ser la contrapartida de la jerga de las agencias de publicidad que “proponen ser un ganador sea como sea, el hacé la tuya” y el no te metás”.[2]  En este sentido, debemos entender que cualquiera que omita el recto sentido de la palabra “gil” está cometiendo, por holgazanería o viveza, una pelandrunada. Hay, sin duda, bravura en esta exégesis: portavoz de una lengua acaso semimuerta, el ministro no quiere posar de joven, ni busca abonitarse en jergas publicitarias: es un viejo gil, a mucha honra, lo que abre de inmediato la pregunta, no por el ser ni la divinidad, sino por esos otros viejos, los pelandrunes, vivillos, desprolijos que gesticulan en pendex. Esto, por supuesto, no deja de ser una de los tantos tiros por elevación del gobierno uruguayo a la oposición. Vale recordar que si el ministro, lo mismo que su correligionario y compañero de armas, el Presidente de la República, es devoto del vinilo y la radiodifusión, sus opositores, en los últimos meses, andan subidos a Twitter, herramienta que ha sido definida, por sus defensores, como de acicalado social.
 

Yo bailo el tweet
 

De público conocimiento es que los primeros usuarios de Twitter, y todavía hoy los más numerosos, han sido los adultos mayores, llevados por su necesidad de hacer contacto con tecnologías que los jóvenes, desde hace años, vienen manipulando. Twitear, en este sentido, es embetunarse de apuro para aparentar ser más chabón de lo que se es: en el ambiente político uruguayo, los senadores Pedro Bordaberry, Luis Alberto Heber, Jorge Larrañaga o Pablo Mieres, se pelean y se abrazan por Twitter, o se precipitan sobre la pantalla para twitear contra lo que escuchan como titular o colgado, aunque desconozcan (no por azar son pelandrunes) el cuerpo del texto de aquello contra lo que se manifiestan. No importa qué digan; lo que importa es que sea tweet, ilocuciones de individuos no amedrentados por las tecnologías de la comunicación informática. Y no en vano un tweet se traduce en castellano como un gorjeo: como el pájaro apoyado en la rama solo dice que está piando, el twitero, más que nada, hace saber que está conectado.

En este gorjeo intentan promoverse, en vano, a sujetos de discurso. A fin de cuentas, Twitter no es herramienta para decir algo que no sea la proclamación del canal, de la función fática, del gorjeo. Así, por ejemplo, un estudio de los contenidos de 2.000 tweets realizado en 2009 por la empresa Pear Analytics reveló que el 40% eran palabras sin sentido (meaningless babble), el 38% conversaciones, el 9% mensajes repetidos, el 6% autopromoción, el 4% correo basura y otro 3% noticias. Semejante estadística, en primera instancia, estaría haciéndonos saber que Twitter solo alimenta el balbuceo, la semiexpresión, en fin, un querer llamar la atención a través un sonajero informático. Esta encuesta, de todos modos, ha sido reprendida por la  investigadora Danah Boyd en términos que, por otra parte, no dejan mucho mejor parado a Twitter como herramienta que busque transmitir sentido o un mínimo de coherencia discursiva. Según Boyd, eso que Pear llamó “palabras sin sentido” podría ser entendido como “acicalado social” o “sensibilización periférica”. El acicalado social, vale recordar, es aquello que hacen los animales, por ejemplo los gatos y perros, al limpiarse recíprocos. En este sentido, las cadenas de tweets entre estos políticos opositores son una muestra enfática de acicalado o embetunamiento. Sus tweets son la escenificación de un desparasitarse recíproco: la neopelandruanada de una oposición que se proclama marginada y se farfulla fashion.
 

La civilización del betún
 

Hasta dónde pueda llegar esto, no hay cómo saberlo. Se trata de un empuje, de una atmósfera que tal vez no demore en disiparse. Lo que sí se puede saber es que, por más que sea Twitter desde sus orígenes una global bribonada de gerontes, no habría que temer la inmediata proclamación, al estilo Gilles Lipovetsky, de una Era del Pelandrún, y esto porque el autor de La era del vacío ya anda afanado en ser protagonista, y no juez, como lo demuestra su participación en el lanzamiento global – retransmitida en Uruguay por Radio El Espectador – del último libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, reciclaje de apuro de La sociedad del espectáculo, título acuñado hace medio siglo por Guy Debord. Según retiene Youtube. El evento, albergado por el Instituto Cervantes de Madrid, se formuló como diálogo de pensadores, y mientras el francés cometía la repetida gaffe de llamar la obra que estaba siendo lanzada por el título de Debord, el peruano guardaba un muy sesudo silencio.  

Vargas Llosa, alguna vez el más joven de los novelistas del boom latinoamericano de los 1960 y 1970, no solo supo envejecer de forma subrepticia sino convertirse en escritor progresivamente inocuo, desde aquellas novelas que marcaban la fanfarria de su pasaje a político de derecha, Historia de Mayta (1984) a Quién mató a Palomino Molero (1986), la primera demasiado fácil, la segunda agotada de inmediato en su efecto, hasta cumbres, por ejemplo, como el mamarracho disfrazado de prólogo a la edición conmemorativa del cuarto centenario del Quijote, hecha por la Real Academia, en el que nos descubría que, si algo tiene hoy para avisarnos el multizurrado personaje de Cervantes, son las virtudes de pensamiento liberal.

Su obra, hasta ahora, lo convertía en un intelectual algo enojoso por lo trivial. Si se atiende al surtido de nombres contenidos en este libro que se promueve como diatriba contra la banalización de la cultura, Vargas Llosa estaría confesándose, en estricto chamuyo fernandezhuidobriano, como un viejo gil (proclama la desaparición de los escritores como Proust y Joyce, de los cineastas como Welles, Bergman, Buñuel o Visconti etc.). Son sus omisiones, sin embargo, las que lo descubren, no solo como pelandrún sino como uno de los más notables de estos días.

Por supuesto, se corre severo riesgo de pelandrunada cuando se repite casi letra por letra, medio siglo más tarde, un título de otro, y lo cierto es que, por más que en declaraciones Vargas Llosa diga estar homenajeando a Debord, esto no ocurre allí donde debería ocurrir, en el cuerpo del libro. En ningún momento el texto discute al predecesor, no explicita en qué se aparta o en qué coincide; por el contrario, desde las primeras líneas, parece querernos decir que es él, en estos momentos, quien acaba de descubrir el fenómeno.

Claudio Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: “Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas.” Retengamos un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor el tema de mi charla: la civilización del espectáculo.

Me parece que esta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han alcanzado altos niveles de desarrollo en Asia, y muchos del llamado Tercer Mundo.
 

Y este bautizo, descubrimiento de la pólvora en el siglo XXI, no es la mayor desprolijidad de estos párrafos, siendo que la de Debord es omisión insignificante comparada con otra: la del espectáculo. Obsérvese que, si los fotógrafos corren como locos sin encontrar nada es precisamente porque la civilización dejó de ser espectacular. Si los paparazzi van tratando de encontrar las imágenes que sí encontraron los noticieros pathé en los 1920 y 1930, ninguna pudieron encontrar, porque no hay ninguna. Actúan, sencillamente, por reflejo, asumiendo que si esta crisis repite a la del 29, los rascacielos deben almacenar, como entonces, un emporio de suicidas. Cierto, en aquel entonces la gente se suicidaba con pompa y circunstancia, precipitándose desde los espectaculares edificios, monumentos a la ciudad, recientemente construidos en Nueva York. Por entonces, o más tarde, los suicidas hacían espectáculo de sí, del mismo modo que Max Weber empezaba a encontrarle carisma, es decir, captación espectacular, a los líderes políticos, y de la misma manera en que décadas más tarde muchos veríamos el primer alunizaje (poco después de que, de la manera más espectacular, en medio de un desfile, fuera asesinado Jack Kennedy), o más recientemente, como casi todos pudimos apreciar vía satélite, se desmoronaron urbi et orbe las dos Torres Gemelas de Nueva York.

En todos esos momentos, para qué discutirlo, nuestra civilización debe haber sido espectacular, aunque quizás menos que aquella Roma que celebraba los triunfos con cegadores megashows en los que se abarrotaban bestias exóticas con las resplandecientes artes, platería y vestidos de los conquistados, y se apiñaba en el coliseo para atestiguar las ampulosas reposiciones de batallas míticas. Más aún, el espectáculo es hijo del ritual y consagra un orden: una tragedia griega es la escenificación de un juicio, el sacrifico de guerreros mesoamericanos, en la grada superior de la pirámide, es la sanguinaria representación del renacer del sol y la vida, el hongo de Hiroshima es consagración, no menos temible que alucinante, de la soberanía alcanzada por parte de la especie, capaz ahora de autoextinguirse, etc.

Pero, sea porque los islamitas kamikazes acabaron con ella al llevar el espectáculo global a la dimensión de atentado indigerible, sea porque en alguna medida Internet desfragmenta la audiencia, eliminando así el público (se trata, casi siempre, de la producción de un evento para millones de individuos aislados, que asisten, por ejemplo, a esta charla entre luminarias, no como parte de una tribu global que asiste simultánea a un suceso, como quería Marshall Mac Luhan, sino cada cual ensimismado en el espacio personal que ha decidido dedicarle), los acontecimientos que hoy nos dicen cruciales se desarrollan en sigilo, como la serie de ejecuciones de archivillanos erigidos por Occidente, como Saddam Hussein, Osama Bin Laden o Muammar Gaddafi.

Con maravillosa puntualidad, Vargas Llosa viene a proclamar la civilización del espectáculo justo cuando el espectáculo acaba de retirarse. Semejante puntería, por supuesto, habla de una estrategia: lo que hace el pelandrún es twitear en cualquier formato, sea electrónico, sea el del libro, hasta que alguien atienda. Vargas Llosa llevaba décadas farfullando palabras sin sentido, hasta que le otorgaron un Premio Nobel. Esto a su turno abre la sospecha de que, hoy día, el Nobel ha devenido institución de acicalado cultural.
 

Notas:

[1] Huidobro declaró a Cristo “ese flaco al que crucificaron por gil y que lo que se pasó predicando fue perdonar”, lo que produjo inmediato escándalo en el Obispo de Minas, lo que llevó al ministro a aclarar que “la palabra gil, tan utilizada en los tangos, denota siempre un homenaje a la honestidad y a la bondad (es imposible ignorarlo)”.  


 

* Publicado originalmente en la separata de la revista Caras y Caretas, Tiempo de crítica Nº 11, 1º de junio de 2012.

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