“Con gomina, y un poquito de
betún/ se acicala el viejito pelandrún”, explicaba ya hace buen
tiempo el Diccionario del argentino exquisito de
Adolfo Bioy
Casares. La entrada lexical era para “pelandrún”, término que
todavía el diccionario de la Real Academia no recoge, pero que sí
atesora cualquier glosario
lunfardo como adjetivo aplicado a la
persona abandonada en su aspecto, o descuidada u holgazana, pero que
sostiene también sinonimia con palabras como “pícaro”, “bribón”,
“sinvergüenza”, “diablo”, etc. Es decir que este arcaísmo lunfa anda
por ahí para seguir hablando de la viveza criolla.
Hasta hace
unos meses acaso se pudiera declarar sin escándalo que el término
pelandrún, incluso toda la entrada del diccionario, debería
estar recluido, como buena parte de la dicción lunfarda – y del
tango que la amalgamó – en la gloria mómica y en la casi
impronunciable sonoridad de una lengua muerta. A fin de cuentas,
hasta hace semanas se consideraba que el adulto mayor, llegada la
hora de acicalarse, recurre a severas dietas y regímenes de
ejercicio, a sesudas cirugías, a prótesis, a injertos, en fin, todo
un emporio celestial de tecnologías de la salud que hacen del vejete
de ayer un pseudojoven alisado con bótox, estirado como un tiento,
sonriendo a través de una generosa ración de denticiones postizas.
En esta línea de razonamiento, el acicalamiento del viejito de hoy
reconvertiría la bribonada en un ascetismo casi homérico, en un
combate agónico contra la finitud, la entropía y el horror de los
espejos, lo que recluiría al viejito vivillo y desprolijo a un
lejano baúl de los recuerdos. Sin embargo, los últimos meses nos
hacen advertir que el tango, al menos en esa dicción que le
rescataba Bioy, tiene todavía algo para decirnos.
El gil y
el otro
Hace
semanas en vísperas de la Pascua, el actual ministro de defensa
uruguayo, Eleuterio Fernández Huidobro, amonestó al Obispo de Minas
por desconocer la jerga del
tango y, por tanto, malinterpretar su
previa afirmación, precipitadamente recogida por los
medios,
relativa a que Jesucristo, ese “flaco”, fue un “gil” crucifixionable.
El ministro recordó que no estaba diciendo que Jesucristo fuera un
abombado sino que, por el contrario, y como transpira cualquier
tango, fue un buenazo superhonesto.
Sobre las derivas más inmediatas del
lunfardino e íntimo trato del jerarca con la divinidad – de ñato a
flaco – se ha expedido con celeridad y brillo
Sandino Núñez,
coordinador de este suplemento; lo que aquí cumple anotar es que
Fernández Huidobro, en su filípica, nos hace saber, por un lado, que
desatender la vetusta fabla lunfarda es omisión imperdonable en el
ciudadano, y que, por lo que canta el tango, el gil viene a ser la
antípoda de otra cosa, y esa otra cosa, cabe agregar, no es otro que
el pelandrún.
“Gil”,
aclara Fernández Huidobro, es término de la jerga delincuente que
reivindica, o debiera reivindicar, el vecino honesto y trabajador.
Viene a ser la contrapartida de la jerga de las agencias de
publicidad que “proponen ser un ganador sea como sea, el hacé la
tuya” y el no te metás”. En
este sentido, debemos entender que cualquiera que omita el recto
sentido de la palabra “gil” está cometiendo, por holgazanería o
viveza, una pelandrunada. Hay, sin duda, bravura en esta exégesis:
portavoz de una lengua acaso semimuerta, el ministro no quiere posar
de joven, ni busca abonitarse en jergas publicitarias: es un viejo
gil, a mucha honra, lo que abre de inmediato la pregunta, no por el
ser ni la divinidad, sino por esos otros viejos, los pelandrunes,
vivillos, desprolijos que gesticulan en pendex. Esto, por supuesto,
no deja de ser una de los tantos tiros por elevación del gobierno
uruguayo a la oposición. Vale recordar que si el ministro, lo mismo
que su correligionario y compañero de armas, el Presidente de la
República, es devoto del vinilo y la radiodifusión, sus opositores,
en los últimos meses, andan subidos a Twitter, herramienta que ha
sido definida, por sus defensores, como de acicalado social.
Yo bailo
el tweet
De público
conocimiento es que los primeros usuarios de Twitter, y todavía hoy
los más numerosos, han sido los adultos mayores, llevados por su
necesidad de hacer contacto con tecnologías que los jóvenes, desde
hace años, vienen manipulando. Twitear, en este sentido, es
embetunarse de apuro para aparentar ser más chabón de lo que se es:
en el ambiente político uruguayo, los senadores Pedro Bordaberry,
Luis Alberto Heber, Jorge Larrañaga o Pablo Mieres, se pelean y se
abrazan por Twitter, o se precipitan sobre la pantalla para twitear
contra lo que escuchan como titular o colgado, aunque desconozcan
(no por azar son pelandrunes) el cuerpo del texto de aquello contra
lo que se manifiestan. No importa qué digan; lo que importa es que
sea tweet, ilocuciones de individuos no amedrentados por las
tecnologías de la comunicación informática. Y no en vano un tweet se
traduce en castellano como un gorjeo: como el pájaro apoyado en la
rama solo dice que está piando, el twitero, más que nada, hace saber
que está conectado.
En este
gorjeo intentan promoverse, en vano, a sujetos de discurso. A fin de
cuentas, Twitter no es herramienta para decir algo que no sea la
proclamación del canal, de la función fática, del gorjeo. Así, por
ejemplo, un estudio de los contenidos de 2.000 tweets realizado en
2009 por la empresa Pear Analytics reveló que el 40% eran palabras
sin sentido (meaningless
babble),
el 38% conversaciones, el 9% mensajes repetidos, el 6%
autopromoción, el 4% correo basura y otro 3% noticias. Semejante
estadística, en primera instancia, estaría haciéndonos saber que
Twitter solo alimenta el balbuceo, la semiexpresión, en fin, un
querer llamar la atención a través un sonajero informático. Esta
encuesta, de todos modos, ha sido reprendida por la investigadora
Danah Boyd en términos que, por otra parte, no dejan mucho mejor
parado a Twitter como herramienta que busque transmitir sentido o un
mínimo de coherencia discursiva. Según Boyd, eso que Pear llamó
“palabras sin sentido” podría ser entendido como “acicalado social”
o “sensibilización periférica”. El acicalado social, vale recordar,
es aquello que hacen los animales, por ejemplo los gatos y perros,
al limpiarse recíprocos. En este sentido, las cadenas de tweets
entre estos políticos opositores son una muestra enfática de
acicalado o embetunamiento. Sus tweets son la escenificación de un
desparasitarse recíproco: la neopelandruanada de una oposición que
se proclama marginada y se farfulla fashion.
La
civilización del betún
Hasta dónde
pueda llegar esto, no hay cómo saberlo. Se trata de un empuje, de
una atmósfera que tal vez no demore en disiparse. Lo que sí se puede
saber es que, por más que sea Twitter desde sus orígenes una global
bribonada de gerontes, no habría que temer la inmediata
proclamación, al estilo Gilles Lipovetsky, de una Era del Pelandrún,
y esto porque el autor de La era del vacío ya anda afanado en
ser protagonista, y no juez, como lo demuestra su participación en
el lanzamiento global – retransmitida en
Uruguay por Radio El
Espectador – del último libro de Mario Vargas Llosa, La
civilización del espectáculo, reciclaje de apuro de La
sociedad del espectáculo, título acuñado hace medio siglo por
Guy Debord. Según retiene Youtube. El evento, albergado por el
Instituto Cervantes de Madrid, se formuló como diálogo de
pensadores, y mientras el francés cometía la repetida gaffe
de llamar la obra que estaba siendo lanzada por el título de
Debord,
el peruano guardaba un muy sesudo silencio.
Vargas
Llosa, alguna vez el más joven de los novelistas del boom
latinoamericano de los 1960 y 1970, no solo supo envejecer de forma
subrepticia sino convertirse en escritor progresivamente inocuo,
desde aquellas novelas que marcaban la fanfarria de su pasaje a
político de derecha, Historia de Mayta (1984) a Quién mató
a Palomino Molero (1986), la primera demasiado fácil, la segunda
agotada de inmediato en su efecto, hasta cumbres, por ejemplo, como
el mamarracho disfrazado de prólogo a la edición conmemorativa del
cuarto centenario del Quijote, hecha por la Real Academia, en
el que nos descubría que, si algo tiene hoy para avisarnos el
multizurrado personaje de Cervantes, son las virtudes de pensamiento
liberal.
Su obra,
hasta ahora, lo convertía en un intelectual algo enojoso por lo
trivial. Si se atiende al surtido de nombres contenidos en este
libro que se promueve como diatriba contra la banalización de la
cultura, Vargas Llosa estaría confesándose, en estricto chamuyo
fernandezhuidobriano, como un viejo gil (proclama la desaparición de
los escritores como Proust y Joyce, de los cineastas como Welles,
Bergman, Buñuel o Visconti etc.). Son sus omisiones, sin embargo,
las que lo descubren, no solo como pelandrún sino como uno de los
más notables de estos días.
Por
supuesto, se corre severo riesgo de pelandrunada cuando se repite
casi letra por letra, medio siglo más tarde, un título de otro, y lo
cierto es que, por más que en declaraciones Vargas Llosa diga estar
homenajeando a Debord, esto no ocurre allí donde debería ocurrir, en
el cuerpo del libro. En ningún momento el texto discute al
predecesor, no explicita en qué se aparta o en qué coincide; por el
contrario, desde las primeras líneas, parece querernos decir que es
él, en estos momentos, quien acaba de descubrir el fenómeno.
Claudio Pérez, enviado especial
de El País a
Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su
crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: “Los tabloides de
Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío
desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes
bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va
convirtiendo en cenizas.” Retengamos un momento esta imagen en la
memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi,
avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al
primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular
a la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y
hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No
creo que haya una imagen que resuma mejor el tema de mi charla: la
civilización del espectáculo.
Me parece que esta es la mejor
manera de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten
los países occidentales, los que, sin serlo, han alcanzado altos
niveles de desarrollo en Asia, y muchos del llamado Tercer Mundo.
Y este
bautizo, descubrimiento de la pólvora en el siglo XXI, no es la
mayor desprolijidad de estos párrafos, siendo que la de Debord es
omisión insignificante comparada con otra: la del espectáculo.
Obsérvese que, si los fotógrafos corren como locos sin encontrar
nada es precisamente porque la civilización dejó de ser
espectacular. Si los paparazzi van tratando de encontrar las
imágenes que sí encontraron los noticieros pathé en los 1920 y 1930,
ninguna pudieron encontrar, porque no hay ninguna. Actúan,
sencillamente, por reflejo, asumiendo que si esta crisis repite a la
del 29, los rascacielos deben almacenar, como entonces, un emporio
de suicidas. Cierto, en aquel entonces la gente se suicidaba con
pompa y circunstancia, precipitándose desde los espectaculares
edificios, monumentos a la ciudad, recientemente construidos en
Nueva York. Por entonces, o más tarde, los suicidas hacían
espectáculo de sí, del mismo modo que Max Weber empezaba a
encontrarle carisma, es decir, captación espectacular, a los líderes
políticos, y de la misma manera en que décadas más tarde muchos
veríamos el primer alunizaje (poco después de que, de la manera más
espectacular, en medio de un desfile, fuera asesinado Jack Kennedy),
o más recientemente, como casi todos pudimos apreciar vía satélite,
se desmoronaron urbi et orbe las dos
Torres Gemelas de Nueva
York.
En todos
esos momentos, para qué discutirlo, nuestra civilización debe haber
sido espectacular, aunque quizás menos que aquella Roma que
celebraba los triunfos con cegadores megashows en los que se
abarrotaban bestias exóticas con las resplandecientes artes,
platería y vestidos de los conquistados, y se apiñaba en el coliseo
para atestiguar las ampulosas reposiciones de batallas míticas. Más
aún, el espectáculo es hijo del ritual y consagra un orden: una
tragedia griega es la escenificación de un juicio, el sacrifico de
guerreros mesoamericanos, en la grada superior de la pirámide, es la
sanguinaria representación del renacer del sol y la vida, el hongo
de Hiroshima es consagración, no menos temible que alucinante, de la
soberanía alcanzada por parte de la especie, capaz ahora de
autoextinguirse, etc.
Pero,
sea porque los islamitas kamikazes acabaron con ella al llevar el
espectáculo global a la dimensión de atentado indigerible, sea
porque en alguna medida Internet desfragmenta la audiencia,
eliminando así el público (se trata, casi siempre, de la producción
de un evento para millones de individuos aislados, que asisten, por
ejemplo, a esta charla entre luminarias, no como parte de una tribu
global que asiste simultánea a un suceso, como quería Marshall Mac
Luhan, sino cada cual ensimismado en el espacio personal que ha
decidido dedicarle), los acontecimientos que hoy nos dicen cruciales
se desarrollan en sigilo, como la serie de ejecuciones de
archivillanos erigidos por Occidente, como Saddam Hussein, Osama Bin
Laden o Muammar Gaddafi.
Con
maravillosa puntualidad, Vargas Llosa viene a proclamar la
civilización del espectáculo justo cuando el espectáculo acaba de
retirarse. Semejante puntería, por supuesto, habla de una
estrategia: lo que hace el pelandrún es twitear en cualquier
formato, sea electrónico, sea el del libro, hasta que alguien
atienda. Vargas Llosa llevaba décadas farfullando palabras sin
sentido, hasta que le otorgaron un Premio Nobel. Esto a su turno
abre la sospecha de que, hoy día, el Nobel ha devenido institución
de acicalado cultural.
Notas:
* Publicado originalmente en la separata de la
revista Caras y Caretas, Tiempo de
crítica Nº 11, 1º de junio de 2012. |
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