Siguiendo una perspectiva farmacológica, podría
decirse que el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) es el
antídoto al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). Los efectos
tóxicos producidos por las políticas impuestas, fomentadas o
legitimadas por el MEF son contrarrestados por las pócimas que el
Mides suministra. Si el grado inversor le envenena la vida a la
mayoría de la población, el Mides aplica planes sociales para
mejorar esa mala sangre. Y si el fomento de la
economía
extractiva (forestal, sojera, minera) deja exangüe la tierra y a
sus trabajadores, los planes del Mides transfunden un poco de
liquidez en esos cuerpos desahuciados.
El
principio farmacológico debería dejar contento a todo el mundo: las
fuerzas económico-financieras se despliegan y actúan sin ser
coartadas, los maltratados por el ímpetu de estas fuerzas son
recogidos por algún plan y reciben los anticuerpos correspondientes
a su caso (anciano, niño, drogadicto, desocupado, ludópata, joven,
mujer golpeada, diverso, etcétera). Sin embargo, no sucede así; más
bien ocurre que pocos son los contentos, si los hay. Puede que las
dosis de antídotos sean escasas, puede que no haya fármaco que
recomponga lo que está roto.
Otros ministerios, con mayor economía, parecen
contener en su seno la doble función, la deletérea y la balsámica.
Véase, por ejemplo, el
Ministerio de
Educación y Cultura, en el que una mitad de su nombre procura
contrarrestar los tóxicos de su otra mitad. En efecto, desde que la
Educación -sobre todo
Primaria, pero no sólo- abandonó su cometido de enseñar a
leer y a
escribir, dedicándose a "socializar", "contener", "apoyar la
construcción propia del saber", "formar en valores", "colmar la
brecha digital", etcétera, la
cultura
ha debido reforzar las dosis de antídoto, promoviendo actividades
vinculadas al libro y a la
lectura.
Se recordará que, en cierto momento, hace ya algunos
años, la escuela dejó de ser el lugar privilegiado de trato con la
lengua escrita
y ningún otro lugar pasó a serlo. La escuela dejó de acostumbrar a
los escolares a leer, y
entendió este abandono como una especie de fenómeno natural
irreversible; adhirió al eslogan de "una
imagen
vale más que mil palabras" y experimentó cierto alivio, al darse por
dispensada de cualquier resistencia a esta máxima, pura monserga que
nunca dará con la
imagen que logre decirla.
Por cierto, esto no sucedió únicamente en
Uruguay sino también en
buena parte del planeta; aunque sí ocurrió en
Uruguay de manera extrema,
exagerada, casi sin margen para la oposición, con el envión novelero
con que aquí se abrazan las modas, con el impulso monótono por las
novedades. En Uruguay se
dio por descontado que la modernidad post dictadura imponía que la
escuela fuera otra cosa, como si por fin hubiera llegado la hora del
recreo permanente, como si por fin debiera llegar el ocaso del trato
privilegiado con la lectura.
Por cierto, esto sucedió con la colaboración de la
mayoría de los implicados, con su convencimiento de que la
modernidad, es decir la inserción en ese mundo que no había tenido
once o doce años de dictadura, transcurriría por carriles
tecnologizados, libres de libros
y de lecturas cargosas. De otro modo, si no se conjeturara la
entusiasta colaboración de las mayorías, sería bien difícil entender
cómo, en tan pocos años, pudo pasarse de una escuela primaria de la
que salían niños que iban rápidamente a trabajar y no sólo se
convertían en finos artesanos y excelentes obreros, sino en asiduos
lectores de periódicos, novelas decimonónicas y doctrinas políticas,
a una escuela que provee a Secundaria de niños cuasi
analfabetos.
Mientras la
educación iba
dimitiendo de su labor centrada en la
lengua escrita e iba
reduciéndose la capacidad lectora de los ciudadanos, la
cultura iba
extendiéndose e intentando promover la
lectura y los libros a
través de una multiplicidad de proyectos, fondos, concursos, fondos
concursables, programas y actividades. Dicho de otro modo, como
antídoto al veneno del iletrismo que infundía la escuela, se
implementó la promoción cultural del libro, a menudo con técnicas
publicitarias, marquetineras. La cuestión satisfizo doblemente el
mandato moderno que nos tiraniza desde la post dictadura: no sólo la
escuela se 'aggiornaba' con la relegación del libro, sino que además
la cultura
lucía remozada, al incorporarlo como producto publicitario. (Y
abundan las demostraciones sobre cómo la publicidad logró encarnar
la modernidad, en el último decenio del siglo XX, constituyéndose
ella misma como su producto mejor promocionado).
De forma paralela, desde hace unos años, con
cierto sigilo avanza una expresión propiamente asombrosa: "la
industria de la educación", con su variante "la industria
educativa". Sin duda, estas expresiones tienen que ver con un viejo
sentido que tiene la palabra "industria" -etimológicamente vinculada
con "instruir" y "construir"- y que indica el arte y la habilidad
para realizar algo, inclusive mediando cierta astucia engañosa, como
la "industria" que ejercen los pícaros de nuestra tradición -Lázaro,
Guzmán, Pablos- para medrar en el mundo hostil que les tocó en
suerte. Pero, sobre todo, la expresión "la
industria de la educación" tiene que ver con sentidos más modernos
de la palabra "industria", vinculados a la producción tecnológica de
mercancías. Por lo pronto, así parece empleada esta expresión por
Curtis Johnson, un entusiasta estadounidense propulsor de la "manera
disruptiva de aprender". Esta manera implica asumir la
educación como una
industria más, comparable a cualquier industria tecnológica,
constantemente sometida a la discontinuidad y a la irrupción de
nuevos modelos de mercancías. Según este uso, "industria educativa"
remite menos a la industria del Lazarillo para encontrar un
mendrugo, que a la la industria automotriz, electrónica,
informática, farmacéutica, fabril. La expresión -presente en videos
y textos de internet- produce una incomodidad segura y una
interrogante acerca del tiempo necesario para que esta incomodidad
se disipe. Porque es sólo cuestión de un poco más de tiempo.
¿Acaso "industria educativa" no es la fórmula gemela de la hoy
totalmente aceptada "industria
cultural"? ¿Acaso "industria
cultural" no es un calco mutilado de la fuerza crítica que puede
poseer una "Kulturindustrie"? ¿Acaso "las industrias culturales" no
son el menjunje que, combinando "usinas culturales" y "agentes
literarios" pretende ser el antídoto contra la ausencia de lectores?
Así como el Ministerio de Desarrollo Social inyecta
calmantes que pretenden contrarrestar las políticas del Ministerio
de Economía y Finanzas, la
Cultura desarrolla su 'industria' para intentar contrarrestar la
certera destrucción de lectores eventuales que realiza la Escuela.
Cuando la escuela primaria cumplía con su cometido
y se centraba en la
lengua escrita, la abundancia de lectores volvía innecesario el
antídoto que empezó a prodigarse conforme la escuela fue retirándose
del universo del libro. Para mejor, 'las industrias culturales', con
sus 'gestores' y sus 'agentes', tienen un inconfundible aroma
estadounidense, lo que agrega un plus de innegable modernidad, de
esa modernidad que siempre tuvo un país de escasos lectores y de
pobrísima escuela. Esa modernidad que ya habremos alcanzado nosotros
también plenamente en poco tiempo más, en cuanto dejen de cargosear
los cuatro o cinco que todavía saben leer.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 29, 5 de
octubre de 2012, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas. |
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