Sobre
noviembre del año pasado, la
web repitió por todos lados
que el zar de Microsoft, Bill Gates, impide que sus hijos, hasta
que alcancen determinada edad,
toquen una computadora, y que, cuando lo hacen, les limita su uso.
Esto, acaso, pudiera considerarse un berretín de megarricacho abrazado a
la New Age (aunque Gates, por ejemplo, nunca dio el perfil de Steve
Jobs), si no se considerase, además, que el suyo no es un caso aislado
y que los magnates de la informática de Silicon Valley, ya no un
individuo más o menos desencaminado sino (para hablar como se gustaba
hablar antes en círculos libertarios de Sudamérica) una muy tenebrosa
rosca tecnofinanciera, envían a sus hijos a colegios que les garantizan
una educación libre de informática. En definitiva, lo que quieren es
que, como en los tiempos en que existía la civilización, sus hijos lean
en papel y sepan escribir a mano.
¿Tienen razón? Arguyen que el
niño no debe precipitarse a la máquina, que los padres pierden control,
y cosas por estilo. Esto va a contrapelo de lo que sucede en aquellos
países que han adoptado el proyecto OLPC (One Laptop per Child, Una
Computadora por Niño por su sigla en inglés), instigado por Nicholas
Negroponte en 2005 en el Foro Económico Mundial de Davos, y, en
particular, en Uruguay, país que a partir de 2007, y bajo el nombre de
Plan Ceibal, implantó lo que su entonces presidente, Tabaré Vázquez,
denominó “una revolución en paz”, asignándole a cada escolar una
computadora portátil.
Esta clamoreada revolución,
cabe especificar, fue pretendida como salto cuántico educativo, y así
presentada por Vázquez y Negroponte en el lanzamiento del plan. Pasados
cinco años, sin embargo, los maestros encargados de aplicarlo denuncian
resultados magros, cuando no
negativos.
Vaya a saberse qué creyó gobernar Vázquez, pensando que el plan de
inclusión digital habría de integrarse a un marco distinto de ese negro
prodigio que, desde hace ya varios lustros, viene siendo un país cuyo
sistema educativo, hoy a la cabeza del mundo en
índices de repetición,
ha sido capaz de convertir una población perfectamente alfabetizada en
una progresivamente analfabeta, cuyos estudiantes secundarios
no logran leer el pizarrón en tanto los universitarios son incapaces
de reconocer los textos que se les asignan en cada prueba (ver
aquí y, por un dato más reciente, también
aquí).
Los detractores del OLPC
denuncian que,
como resume pulcramente
Gustavo Espinosa,
“ha pulverizado todo resto de capacidad de concentración y
atención de los escolares, y ha contribuido a colocarlos definitivamente
fuera del control remoto de la didáctica”, que el aula —aquel viejo
espacio de autoridad— ha huido despavorida ante el embate de la red, y
que lo revolucionario, más que nada, consistiría en la entronización de
“una máquina autotélica cuyo funcionamiento solo produce expertos en
operar las computadoras del Plan Ceibal”.
De más está decir que el Ceibal comporta desde ya un fracaso, porque, en
vez de revolucionar, retarda la discusión que es imperativo dar sobre la
educación en el país. El Estado, en cada una de esas computadoras
personales, lo que está haciendo es desentenderse de su obligación de
suministrar contenidos, que es la base de la situación de aula: más allá
de pedagogía y didáctica, lo que nunca debe faltar es un maestro que
sepa qué conocimiento impartir. Y en algún
punto, la queja de los docentes de primaria, por lo general no muy
iluminados sacerdotes de un culto que nunca terminan de entender, es no
solo entendible sino además redundante: basta ver a los escolares en un
autobús, o por la calle, abrazados a su chirimbolo informático como si
allí se atesorase el mundo (y no en su cabeza), para vislumbrar los
niveles cenitales que irá alcanzando la ya desbordante agrafia de los
uruguayos.
Por otra parte, estos contenidos deben impartirse en base a una
finalidad. Entonces ¿cuáles contenidos y con qué finalidad? Lo más
coherente sería no olvidar, como se ha hecho, lo básico.
Explica Alma Bolón que, en un proceso que ya lleva lustros y
décadas, la educación
en Uruguay ha abandonado su cometido de
enseñar a leer y
a escribir, dedicándose a
“socializar”,
“contener”,
“apoyar la construcción propia del saber”,
“formar en valores”,
“colmar la brecha digital”, y el resultado
es este semianalfabetismo funcional de los universitarios, que son los
escasos sobrevivientes de un sistema que deja por el camino, por
ejemplo, al 75% de los estudiantes de secundaria, muchos de
ellos, ya no funcionales sino crasamente analfabetos (ver, por ejemplo,
aquí).
Resumiendo hasta acá: los que
imponen al mundo las últimas novedades informáticas las quieren lejos de
sus niños, hasta que estén listos para lidiar con ellas. Los que ignoran
todo de la tecnología, por el contrario, se desesperan por su
opacidad, por el fetiche, como el indígena que parpadea frente al
reflejo de un vidrio y lo cambia por metal. Se trata de
una desesperación filotecnológica que ha perseverado en los uruguayos,
por ejemplo en el actual presidente, José Mujica, antihumanista
declarado y cada día más desentendido de los rigores del idioma
castellano, cuya obsesión es crear una universidad tecnológica en el
interior del país, la UTEC, para refeudalizar y forzar a los que hayan
querido olvidarse para siempre de la horrible fajina del chircal o la
caña, a reafrontarla, pero ahora en clave tecno.
Por supuesto, si uno no es
cientólogo, amish o talibán, se resigna alegremente a los aparatos, pero
no en tanto objetos deseantes, es decir, en tanto objetos que lo desean
a uno. Y es curioso que los mismos capitostes que se babean por la
tecnología lo hagan, como hacen Mujica y muchos miembros del gobierno,
en nombre de la necesidad de olvidarse de las humanidades y letras y de
abrazar la ciencia, como si alguna vez las humanidades hubieran estado
reñidas con la ciencia, o con la tecnología. Lo que es más curioso
todavía es que uno solo puede olvidarse de lo que alguna vez conoció, y
esto jamás es el caso con los actuales gobernantes: Mujica, para decir
poesía, dice murga,
y al vicepresidente Danilo Astori, si le preguntan por un escritor, dice
Galeano.
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Claro, cuando se alcanza el
portento de olvidar lo que nunca se tuvo, entonces resulta natural que
los chirimbolos no nos dejen ver el resto. Por ejemplo, los actuales
gobernantes uruguayos se llenan la boca hablando de Finlandia, a la que
toman como modelo pensando en los logros de Nokia, pero dejan de lado
que en ese país es más difícil, y deseable, estudiar para maestro que
para abogado, y que el finlandés promedio, por año, retira unos
17 libros de la biblioteca.
La máquina y el duelo
Otra forma de leer esta
discrepancia entre lo que hacen los tecnológicamente desarrollados y lo
que indiscriminadamente impulsan hoy nuestros gobernantes es la
siguiente: mientras los de acá se desesperan por arrojar a sus hijos a
la máquina, desoyendo, claro está, la vieja lírica de Pink Floyd, los
magnates de la tecnología parecen interesados en que su prole haga
máquina.
Gilles Deleuze y Felix
Guattari en
Mille plateaux afirmaban que un hombre y un instrumento (una
pala era su ejemplo, obviamente convocado para responder al materialismo
y al heideggereanismo con el que por entonces dialogaban) hacen máquina.
Y así, sigue siendo imprescindible recordar que un hombre y un lápiz, o
si se prefiere, una japonesa con un pincel, lista para estampar
hiragana en un trozo de seda, o incluso un cromagnon iluminando con
sus pinturas la cueva de Chauvet, en el sur de la actual Francia, ya
hará unos 30.000 años, son nada más variantes de la Gran Máquina, del
humano que escribe.
Cierto, tras
el dieciochesco elogio de la naturaleza de Jean Jacques Rousseu,
tributario de
los buenos salvajes de Montaigne, se ha insistido en proyectar en la
escritura, en tanto materialización del
Contrato Social, una fuga respecto a lo Bueno Primitivo (y materno
--lo Real, diría el sicoanálisis lacaniano). Pero lo cierto es que los
inspiradores de Montaigne y de Rousseau, es decir, los
habitantes originarios de América, erigieron civilizaciones
monumentales, astronómicas y altamente quirúrgicas (como la paracas, en
los Andes, que realizaba trepanaciones cerebrales) sin molestarse en
conocer la rueda, aunque ninguna se desentendió de la Gran Máquina, ni
siquiera aquellas mujeres charrúas que,
erase una vez, en el territorio
de la actual República Oriental del Uruguay, según la
Historia del Paraguay y del Río de la Plata
del naturalista Félix de Azara, se cortaban una falange del meñique o de
otros dedos en señal de duelo. Si los entusiastas de la oralidad,
o de cualquier neoralidad, retiemblan de delicia cuando ensueñan
culturas ajenas al signo escrito, creyéndolas de alguna forma más
próximas al ser, a la naturaleza, a la inocencia, incluso al folk,
a ellos hay que recordarles que el dedo que se mutila, que exhibe
falanges de menos, es el lápiz, pincel, seda, gruta de cueva con el que
el humano está haciendo máquina. Allí donde hay lo mocho había algo que
no está, de lo que doy cuenta, que incluyo en el tajo. Tendrá lo suyo de
cruento, pero no deja de ser escritura.
Ya lo ha recordado esta columna
pero es obligación repetirlo: es a la Gran Máquina, a la escritura
precisamente, a lo que más horas académicas, desde primaria hasta la
universidad de grado, dedican los países tecnológicamente desarrollados,
desde Japón a Estados Unidos, desde Alemania y Francia, o desde el
Reino, Unido a la Finlandia cuyo brillo fascina por acá. Como
contrapartida, y desentendidos de lo evidente, por aquí los burócratas
nos siguen sirviendo indicadores de conectividad, o de inclusión,
intentando justificar el injustificable y ya endémico desvarío
educativo, que de alguna forma es inseparable del desvarío de un país
que, en rigor, no sabe qué transmitir a sus estudiantes (por más, ver
esta
esclarecedora entrega de interruptor)
Para finalizar, convendría
recordar el tributo a la Gran Máquina de los charrúas. Segar falanges
era llevar un registro en dígitos negativos. Contrario a lo que suelen
hacer las agencias de gobierno, que en Uruguay dan cuenta de un lector
si es capaz de decodificar una prescripción médica, o que miden el éxito
del Ceibal
por sus amigos de facebook, el sistema charrúa cuenta lo que estuvo
alguna vez pero que en realidad falta, y en la misma contabilidad hace
duelo. Así, por ejemplo, si se mantuviera en este país alguna vez
alfabetizado la costumbre de ese pueblo extinto, ¿cuántas falanges le
quedaría a cada uruguayo si nos quitáramos una, para tirar una cifra,
por cada 100.000 compatriotas condenados desde ya (hipnotizados como
estamos por tecnologías que no sabemos si seguirán vigentes dentro de
dos días) a no saber leer ni escribir decentemente? Bastaría, nada más,
con retirar lo que nos quede de manos del teclado, y mostrarlas. Ya
vendrá alguien a sacar la cuenta.
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