En primer lugar abordaremos las determinantes
históricas y culturales que llevan a la construcción del problema
social. Esto implica un análisis tanto diacrónico (aquellos procesos
históricos que determinan la construcción del problema “droga”),
como sincrónico (los mecanismos involucrados desde un punto de vista
antropológico, y que remiten a la relación sociedad-legalidad-Estado).
Proseguiremos indagando cómo se configura el imaginario social
donde, en una lógica de la exclusión, surge la figura simbólica del
drogadicto, oficiando de chivo emisario que subsume a aquellas
diversas y heterogéneas modalidades de consumo de sustancias.
1- Un poco de historia
Sería imposible pensar el “problema de la
droga” sin atender
primero a los diferentes organismos e instituciones estatales y el
poder que éstos ejercen sobre el campo social. Esto nos lleva a
pensar la influencia de las políticas estatales sobre el conjunto
heterogéneo de costumbres, prácticas, percepciones y saberes que
circulan por la población. Debemos considerar al estado y
específicamente al terreno político como un campo de lucha y poder,
donde diversos agentes sociales compiten en torno a la distribución
del poder legítimo. Lo político es entonces terreno por excelencia
para las disputas de poder en las sociedades secularizadas, donde lo
religioso se encuentra -en menor o mayor grado- escindido de la toma
de decisiones a nivel de Estado.
Es a través del Estado y
los diversos organismos vinculados, que las políticas sanitarias
adquieren un valor de legitimidad y hegemonía en el conjunto de
saberes que circulan en el campo social. Dicha legitimidad debe ser
necesariamente vinculada a una trama histórica y cultural que
construye progresivamente nuestra relación con aquellas sustancias
que se nos ofrecen bajo el calificativo de
drogas.
Por un lado tenemos nuestra historia occidental cristiana, donde
cualquier práctica asociada a cultos místicos-embriagantes fue
prohibida. La embriaguez -vinculada a distintos cultos paganos- fue
satanizada por la Iglesia, y asociada al despliegue desmesurado del
deseo y del
vicio, de la subyugación del espíritu por la carne. En esta
confrontación religiosa-obsesiva contra distintas técnicas
extáticas, así como contra diversas prácticas recreativas y/o
terapéuticas, es que comienza una progresiva fetichización negativa
de determinados productos de consumo[1].
Con la llegada del renacimiento y el pensamiento científico
observamos un distanciamiento y un cambio de perspectiva. Aquellas
sustancias anteriormente satanizadas comienzan a concebirse en un
sentido más secularizado, desarraigado de la valoración religiosa
que por siglos había imperado. En el siglo XIX podemos observar como
muchas de las actualmente denominadas drogas son mercancías libres,
utilizadas habitualmente para diversos tipos de uso. Por ejemplo el
botiquín casero consistía en una variedad de productos medicinales
derivados del opio, así como morfina, codeína, cocaína y heroína. La
categoría de adicto como la entendemos hoy no se manejaba y el
problema del síndrome abstinencial no existía como raíz mítica de un
problema, siendo tan sólo una incomodidad producida por la
suspensión del uso.
Es en las primeras décadas del siglo XX que comienza una nueva
“satanización” de determinadas sustancias, principalmente a través
de EEUU, país que
comienza a establecerse como gran potencia mundial[2]. Dicha
reacción se encontraría vinculada a la confluencia de varios
factores, que se retroalimentan entre sí. Se destacan principalmente
la transformación de un
Estado de intervención mínima por uno asistencial, el
descubrimiento de nuevos psicofármacos, el ascenso del estamento
médico, la progresiva cohesión y autoconciencia del movimiento
prohibicionista.
De esta manera se configuran paulatinamente las
lógicas de sentido que hoy en día imperan. El problema se traslada
del ámbito privado al de la Salud Pública, y se constituye como un
problema Jurídico y de Seguridad Nacional. Comienzan una serie de
compromisos y leyes a nivel internacional que consolidan poco a poco
un circuito ilegal de comercialización de determinadas sustancias,
así como un comercio legítimo del consumo de otras, producidas por
las distintas industrias farmacológicas, y recetadas por la
corporación médica, única con potestad en esta materia.
La ilegalización genera, por su parte, el
establecimiento de una red clandestina de narcotráfico, así como la
imposibilidad de un control de calidad en lo relativo a aquellas
drogas ilegales que de todas maneras se consumen en un alto
porcentaje poblacional y que son hasta el día de hoy adulteradas en
vista de obtener una mayor ganancia. Por otro lado se produce
socialmente una estigmatización y desvalorización simbólica del
consumidor, que se homologa a la categoría adicto.
2- El concepto de adicción
Según Escohotado el concepto de estupefaciente se empieza a utilizar
en Francia (stupéfiants) y remite a su calidad de
imbecilizadores. En ingles se utilizará la expresión narcotics
ya desde la primera ley propiamente represiva, la Harrison Act en
1914. En la Convención de Ginebra en 1925 comienza a formarse lo que
luego se llamará Comité de Expertos en Drogas que producen Adicción,
lo cuál lleva a la necesidad de definir el concepto mismo de
addiction (toxicomanía en español). Partiendo de este a priori
adicción-estupefacientes es que el asunto se complica, pues dicha
asociación parte de una concepción y estado de arte jurídico-legal,
pero pretende abrirse paso como definición de carácter científico,
en relación a criterios farmacológicos que generan una serie de
incongruencias: definiendo drogas adictivas como aquellas sustancias
que generan hábito, tolerancia y dependencia física, la lista de
sustancias prohibidas resultaba un tanto arbitraria, si tomamos en
cuenta que alguna de las sustancias ilícitas eran difíciles de
determinar como adictivas (caso del cáñamo), y algunas legales eran
definitivamente adictivas (el alcohol por ejemplo)[3].
Es entonces que se improvisa una nueva concepción de adicción,
expuesta en un pronunciamiento de la OMS en 1957, donde se
distinguen dos tipos de dependencia, la psíquica y la física, así
como se habla de tolerancia y tendencia a la tolerancia. A través de
estas redefiniciones se hace posible entonces justificar al cáñamo y
a la cocaína como drogas adictivas. A su vez se distinguía adicción
de hábito, siendo este ultimo el generado por sustancias lícitas. Un
simple “deseo” – y no
una “compulsión”- que implica poca o ninguna tendencia al aumento
de la dosis y, quizás, cierta dependencia psíquica. La poca claridad
científica entre hábito y adicción, entre “deseo”
y “compulsión”, entre “tendencia” y “poca tendencia”, entre
“dependencia física” y “dependencia psíquica”, llevó a controversias
y protestas por parte de algunos farmacólogos. Surgieron
discrepancias, que llevaron por un lado a una concepción “dura” del
problema, promulgada por la Junta Internacional de Fiscalización de
Estupefacientes, manteniendo la concepción sustancializante de
drogas adictivas, y por otro lado una concepción más “blanda”,
asumiendo la dependencia como una modalidad vincular entre el sujeto
y una sustancia, así como una renuncia al modelo ético-legal a favor
de una apertura a las nociones farmacológicas. Este último fue
llevado a cabo en Ginebra, donde se renombra al Comité de Expertos
con el nombre de Comité de Expertos en Drogas que producen
Dependencia.
Una nueva reacción prohibicionista se produce en el Convenio de
1971, donde se establece el uso indebido de sustancias en relación
al criterio que las autoridades gubernamentales locales decidan. “El
Convenio de 1971 representa un hito singular en esta dirección, ya
que no fija parámetros objetivos de actuación a los encargados de
ponerlo en práctica; el legislador convierte allí a los poderes
ejecutivos en legislativos, haciendo que su práctica sea la única
teoría”[4]. Droga adictiva termina siendo toda droga prohibida por
las autoridades locales; se trata de la explicitación de un círculo
vicioso ético-legal, donde “es malo porque es prohibido y es
prohibido porque es malo”.
Independientemente de cualquier objeción farmacológica “…la solución
última y todavía vigente fue declarar que todos los Estados debían
velar por el estado anímico de sus ciudadanos, controlando
cualesquiera substancias con efectos sobre el sistema nervioso.
Nació así el concepto de ‘psicotropo’, a la vez que se disparaba la
producción y consumo de los estupefacientes tradicionales, pues sus
análogos sintéticos eran ya ‘substancias psicotrópicas’ que sólo
podían obtenerse en farmacias con receta médica”[5].
3- Legalidad, sociedad, estado
En Tristes trópicos Levi-Strauss nos habla de la posibilidad
de clasificar las sociedades en dos tipos: las que practican la
antropofagia y las que practican la antropoemia (emein, del griego,
vomitar). Bien es sabido que la
antropofagia ha sido en la cultura
occidental asociada al salvajismo, una costumbre primitiva e
inmoral. El mecanismo psicológico propio de la antropofagia
consistiría en la introyección de las cualidades del difunto a
través de su ingesta, para de esta forma incorporar sus virtudes y
neutralizar su poder. En el polo opuesto encontramos la antropoemia,
proyección paranoica en la que se enquistan entrópicamente
determinados agentes o procesos sociales, para de ese modo ser
expulsados fuera, bajo la figura del chivo emisario. La oposición
antropofagia-antropoemia sería similar a la realizada por Escohotado
entre banquete sacramental y regalo expiatorio a los dioses. La
antropofagia corresponde a un modo cultural y simbólico cuyas causas
responden por lo general a un modelo místico religioso. La
antropoemia corresponde a nuestras sociedades y sus costumbres
judiciales y penitenciarias. Y si bien a nosotros nos produce cierto
rechazo el “salvaje canibalismo”, podríamos preguntarnos si nuestras
costumbres de exclusión y segregación social no agitarían los
taparrabos de muchos de estos supuestos salvajes.
Pero
no todo es asado de tira en la etnografía. Pues al igual que
nosotros, toda sociedad implica la conjunción de costumbres e
ideales preformados moralmente en el encuentro molecular de las
afecciones y el acomodamiento de nuestros cuerpos a un territorio
social, una geografía, y una ecología. Esta conjunción de fenómenos,
cristalizados en automatizaciones y procesos reflexivos, conforman
la vía de cómo se hacen y deben hacer las cosas, la tradición del
pueblo. La tradición es en principio el orden positivo en tanto
fuerza de la costumbre o hábito que se abre camino sobre el caos de
las posibles alternativas. Dicha tradición construye un
pathos, una forma de actuar
intuitivamente que involucra normas estéticas y automatizadas. Es el
primer grado de la cultura como ley: la cristalización del
deseo como norma
afectiva. Siguiendo a medias al viejo picarón de Malinowski y su
teoría de la ley en los primitivos podríamos establecer las
siguientes distinciones:
1- La ley como determinismo cultural espontáneo (pathos):
se trata del pathos que mencionábamos anteriormente, o sea,
aquellas costumbres que una comunidad sigue implícitamente aunque no
sean capaces de verbalizarlas o expresarlas explícitamente. Son las
afecciones que se establecen mediante el hábito empático, en una
semiótica no necesariamente vinculada al lenguaje verbal.
2- La ley como norma de conducta (pedagogía popular): se trata
de aquellas normas explícitas cuya sanción es automática en base a
una enseñanza espontáneamente adquirida.
3- La ley del orden y la preservación (ideales de conducta y
ethos de un pueblo): son las
que estimulan las conductas positivas y sancionan las desviaciones,
en relación al territorio, la propiedad, los contratos, los
derechos
sexuales. De esta manera se configura un modelo, un ideal del
yo, gracias a un movimiento
narcisista que estimula a la conducta tradicional (o a través de
alicientes positivos, en el lenguaje behaviorista de Malinowski).
4- Los mecanismos de la ley al producirse una infracción
(mecanismos de coerción juridico-judiciales): son las reacciones
coercitivas de una comunidad cuando se quebranta una norma de modo
claro y conciso. Se realizan a través de una ley explícita ejercida
por un poder legítimo, por ejemplo el estado.
Como dijimos anteriormente, es a través del
Estado (punto 4) y su
legitimidad como institución social que se producen transformaciones
en la percepción social de determinadas prácticas, que a su vez
conllevan a la configuración y modelaje de las prácticas mismas, y
por ende del campo social en su conjunto (puntos 1, 2 y 3). En
nuestro caso en particular es notorio como a través de las
instituciones estatales se promulga un modelo prohibicionista que
llena de imágenes “arquetípicas” el imaginario social. Imágenes
descalificantes que en una especie de acto metonímico reducen un
conjunto heterogéneo de prácticas a figuras que circundan el
fenómeno de la drogadicción y el drogadicto. Éste último actúa de
“chivo emisario”, especie de personaje griego consumido por su
hybris (desmesura), o figura del pecador atrapado por el
satánico pecado de la carne, la lujuria y el descontrol. No tratamos
de negar la adicción, sino de mostrar cómo el drogadicto se vuelve
figura central en la “cruzada” contra la droga, y como dicha figura
avasalla y oculta en el imaginario social una heterogeneidad de
prácticas agenciadas a distintas sustancias denominadas
peyorativamente bajo dicho término. De esta manera se naturaliza un
saber que se vuelve sentido común y verdad a priori, perdiendo su
carácter de construcción histórica y su posibilidad de ser sometido
a crítica, en una especie de circularidad tautológica.
4-
Imaginario social: la figura del drogadicto sobrecodificando el
campo social
Podemos entonces abordar el problema de la percepción social del
consumo de drogas centralizándonos en el “drogadicto” como figura
que actúa de chivo emisario, que sobrecodifica el conjunto de
prácticas asociadas al consumo de dichas sustancias, cerrando el
campo de visibilidad social de las mismas, y volviéndolas un
problema sanitario per se, independientemente de criterios
científicos -de orden médico o farmacológico por ejemplo-. Dicha
figura actúa en principio sobre diversos campos sociales,
homologando prácticas y figuras heterogéneas, haciéndoles de esta
forma perder su singularidad.
Se trata de una especie de “significante despótico”[6] que actúa
como figura mítica mortuoria u ominosa, familiarmente desconocida.
Dicha figura adquiere rasgos negativos, concebidos por lo general
como causa de desintegración social e individual. Mencionemos
algunos de estos rasgos, mediante algunos textos significativos:
“Se oye contar en el Perú tristes
historias de jóvenes que perteneciendo a buenas familias tuvieron la
imprudencia de probar la coca, en una temporada ocasional, en las
selvas, y han encontrado tal placer que, invadidos por el encanto
maligno, se entregaron al abandono absoluto, renunciando a la vida
civilizada, alejados de sus padres e inutilizados para toda la
ocupación. Algunos de esos fugitivos han sido encontrados en el
correr del tiempo en alguna toldería y, a pesar de su resistencia,
fueron reintegrados al hogar familiar. Más, la nostalgia fatídica de
la droga, los atraía irremediablemente hacia la selva y un odio
profundo hacia la vida civilizada los hacia evadir en la primera
oportunidad y volver al estado semi-salvaje, donde encontraban el
nefasto excitante que los llevaba infaliblemente a la muerte
prematura”[7]
La elección de este fragmento no es representativa para el contexto
actual, dado que pertenece a un texto extraído de una emisión radial
dictada por un doctor vinculado a la dictadura de Terra. Sin embargo
su carácter grotesco y caricaturesco nos permite observar, como si
fuera una lupa, ciertos rasgos que se mantienen hoy en día de forma
más moderada. Por un lado está la noción de adicción como fuerza
“demoníaca” que reside en determinadas sustancias y que se vuelve
irrefrenable para la voluntad del sujeto. Se trata de un placer
desmedido, una voluptuosidad desenfrenada, provocada por el deseo
irresistible de experimentar una vez más lo “carnal” de determinada
experiencia[8]. Placer,
muerte e irracionalidad se hallarían entonces del lado de la
naturaleza, siendo un estado salvaje desmesurado al que vuelve el
adicto, en tanto voluntad, vida y familia se encuentran del lado de
la cultura. Se trata de
una lógica binaria sencilla y de estructura mítica, pese a que se
intentará justificar como científica una y otra vez. Asociado al
placer estaría la culpa, dada
nuestra tradición cristiana occidental. El drogadicto es culpable de
rendirse ante el ominoso y transgresor
placer de la droga, y, al
igual que el criminal, es un “infractor” que transgrede los valores
de la familia, las costumbres sociales y las leyes del Estado.
“Médicos, estadistas, sociólogos,
moralistas, escritores, luchan incesantemente contra este grave
peligro social, que origina la degeneración individual, la
decadencia de la raza, el desarrollo alarmante de la criminalidad,
la superpoblación de los asilos, manicomios y hospitales; la
desorganización de la sociedad y hasta la pérdida de los más caros
afectos y de los más puros y nobles sentimientos: el amor a la
familia y el amor a la patria”[9]
Necesidad tiránica, seres desequilibrados, paraísos artificiales,
puesta en jaque de la salud individual y colectiva, irresistible
pasión, imbecilidad, morboso placer, degeneración moral, violencia,
criminalidad, locura, envidia, falta de higiene, aberraciones del
instinto sexual, haraganería, divorcio, violación. Lo que se
encuentra en juego es el orden social –las redes de parentesco, las
buenas costumbres, la salud, etc.-; el drogadicto es una especie de
casillero vacío expiatorio, donde se depositan masivamente un
conjunto de peligros, mediante un sistema de corte dual, mitológico
y antropoémico en el sentido levi-straussiano. De ahí que la
asociación criminalidad-drogadicción tenga tanto peso. No sólo
porque con la ilegalización de la misma su comercio se halle
vinculado íntimamente en redes de narcotráfico, sino porque dicha
figura trae consigo la figura de la caótica desmesura de las
pasiones, así como de la imposibilidad en el manejo de las emociones
y la frustración (el vicio del tyrannos griego). Esto genera
la figura de la víctima-victimario[10], figura que mi madre trajo a
colación preocupadamente cuando le dije que me iba al Molino de
Pérez por la manifestación para la legalización de la marihuana:
Madre del Isma: Cuidado si vas a ayudar a un drogadicto! Andan
todos armados!
Isma: eh... como? nah...
M. del I.: Claro que andan armados! Lo que pasa es que salen a
buscar droga, no la consiguen y entonces agarran y te roban!
Todo esto me hizo recordar a Pánico y locura en las Vegas
-excelente película con guión y dirección de Terry Gilliam y en la
que actúan J. Deep y B. Del Toro-, cuando en el documental de la
policía decían que a los marihuaneros se los reconoce por el semen
que tienen en sus manos de tanto masturbarse en los ratos en que no
están robando a viejitas para conseguir
dinero para las
drogas. Lo que se expresa de forma un tanto grotesca es la figura
del drogadicto que, más allá de su existencia real y de sus
características reales en tanto sujeto con un problema de adicción a
determinado objeto-actividad-sustancia, se nos presenta como un
significante que subyuga y cierra el campo de visibilidad en torno a
un conjunto heterogéneo de prácticas sociales que en su mayoría no
presentan dichas características y son llevadas a cabo en forma no
conflictiva con las obligaciones de la vida cotidiana.
5- Los usuarios. El campo social, las distintas subculturas
Vemos entonces como la figura emisaria del drogadicto y sus diversos
“epítetos” arrastra consigo un conjunto heterogéneo de prácticas
socio-culturales donde el tema de la adicción se configura tan sólo
en pocas ocasiones. Las prácticas que por lo general se encuentran
estigmatizadas son aquellas vinculadas a drogas ilegales o drogas
usadas en forma ilegal; prácticas colectivas de diversa índole, que
se agencian a determinadas sustancias bajo distintos usos -como
tranquilizantes o estimulantes, en relación a festividades o
actividades lúdico-recreativas, etc.-. Lo que hay que destacar en
todos los casos es la importancia de la cualidad simbólica o plano
semiótico, que trasciende lo pragmático de la práctica, remitiendo a
las condiciones socio-históricas que constituyen la práctica y
configuran sus condiciones de uso. Esto nos remite entonces a la
necesidad de producir nuevos campos de visibilidad en la temática,
que nos permitan realizar un análisis de cómo los distintos grupos o
subculturas realizan determinadas actividades vinculadas al uso de
tal o cual sustancia.
A partir de esta óptica comienza entonces a ser necesario el
análisis etnográfico de cómo dichos grupos viven la ciudad, y cuales
son los viajes que se realizan en determinadas prácticas
socio-culturales, donde el agenciamiento con determinadas sustancias
se vuelve relevante. Tenemos por ejemplo las prácticas festivas
relacionadas con la música electrónica, que involucran drogas
estimulantes, principalmente el éxtasis. Según el antropólogo
uruguayo Gabriel de Souza se trata de fiestas donde se privilegia lo
sensorial, el placer, el autoabandono a través del ritmo, el clima
colectivo y festivo de “buena fiesta”, la ebriedad, el contacto de
los cuerpos[11]. A su vez el asiduo a la música electrónica se
conecta progresivamente con una comunidad y subcultura que posee sus
propios recorridos y esparcimientos, su propia estética y
sensibilidad, así como con sus propias figuras notorias en el
ambiente –los DJ´s por ejemplo-.
En todos los casos se trata de una forma de vivir la ciudad, de
navegarla, por así decirlo. Un viaje más dentro de la cantidad de
propuestas de relacionamiento urbano, tomando en cuenta que “…los
viajes no se distinguen ni por la cualidad objetiva de los lugares
ni por la cantidad mesurable de movimiento –ni por algo que estaría
únicamente en el espíritu- sino por el modo de espacialización, por
la manera de estar en el espacio, de relacionarse con el espacio”[12].
Siguiendo a Canclini podemos decir que desde el punto de vista
antropológico no existe una ciudad, sino varias, en el sentido que
la ciudad se define por los modos de apropiación de los espacios de
acuerdo a las distintas inscripciones que en ésta se trazan. Dichas
inscripciones se relacionan con determinados estilos de vivir la
ciudad, estableciéndose lo que Bourdieu denominaría determinado
habitus. Los diferentes estilos de vida que constituye el
habitus estarán conformados no sólo por sistemas de esquemas
generadores de prácticas, sino que también sistemas de percepción y
apreciación de las mismas: el “gusto”, la estética propia de cada
subcultura. Se establecen entonces consumos socio-culturales, así
como una especie de lucha por la legitimidad de lo que se considera
valuable (la adquisición de estatus o reconocimiento de un grupo o
estilo de vida), y por aquellos bienes o capitales (sean de orden
económico o cultural), que son considerados “distinguidos”, de mayor
valor, en oposición a los “vulgares”.
6- Reflexiones finales
Al final del trabajo, y si no se ha leído en forma minuciosa lo que
poco a poco hemos escrito, creo que se nos podría objetar: “¿Pero
acaso la drogadicción no es un gran problema real que están negando?
¿Qué hay de aquellas personas que efectivamente caen en el pozo de
la dependencia y la adicción? ¿No hay cierta negligencia en los
planteos que se han formulado aquí?”.
Según el DSM IV (MANUAL DIAGNÓSTICO Y ESTADÍSTICO DE LOS
TRASTORNOS MENTALES - American Psychiatric Association),
la dependencia se define como un grupo de tres o más
síntomas que aparecen dentro de un mismo período de 12 meses:
1- tolerancia (necesidad de
incrementar las dosis para obtener el mismo efecto deseado, así como
una progresiva disminución del efecto debido al uso continuado),
2- síndrome de abstinencia (conjunto de síntomas cognoscitivos y
fisiológicos que llevan a un comportamiento desadaptativo cuando se
disminuye la cantidad de sustancia en el individuo, por lo que éste
debe recurrir a la misma sustancia o una similar para aliviarse).
3- la sustancia es tomada en cantidades cada vez mayores,
4- el deseo persistente en consumirla así como el esfuerzo
infructuoso de controlarlo,
5- se emplea mucho tiempo en actividades relacionadas a la misma
(obtención, consumo, etc.),
6- problemas en la vida social debido al consumo de la
sustancia,
7- se continua consumiendo pese a tener conciencia de diferentes
problemas causados en el consumo de la misma (úlcera y alcohol,
cocaína y depresión, etc.).
Desde una perspectiva psicoanalítica, el problema de la drogadicción
estaría íntimamente vinculado al consumismo y el narcisismo
posmoderno. El yo actúa sin comprometerse con nada pues los
compromisos son siempre laxos; no existe un Nosotros que demande
lealtad o solidaridad alguna. El narcisismo opera con un pie adentro
y otro afuera de la cadena simbólico-cultural transmitida trans-generacionalmente
por la ley simbólica. Se trata entonces de una falla en la
castración, bajo la ley desenfrenada del goce, ley hipertrófica que
insta a la exigencia de un consumo trivial y fetichista. Bajo este
contexto es que “…las drogas implican la suspensión de la
castración simbólica, cuyo sentido más elemental es precisamente que
el goce sólo es accesible por medio de (como mediado por) la
representación simbólica. Este Real brutal de goce es el reverso de
la plasticidad infinita del imaginar, ya no limitado por las reglas
de la realidad”[13].
Desde un punto de vista mas reaccionario y abierto,
Deleuze y
Guattari enfatizan en la distinción entre el drogadicto y el consumo
de drogas como apertura a otros estados de la conciencia: “Lo que
permite describir un agenciamiento Droga, cualesquiera que sean las
diferencias, es una línea de causalidad perceptiva que hace que 1)
lo imperceptible sea percibido, 2) la percepción sea molecular, 3)
el deseo invista directamente la percepción y lo percibido”[14].
Se trata de captar los microfenómenos y entrar en un tiempo distinto
al de la conciencia normal. –Una desterritorialización con
velocidades y lentitudes sin formas, donde la experimentación
sustituye a la interpretación. Estas micro-percepciones son
reterritorializadas en formas y sujetos, siendo el drogadicto
alguien que se hunde en una línea de muerte, vaciándose y
endureciéndose en la segmentaridad dura de sus producciones
fantasmáticas, en una especie de agujero negro: hundido más que
colocado. “Demasiado burdos para captar lo imperceptible, y para
devenir imperceptible, los drogadictos han creído que la droga les
proporcionaría el plan, cuando en realidad es el plan el que debe
destilar sus propias drogas, continuar dominando velocidades y
entornos”[15].
Consideramos entonces, respondiendo a las preocupaciones de nuestro
crítico imaginario, que habría que distinguir por un lado el
problema de la adicción como un problema real, en determinadas
formas vinculares que asume un sujeto con un
objeto-actividad-sustancia, y la figura mítica del drogadicto dentro
de un imaginario social, que como significante despótico captura un
campo heterogéneo de prácticas sociales agenciadas al uso de
determinadas sustancias ilegales, y las estigmatiza bajo una
concepción desvalorizante y “etnocéntrica”.
Notas:
Se podría decir que se trata de un mecanismo despótico,
característico del sistema feudal o monárquico, que procede por
sobrecodificación de las relaciones sociales al linaje del
déspota, conformándose éste como cuasi-causa de la producción -y
de todo lo que en suma es “bueno”-. El chivo emisario sería su
contracara, su figura invertida, lugar de expiación y
proyección paranoica.
“La cruzada farmacrática fue el invento de un solo país
–coincidente de modo puntual con su ascenso al estatuto de
superpotencia planetaria-, que se exportó al Tercer Mundo
mediante una política de sobornos y amenazas. Las naciones del
bloque occidental y soviético adoptaron el modelo cuando no
sufrían problemas sociales o individuales derivados de las
drogas, y cuando la iniciativa norteamericana –vista a
distancia- parecía algo exclusivamente humanitario. Una vez
creado el problema, todos los gobiernos comprendieron las
distintas rentas políticas y económicas que se derivaban de
mantener la cruzada” (Escohotado Historia general de las
drogas. Vol III. Alianza Editorial, Madrid, 1992:384)
Siendo más exactos se trataría de un signo lingüístico que,
situado en el orden de la expresión o del “significante”,
formaría parte de un sistema mítico de segundo orden. Citando a
Barthes, “…el mito es un sistema particular por cuanto se
edifica a partir de una cadena semiológica que existe
previamente: es un sistema semiológico segundo. Lo que
constituye el signo (es decir el total asociativo de un concepto
y de una imagen) en el primer sistema, se vuelve simple
significante en el segundo”. (Barthes, R. Mitologías.
Siglo XXI Editores, México, 1997:205). O sea que el mito
tomaría prestados los signos lingüísticos (significante +
significado) y los utilizaría en calidad de significantes, para
establecer sus propias configuraciones semiológicas.
“… ya en la caza de brujas el uso de ungüentos se había ligado
con fantasías y prácticas voluptuosas. Luego ese nexo entre
erotismo y fármacos no alcohólicos desapareció de la conciencia
durante dos siglos, para acabar reapareciendo como una ecuación
que conecta indisolublemente drogas y perversión sexual” (Escohotado
Historia general de las drogas. Vol III. Alianza
Editorial, Madrid, 1992:361).
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