Cuando se vive en opresión,
poco
más adecuado que llamar Opinar a un semanario, como hiciera Enrique Tarigo durante los
últimos años de la dictadura uruguaya. Desde
Opinar, por ejemplo, Tarigo había logrado expresar su rechazo a la
Constitución que se plebiscitaba en 1980 para legitimar al gobierno
militar. Al respecto, escribía Tarigo, “como la misión de Opinar es
opinar, debo adelantar en 72 horas algo así como una
contabilización o un balance que viene creciendo en mi espíritu desde
hace no menos de un mes y que, de no existir Opinar bien podría haber
postergado hasta la víspera del plebiscito”. El semanario, que le ganó a Tarigo
participar en un debate radial y otro televisivo para hacer conocer a la
ciudadanía sus motivos para rechazar el proyecto de Carta Magna, decidió la derrota del proyecto militar, y uno de
los pasos aurorales para el regreso de la democracia en Uruguay.
Cierto, cuando no hay sino un macizo y autocrático discurso oficial que
acalla todo disenso, la opinión de un jurista, como era el caso de
Tarigo, abre la compuerta para que se sacuda el estupor de marchas
militares en que vivían los uruguayos en la época. Opinar, en ese caso,
significaba disentir, pero ya advenida la democracia, el semanario dejó
de tener sentido y sucumbió, precisamente porque las democracias exigen
algo más que la opinión crasa. Porque en rigor, ¿qué significa opinar?
Se trata de un estado de creencia, algo que los filósofos, desde Parménides
y Platón hasta
Karl Marx o, más tarde,
Louis Althusser, han denunciado como un anti-saber; según los primeros
se trata de la
doxa, ese error o apartamiento de la verdad, que es el
Bien; según los últimos, de ideología, estado ilusorio en el que nos
suministramos razones falsas para justificar nuestra relación con la
materia, la explotación que padecemos, nuestras ambigüedades a la hora
de definirnos sujetos históricos, o, lo que vendría a ser lo mismo,
nuestra desatención a la lucha de clases.
Don Nango, personaje treintaitresino y ágrafo, solía repetir que “hasta
el perro puede tener su opinión”, lo que equivale a recordar que la
opinión está desprovista de autoridad; también a recordarnos que la
opinión es posesión de todos y cada uno de los humanos, que por lo
general no es expresable dentro de un Estado despótico, y que las
democracias liberales han consignado su expresión como derecho
inalienable. ¿Por qué se la considera tan preciado tesoro? Porque la
opinión pública, voz acuñada por el francés
Miguel de Montaigne en 1588,
fue lo que estalló como un clamor en el siglo XVIII, principalmente en
el Reino Unido, en lo que no hace tanto el alemán
Jürgen Habermas,
teórico de la modernidad y devoto de los consensos, denominó
Esfera
Pública, un área de vida social en la que los individuos se reúnen para
discutir e individuar los problemas de sus respectivas sociedades.
Ahora bien, la creación de esta “esfera” en el siglo XVIII, como ha
mostrado
Richard Sennett (ver este libro), está directamente vinculada a
la configuración de un “público”, un término eminentemente teatral. Esta
esfera supo ser un escenario, la plaza pública, como entre los
atenienses de los siglos V y IV a.E.C., donde el cuerpo y la verdad se
entrelazaban. Así Sócrates, antes de beber la cicuta a la que lo habían
condenado sus enseñanzas, manifestaba, citando una tragedia, el
Palamedes de Eurípides: “duélete verdad, porque sucumbes antes que yo”.
Lo que no se puede dejar de decir, de todos modos, es que esa esfera
griega reactivada por la modernidad se ha evaporado. El público, hoy
en día, no es sino una ingeniería de marketing, levantada en base a
encuestas de opinión que modelan, menos que los contenidos políticos, su
propaganda.
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Más, si en el siglo XVIII la entronización del público se realizó a
través de una tecnología, la imprenta —es decir, a través del periódico—, la disolución de la
Esfera Pública ha venido de la mano de otras
tecnologías y de otros medios, como la televisión y, hoy sobre todo,
internet. En este sentido se puede entender el actual, y acaso efímero,
auge de Facebook como la consagración de la opinión (me gusta, no me
gusta, ya no me gusta) en su arista más insustancial, como un no-lugar
en el que, a diferencia de la plaza pública o el teatro, nadie responde
con su propio cuerpo por su expresión —por su opinión— y en la que la
manifestación de opiniones se desentiende cada vez más de toda
reivindicación de vecindad con lo verídico.
Si en términos de sufragio, o de consumo, las adhesiones o rechazos de
cada individuo pueden llegar a encontrar cierto peso, éstas carecen de
todo valor en términos de saber. Dicho de otro modo, la fragmentación
presente parece haber pulverizado toda pretensión de encontrar lo
verdadero, y los ciudadanos de ayer, hoy consumidores, desentendidos de
lo cierto creen autosatisfacerse manifestando su opinión como si ésta,
como acto de fe, pudiera alcanzar algún valor epistemológico. La
opinión, en la actualidad, está tan lejana a la verdad como al cuerpo.
Ahora bien, si ciertamente
se acabaron los grandes relatos legitimadores
de la modernidad, y resulta hoy muy difícil creer en verdades absolutas,
eso no quiere decir que debamos resignarnos al autismo del me gusta/no
me gusta. Esto tampoco quiere decir que debamos abandonar la pretensión
de saber, ya que siguen existiendo saberes (los saberes, decía el
francés
Michel Foucault,
son el archivo en el que la sociedad occidental
estudia, analiza y almacena el conocimiento), cuya validez debe ser
refrendada en cada caso por los tiempos que corren. Quiere decir, a lo
sumo que, cada vez que reivindiquemos nuestro derecho democrático, no
olvidemos que este derecho viene ligado a un deber, el deber de cada
ciudadano de no opinar
sin saber.
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