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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL SABER COMO DEBER

Infortunios de la opinión

Amir Hamed

Cuando se vive en opresión, poco
más adecuado que llamar Opinar a un semanario, como hiciera Enrique Tarigo durante los últimos años de la dictadura uruguaya. Desde Opinar, por ejemplo, Tarigo había logrado expresar su rechazo a la Constitución que se plebiscitaba en 1980 para legitimar al gobierno militar. Al respecto, escribía Tarigo, “como la misión de Opinar es opinar, debo adelantar en 72 horas algo así como una contabilización o un balance que viene creciendo en mi espíritu desde hace no menos de un mes y que, de no existir Opinar bien podría haber postergado hasta la víspera del plebiscito”. El semanario, que le ganó a Tarigo participar en un debate radial y otro televisivo para hacer conocer a la ciudadanía sus motivos para rechazar el proyecto de Carta Magna, decidió la derrota del proyecto militar, y uno de los pasos aurorales para el regreso de la democracia en Uruguay.

Cierto, cuando no hay sino un macizo y autocrático discurso oficial que acalla todo disenso, la opinión de un jurista, como era el caso de Tarigo, abre la compuerta para que se sacuda el estupor de marchas militares en que vivían los uruguayos en la época. Opinar, en ese caso, significaba disentir, pero ya advenida la democracia, el semanario dejó de tener sentido y sucumbió, precisamente porque las democracias exigen algo más que la opinión crasa. Porque en rigor, ¿qué significa opinar? Se trata de un estado de creencia, algo que los filósofos, desde Parménides y Platón hasta Karl Marx o, más tarde, Louis Althusser, han denunciado como un anti-saber; según los primeros se trata de la doxa, ese error o apartamiento de la verdad, que es el Bien; según los últimos, de ideología, estado ilusorio en el que nos suministramos razones falsas para justificar nuestra relación con la materia, la explotación que padecemos, nuestras ambigüedades a la hora de definirnos sujetos históricos, o, lo que vendría a ser lo mismo, nuestra desatención a la lucha de clases.

Don Nango, personaje treintaitresino y ágrafo, solía repetir que “hasta el perro puede tener su opinión”, lo que equivale a recordar que la opinión está desprovista de autoridad; también a recordarnos que la opinión es posesión de todos y cada uno de los humanos, que por lo general no es expresable dentro de un Estado despótico, y que las democracias liberales han consignado su expresión como derecho inalienable. ¿Por qué se la considera tan preciado tesoro? Porque la opinión pública, voz acuñada por el francés Miguel de Montaigne en 1588, fue lo que estalló como un clamor en el siglo XVIII, principalmente en el Reino Unido, en lo que no hace tanto el alemán Jürgen Habermas, teórico de la modernidad y devoto de los consensos, denominó Esfera Pública, un área de vida social en la que los individuos se reúnen para discutir e individuar los problemas de sus respectivas sociedades.

Ahora bien, la creación de esta “esfera” en el siglo XVIII, como ha mostrado Richard Sennett (ver este libro), está directamente vinculada a la configuración de un “público”, un término eminentemente teatral. Esta esfera supo ser un escenario, la plaza pública, como entre los atenienses de los siglos V y IV a.E.C., donde el cuerpo y la verdad se entrelazaban. Así Sócrates, antes de beber la cicuta a la que lo habían condenado sus enseñanzas, manifestaba, citando una tragedia, el Palamedes de Eurípides: “duélete verdad, porque sucumbes antes que yo”. Lo que no se puede dejar de decir, de todos modos, es que esa esfera griega reactivada por la modernidad se ha evaporado. El público, hoy en día, no es sino una ingeniería de marketing, levantada en base a encuestas de opinión que modelan, menos que los contenidos políticos, su propaganda.

Más, si en el siglo XVIII la entronización del público se realizó a través de una tecnología, la imprenta es decir, a través del periódico, la disolución de la Esfera Pública ha venido de la mano de otras tecnologías y de otros medios, como la televisión y, hoy sobre todo, internet. En este sentido se puede entender el actual, y acaso efímero, auge de Facebook como la consagración de la opinión (me gusta, no me gusta, ya no me gusta) en su arista más insustancial, como un no-lugar en el que, a diferencia de la plaza pública o el teatro, nadie responde con su propio cuerpo por su expresión por su opinión y en la que la manifestación de opiniones se desentiende cada vez más de toda reivindicación de vecindad con lo verídico.

Si en términos de sufragio, o de consumo, las adhesiones o rechazos de cada individuo pueden llegar a encontrar cierto peso, éstas carecen de todo valor en términos de saber. Dicho de otro modo, la fragmentación presente parece haber pulverizado toda pretensión de encontrar lo verdadero, y los ciudadanos de ayer, hoy consumidores, desentendidos de lo cierto creen autosatisfacerse manifestando su opinión como si ésta, como acto de fe, pudiera alcanzar algún valor epistemológico. La opinión, en la actualidad, está tan lejana a la verdad como al cuerpo. Ahora bien, si ciertamente se acabaron los grandes relatos legitimadores de la modernidad, y resulta hoy muy difícil creer en verdades absolutas, eso no quiere decir que debamos resignarnos al autismo del me gusta/no me gusta. Esto tampoco quiere decir que debamos abandonar la pretensión de saber, ya que siguen existiendo saberes (los saberes, decía el francés Michel Foucault, son el archivo en el que la sociedad occidental estudia, analiza y almacena el conocimiento), cuya validez debe ser refrendada en cada caso por los tiempos que corren. Quiere decir, a lo sumo que, cada vez que reivindiquemos nuestro derecho democrático, no olvidemos que este derecho viene ligado a un deber, el deber de cada ciudadano de no opinar
sin saber. 

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