I) La
muchacha que nos ayuda con el Yónatan
La sintomatología del capitalismo tardío afecta también el
lenguaje. Una enmarañada red de organizaciones no
gubernamentales, que es designada a veces como “la sociedad civil”
(y que acaso sea la concreción institucional de la fantasmática
multitud de Hardt y Negri) viene difundiendo un lexicón
transnacional en el que se destacan el “empoderamiento”, la
“gobernanza” y el “cabildeo”. En ese universo de sentido la “pobreza
abyecta”, aquello que para un neófito pudiera parecer una expresión
casi interjectiva de condenación o de espanto (equivalente, digamos,
a “miseria atroz”) es una categoría precisa en los sistemáticos
conteos de pobres que elaboran estas ONG. Así, lo políticamente
correcto, tramitado desde estos y otros espacios, ha vulgarizado la
costumbre del eufemismo, que empieza por satanizar como la más
imperdonable de las canalladas al verbo “discriminar”, continúa por
prescribir obligatoriamente la duplicación de los artículos
(los/las), y termina imponiendo una proliferación de “adultos
mayores”, “afrodescendientes”, “capacidades diferentes”, y
“trabajadoras sexuales”.
Hace un
tiempo, Amir Hamed
escribía que, de continuar esta
tendencia (impulsada también por la revolución conservadora de
la edición, que estandariza el
lenguaje literario), acabarían por publicarse títulos tales como
El adulto mayor y el mar por Ernest Hemingway, La caída de
la solución habitacional de los y las integrantes de la familia
Usher de Edgar Allan Poe, y El príncipe con capacidad
diferente por Fedor Dostoievski. Este neoesperanto del progresismo se
actualiza también en ámbitos más coloquiales: las familias de clase
media con cierta sensibilidad de izquierda suelen referirse a la
niñera como “la muchacha que nos ayuda con Facu” (o Mati, o Pato o
Flo, o cualquier otro niño convenientemente mesocrático y apocopado.
Es comprensible: sustentar un nicho social pequeñoburgués, poder
responder con soltura a las ofertas (las demandas) del mercado,
cumplir con sus arduas exigencias de hedonismo, exige también un
vaciamiento del tiempo familiar (que es, básicamente tiempo
pedagógico), y nos pone en riesgo de asumirnos como padres
abandónicos o de ocupar el lugar más culpable en una relación de
servidumbre. “La muchacha que nos ayuda con Facu” resulta, desde
todo punto de vista, imprescindible. Sucede, sin embargo, que la
niñera también debe satisfacer necesidades y deseos análogos a las
de sus empleadores, con todas las circunstancias agravantes que su
clase social le impone. Es necesario, por lo tanto, que alguien se
haga cargo de sus hijos, para que la propia vulnerabilidad no los
convierta en un peligro para sí mismos y para los demás. Esta es,
precisamente, la principal -y cada vez más exclusiva- función que
desde hace años viene cumpliendo la
educación pública: la baby sitter pobre de los pobres, la
muchacha que nos ayuda con el Yónatan.
Esta alegoría o fabulita no es un mero
cuadro de costumbres; no describe (aunque sea de un modo parcial,
precario) solo una circunstancia uruguaya. Desde las últimas décadas
del siglo pasado, ciertas poderosas agencias del statu quo
capitalista (entre otras, ni más ni menos que el Banco Mundial)
decidieron que era hora de hacerse cargo de ciertos daños
estructurales generados por sus propias prácticas. La pulverización
de las políticas sociales, el debilitamiento de los Estados
convertidos en mayordomos del capital y, en fin, la aplicación
globalizada de la agenda neoliberal, suscitaron -por todas partes-
contingentes de parias desconectados de cualquier cadena productiva,
espacios de penuria donde el mercado no puede desarrollarse. Para
protegerse y posibilitar su expansión, el capital reconvierte los
sistemas educativos públicos que pasan a ser dispositivos de
contención y asistencia. La
educación, tal y como la conocimos (la que transmite contenidos
civilizatorios, la que crea subjetividad, la que no incuba
consumidores, sino que forma ciudadanos), se privatiza. Mediante esta
operación -que por un lado, vende
educación a quienes
pueden pagarla, y, por otro, intenta neutralizar la rémora o la
amenaza de los excluidos del consumo- el campo educativo se
transforma en mercado educativo, y esto también se verifica, entre
otras prácticas, en el
lenguaje.
Pululan –amén de las evaluaciones cuantitativas y econométricas- las
aspiraciones a la calidad y a la excelencia, la flexibilidad, las
gerencias, la fetichización de la gestión y de las TICS, la
competencia entre centros (liceos o escuelas) para que sus proyectos
logren ser financiados, etc. Como suele ocurrir con este tipo de
maniobras imperiales, el modelo (conocido entre sus críticos como
Reformismo) se ha venido aplicando extraterritorialmente, sin
atender a las peculiaridades de tal o cual contexto, ni a las
tradiciones educativas nacionales. El diseño y la implementación de
estas políticas son, entonces, unívocos y transnacionales. Sin
embargo, estas mismas políticas (placebos de control social blando
en packaging de pedagogía) intentan imponer –bajo la consigna
de la descentralización y de la educación para la vida- la
atomización de los sistemas educativos nacionales y su currículum,
sustituidos por grillas de vagos contenidos supuestamente
funcionales al entorno productivo o socioeconómico de cada centro.
Verbi gratia: para los adolescentes
que viven en la cuenca arrocera de Treinta y Tres, la Divina
Comedia, la física cuántica o el Imperio Romano son meros
artefactos bizantinos e inútiles cuyo funcionamiento no vale la pena
entender: más vale utilizar el tiempo pedagógico extendido en
instruirlos en el análisis de una rastra cotorrera; de ese modo
tendrán mejores oportunidades de convertirse en funcionarios
eficaces de la agroindustria, y podrán comprarse, por fin, una moto
china y algún aparato pequeño y poderoso para reproducir la obra de
"Los Wachiturros".
Hay quienes -por defender intereses de clase, o embanderados de
buena fe en un utilitarismo de
cabotaje- sostienen que esta opción por la razón instrumental (la
que excluye el Siglo de Augusto para dar lugar a la mecánica
agrícola) es lo que se necesita para salvarnos de la
catástrofe cultural.
Esta concepción parece encastrar cómodamente con el posibilismo
antiutopista (antipolítico) y el desdén por las humanidades del
presidente José Mujica. Pero la verdad es que este modelo
(reduccionista, alienante, perpetuador de las desigualdades) tampoco
está funcionando. La supuesta obsolescencia e inutilidad del
enciclopedismo humanista no ha sido sustituida por el eficientismo
tecno, más allá de la retórica. Lo único que el indeterminismo
errático de nuestro sistema ha podido poner en práctica es una
banalización de toda complejidad, una abolición del sentido que
busca adaptarse ridículamente (como un viejo vestido con la ropa que
su nieto ha descartado) a la tosquedad de cierta cultura
adolescente, diseñada –como se sabe- por el mercado. Más que un
objetivo de política educativa, lo que se percibe es una ansiedad
retentiva. Así, la AsambleaTécnico Docente (ATD) de Educación
secundaria realizada en Noviembre de 2011 censó 34 planes y
programas diferentes que se están aplicando en el Ciclo Básico de
Educación Secundaria. Todos ellos se designan con eufemismos
resonantes, reductibles a una abstrusa muchedumbre de acrónimos.
Pero generalmente no son más que maniobras de desesperación para que
los estudiantes no huyan de los liceos.
II) Casandra o la corporación
El Reformismo llegó a la educación secundaria uruguaya durante la
segunda presidencia de Julio
Sanguinetti, y se impuso escandalosamente en medio de la tensión
entre el autoritarismo malhumorado de su paladín, el sociólogo
Germán Rama, la resistencia de los docentes y el ruidoso rechazo de
los estudiantes. En aquellas vísperas de 1996, los profesores de
Educación Secundaria desde sus colectivos sindicales y técnicos (FENAPES,
ATD) comenzaron a organizar su oposición tanto a los contenidos,
como a los modos de implementación de aquella reforma. Desde 1999 la
ATD constituyó una comisión de profesores que –con distintas
denominaciones- ha venido funcionando hasta ahora, cuya producción
ha desarticulado críticamente el sustento teórico y político del
reformismo, y sus actualizaciones en la educación uruguaya. Así, los
profesores se han instituido como una especie de voz de Casandra:
sus anuncios han sido desatendidos persistentemente y, de todos
modos, el reformismo ha seguido adelante. Lo ha hecho, con matices y
contramarchas mediante una modalidad de proliferación, superponiendo
planes, reglamentos, diseños curriculares y panaceas, cada uno de
los cuales contribuye a enredar más intrincadamente el caos
burocrático y se resuelve en una esporulación de siglas (el último
avatar de este reformismo mutante es el PROFIME). En cada uno de
estos episodios el profesorado ha intervenido para resistir, para
amonestar a los reformadores y expresar enérgicamente que ese no es
el camino indicado para transformar la educación.
El desastre actual debería darle la razón a esa obstinada
resistencia, sin embargo la profusión de proyectos de idéntica
matriz continúa. Y, además, una operación mediática (cuyo único
mecanismo de verosimilitud es la recurrencia goebbelsiana)
responsabiliza a los profesores de la catástrofe. Según esta
campaña, el rechazo de los docentes –convertidos en una corporación
irresponsable y atrabiliaria- a todo aquello que de cualquier manera
se ha hecho con la educación pública, es lo que ha generado la
destrucción de ésta. Por ejemplo, en una columna de El País
(1/2/12, pag. A7),
aparecen,
suscritos por un tal Pepe Preguntón, los siguientes enunciados: “…puertas
adentro se había acordado devolver a la política el gobierno de la
educación que hoy detentan los sindicatos (…) ¿Por qué el presidente
no quiere problemas con los sindicatos y no está decidido a quitar a
las corporaciones el poder que ha destruido la educación?”. Se
sabe además que –en un estilo menos payasesco que el de la prensa de
derecha- también desde algunos espacios oficialistas se ha
intervenido en esta satanización de los profesores, abandonando todo
escrúpulo realista.
III) Unos pocos inadaptados
Cuando ciertos periodistas deportivos glosan compungidamente alguna
infamia cometida por las hinchadas, siempre se encargan de acotar
que, en realidad, sus proferencias condenatorias refieren a un grupo
muy minoritario de inadaptados y delincuentes que nada tienen que
ver con la enorme mayoría de la verdadera parcialidad que concurre
pacíficamente a los estadios.
Aquí es necesario realizar un deslinde similar. Hay una gran
cantidad de docentes que no participan de la crítica ni de la
resistencia.
El deterioro de la educación pública (y uno de sus agentes más
relevantes: el Reformismo) se ha extendido también a la formación
docente. En 2005, días antes de asumir el primer gobierno
frenteamplista, un informe de la ATD nacional de Educación
Secundaria (la misma que propuso declarar una situación de
“emergencia cultural”, la misma que diseñó el funcionamiento del
Debate Educativo y del Congreso Nacional de Educación) sostenía lo
siguiente: “La emergencia social ha generado entonces una
catástrofe cultural que la retroalimenta. (…) El sistema educativo
público, y particularmente la enseñanza secundaria, no han dado
respuestas efectivas a la situación. Por el contrario: han
contribuido a profundizar el desastre. (…) En la práctica, la
Educación Secundaria ha reducido sus fines a la contención social;
no solo porque solo pretende (sic) mantener a los estudiantes dentro
de los liceos, sino porque ha intentado transformar la profesión
docente en una forma de salida laboral para los jóvenes. La
enseñanza media se convierte en un escenario masificado y perverso
que contiene a los adolescentes anómicos, que ocupa a jóvenes mal
formados y peor remunerados, que dispensa
dinero y visibilidad
política a gerentes y tecnócratas, pero que enseña poco y mal”
(el subrayado es mío).
Lo que ocurrió, desde fines del siglo pasado, fue que en
determinados contextos de pobreza (para los que también hay un
eufemismo: “el Uruguay profundo”)
tuvieron gran éxito ciertas modalidades comprimidas de formación de
profesores, que aseguraban alojamiento, alimentación, transporte,
acreditación para enseñar más de una asignatura, e inserción laboral
inmediata, en solo tres años. En ese escenario confluyeron
muchísimos jóvenes que generalmente provenían de lugares alejados de
toda tradición letrada, en los cuales –ante la necesidad- la
vocación no es más que una entidad anacrónica o fabulosa, y, en
cualquier caso, inútil. Una vez egresados, estos docentes han sido
los aplicadores funcionales y acríticos de las concepciones
educativas para las que fueron formados. Casi siempre se han
mostrado indiferentes, cuando no reactivos, tanto a los reclamos
sindicales de índole estrictamente laboral, como a las demandas de
participación en el diseño de políticas educativas. Que no todos los
males vengan de aquellos centros de formación de profesores, que
unos cuantos de los egresados de allí hayan completado con
responsabilidad su formación y se hayan comprometido en la defensa
de la educación pública, no invalida las generalizaciones
planteadas. Cuando aquella “emergencia social” parece haberse
superado (aunque persiste un 30 % de niños que viven en la pobreza),
cuando la formación docente se ha unificado (al menos en lo formal),
el sistema educativo ha metabolizado en su inercia a los productos
de aquellas pedagogías reformistas.
Por otra parte, también los docentes se han involucrado en la
vorágine consumista que afecta –y acaso define- el
Uruguay de los últimos años. La
electrocución jubilosa de la ciudadanía en la ansiedad del mercado y
de la usura, no solo no
favorece a instituciones esencialmente modernas, como la escuela,
sino que genera docentes sobreocupados, sin tiempo ni voluntad para
asumir críticamente y con seriedad su propia profesionalización.
Esta situación, que se verifica en un ambiente de hedonismo, de
lujuria consumista, de horizontalidad hiperconectada y de desgarro
social, coloca a los colectivos docentes (las malhadadas
corporaciones) en un nudo de tensiones complicadas. Por un lado, los
profesores organizados debemos enfrentar nuestro afuera, llevar
adelante nuestras reivindicaciones laborales como cualquier
sindicato. Por otro lado, los docentes conformamos también un
colegio profesional que debe intervenir en la elaboración teórica y
en la implementación práctica de las políticas educativas. Para
articular estos dos aspectos de su identidad, los profesores tenemos
que hacernos cargo de –digamos- nuestro frente interno, y asumir sin
hipocresía el menoscabo profesional que padecemos, y que nos
debilita a la hora de enfrentar la catástrofe.
* Publicado originalmente en el semanario
Brecha el
9 de
marzo de 2012. |
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