Hiera
anagraphe es el título de una
obra perdida
de género utópico, escrita en el período helenístico,
cuyo contenido se conoce muy parcialmente mediante referencias. Tal vez
la hubiésemos olvidado perfectamente si su autor,
Evémero de
Mesina, no
hubiera afirmado allí que, en realidad, los dioses son hombres y mujeres
del pasado, cuyas hazañas notables hicieron que la memoria y la
imaginación los divinizaran. Este argumento, que pasó a ser conocido
como evemerismo, se ha convertido en un dispositivo exitosísimo: ha
fundado una tradición hermenéutica. Podría decirse que el evemerismo es
la matriz o el formato modélico de todo revisionismo, y aún de gran
parte de la crítica.
Se trata de historizar el mito,
esto es: desarticular los relatos sagrados a través de su
racionalización, recrear el pasado desde una episteme novedosa, algo así
como geometrizar la exuberancia fascinante de la tradición mediante la
escritura. Evidentemente esta estrategia (politólogos o sociólogos al
servicio de alguna ONG no vacilarían en considerarla como fuente de empoderamiento) nos emancipa de la inmutabilidad trascendente del mundo,
de los caprichos inescrutables de los dioses. Nos abre la circularidad
cerrada del tiempo, nos permite entrar en él y hacer historia.
Sin embargo, toda desacralización
implica una degradación; la operación desmitificadora del evemerismo nos
decepciona porque revela la tramoya (también en el sentido espectacular
del término), que permitió el funcionamiento de ciertos episodios y
personajes. Este efecto melancólico es el que producen, por ejemplo, las
explicaciones de
Arnold Hauser sobre los poemas homéricos:
“…los héroes
que dan su nombre a esta edad son ladrones y piratas (…) y la leyenda
troyana —la cumbre de su gloria— no es otra cosa que la glorificación
poética de ladrones y piratas…”.
La exhibición impiadosa del anverso
antiheroico de un mundo pretende anular, a través de una especie de
descentramiento histórico, la fascinación que ese mundo ejerce sobre
nosotros. Algo parecido hizo repetidamente Nietzsche, al atribuir
algunos conceptos de la filosofía alemana, y algunas circunstancias de
la historia alemana, a las fastidiosas dificultades digestivas de sus
autores y protagonistas. La síntesis más intensa de este tipo de
maniobra intelectual es, seguramente, cierto aforismo de
Émile Ciorán:
“Si creemos tan ingenuamente en las ideas, es porque olvidamos que han
sido concebidas por mamíferos”.
A propósito: hay cierta especie de
novela, muy exitosa en las últimas décadas, que usa una variante
perversa de esta estrategia (digamos) posevemerista, consistente en
fabular las miserias privadas de los héroes. Se nos cuentan, por
ejemplo, las diarreas de
Simón Bolívar, o las disfuncionalidades
genitales de
Jean Paul Sartre, o se nos informa que
José Batlle y
Ordóñez era capaz de comer cantidades asombrosas de mondongo. Pero el
objetivo de estas narraciones (correlato ficcional de la celebrada
privatización de los contenidos de la Historia) no es desacreditar a los
héroes al presentarlos en situaciones anodinas, sino, por el contrario,
glorificar esas nimiedades cotidianas, que aparecen contagiadas por el
prestigio de quienes las padecieron. La halitosis o los dolores
menstruales no deben ser considerados como algo humillante y sin
sentido: hubo grandes personajes que vivieron con ellos. Por ese camino
no tardaremos en concluir que la grandeza de
Dostoievski no se debe a
haber escrito Crimen y castigo, sino a haber sido epiléptico.
Cantemos la justa
En
Uruguay
—y también en Buenos
Aires, creo— existe una tradición que, por un lado, replica el evemerismo, y por otro, subvierte sus procedimientos y efectos. Se trata
de “la justa”: una verdad de acceso restringido o exclusivo, que de
pronto un iniciado revela (canta o bate, según la jerga regional). La
revelación de la justa, además de iluminar al receptor, además de
avivarlo, redimiéndolo de su condición de nabo o
gil, generalmente se
propone desarticular una interpretación hegemónica de algún aspecto de
la realidad, abolir un relato sagrado. En este aspecto, la justa es,
como quería Evémero, una estrategia de
desilusión. Es una información
pretendidamente novedosa o inesperada sobre algún acontecimiento o
personaje (político o
—preferentemente— deportivo) que aparece para
modificar el sentido del hecho o la valoración del personaje. Muchas
veces se trata de situar el origen o la motivación de algún suceso muy
conocido o glorioso en un episodio privado, y por lo general innoble,
equívoco o solo casual (un vicio, un adulterio, un error). Podría
decirse, entonces, que la justa es la transformación de la épica en
novela burguesa.
Pero la justa es una práctica que
prescinde de la
escritura, y es en verdad la reconversión de la
escritura en oralidad. Es una forma de emisión y un volumen de voz que
combina lo confidencial con lo apodíctico, una gestualidad escéptica y
un lexicón que abunda en paremias y en voces lunfardas. El escenario en
el que se desarrolla mejor es el espacio destituyente de ciertos bares,
donde —como
se sabe—
ocurre una suspensión del tiempo y una disyunción de órdenes, un
entrevero de lo público y lo privado, lo sagrado y lo profano, etc..
Aquellas creencias o relatos que han sido sistematizados, jerarquizados,
instituidos, que han sido escritos, se desactivan y se resuelven en
anécdotas (etimológicamente: las cosas que no han sido editadas).