Hace un siglo, poco más, los
Cantos
de vida y esperanza (1905) de
Rubén
Darío entonaban una conjetura bipolar por el futuro. Por un lado, la
“Salutación al optimista”, la que solfeaba a las “Ínclitas razas
ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas
almas, ¡salve! / Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos
himnos / lenguas de gloria”; por otro, en “Los cisnes”, ululaba la sombra
del exterminio cultural, surgida tras la derrota de España a manos de
Estados Unidos en la guerra de 1908: “¿Seremos entregados a los bárbaros
fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”.
Ciento y pico de años más tarde, muchísimos hablamos inglés, es cierto,
porque es la lengua tecnológica y la lengua de cultura, la lengua en que
se sustenta ese “imperialismo yanqui” que sin tregua han venido
denunciando los sucesores hispanoamericanos de Darío. Eso, sin embargo,
no ha derivado en que abominásemos del castellano, lengua apuntalada,
para empezar, por los prodigios verbales del propio Darío, Vallejo,
Neruda, Herrera o Asturias, por los incalculables infinitivos del bolero
y por la obstinación de los incontenibles emigrantes hispanos,
refugiados como topos en su lengua de origen, que han terminado por
castellanizar Estados Unidos.
Pero a su turno, muy lejos estamos de aquel momento en que “en espíritu
unidos, en espíritu y ansias y lengua”, habremos de cantar los “nuevos
himnos”. Más allá de los vaivenes de las crisis económicas o los cambios
de signo con que nuestros gobiernos se prosternan invariables ante el
capital, seguimos, como en tiempos de Darío, rezagados, intocados por
los saberes tecnológicos, incapaces, por regla general, de competir en
las disciplinas científicas con los países industrializados.
Algunos creen que se debe a que nuestra matriz cultural es demasiado “arielista”,
al decir de
José Enrique Rodó, demasiado aferrada a la inconsutilidad de ese
espíritu que, junto con Rodó, pasó a pregonar Darío, y que
necesitaríamos, por decirlo así,
calibanizarnos un poco más, venirnos más pragmáticos, mecánicos,
robóticos, ponernos, como Finlandia, por ejemplo, a producir telefonía
celular. Tal el caso, por ejemplo, del actual presidente de Uruguay,
José Mujica, quien en sus giras políticas, y en su programa radial,
desde el cual trata de digitar su agenda de gobierno, insiste en
olvidarse de Aristóteles (ver
aquí), en aleccionar
la matriculación de agrónomos y jamás de humanistas o comunicadores,
o en que el área innegociable para una reforma educativa está en
potenciar a la Universidad del Trabajo, para que la gente aprenda
oficios (ver
aquí,
aquí y
aquí).
El radiofónico Mujica, lo mismo que sus ordenanzas, entiende que vivimos
en otro mundo respecto a aquel en que se necesitaba a Aristóteles (por
el relegamiento de las Humanidades en Occidente, ver
aquí), y jadea deslumbrado, como el paisano frente al rascacielos,
por la opacidad de la tecnología, sin discernir que esas tecnologías se
achatarran a la velocidad del sonido, que enteras disciplinas, lo mismo
que los lenguajes de computación, se abandonan a su obsolescencia apenas
pasado un suspiro. Harto más que Aristóteles, hoy, envejece un
programador. Lo que cabe preguntarse, de todos modos, es por qué, desde
Darío a Mujica, nadie ha caído en la cuenta de que nuestras ínclitas
razas, en rigor, han sido, desde un inicio, semiágrafas.
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Las culturas tecnológicas, como el francés, el inglés o el alemán,
insisten, machaconas, en enseñar a escribir: un ingeniero, una astrónoma
o arquitecta, un neurólogo o un veterinario, antes de completar su
educación, habrán pasado por decenas de cursos de inglés, alemán o
francés, solo habrán accedido a su diploma tras haber escrito cientos y
miles de “ensayos”, ejercicios que vienen realizando desde la primaria,
porque es ahí donde se instruyen en cómo argumentar, cómo interrogar,
cómo debatir y conocer. Es la escritura, antes que ninguna otra, la
tecnología que debemos meter en la cabeza de nuestros niños y jóvenes,
para que mañana estén en condiciones de transmitir sus saberes.
De alguna forma, la muy católica lengua hispánica sigue repitiendo la
escena seminaugural de la conquista, en la que los frailes le enseñaban
a los indios de México a traducir del latín al nahuatl, y viceversa,
pero jamás el castellano en que se escribía la ley que día a día los iba
despojando de tierras y derechos. Les inoculaban la lengua de Dios, pero
jamás la del documento (eso es lo que diferencia, más que nada, la
oralidad de la escritura, la irreversibilidad de la documentación), y
hasta el día de hoy nuestros sistemas educativos se aferran a la toma de
exámenes orales, en detrimento de ensayos y monografías. Insistimos,
contumaces, en producir médicos, microbiólogos e incluso filósofos
divorciados de la grafía y, por tanto, incapaces de comunicar saberes
más allá de sus balbuceos de aula.
Hemos sostenido la lengua a través de vigorosos poetas y narradores
pero, en términos reflexivos y cognoscitivos, las nuestras son
innegables razas ínclitas, pero misérrimas. Para decirlo en breve, lo
que no ignoran los industrializados y nosotros desde tiempos coloniales
insistimos en olvidar es que, si la lengua no sabe escribir, tampoco
sabrá pensar. Visto este devastado panorama, lo ineludible para los
hispanos es reformular la pregunta dariana: ¿Seguiremos entregados a
nuestra propia barbarie; tantos millones sin saber escribir?
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