1.
Empecemos con una obviedad. La
cultura de masas juega
siempre en la retórica fantástica del
simulacro, que a su vez juega
siempre en un mundo ilimitado. Al principio algo como el
extrañamiento nos detiene ante la intromisión de un mundo ficcional
o imaginario en la realidad. Un pequeño cono, de no más de un
centímetro de altura y de diámetro de base, pero que pesa como una
batería de auto, es, en su incongruencia, una especie de exceso
de objeto que indica que el mundo imaginario (Tlön) comenzó a
aparecer en nuestra realidad cotidiana.(1)
En el paso siguiente el superasesino virtual Sid 6.7 es traído a la
realidad desde el ciberuniverso “en el que vive”, gracias a una
avanzadísima magia nanotecnológica que le pone al software un
cuerpo de tejido sintético de sílice.(2)
Por último, todo se desfonda, porque estaba, desde un principio, ya
desfondado. Las heroínas virtuales de videojuegos, como Rayne o
Mileena, han mostrado oportunamente sus lomazos hiperrealistas en
las páginas centrales de Playboy para la libido brutal e infantil de
los consumidores fetichistas y coleccionistas.
El
simulacro consagra y cierra un mundo sobrenatural
e hiperrealista, un Olimpo cuya clave es la nitidez o la definición
y cuya mónada son los píxeles. Los cuerpos trabajados, esculpidos
por la disciplina gimnástica o por la tecnología química o
quirúrgica tienen una sola clave libidinal: son más-nítidos-que,
están más dibujados y tienen más píxeles que esas sombras o esos
borrones que son los
cuerpos comunes y corrientes. Es claro que los
cuerpos dibujados, que son como vestimentas o prótesis (como trajes
de superhéroes, digamos), con sus pectorales y abdominales
perfectamente trazados por una tecnología 3D, apuntan menos al
deseo
y a la seducción que a la fascinación y la hipnosis. La contundencia
del cuerpo hiperrealista no tiene nada que ver con el interés por la
mirada ni por el deseo del otro: es una
máquina conectada umbilicalmente a sí misma. Son formas radicales y célibes del
narcisismo.
Digamos: Ricardo Fort es eso que es más nítido que un
hombre y Adabel Guerrero es eso que es más nítido que una mujer. Si
la realidad estaba hecha de signos, la hiperrealidad está hecha de
píxeles. Y su fórmula es simple: cuantos más píxeles tiene, más
nítida es una imagen. Esta lógica del más-que no funciona en las
viejas formas de la significación: no puede decirse que tanto más
significa algo cuantos más signos tiene. Por eso, la
cultura de la
imagen es la miseria de la
metáfora, del significado, del concepto y
de la idea. No son buenos tiempos para la
filosofía o para la
crítica.
Otra observación. Por ser
cuerpo, las caras y la
gestualidad están hechas de píxeles. Una gestualidad nítida es una hipergestualidad, como la de un actor
de teatro que tiene que amplificar los
signos convencionales de la tristeza porque si no lo hace los
espectadores de la fila quince no se enteran de que él está triste.
Así gestualizan las películas de animación 3D; así gestualizan los
púberes que llenan el facebook de autorretratos (caras
extravagantemente simpáticas, trompitas, mirada desafiante, en fin).
Pero entonces, lo inquietante es que los píxeles, como bacterias,
avanzan, invaden y colonizan “el otro lado” de la gestualidad:
quiero decir, el significado, ese mundo inmaterial de humores
y sentimientos al que las caras y los gestos remiten. El alma
también termina por estar hecha de píxeles. Todos terminamos por ser
nuestros propios personajes: todos somos los muñecos de nosotros
mismos. Decíamos que Ricardo Fort es eso que es más nítido que un
hombre y Adabel Guerrero es eso que es más nítido que una mujer. Y
no solamente por sus cuerpos perfectamente inverosímiles. También lo
son por sus psicologías, sus almas o sus humores, siempre
exacerbados, siempre crecidos y barrocos. Esa hipérbole espectacular
de la sensibilidad es lo que busca siempre la masa y la
cultura de
masas: el llanto, el ataque, el desborde, el pasaje al acto. Y es
que ya somos adictos: no toleramos vivir en un mundo que sea menos
nítido que la alucinación. Lo real del vértigo, del juego, del sueño
o de la droga es eso que es más nítido que la realidad. La evidencia
ardiente de lo que se siente o se ve es más nítida que la verdad de
lo que se piensa.
2.
Por eso la protesta y la insurrección civil hoy prefieren asumir la
forma explosiva de la indignación de la masa o la forma estética y
museizada de la performance de la élite. Por una parte, la
indignación es, sin dudas, más nítida que la
crítica. Es más fácil
de obtener y además puede ser mostrada. ¿Qué otro sentido puede
tener esa tontería infantil que hace el periodista argentino Jorge Lanata al seguir “la ruta del derroche” de Cristina Kirchner en New
York, mostrando las tiendas en las que compra ropa, los precios
sorprendentes que paga por su atavío, etc., sino, precisamente, el
de provocar, a través de la nitidez singular del fetiche, la
reacción hiperrealista de la indignación en la masa pasiva de los
televidentes? (¿Y qué sentido tiene mostrar, eso, por otra parte,
en los informativos uruguayos? —pero enseguida entiendo que la
pregunta es improcedente, ya que en realidad el enigma es qué
sentido tienen los informativos uruguayos.)
Por otra parte, también la performance es más
nítida que la mera acción militante o que la antigua praxis
política. Pero sobre todo es más cool. La performance
(¿será necesario decirlo?) es una finísima estocada de gente educada
estéticamente que le pertenece al mundo hiperrealista de la cultura
de masas y de la publicidad. La performance tiene el monto de
espectacularidad imprescindible para que la cámara se interese en
ella, y viene, además, con el beneficio adicional de esa gracia
ligeramente inofensiva que tiene todo el entrecomillamiento cínico
posmoderno.
Toda la discusión sobre la despenalización del
aborto, por ejemplo, ha estado dibujada sobre esos rasgos
hiperbólicos. Mientras se oían los alegatos delirantes e
inverosímiles de los defensores de la vida (se llegó a mostrar un
video de un feto “saludando al público con su manito”), una decena
de mujeres pintadas de anaranjado posaban desnudas en las afueras
del Palacio Legislativo —puesta teatral enfática de consignas ya
teatrales y enfáticas: “ellos ponen la decisión, nosotras el
cuerpo”, “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”, etc..
Los obscenos y estúpidos golpes de efecto de
mostrar embarazadas felices, fetos muertos en contenedores de
basura, ecografías 3D en las que se ve el corazoncito de la criatura
latiendo con la obstinación de la vida misma, son la contrapartida
necesariamente solidaria de la coreografía de la desnudez y la
tentación liberal hiperrealista de mostrar, tal como una
pieza de arte conceptual siempre muestra o ilustra
(rasgo que emparienta indudablemente al llamado arte conceptual con
la publicidad), la soberanía del sujeto femenino (cierta clase
social, ciertamente) sobre su cuerpo, y la carga carnavalizada de
rebeldía y provocación adolescente frente a un mundo viejo,
reaccionario, oscurantista y masculino. Y entre estas dos posturas
espectaculares (es decir: sólo capaces de mostrarse),
ambas consagradas por una forma extrema de superstición pagana —la
de los derechos de la vida, el cuerpo y la naturaleza—, entre el
delirio moralista parroquial y el aquelarre de duendecitos que se
burlan y hacen diabluras para la cámara, drena y se pierde toda
posibilidad de tratar el tema políticamente.
3.
Ahora bien. La
cultura de la imagen opera una
variante del mismo procedimiento hiperbólico, pero con una inversión
de la figura y el fondo. En este caso no se trata de construir un
Olimpo de Pixar en cuerpos y almas, sino un arrabal
carnavalizado de figuras desdibujadas clase B. Veámoslo con un
ejemplo paradigmático. ¿Qué es ese personaje alguna vez conocido
como “el colorado de Omar Gutiérrez”?, ¿qué es esa entidad fantasmal
sin otro régimen de existencia que el punto exacto de ser tomado por
la cámara, siempre circunstancialmente, emplazado en el nivel
límbico de un personaje secundario o en sombras, un extra, una parte
del decorado? De pronto ahí está —un error o una broma minúscula del
Gran Programador. Descubrimos su cara en una claque o una tribuna,
lo vemos de pie detrás de algún ministro durante una entrevista
callejera, en el grupo de curiosos en un accidente de tránsito,
perdido entre los hinchas que reciben a la selección nacional. Nada
que lo legitime o lo justifique: nada para decir, ningún cargo,
ninguna profesión, ninguna investidura. Simplemente eso está ahí.
Existe, reaparece, insiste. Un garabato sonriente en la multitud, un
pliegue del universo virtual de los
medios. Y ese es el único
secreto: la ausencia absoluta de secreto, de
metáfora, de
lenguaje.
Es una partícula positiva, una presencia pura: no representa nada,
no metaforiza nada, no tiene nada para decir. Y seguramente por eso
sonríe y se ve feliz. Se diría —qué tentación decirlo— que no le
pertenece a la realidad sino a lo Real.
Pero un día la cámara se acerca: un zoom, un
primer plano, un intercambio incomprensible de frases con un
entrevistador. Es invitado a pasar al frente de la escena, iluminado
por la luz implacable de los medios, subrayado por el conductor
gracioso de algún programa gracioso, empujado a participar en alguna
ingeniosa encuesta telefónica de popularidad. Obligado a tener
relieve y espesor. Nos enteramos de en qué barrio vive, cómo se
llama, a qué se dedica, de qué cuadro es hincha. De pronto es un
sujeto: tiene una identidad civil, una vida, seguramente está
atravesado por dramas y pequeñas tragedias cotidianas, brillando
apenas en el irrepetible tornasol de su imaginario. Este
experimento
es extraño y radical: los
medios abastecen el apetito medieval de la
masa, crean el carnaval de seres extravagantes, de locos de pueblo y
objetos folclóricos y curiosos, destinados exclusivamente a la burla
y el regocijo de la plebe pagana. Pero sobre todo obligan a la
existencia a un Sujeto que no tiene ninguna necesidad de existir
—quiero decir: ninguna necesidad lógica, ninguna razón
para existir, ninguna razón que lo legitime, ninguna
metáfora,
ninguna Idea, ningún significado. Simples eventualidades no
generalizables que, sin embargo, no pueden dejar de inscribir su
yo
en lo público (no se trata en absoluto, veremos, de lo
público), como poetas borrachos.
Cuando Marcel Proust levanta su
yo en el orden de la
novela de principios del siglo pasado, y recapitula su vida,
organiza la memoria y juega delicadamente con los signos de su
gusto, de sus amores y de su sexualidad, está sostenido por el lugar
estructural de un yo, una burguesía letrada capaz de decirse,
de dramatizarse y de teorizarse, una clase que se entiende digna de
ser escuchada, leída, y eventualmente imitada. No es el yo de
Marcel Proust: es el yo de una época y de una
cultura. Lo
mismo había ocurrido con el yo lírico-filosófico de las
Meditaciones de Descartes: es un yo universal encarnado en
René
Descartes, una forma-sujeto que excede a la singularidad que la
encarna, y que permite, eventualmente, superarla.
Pero acá la cosa cambia: como el colorado de OG,
todos estamos invitados a decir yo, estamos estimulados para
decir yo, y finalmente, estamos obligados a decir yo
como mero acto afirmativo de nuestra singularidad radical. Había
unas marionetas en un viejo programa de Calabró. Una de ellas
comenzaba a cantar: yo tengo una novia, se llama Teresa. Y el
coro, implacablemente cruel y justo, respondía: y a mí qué me
interesa, y a mí qué me interesa. Ésa es, exactamente, la
tragedia de este sujeto, atrapado entre su universo
idiota
imaginario sin generalización posible (tiene una novia llamada
Teresa) y la imposibilidad de dejar de decir yo y de lanzar
ese yo al mundo (cantar a voz en cuello que tiene una novia):
y todo en el contexto neutro e indiferente de la
comunicación: un
público ilimitado y masivo incapaz de devolverle a ese yo,
que clama y grita, nada que no sea su neutralidad y su indiferencia.
4.
¿Qué otra cosa es facebook, sino el estímulo,
el soporte aberrante ideal de ese yo obligado a trasmitirse,
y despojado brutalmente de toda posibilidad estructural de decir? La
invitación a decir, la obligación de decir: qué estoy pensando, qué
me gusta, a qué causas adhiero, qué música oigo, a quién admiro.
Cuelgo fotografías de las inolvidables vacaciones del 2010, pongo un
videoclip de una música que me identifica y que espero que
contagie su maravilla a toda la comunidad como un maná, posteo una
frase ingeniosa o profundísima, o escribo: “estoy cocinando una
tarta de zucchinis y la magia del aroma llena mi casa”. Es
desesperante: no puedo parar de aludirme. Es lo que llamo
transmisión, forma superior de la
comunicación. La diferencia
entre ambas es que mientras la
comunicación es un mar anónimo (asubjetivo)
de discursos, enunciados y gestos, la transmisión centra esa
constelación dispersa en la forma absurda y monumental de un
narcisismo idiota clase B: un sujeto sin posición estructural de
sujeto pero incapaz de dejar de hablar de sí mismo a través de todo.
Narcisismo ciego, prehistérico.
Y parte del problema es que el coro siempre responde
“y a mí qué me interesa”, y lo hace de la forma más amarga: la de no
responder nada. El silencio indiferente de la masa lleva al sujeto
que trasmite (llamémosle broadcaster, para distinguirlo del
sujeto clásico) a doblar la apuesta: sus mensajes deben ser cada vez
más audaces, más provocativos, más escandalosos. Pero finalmente, la
escena registrada, correlato necesario de la escena mostrada,
resulta siempre trivial: es eso que no tiene lugar, es ese evento
singular puro que no puede ser pensado porque simplemente es objeto
de una mostración. Como en los realities, como en Gran
Hermano, que en un principio pueden capturar el morbo de la masa
porque parecen prometer la gran escena prohibida (la desnudez, la
relación sexual, la violencia, la sangre) y sólo se estiran
indefinidamente en la cotidianidad más banal de los broadcasters
participantes que hablan boludeces, juegan al futbolito, se cortan
las uñas, pican una cebolla. Finalmente, de ocurrir la escena
prohibida, entendemos que nada la diferencia de la insignificancia
radical de cualquier otra escena. Y el coro sigue repitiendo:
y a mí qué me interesa.
Cada vez más. Me grabo teniendo relaciones sexuales
con mi pareja, muestro cómo maltratamos a un animal con mis amigos,
me hago fotografiar por mis camaradas humillando a un prisionero de
guerra, filmo con el celular el momento en que mis colegas violan a
un nativo, registro todo el itinerario que estalla en una masacre en
un college. Se notará que casi todos los ejemplos son
plurales, hablan menos de un yo que de un nosotros. Es
que los medios y la opinión pública prefieren creer y hacer creer
que los broadcasters (que hemos definido como sujetos sin
lugar estructural) son formaciones solitarias o individuales:
anomalías, eventualmente espectaculares, psicóticas o paranoicas,
peligrosas, dañinas y hasta letales, pero encapsuladas como
fenómenos psiquiátricos, separadas del resto de lo social por la
línea de lo irracional absoluto (la locura, el
Mal). Es claro que
esto no es así. Rara vez aparecen solos, siempre son muchos. Por lo
regular la locura es grupal, colmenar, comunitaria o de manada: son
conexiones horizontales que deliran y trasmiten en bloque. Son
sujetos colmenares unidos por una singularidad exclusiva y
excluyente, marcas asignificantes para el todo el mundo pero que no
pueden dejar de ser trasmitidas, coreadas, gritadas y, llegado el
caso, sostenidas con orgullo.
5.
Si el
lenguaje es algo del orden
de la inscripción pública, cierta exigencia social de
verdad
vinculada a la organización y al significado, podemos llamar
dialecto a la lengua que cohesiona a la colmena y al grupo
horizontal de pertenencia. El dialecto es siempre más nítido que el
lenguaje. El dialecto es siempre como una marca física, algo del
orden de la identidad —en el sentido policíaco de la
palabra (¿la
palabra
identidad tiene algún otro sentido?). El dialecto es
esa fuerza que tiende a hacer que Aristóteles siga siendo más amigo
de Platón que de la
Verdad. La Verdad es lo público y el
lenguaje.
El dialecto, y la necesidad de forzar al dialecto a ser público
(tarea imposible por definición, ya que lo público es la superación
de lo privado-imaginario-dialectal y no su prohibición o su
silenciamiento), es lo que caracteriza al broadcaster como un
personaje clase B: únicamente capaz de recitar la insignificancia
absoluta de su estribillo imaginario, que es vivido por él, sin
embargo, como una verdad hiperrealista, definitiva y de clausura.
Un ejemplo. Los parlamentarios que proclaman
orgullosamente ser “hombres de principios” y no votan la
despenalización del aborto por una cuestión de convicciones
personales allí donde se los había consagrado como representantes de
un movimiento, de un partido o de una Idea, siguen e imponen la
lógica delirante y autoritaria del dialecto. El dialecto,
precisamente por ser lo que hermana y lo que liga, por ser algo del
orden de la marca, del apego, del paisaje o de la raigambre, suele
asumir formas autoritarias, fóbicas o protofascistas. Ignoro
absolutamente cómo alguien situado fuera del dialecto no puede
entender su verdad definitiva, si para mí (y los míos) es tan clara:
el que está fuera del dialecto es un extranjero radical, es una
entidad incomprensible no prevista por el dialecto. Esto hace del
broadcaster, del personaje clase B, alguien bastante siniestro,
ya que el dialecto, que es precisamente la voz de ese yo que
carece de lugar estructural o de
lenguaje, debe ser gritado,
impuesto, cantado, estribillado y hasta celebrado. Pero nunca
pensado.
Notas:
1. El
ejemplo es de un cuento de Borges: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
2. El
ejemplo es de una película de 1995, Virtuosity, dirigida por
Brett Leonard.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 30, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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