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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CULTURA - CULTURA DE LA IMAGEN - COMUNICACIÓN - TRANSMISIÓN - LENGUAJE - DIALECTO - YO - BROADCASTER - MASS MEDIA - DESCARTES, RENÉ -
 

Después de la comunicación*

Sandino Núñez
 

Mientras la comunicación es un mar anónimo (asubjetivo) de discursos, enunciados y gestos, la transmisión centra esa constelación dispersa en la forma absurda y monumental de un narcisismo idiota clase B.

1.
 

Empecemos con una obviedad. La cultura de masas juega siempre en la retórica fantástica del simulacro, que a su vez juega siempre en un mundo ilimitado. Al principio algo como el extrañamiento nos detiene ante la intromisión de un mundo ficcional o imaginario en la realidad. Un pequeño cono, de no más de un centímetro de altura y de diámetro de base, pero que pesa como una batería de auto, es, en su incongruencia, una especie de exceso de objeto que indica que el mundo imaginario (Tlön) comenzó a aparecer en nuestra realidad cotidiana.(1) En el paso siguiente el superasesino virtual Sid 6.7 es traído a la realidad desde el ciberuniverso “en el que vive”, gracias a una avanzadísima magia nanotecnológica que le pone al software un cuerpo de tejido sintético de sílice.(2) Por último, todo se desfonda, porque estaba, desde un principio, ya desfondado. Las heroínas virtuales de videojuegos, como Rayne o Mileena, han mostrado oportunamente sus lomazos hiperrealistas en las páginas centrales de Playboy para la libido brutal e infantil de los consumidores fetichistas y coleccionistas.

El simulacro consagra y cierra un mundo sobrenatural e hiperrealista, un Olimpo cuya clave es la nitidez o la definición y cuya mónada son los píxeles. Los cuerpos trabajados, esculpidos por la disciplina gimnástica o por la tecnología química o quirúrgica tienen una sola clave libidinal: son más-nítidos-que, están más dibujados y tienen más píxeles que esas sombras o esos borrones que son los cuerpos comunes y corrientes. Es claro que los cuerpos dibujados, que son como vestimentas o prótesis (como trajes de superhéroes, digamos), con sus pectorales y abdominales perfectamente trazados por una tecnología 3D, apuntan menos al deseo y a la seducción que a la fascinación y la hipnosis. La contundencia del cuerpo hiperrealista no tiene nada que ver con el interés por la mirada ni por el deseo del otro: es una máquina conectada umbilicalmente a sí misma. Son formas radicales y célibes del narcisismo.

Digamos: Ricardo Fort es eso que es más nítido que un hombre y Adabel Guerrero es eso que es más nítido que una mujer. Si la realidad estaba hecha de signos, la hiperrealidad está hecha de píxeles. Y su fórmula es simple: cuantos más píxeles tiene, más nítida es una imagen. Esta lógica del más-que no funciona en las viejas formas de la significación: no puede decirse que tanto más significa algo cuantos más signos tiene. Por eso, la cultura de la imagen es la miseria de la metáfora, del significado, del concepto y de la idea. No son buenos tiempos para la filosofía o para la crítica.

Otra observación. Por ser cuerpo, las caras y la gestualidad están hechas de píxeles. Una gestualidad nítida es una hipergestualidad, como la de un actor de teatro que tiene que amplificar los signos convencionales de la tristeza porque si no lo hace los espectadores de la fila quince no se enteran de que él está triste. Así gestualizan las películas de animación 3D; así gestualizan los púberes que llenan el facebook de autorretratos (caras extravagantemente simpáticas, trompitas, mirada desafiante, en fin). Pero entonces, lo inquietante es que los píxeles, como bacterias, avanzan, invaden y colonizan “el otro lado” de la gestualidad: quiero decir, el significado, ese mundo inmaterial de humores y sentimientos al que las caras y los gestos remiten. El alma también termina por estar hecha de píxeles. Todos terminamos por ser nuestros propios personajes: todos somos los muñecos de nosotros mismos. Decíamos que Ricardo Fort es eso que es más nítido que un hombre y Adabel Guerrero es eso que es más nítido que una mujer. Y no solamente por sus cuerpos perfectamente inverosímiles. También lo son por sus psicologías, sus almas o sus humores, siempre exacerbados, siempre crecidos y barrocos. Esa hipérbole espectacular de la sensibilidad es lo que busca siempre la masa y la cultura de masas: el llanto, el ataque, el desborde, el pasaje al acto. Y es que ya somos adictos: no toleramos vivir en un mundo que sea menos nítido que la alucinación. Lo real del vértigo, del juego, del sueño o de la droga es eso que es más nítido que la realidad. La evidencia ardiente de lo que se siente o se ve es más nítida que la verdad de lo que se piensa.
 

2.


Por eso la protesta y la insurrección civil hoy prefieren asumir la forma explosiva de la indignación de la masa o la forma estética y museizada de la performance de la élite. Por una parte, la indignación es, sin dudas, más nítida que la crítica. Es más fácil de obtener y además puede ser mostrada. ¿Qué otro sentido puede tener esa tontería infantil que hace el periodista argentino Jorge Lanata al seguir “la ruta del derroche” de Cristina Kirchner en New York, mostrando las tiendas en las que compra ropa, los precios sorprendentes que paga por su atavío, etc., sino, precisamente, el de provocar, a través de la nitidez singular del fetiche, la reacción hiperrealista de la indignación en la masa pasiva de los televidentes? (¿Y qué sentido tiene mostrar, eso, por otra parte, en los informativos uruguayos? —pero enseguida entiendo que la pregunta es improcedente, ya que en realidad el enigma es qué sentido tienen los informativos uruguayos.)

Por otra parte, también la performance es más nítida que la mera acción militante o que la antigua praxis política. Pero sobre todo es más cool. La performance (¿será necesario decirlo?) es una finísima estocada de gente educada estéticamente que le pertenece al mundo hiperrealista de la cultura de masas y de la publicidad. La performance tiene el monto de espectacularidad imprescindible para que la cámara se interese en ella, y viene, además, con el beneficio adicional de esa gracia ligeramente inofensiva que tiene todo el entrecomillamiento cínico posmoderno.

Toda la discusión sobre la despenalización del aborto, por ejemplo, ha estado dibujada sobre esos rasgos hiperbólicos. Mientras se oían los alegatos delirantes e inverosímiles de los defensores de la vida (se llegó a mostrar un video de un feto “saludando al público con su manito”), una decena de mujeres pintadas de anaranjado posaban desnudas en las afueras del Palacio Legislativo —puesta teatral enfática de consignas ya teatrales y enfáticas: “ellos ponen la decisión, nosotras el cuerpo”, “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”, etc..

Los obscenos y estúpidos golpes de efecto de mostrar embarazadas felices, fetos muertos en contenedores de basura, ecografías 3D en las que se ve el corazoncito de la criatura latiendo con la obstinación de la vida misma, son la contrapartida necesariamente solidaria de la coreografía de la desnudez y la tentación liberal hiperrealista de mostrar, tal como una pieza de arte conceptual siempre muestra o ilustra (rasgo que emparienta indudablemente al llamado arte conceptual con la publicidad), la soberanía del sujeto femenino (cierta clase social, ciertamente) sobre su cuerpo, y la carga carnavalizada de rebeldía y provocación adolescente frente a un mundo viejo, reaccionario, oscurantista y masculino. Y entre estas dos posturas espectaculares (es decir: sólo capaces de mostrarse), ambas consagradas por una forma extrema de superstición pagana —la de los derechos de la vida, el cuerpo y la naturaleza—, entre el delirio moralista parroquial y el aquelarre de duendecitos que se burlan y hacen diabluras para la cámara, drena y se pierde toda posibilidad de tratar el tema políticamente.
 

3.
 

Ahora bien. La cultura de la imagen opera una variante del mismo procedimiento hiperbólico, pero con una inversión de la figura y el fondo. En este caso no se trata de construir un Olimpo de Pixar en cuerpos y almas, sino un arrabal carnavalizado de figuras desdibujadas clase B. Veámoslo con un ejemplo paradigmático. ¿Qué es ese personaje alguna vez conocido como “el colorado de Omar Gutiérrez”?, ¿qué es esa entidad fantasmal sin otro régimen de existencia que el punto exacto de ser tomado por la cámara, siempre circunstancialmente, emplazado en el nivel límbico de un personaje secundario o en sombras, un extra, una parte del decorado? De pronto ahí está —un error o una broma minúscula del Gran Programador. Descubrimos su cara en una claque o una tribuna, lo vemos de pie detrás de algún ministro durante una entrevista callejera, en el grupo de curiosos en un accidente de tránsito, perdido entre los hinchas que reciben a la selección nacional. Nada que lo legitime o lo justifique: nada para decir, ningún cargo, ninguna profesión, ninguna investidura. Simplemente eso está ahí. Existe, reaparece, insiste. Un garabato sonriente en la multitud, un pliegue del universo virtual de los medios. Y ese es el único secreto: la ausencia absoluta de secreto, de metáfora, de lenguaje. Es una partícula positiva, una presencia pura: no representa nada, no metaforiza nada, no tiene nada para decir. Y seguramente por eso sonríe y se ve feliz. Se diría —qué tentación decirlo— que no le pertenece a la realidad sino a lo Real.

Pero un día la cámara se acerca: un zoom, un primer plano, un intercambio incomprensible de frases con un entrevistador. Es invitado a pasar al frente de la escena, iluminado por la luz implacable de los medios, subrayado por el conductor gracioso de algún programa gracioso, empujado a participar en alguna ingeniosa encuesta telefónica de popularidad. Obligado a tener relieve y espesor. Nos enteramos de en qué barrio vive, cómo se llama, a qué se dedica, de qué cuadro es hincha. De pronto es un sujeto: tiene una identidad civil, una vida, seguramente está atravesado por dramas y pequeñas tragedias cotidianas, brillando apenas en el irrepetible tornasol de su imaginario. Este experimento es extraño y radical: los medios abastecen el apetito medieval de la masa, crean el carnaval de seres extravagantes, de locos de pueblo y objetos folclóricos y curiosos, destinados exclusivamente a la burla y el regocijo de la plebe pagana. Pero sobre todo obligan a la existencia a un Sujeto que no tiene ninguna necesidad de existir —quiero decir: ninguna necesidad lógica, ninguna razón para existir, ninguna razón que lo legitime, ninguna metáfora, ninguna Idea, ningún significado. Simples eventualidades no generalizables que, sin embargo, no pueden dejar de inscribir su yo en lo público (no se trata en absoluto, veremos, de lo público), como poetas borrachos.

Cuando Marcel Proust levanta su yo en el orden de la novela de principios del siglo pasado, y recapitula su vida, organiza la memoria y juega delicadamente con los signos de su gusto, de sus amores y de su sexualidad, está sostenido por el lugar estructural de un yo, una burguesía letrada capaz de decirse, de dramatizarse y de teorizarse, una clase que se entiende digna de ser escuchada, leída, y eventualmente imitada. No es el yo de Marcel Proust: es el yo de una época y de una cultura. Lo mismo había ocurrido con el yo lírico-filosófico de las Meditaciones de Descartes: es un yo universal encarnado en René Descartes, una forma-sujeto que excede a la singularidad que la encarna, y que permite, eventualmente, superarla.

Pero acá la cosa cambia: como el colorado de OG, todos estamos invitados a decir yo, estamos estimulados para decir yo, y finalmente, estamos obligados a decir yo como mero acto afirmativo de nuestra singularidad radical. Había unas marionetas en un viejo programa de Calabró. Una de ellas comenzaba a cantar: yo tengo una novia, se llama Teresa. Y el coro, implacablemente cruel y justo, respondía: y a mí qué me interesa, y a mí qué me interesa. Ésa es, exactamente, la tragedia de este sujeto, atrapado entre su universo idiota imaginario sin generalización posible (tiene una novia llamada Teresa) y la imposibilidad de dejar de decir yo y de lanzar ese yo al mundo (cantar a voz en cuello que tiene una novia): y todo en el contexto neutro e indiferente de la comunicación: un público ilimitado y masivo incapaz de devolverle a ese yo, que clama y grita, nada que no sea su neutralidad y su indiferencia.
 

4.
 

¿Qué otra cosa es facebook, sino el estímulo, el soporte aberrante ideal de ese yo obligado a trasmitirse, y despojado brutalmente de toda posibilidad estructural de decir? La invitación a decir, la obligación de decir: qué estoy pensando, qué me gusta, a qué causas adhiero, qué música oigo, a quién admiro. Cuelgo fotografías de las inolvidables vacaciones del 2010, pongo un videoclip de una música que me identifica y que espero que contagie su maravilla a toda la comunidad como un maná, posteo una frase ingeniosa o profundísima, o escribo: “estoy cocinando una tarta de zucchinis y la magia del aroma llena mi casa”. Es desesperante: no puedo parar de aludirme. Es lo que llamo transmisión, forma superior de la comunicación. La diferencia entre ambas es que mientras la comunicación es un mar anónimo (asubjetivo) de discursos, enunciados y gestos, la transmisión centra esa constelación dispersa en la forma absurda y monumental de un narcisismo idiota clase B: un sujeto sin posición estructural de sujeto pero incapaz de dejar de hablar de sí mismo a través de todo. Narcisismo ciego, prehistérico.

Y parte del problema es que el coro siempre responde “y a mí qué me interesa”, y lo hace de la forma más amarga: la de no responder nada. El silencio indiferente de la masa lleva al sujeto que trasmite (llamémosle broadcaster, para distinguirlo del sujeto clásico) a doblar la apuesta: sus mensajes deben ser cada vez más audaces, más provocativos, más escandalosos. Pero finalmente, la escena registrada, correlato necesario de la escena mostrada, resulta siempre trivial: es eso que no tiene lugar, es ese evento singular puro que no puede ser pensado porque simplemente es objeto de una mostración. Como en los realities, como en Gran Hermano, que en un principio pueden capturar el morbo de la masa porque parecen prometer la gran escena prohibida (la desnudez, la relación sexual, la violencia, la sangre) y sólo se estiran indefinidamente en la cotidianidad más banal de los broadcasters participantes que hablan boludeces, juegan al futbolito, se cortan las uñas, pican una cebolla. Finalmente, de ocurrir la escena prohibida, entendemos que nada la diferencia de la insignificancia radical de cualquier otra escena. Y el coro sigue repitiendo: y a mí qué me interesa.

Cada vez más. Me grabo teniendo relaciones sexuales con mi pareja, muestro cómo maltratamos a un animal con mis amigos, me hago fotografiar por mis camaradas humillando a un prisionero de guerra, filmo con el celular el momento en que mis colegas violan a un nativo, registro todo el itinerario que estalla en una masacre en un college. Se notará que casi todos los ejemplos son plurales, hablan menos de un yo que de un nosotros. Es que los medios y la opinión pública prefieren creer y hacer creer que los broadcasters (que hemos definido como sujetos sin lugar estructural) son formaciones solitarias o individuales: anomalías, eventualmente espectaculares, psicóticas o paranoicas, peligrosas, dañinas y hasta letales, pero encapsuladas como fenómenos psiquiátricos, separadas del resto de lo social por la línea de lo irracional absoluto (la locura, el Mal). Es claro que esto no es así. Rara vez aparecen solos, siempre son muchos. Por lo regular la locura es grupal, colmenar, comunitaria o de manada: son conexiones horizontales que deliran y trasmiten en bloque. Son sujetos colmenares unidos por una singularidad exclusiva y excluyente, marcas asignificantes para el todo el mundo pero que no pueden dejar de ser trasmitidas, coreadas, gritadas y, llegado el caso, sostenidas con orgullo.
 

5.


Si el lenguaje es algo del orden de la inscripción pública, cierta exigencia social de verdad vinculada a la organización y al significado, podemos llamar dialecto a la lengua que cohesiona a la colmena y al grupo horizontal de pertenencia. El dialecto es siempre más nítido que el lenguaje. El dialecto es siempre como una marca física, algo del orden de la identidad —en el sentido policíaco de la palabra (¿la palabra identidad tiene algún otro sentido?). El dialecto es esa fuerza que tiende a hacer que Aristóteles siga siendo más amigo de Platón que de la Verdad. La Verdad es lo público y el lenguaje. El dialecto, y la necesidad de forzar al dialecto a ser público (tarea imposible por definición, ya que lo público es la superación de lo privado-imaginario-dialectal y no su prohibición o su silenciamiento), es lo que caracteriza al broadcaster como un personaje clase B: únicamente capaz de recitar la insignificancia absoluta de su estribillo imaginario, que es vivido por él, sin embargo, como una verdad hiperrealista, definitiva y de clausura.

Un ejemplo. Los parlamentarios que proclaman orgullosamente ser “hombres de principios” y no votan la despenalización del aborto por una cuestión de convicciones personales allí donde se los había consagrado como representantes de un movimiento, de un partido o de una Idea, siguen e imponen la lógica delirante y autoritaria del dialecto. El dialecto, precisamente por ser lo que hermana y lo que liga, por ser algo del orden de la marca, del apego, del paisaje o de la raigambre, suele asumir formas autoritarias, fóbicas o protofascistas. Ignoro absolutamente cómo alguien situado fuera del dialecto no puede entender su verdad definitiva, si para mí (y los míos) es tan clara: el que está fuera del dialecto es un extranjero radical, es una entidad incomprensible no prevista por el dialecto. Esto hace del broadcaster, del personaje clase B, alguien bastante siniestro, ya que el dialecto, que es precisamente la voz de ese yo que carece de lugar estructural o de lenguaje, debe ser gritado, impuesto, cantado, estribillado y hasta celebrado. Pero nunca pensado.
 

Notas:
 

1. El ejemplo es de un cuento de Borges: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius

 2. El ejemplo es de una película de 1995, Virtuosity, dirigida por Brett Leonard.
 




* Publicado originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 30, publicación semanal de la revista Caras y Caretas.

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