(II)
Las humanidades y las corporaciones
“He
escrito un libro que sospecho no será de agradable lectura para los profesores y
los estudiantes de doctorado, puesto que no sólo he indicado sino también
fundamentado cuáles son las fuerzas de mercado y las prácticas institucionales
profundamente entrelazadas que, eventualmente, nos destruirán. Pinto lo que
podría llamarse un cuadro inequívocamente sombrío acerca de lo que depara el
futuro para los profesores de humanidades, y no ofrezco nada en el sentido de
soluciones estimulantes a los problemas que describo. Pienso que los profesores
de humanidades han perdido ya la capacidad de rescatarse a sí mismos.”
Lo
que antecede es una cita textual extraída del prefacio de The Last Professor.
The Twilight of the Humanities in the Corporate University, por Frank
Donohue (La edición Kindle está disponible por doce dólares). Como se entiende
enseguida al leer la cita, Donohue no cree que haya ninguna crisis, es decir, no
cree que se trate de una coyuntura que plantea desafíos nuevos que pueden ser
resueltos. Lo que él cree es que simplemente el proyecto histórico de enseñar
las disciplinas humanísticas en una relación de estudiante-profesor ha muerto, y
que no hay nada serio que hacer al respecto. Fin de la historia.
Los
argumentos de Donohue son persuasivos, y resumen bien un costado de lo que se
viene debatiendo en torno al posible o imposible futuro de las humanidades. Como
se ha visto recién, Stanley Fish aventuraba que, ante el creciente desafío
planteado a las humanidades por un contexto de mercado cada vez más radicalmente
centrado en la utilidad y los resultados cuantificables (y beneficiosos
financieramente), la única respuesta era reivindicar la autonomía y la belleza
del desinterés: el saber no puede arbitrarse o juzgarse a partir del mundo de la
utilidad, pues el saber tiene su virtud en sí mismo y no se lo busca para algo
exterior a sí mismo. Los administradores financieros de las universidades del
mundo real—salvo unas pocas con muy anchas espaldas en términos tanto de
tradición académica como de dinero, como Harvard, Stanford o Yale—no parecen
haber sido mayormente persuadidos por tal argumento. Es precisamente lo que
argumenta Donohue a lo largo de las densas ciento ochenta páginas de su libro.
El problema que la “universidad de las corporaciones” como la llama Donohue
plantea a las humanidades tiene más de un siglo de existencia. Los ataques a las
humanidades vienen de la visión que dice que cosas como la filosofía o la
literatura son pérdidas de tiempo y carecen de utilidad en el mundo de los
negocios. Andrew Carnegie, el magnate de la industria, dijo una vez que la
educación tradicional en un college americano dejaba a los graduados
“bien adaptados para la vida en otro planeta” y que el tiempo gastado en
Shakespeare y Homero era tiempo perdido, mientras que Richard Teller Crane,
fundador de una compañía con base en Chicago que es hoy parte de las 500 de
Standard & Poor, afirmó en 1909 que “nadie que tenga gusto por la literatura
tiene derecho a ser feliz” puesto que “los únicos hombres con derecho a la
felicidad en este mundo son los que resultan útiles para algo”. Observa Donoghue
que ya defensores de la educación como Thorstein Veblen o Upton Sinclair
arguyeron que tal aplicación de estándares comerciales era cruda e injusta. Sin
embargo, los valores de las corporaciones han logrado estructurar el campo mismo
de la universidad en el que todavía sobreviven los profesores y los
departamentos de humanidades. Se trata de una situación en la que las
profesiones humanísticas no tienen siquiera autonomía financiera: dependen, para
poder desarrollar su trabajo, de las dádivas entregadas por sus propios enemigos
epistemológicos.
Las
citas de Carnegie o Teller, ¿son atrocidades y extremismos o son meramente la
forma más expuesta y directa de decir exactamente lo mismo que piensa hoy la
mayor parte de administradores y dirigentes de las universidades alrededor del
mundo? Para contestar la incómoda pregunta basta mirar cuál es el espacio y los
recursos dados a las humanidades en la universidad contemporánea. Enseguida se
comprobará—siguiendo con el caso de Estados Unidos, que por muchas razones sirve
de fundamental punto de referencia—que a partir especialmente de la crisis
económica de 2008 ha abundado la información referida a cierres o severos cortes
afectando a los departamentos de humanidades, y que el argumento subyacente es
crudamente económico: si tengo que recortar, recorto primero lo más
superfluo.
Esta
relación entre la ideología de las corporaciones y la educación en humanidades
tiene también una historia, y Donoghue propone una lectura de ella que hila más
fino al definir etapas y contenidos. Durante la etapa inicial de expansión del
capitalismo monopólico y no regulado, las corporaciones meramente vieron a las
humanidades como inútiles. En cambio, “los industrialistas maduros de los años
‘40, ‘50 y tempranos ’60 en cierto modo apoyaron las humanidades como defensa
contra lo que se veía como una desalmada Unión Soviética. […] La América de las
corporaciones vio nuestro mensaje como útil durante esos años, y el boom que
vivieron las humanidades en la segunda posguerra se debe en parte a la buena
voluntad del gobierno y las corporaciones, por vago y mal examinado que haya
sido el esfuerzo hecho en apoyarnos. Luego, desde el comienzo de la era Reagan,
las corporaciones han visto a la educación superior como un fastidioso problema
laboral. El desmontado del profesorado norteamericano es parte de la
casualización del trabajo en general, un fenómeno que comenzó en 1980 y se ha
acelerado desde entonces”.
Lo
paradójico es que debido al aumento del número de estudiantes en la educación
superior, las universidades han seguido necesitando y contratando profesores,
para desmayo de quienes desearían que las universidades funcionasen
estrictamente como una empresa, optimizando eficacia, eficiencia y ganancias.
Ese aumento de contrataciones sin embargo ha ocurrido al tiempo que va
ocurriendo un proceso de creciente “casualización” del contrato laboral: cada
vez son menos los profesores con contratos estables, bien remunerados, y con
buen equilibrio entre tiempo para la investigación y tiempo de docencia. En
cambio, aumentan geométricamente los ayudantes, asistentes, profesores en
relaciones laborales inestables, peor pagos, y con mucho menor tiempo para la
investigación. El taylorismo (eficiencia, productividad y utilidad) sigue
estando en el trasfondo de las críticas contemporáneas a las humanidades, cuyo
contenido no ha evolucionado demasiado desde los tiempos a su modo heroicos de
Crane y Carnegie. Y la pregunta de Robert Zemsky citada por Donoghue es
bastante incómoda aun hoy. Es la siguiente: “Empresa y mercado han demostrado
ser exitosos, ¿por qué razón no pueden operar las universidades más como
empresas? ¿Por qué no pueden tener inteligencia de mercado?” Donoghue teme que
las humanidades sean completamente incapaces de responder a esta pregunta.
Ahora
bien, dejemos a Donoghue para observar un punto clave que hasta ahora ha
quedado en el trasfondo de esta secuencia. Aunque la incapacidad de la academia
para responder la pregunta de Zemsky no signifique que la discusión teórica o
filosófica, es decir, la discusión dada
en el campo de batalla y según las armas de las
humanidades, sea ganada por las corporaciones, sí podría significar
que la discusión en sí misma se termine—lo cual es una derrota para las
humanidades tout court. Es decir, que en los hechos el asunto quede en
el campo de batalla y según las armas de
las corporaciones, para las cuales semejante discusión teórica y
epistemológica no es algo en lo que haya que entrar, sino simplemente algo que
carece de sentido de antemano. Dicho de otro modo, algo
sobre lo que hay que actuar.
Esto
último plantea un nuevo aspecto de la discusión, que se considerará en seguida.
Me refiero a la medida en la cual la legitimación de la discusión misma acerca
del futuro de las humanidades está en manos de la tradición humanística, o fuera
de ella. Lo cual tiene que ver con una discusión más fundante, que atañe al tipo
de teorías con el que las humanidades mismas han justificado su existencia y su
razón de ser en los dos últimos siglos. Esa discusión teórica ha mostrado cómo
el caballo de Troya (para usar una imagen de tradición humanística) de la
utilidad y la objetivación del sujeto se ha metido dentro mismo de los
fundamentos del campo, esencialmente enemigo, de las humanidades. Los resultados
están a la vista. Las humanidades parecen haber preparado, debido precisamente a
su nobleza y su compromiso con el examen crítico de
todos los aspectos de cualquier
cuestión, su propia destrucción.