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Amir Hamed
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HUMANIDADES - EDUCACIÓN - DONOHUE, FRANK - TELLER CRANE, RICHARD -


El pecado original de las humanidades (II)*


Aldo Mazzucchelli

Richard Teller Crane, fundador de una compañía con base en Chicago que es hoy parte de las 500 de Standard & Poor, afirmó en 1909 que “nadie que tenga gusto por la literatura tiene derecho a ser feliz” puesto que “los únicos hombres con derecho a la felicidad en este mundo son los que resultan útiles para algo”.

(II) Las humanidades y las corporaciones

“He escrito un libro que sospecho no será de agradable lectura para los profesores y los estudiantes de doctorado, puesto que no sólo he indicado sino también fundamentado cuáles son las fuerzas de mercado y las prácticas institucionales profundamente entrelazadas que, eventualmente, nos destruirán. Pinto lo que podría llamarse un cuadro inequívocamente sombrío acerca de lo que depara el futuro para los profesores de humanidades, y no ofrezco nada en el sentido de soluciones estimulantes a los problemas que describo. Pienso que los profesores de humanidades han perdido ya la capacidad de rescatarse a sí mismos.”

Lo que antecede es una cita textual extraída del prefacio de The Last Professor. The Twilight of the Humanities in the Corporate University, por Frank Donohue (La edición Kindle está disponible por doce dólares). Como se entiende enseguida al leer la cita, Donohue no cree que haya ninguna crisis, es decir, no cree que se trate de una coyuntura que plantea desafíos nuevos que pueden ser resueltos. Lo que él cree es que simplemente el proyecto histórico de enseñar las disciplinas humanísticas en una relación de estudiante-profesor ha muerto, y que no hay nada serio que hacer al respecto. Fin de la historia.

Los argumentos de Donohue son persuasivos, y resumen bien un costado de lo que se viene debatiendo en torno al posible o imposible futuro de las humanidades. Como se ha visto recién, Stanley Fish aventuraba que, ante el creciente desafío planteado a las humanidades por un contexto de mercado cada vez más radicalmente centrado en la utilidad y los resultados cuantificables (y beneficiosos financieramente), la única respuesta era reivindicar la autonomía y la belleza del desinterés: el saber no puede arbitrarse o juzgarse a partir del mundo de la utilidad, pues el saber tiene su virtud en sí mismo y no se lo busca para algo exterior a sí mismo. Los administradores financieros de las universidades del mundo real—salvo unas pocas con muy anchas espaldas en términos tanto de tradición académica como de dinero, como Harvard, Stanford o Yale—no parecen haber sido mayormente persuadidos por tal argumento. Es precisamente lo que argumenta Donohue a lo largo de las densas ciento ochenta páginas de su libro. El problema que la “universidad de las corporaciones” como la llama Donohue plantea a las humanidades tiene más de un siglo de existencia. Los ataques a las humanidades vienen de la visión que dice que cosas como la filosofía o la literatura son pérdidas de tiempo y carecen de utilidad en el mundo de los negocios. Andrew Carnegie, el magnate de la industria, dijo una vez que la educación tradicional en un college americano dejaba a los graduados “bien adaptados para la vida en otro planeta” y que el tiempo gastado en Shakespeare y Homero era tiempo perdido, mientras que Richard Teller Crane, fundador de una compañía con base en Chicago que es hoy parte de las 500 de Standard & Poor, afirmó en 1909 que “nadie que tenga gusto por la literatura tiene derecho a ser feliz” puesto que “los únicos hombres con derecho a la felicidad en este mundo son los que resultan útiles para algo”. Observa Donoghue que ya defensores de la educación como Thorstein Veblen o Upton Sinclair arguyeron que tal aplicación de estándares comerciales era cruda e injusta. Sin embargo, los valores de las corporaciones han logrado estructurar el campo mismo de la universidad en el que todavía sobreviven los profesores y los departamentos de humanidades. Se trata de una situación en la que las profesiones humanísticas no tienen siquiera autonomía financiera: dependen, para poder desarrollar su trabajo, de las dádivas entregadas por sus propios enemigos epistemológicos.

Las citas de Carnegie o Teller, ¿son atrocidades y extremismos o son meramente la forma más expuesta y directa de decir exactamente lo mismo que piensa hoy la mayor parte de administradores y dirigentes de las universidades alrededor del mundo? Para contestar la incómoda pregunta basta mirar cuál es el espacio y los recursos dados a las humanidades en la universidad contemporánea. Enseguida se comprobará—siguiendo con el caso de Estados Unidos, que por muchas razones sirve de fundamental punto de referencia—que a partir especialmente de la crisis económica de 2008 ha abundado la información referida a cierres o severos cortes afectando a los departamentos de humanidades, y que el argumento subyacente es crudamente económico: si tengo que recortar, recorto primero lo más superfluo.

Esta relación entre la ideología de las corporaciones y la educación en humanidades tiene también una historia, y Donoghue propone una lectura de ella que hila más fino al definir etapas y contenidos. Durante la etapa inicial de expansión del capitalismo monopólico y no regulado, las corporaciones meramente vieron a las humanidades como inútiles. En cambio, “los industrialistas maduros de los años ‘40, ‘50 y tempranos ’60 en cierto modo apoyaron las humanidades como defensa contra lo que se veía como una desalmada Unión Soviética. […] La América de las corporaciones vio nuestro mensaje como útil durante esos años, y el boom que vivieron las humanidades en la segunda posguerra se debe en parte a la buena voluntad del gobierno y las corporaciones, por vago y mal examinado que haya sido el esfuerzo hecho en apoyarnos. Luego, desde el comienzo de la era Reagan, las corporaciones han visto a la educación superior como un fastidioso problema laboral. El desmontado del profesorado norteamericano es parte de la casualización del trabajo en general, un fenómeno que comenzó en 1980 y se ha acelerado desde entonces”.

Lo paradójico es que debido al aumento del número de estudiantes en la educación superior, las universidades han seguido necesitando y contratando profesores, para desmayo de quienes desearían que las universidades funcionasen estrictamente como una empresa, optimizando eficacia, eficiencia y ganancias. Ese aumento de contrataciones sin embargo ha ocurrido al tiempo que va ocurriendo un proceso de creciente “casualización” del contrato laboral: cada vez son menos los profesores con contratos estables, bien remunerados, y con buen equilibrio entre tiempo para la investigación y tiempo de docencia. En cambio, aumentan geométricamente los ayudantes, asistentes, profesores en relaciones laborales inestables, peor pagos, y con mucho menor tiempo para la investigación. El taylorismo (eficiencia, productividad y utilidad) sigue estando en el trasfondo de las críticas contemporáneas a las humanidades, cuyo contenido no ha evolucionado demasiado desde los tiempos a su modo heroicos de Crane y Carnegie.  Y la pregunta de Robert Zemsky citada por Donoghue es bastante incómoda aun hoy. Es la siguiente: “Empresa y mercado han demostrado ser exitosos, ¿por qué razón no pueden operar las universidades más como empresas? ¿Por qué no pueden tener inteligencia de mercado?” Donoghue teme que las humanidades sean completamente incapaces de responder a esta pregunta.

Ahora bien,  dejemos a Donoghue para observar un punto clave que hasta ahora ha quedado en el trasfondo de esta secuencia. Aunque la incapacidad de la academia para responder la pregunta de Zemsky no signifique que la discusión teórica o filosófica, es decir, la discusión dada en el campo de batalla y según las armas de las humanidades, sea ganada por las corporaciones, sí podría significar que la discusión en sí misma se termine—lo cual es una derrota para las humanidades tout court. Es decir, que en los hechos el asunto quede en el campo de batalla y según las armas de las corporaciones, para las cuales semejante discusión teórica y epistemológica no es algo en lo que haya que entrar, sino simplemente algo que carece de sentido de antemano. Dicho de otro modo, algo sobre lo que hay que actuar.

Esto último plantea un nuevo aspecto de la discusión, que se considerará en seguida. Me refiero a la medida en la cual la legitimación de la discusión misma acerca del futuro de las humanidades está en manos de la tradición humanística, o fuera de ella. Lo cual tiene que ver con una discusión más fundante, que atañe al tipo de teorías con el que las humanidades mismas han justificado su existencia y su razón de ser en los dos últimos siglos. Esa discusión teórica ha mostrado cómo el caballo de Troya (para usar una imagen de tradición humanística) de la utilidad y la objetivación del sujeto se ha metido dentro mismo de los fundamentos del campo, esencialmente enemigo, de las humanidades. Los resultados están a la vista. Las humanidades parecen haber preparado, debido precisamente a su nobleza y su compromiso con el examen crítico de todos los aspectos de cualquier cuestión, su propia destrucción.
 


 

* Publicado originalmente en REVISTA CHILENA DE LITERATURA Septiembre 2013, Número 84, 37-55.

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